San Alberto el Grande y su no menos grande alumno Santo Tomás de Aquino son una muestra del vigor filosófico, científico y teológico de la Edad Media, que después solo sería igualado en el siglo XVII. El primero hizo cuanto estuvo en su mano, que no fue poco, para recuperar el saber guardado en libros escritos en árabe y hebreo en las bibliotecas que los reyes españoles iban adquiriendo al tiempo que hacían avanzar la Reconquista contra el poderío musulmán y luego ordenaban traducir al latín pasando antes por el castellano. Uno de los que más contribuyeron a esa tarea fue Alfonso X el Sabio, el conquistador de Jerez. Con razón es San Alberto el patrón de las facultades de ciencias.
Su discípulo Santo Tomás lo es de las de letras y Bachillerato. Su festividad fue el pasado sábado.
Se me permitirá que de su monumental obra extraiga un breve apunte que acaso sirva como aclaración de ideas confusas que circulan hoy por nuestras mentes con escasa comprensión.
Se trata de que, de las cuatro clases de ley que él distinguió, las tres primeras, es a saber, la eterna, que rige el cosmos, la divina, expresada en las Sagradas Escrituras y la tradición de la Iglesia, y la natural, que procede de la esencia de cada ser, no se dirigen en exclusiva a los hombres. A estos se dirige la ley humana, que se divide en derecho natural y derecho de gentes.
La pauta de la ley humana viene establecida por la razón, porque la razón es lo que distingue a los humanos. Y como de la razón procede además el que los humanos sean seres sociales, las leyes deben hacerse para el conjunto de ellos y no para un grupo particular. En otras palabras: si no son generales, no son leyes.
De esa generalidad procede a su vez la autoridad de que está investida la ley humana, pues ésta no se construye por la intención de un individuo, sino por la costumbre de una comunidad que perdura en el tiempo. Es producto de esa comunidad y ahí radica su superior autoridad. La evitación del asesinato, por ejemplo, forma parte de la costumbre de una comunidad, pues de otro modo no podría subsistir. La ley humana debe, pues, impedirlo o castigarlo. Otra cosa es cómo lo haga. El principio es uno. Los medios múltiples, dependiendo de los lugares y los tiempos.
El hecho de que un magistrado público promulgue la ley es algo indispensable, pero secundario. Al magistrado se le ha encomendado el cuidado del bien común. No tiene el poder por sí, sino por delegación de la comunidad. Por esto puede perderlo, sobre todo si llega a creer que le pertenece y, abandonando el cuidado del bien común, se convierte en tirano, pues en ese caso los súbditos tienen el derecho y el deber de ofrecerle resistencia.
Esto es lo que significa la definición de la ley que dio Tomás de Aquino: “ordenación de la razón para el bien común, hecha por quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad y promulgada solemnemente”, una definición que recoge la antigua tradición griega y la integra en la cristiana y, por tanto, en la europea.
(Leído en La piquera, de Cope-Jerez, el 01/02/2012)