Jerez de la Frontera

Jerez, la antaño industriosa Jerez, que en tiempos concentró casi un tercio de toda la exportación comercial española, es ahora una ciudad fallida, según se ha escrito en un periódico nacional. La que ha exportado su nombre con su vino. Vino que es otra cosa que vino. ¿Cómo se entiende si no que Shakespeare le atribuya las propiedades que le atribuye?:

LANCASTER
Adiós, Falstaff. En mi calidad de jefe hablaré de vos mejor de lo que merecéis.
FALSTAFF
Ojalá tengáis ingenio para hacerlo; valdría más que vuestro ducado. A fe que este mozo impasible no me aprecia, ni hay quien le haga reír. No es de extrañar: no bebe vino. Estos jóvenes tan sobrios no llegan nunca a nada, pues se enfrían tanto la sangre con bebida floja y comen tanto pescado que pillan una especie de clorosis masculina y, cuando se casan, sólo engendran mozas. Suelen ser necios y miedosos, como algunos lo seríamos si no fuera por los estimulantes. Un buen jerez produce un doble efecto: se te sube a la cabeza y te seca todos los humores estúpidos, torpes y espesos que la ocupan, volviéndola aguda, despierta, inventiva, y llenándola de imágenes vivas, ardientes, deleitosas, que, llevadas a la voz, a la lengua (que les da vida), se vuelven felices ocurrencias. La segunda propiedad de un buen jerez es que calienta la sangre, la cual, antes fría e inmóvil, dejaba los hígados blancos y pálidos, señal de apocamiento y cobardía. Pero el jerez la calienta y la hace correr de la entrañas a las extremidades. Ilumina la cara, que, como un faro, llama a las armas al resto de este pequeño reino que es el hombre, y entonces los súbditos vitales y los pequeños fluidos interiores pasan revista ante su capitán, el corazón, que, reforzado y entonado con su séquito, emprende cualquier hazaña. Y esta valentía viene del jerez, pues la destreza con las armas no es nada sin el jerez (que es lo que la acciona), y la teoría, tan sólo un montón de oro guardado por el diablo, hasta que el jerez la pone en práctica y en uso. De ahí que el príncipe Enrique sea tan valiente, pues la sangre fría que por naturaleza heredó de su padre, cual tierra yerma, árida y estéril, la ha abonado, arado y cultivado con tesón admirable bebiendo tanto y tan buen jerez fecundador que se ha vuelto ardiente y valeroso. Si yo tuviera mil hijos, el primer principio humano que les enseñaría sería el de abjurar de las bebidas flojas y entregarse al jerez.
(Shakespeare, Enrique IV, 2ª parte)

La ciudad de Jerez ha fracasado, según dicen. Si fuera una familia o una empresa privada, su Ayuntamiento ya se habría disuelto o habría cerrado. Ahora es un símbolo de otra cosa, de pésima gestión administrativa. Una vergüenza. Con una tasa de paro superior al 35%, una deuda municipal de casi un millón de euros, sin la industria que había tenido hasta hace poco, la única empresa que ha quedado es el Ayuntamiento, empresa improductiva que sin embargo ha dado más empleo que muchas otras de España. El Cabildo gasta en personal 84 millones de euros, pero el año 2004 gastaba poco más de 64. En gratificaciones y productividades, que no en sueldos, ha venido gastando durante la crisis 15,7 millones anuales. De los individuos que reciben sueldos y gratificaciones, tres cuartas partes ocupan su puesto sin haber opositado a él ni haber dado muestras de su capacitación. Lo que no ha impedido que algunos de esos sueldos hayan sobrepasado los 100.000 euros anuales. También se han emprendido obras enormes sin presupuesto, ha aumentado la plantilla en un 25% en cuatro años, etc.

Y ahora resulta que no puede pagar los salarios que con toda justicia y derecho exigen las señoras de la limpieza de los colegios de primaria, de manera que ha habido días en que varios miles de críos no podían asistir a clase o, si lo hacían, era entre la basura. Para sonrojarse. Hay un sindicalista que tiene la solución: "A Jerez se le debe una industrialización". ¿Quién se la debe?

¿Quiénes son los responsables de este desatino? Todos, aunque unos más que otros. Es lo que pasa en toda la nación, solo que Jerez ha devenido símbolo a su pesar:

-Pues bien -dije-, he aquí otra cosa que debes creer también.
-¿Cuál?
-Que cada uno de los particulares asalariados o los que esos llaman sofistas y consideran como competidores no enseña otra cosa sino los mismos principios que el vulgo expresa en sus reuniones, y a esto es a lo que llaman ciencia. Es lo mismo que si el guardián de una criatura grande y poderosa se aprendiera bien sus instintos y humores y supiera por dónde hay que acercársele y por dónde tocarlo y cuándo está más fiero o más manso y por qué causas y en qué ocasiones suele emitir tal o cual voz y cuáles son, en cambio, las que le apaciguan o irritan cuando las oye a otro; y, una vez enterado de todo ello por la experiencia de una larga familiaridad, considerase esto como una ciencia y, habiendo compuesto una especie de sistema, se dedicara a la enseñanza ignorando qué hay realmente en esas tendencias y apetitos de hermoso o de feo, de bueno o de malo, de justo o de injusto, y emplease todos estos términos con arreglo al criterio de la gran bestia, llamando bueno a aquello con que ella goza y malo a lo que a ella le molesta, sin poder, por lo demás, dar ninguna otra explicación acerca de estas calificaciones, y llamando también justo y hermoso a lo inevitable cuando ni ha comprendido ni es capaz de enseñar a otro cuánto es lo que realmente difieren los conceptos de lo inevitable y lo bueno. ¿No te parece, por Zeus, que una tal persona sería un singular educador?
-En efecto -dijo.
-Ahora bien, ¿te parece que difiere en algo de éste el que, tanto en lo relativo a la pintura o música como a la política, llama ciencia al haberse aprendido el temperamento y los gustos de una heterogénea multitud congregada?
(Platón, República, 493a – 493d)

¿Quiénes han aprendido a hacer halagos a la multitud? ¿Quiénes se han anticipado a sus caprichos y luego los han complacido? ¿Acaso la multitud no se ha sentido muy a gusto con las caricias de sus educadores-políticos? Unos han dado lo que otros deseaban y pocos han hecho algo por saber lo debe desearse y lo que no.

¡Ay, ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde.

Así habla Zeus al principio del canto I de la Odisea

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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