La libertad

¿Dependen de un hombre sus propias acciones o más bien le van llegando sin mandar él sobre ellas y siendo zarandeado de acá para allá por el azar? Si es lo primero, si cada uno puede hacer lo que el buen escultor con la piedra, que “saca todo lo superfluo y reduce el material a la forma que existe dentro de la mente del artista”[1], entonces es posible lograr con los talentos propios una personalidad bien trabada, capaz de afrontar todos los sucesos, y puede cada uno ser obra de sus propias acciones. Pero si lo cierto es lo segundo, si cada decisión depende de una necesidad impuesta, entonces la vida sin rumbo es obra de los vientos y las corrientes y uno mismo es siervo de todo y dueño de nada; podrá parece que lo hecho por cada cual es obra de cada cual, pero eso será una apariencia, porque el hombre, un ser más entre los seres, estará sujeto a las causas que rigen el conjunto y la ilusión de la libertad no será distinta de la que pudiera sentir la hoja llevada por el viento que pensara que está volando por propio impulso.

Dos son, pues, las opciones: ser libre y ser dueño de sí o ser esclavo de todo por estar siempre obligado en todo cuanto se hace. Sobre uno de estos dos presupuestos se sustentan cosas tales como la moral, la religión, la ciencia o la administración de justicia: si no hay libertad entonces ha de suprimirse la moral, la religión, al menos la católica, etc., y sin no hay determinismo causal entonces es imposible que exista ciencia alguna. Libertad y determinismo parecen, pues, contrarios entre sí. Es preciso examinar ambos aparentes opuestos.

a) Fatalismo y determinismo

El primer determinismo que ha existido ha sido el religioso. Ha recibido siempre el nombre de fatalismo y, dado que las religiones antiguas solían confinarse al ámbito de la familia humana en lugar de referirse al mundo natural, ha comenzado por fijar la dirección de los asuntos humanos, donde ha tejido una red que luego ha extendido a los sucesos naturales. En Las formas elementales de la vida religiosa Durkheim ha probado de manera suficiente este hecho. Los lazos con que la religiones han relacionado a los hombres son los mismos con que luego se relacionan las cosas del universo físico. La idea de destino es la expresión más antigua de este proceder. En la Grecia Antigua fue la Moira, el hado impersonal que ejercía su reinado sobre los hombres, la naturaleza y los dioses.

El orden de la Moira era intangible, inexorable, superior incluso a las divinidades olímpicas. Su presencia es incontestable en los relatos homéricos. Poseidón, por ejemplo, recurre a él en un famoso pasaje de la Ilíada, cuando intenta resistirse a una orden dada por un dios igual a él, su hermano Zeus[2], lo que violenta la distribución del mundo que había impuesto la Moira. Era una distribución que abarcaba todo. Los filósofos la desarrollaron más tarde bajo la forma de arjé, cuando la aplicaron a la naturaleza, y de nómos, cuando la aplicaron a la pólis.

De aquel fatalismo anterior a la filosofía han quedado algunos ejemplos egregios en la tragedia. El modelo supremo es Edipo rey, la obra de Sófocles cuyo protagonista no puede escapar del terrible destino que le ha estado aguardando desde el día de su nacimiento, cuando un oráculo había fijado que mataría a su padre con sus propias manos y tendría hijos de su propia madre. Después de conocerlo y poner los medios que creía adecuados para evitarlo, Edipo dio con él. La lección de la tragedia es que nadie escapa de la Moira.

Pero Sófocles no dice que Edipo actuó como una marioneta desprovista de iniciativa, sino que el destino había oscurecido su inteligencia, pero su voluntad había quedado intacta. Todas y cada una de las acciones que le llevaron al fracaso final fueron obra de Edipo, que hizo lo que quiso y sólo lo que quiso: matar a Layo, su padre, tener descendencia con Yocasta, su madre. Pero todo lo hizo sin saberlo. La Moira ciega a quien quiere perder, no dirige sus pasos a la fuerza. La víctima del destino se pierde siguiendo su propia voluntad.

La religión cristiana no ha sido ajena al fatalismo. En los espíritus de más ardiente religiosidad ha adquirido a veces una gran fuerza la convicción de que es el poder de Dios y no la conducta de los hombres la causa de la redención de éstos. En Calvino fue una creencia fundamental. Dios fue para él un ser trascendente al mundo de un modo más extremado y radical que en cualquier otra tendencia del Cristianismo, aproximándose al Islam e incluso superándolo. Los designios inmutables de Dios, pensaban él y sus adeptos, han sido dictados desde la eternidad y la acción de los hombres no puede modificarlos en un solo punto. Un hombre está tan alejado de Dios que no puede granjearse su voluntad ni siquiera con la plegaria, porque el curso de la salvación y la perdición es inmutable desde la eternidad. Sus acciones sólo valen como signo de la divina determinación, según que de ellas derive el éxito o el fracaso.

Es obvio que el fatalismo, ya sea en su modalidad griega o en su modalidad calvinista, es incompatible con la libertad, pues pone en agentes externos la causa de las acciones de los hombres, en un caso por privarles de la inteligencia y en el otro por alejar de su acción las consecuencias de la misma. Luego si los hombres son libres el fatalismo tiene que ser falso, porque son ideas contradictorias.

El determinismo filosófico es diferente. Los griegos antiguos prestaron especial atención a los sentimientos y las pasiones humanas, que eran tan misteriosas para ellos que durante mucho tiempo creyeron que eran producidos por seres superiores. No obstante, el racionalismo filosófico del siglo IV a. d. J. atribuyó a los hombres y no a los dioses el origen de sus actos, pero, mientras algunos filósofos, como Protágoras, concedían a la razón el dominio sobre las pasiones y los sentimientos y creyeron que el carácter y las acciones de los individuos están bajo su poder, otros lo pusieron por encima de la razón y pensaron que el carácter del hombre es su destino. Eurípides supo exponerlo con brutal claridad en su Medea. Así habla este personaje en dos importantes pasajes de la obra:

Gimo cuando reflexiono en la atroz maldad que he de cometer: mataré a mis hijos: nadie me los arrebatará, y después que arruine el palacio de Jasón, me iré de aquí y expiaré en el destierro la muerte de seres tan queridos, ya que he de atreverme a consumar el más impío de los crímenes[3]

Ya comprendo, ya conozco en toda su extensión la horrible maldad que voy a cometer; pero la ira (thimós) es mi más poderosa consejera, causa entre los hombres de las mayores desventuras[4].

Medea es el reverso de Edipo. Éste cumplió su destino por faltarle el conocimiento de lo que hacía. Medea no puede dejar de cumplirlo pese a conocerlo a la perfección. La tragedia de Eurípides corrige a la de Sófocles aduciendo que la razón no puede por sí sola vencer al deseo y que éste es la única fuente de los actos. Medea, en efecto, es consciente de que ha tramado un crimen espantoso y, pese a saber que es una maldad, ejecutará su plan. No corresponde a la razón, sino a los impulsos que brotan del thimós, la fuerza que desemboca en la acción.

Eurípides habla con verdad cuando dice que la razón no tiene poder real sobre los impulsos y que éstos son la fuente de la acción. Ni la Moira ni el Dios de Calvino determinan el deseo ni lo hacen irresistible. Esta es su lección. Medea hace lo que quiere hacer. Su voluntad y su impulso la arrastran con tal fuerza que no puede resistirse. Es una prueba de ello no solo el hacer lo que ha decidido, sino el no arrepentirse después. No es como Edipo, que cometió sus crímenes con voluntad, pero sin conocimiento, y si cumplió su destino matando a su padre y desposando a su madre fue por el engaño de la Moira, pero luego se arrepintió y sintió pesar. Eso basta para admitir que si lo hubiera sabido antes no habría querido hacerlo y, en consecuencia, no lo habría hecho. El deseo de venganza, no obstante, no engañó a Medea, que no sintió pesar por su acción y habría hecho lo mismo cuantas veces se le hubieran presentado las mismas circunstancias.

Habrá que indagar si, como cree Eurípides, existen impulsos irresistibles, pero antes hay que añadir otras razones para perfilar mejor el determinismo filosófico.

La discusión del drama de Eurípides y otros moralistas griegos tiene por centro la acción del hombre. El atomismo materialista de Demócrito no procedió del mismo modo. Su importancia radica en que adoptó una perspectiva ontológica más general merced a la cual se convirtió en el antecedente de los determinismos filosóficos posteriores.

Todas las cosas, pensó Demócrito, incluidos los dioses y las almas, son partículas materiales indivisibles, o átomos, que se mueven eternamente en un espacio infinito. Esos movimientos están determinados, lo que quiere decir que ninguno de ellos ocurre sin alguna causa que lo produzca y que, una vez que la causa aparece, el efecto tiene que seguirse.

El determinismo ha estado desde entonces asociado al mecanicismo, una teoría que presenta las obras de la naturaleza como si fueran las acciones que produce una máquina. Descartes pensó que es aplicable solamente al reino material externo, pero no al interior del hombre, Hobbes que el modelo mecánico debe también aplicarse a ese mundo interno del hombre en que habitan los deseos, los sentimientos y las ideas, Kant que el mecanismo universal es lo contrario de la libertad.

Un mecanicista radical acepta que la realidad consiste solo en cuerpos en movimiento y que sus únicas propiedades son las que derivan de estar en movimiento. Un mecanicista que no sea radical corregirá lo que le parece un exceso restringiendo el mecanicismo a los seres materiales y retirándolo de los espirituales, lo cual es una forma de dualismo. Descartes y Kant son mecanicistas en cuanto concierte a la naturaleza, pero no a la mente humana. Demócrito y Hobbes lo son en ambos respectos. Pero tanto unos como otros se muestran convencidos de que lo que hay en la naturaleza es un conjunto de cuerpos que carecen de impulso propio y que cada uno se mueve por la fuerza que le imponen otros. Todo cuanto sucede en el mundo natural sucede en virtud de alguna causa antecedentes y no puede nunca ocurrir que un suceso se produzca con vistas a un fin[5].

¿Qué decir del fatalismo y del determinismo filosófico? Para empezar, que, dado que la filosofía y la ciencia han nacido de la decisión de atenerse sólo a las causas que se producen en el mismo nivel de lo que se pretende entender, el fatalismo religioso debe ser eliminado de nuestra consideración por contradecir de plano toda posibilidad de explicación científica o filosófica. El fatalismo no es falso porque contradiga la experiencia humana de la libertad, pues ésta podría ser aparente, como pareció decir Eurípides, sino porque se opone a la posibilidad de que existan el pensamiento científico y el filosófico.

El determinismo filosófico es algo muy distinto. Hay que aceptar que la naturaleza está regida por una red causal que no hace excepciones con ningún hecho, lo cual es un presupuesto metafísico que sirve de fundamento a toda explicación científica posible. Dado que los hombres son seres naturales, la red debe también incluir sus acciones y sus voluntades. Si esto fuera incompatible con la libertad entonces habría que admitir que o bien los hombres no son libres o bien no son naturales. Lo segundo no parece posible, pese a Kant y Descartes. Luego hay que afrontar la tarea de dilucidar cómo pueden existir simultáneamente la libertad y la determinación de la voluntad. Nuestra posición en este punto es que no sólo pueden coexistir, sino que la determinación causal de la voluntad es una condición para la existencia de la libertad y no un obstáculo para la misma.

Es el fatalismo lo que no puede aceptarse, no el determinismo, si lo que se pretende es probar la existencia de la libertad. Hemos visto que el fatalismo de la religión olímpica atribuía a un ser superior la responsabilidad de lo que hacen los hombres y con ello negaba la libertad. Nadie aceptará que Edipo fue responsable de los crímenes cometidos por él, debido a que no actuó libremente cuando los cometió, pues no tuvo conocimiento de lo que hacía. Si esa falta de conocimiento fue ocasionada por la Moira entonces la Moira fue responsable de lo sucedido. Pero esta forma de ver las cosas requiere una mezcla de registros inaceptable. Algo parecido sucede con la fe del calvinista.

Solo si se atribuye a los hombres su acción y se acepta que, al menos en una porción considerable de cuanto hacen, entran en juego su entendimiento y su voluntad, es decir, que son conscientes de lo que hacen y lo hacen queriendo, se estará en condiciones de aceptar que son ellos la causa de su conducta, que son responsables de sí mismos y que se les pueden imputar razonablemente sus acciones. Ello dependerá solamente del grado de libertad de que dispongan, bien entendido que la libertad no puede consistir en obrar sin causa, pues entonces o bien los hombres no son libres o bien no son naturales, como más arriba queda dicho.

Quienes se han inclinado por lo contrario y han pensado que la libertad humana consiste en que la voluntad no sea movida por ninguna causa, se han visto obligados a pensar o bien que ningún sector de la realidad está regido causalmente o que algunos, en particular el de la voluntad, no lo están y otros sí. Pero lo primero va contra toda posibilidad de explicación científica o filosófica, porque si nada ocurre por causas entonces nada puede entenderse o explicarse, pues entender o explicar algo es aducir las causas por las que algo sucede. El indeterminista radical no puede estar en lo cierto. Además, ¿por qué causa habría de defender lo que defiende? Si lo hiciera por alguna estaría admitiendo que no todo sucede sin causa y si lo hiciera sin ninguna no sería creíble.

Lo segundo ha sido una tesis ampliamente aceptada en filosofía. Entre sus defensores más preclaros se cuenta a Kant, que afirmó el determinismo universal para los hechos producidos en la naturaleza y el indeterminismo para otra zona, que llamó el noúmeno. Las acciones de los hombres pertenecen al reino causal de la naturaleza, pero el motor que las mueve, la voluntad incausada, está en otro reino, el del noúmeno. De hecho, Kant hubo de recurrir al Reino de la Gracia para poder explicar la existencia de la libertad.

Pero esto es incomprensible, pues no se alcanza a ver la relación existente entre una zona y la otra. Kant sigue la estela dualista de Descartes, que abrió una brecha profunda entre la mente inextensa y el cuerpo extenso para tratar a continuación de tender un puente imposible entre ambos por la acción de la glándula pineal[6], una tesis completamente inaceptable.

Debe explorarse la tesis propuesta más arriba, a saber, que la voluntad humana es una cosa natural, que en cuanto tal está sujeta a la acción de diversas causas y que la conducta humana está sujeta al determinismo universal.

b) Causa, estímulo y motivación

Hay un principio general de la determinación natural que no admite excepción y es que siempre que hay un cambio ha sido precedido de algún otro cambio que es su causa. Siempre que una cosa cambia otra ha cambiado antes, y antes otra, etc. Pero no tiene sentido preguntar por el primer cambio. Sería como preguntar por el primer instante del tiempo o el último punto del espacio. Simplemente no nos es posible concebirlo. Con todo, no es eso lo que ahora requiere nuestra atención, sino hacer constar que cada vez que sucede un hecho hay al menos otro hecho que debe producirse. Este es el principio general determinista que admitimos como supuesto ontológico necesario para la explicación de cualquier hecho.

Si llueve es porque se ha condensado la humedad del aire, si ésta se ha condensado ha sido por una masa de aire frío, la cual ha sobrevenido por causa de una diferencia de presión, la cual procede a su vez de un calentamiento del aire de la superficie, etc. No existe un solo hecho suelto en la naturaleza y todos están encadenados entre sí.

Pero este principio general no se aplica de la misma manera a cada hecho concreto, pues existen dos grandes clases de objetos, orgánicos e inorgánicos, dividiéndose a su vez los segundos en otras dos clases, animales y plantas. Los animales, por su parte, forman una línea larga y muy compleja, que se extiende desde los que están tan próximos a las plantas que casi se confunden con ellas, como los protozoos, y llegan hasta el hombre. Pero, prescindiendo de la complejidad del reino de los seres vivos, todo cambio que se produzca en cualquiera de ellos irá siempre seguido de otro cambio, y esto habrá de suceder inevitablemente, como sucede en los no vivos.

Conviene distinguir, no obstante, las determinaciones que operan en cada nivel. Se da el nombre genérico de causa a las que obran en el reino inorgánico, el de estímulo a las que actúan en el reino vegetal y el de motivo a las que lo hacen en el mundo animal, bien entendido que este último no excluye a los anteriores. Véase a continuación cómo opera cada una de ellas en su terreno propio.

La causa general, la que actúa sobre lo inorgánico, ocasiona todos los tipos de cambios mecánicos, físicos y químicos. A veces el efecto es inmediatamente observable y fácilmente predecible a partir de la simple observación de la causa. Sabemos que si un objeto choca con otro el movimiento del segundo será solo una parte del movimiento que traía el primero. También puede suceder que el segundo absorba la totalidad del primero y entonces éste se quedará quieto y el otro se moverá. En otras ocasiones no es tan fácil la observación ni la previsión. Conforme aumenta el tiempo de exposición del agua al fuego aumenta la temperatura de aquélla, pero, llegado un cierto momento, la temperatura no aumenta más, sino que el agua entra en ebullición y se empieza a evaporar.

En la causalidad que llamamos estimulación no hay proporción entre la intensidad de la causa y el efecto como ocurre en la anterior. Puede ocurrir que un incremento muy pequeño del estímulo cause una variación muy grande del efecto y hasta produzca su contrario. Una planta puede desarrollarse con el incremento de calor, pero puede también secarse si se incrementa un punto más de lo conveniente. La falta de vitaminas produce avitaminosis, pero el exceso produce un efecto parecido. Un poco de vino tal vez hace que uno esté más vivaz e inteligente, pero si se bebe más de lo debido se vuelve más estúpido. Los ejemplos se podrían multiplicar, pero todos mostrarían lo mismo: que los cambios habidos en las plantas se producen por estímulos y que lo mismo sucede con los movimientos meramente orgánicos de los animales, que por este motivo se llaman vegetativos. Sobre estos seres actúa la luz, el aire, el calor, la fecundación, etc.

Los estímulos actúan siempre por contacto directo. Incluso cuando no son perceptibles se puede observar que los efectos guardan una cierta proporción con ellos, aunque la proporción es variable. Pero cuando la causa es un motivo las proporciones quedan ocultas, pues el medio por el que actúa es interior, que permanece desconocido para los demás e incluso a veces para el mismo sujeto. No importa que sea bien o mal conocido, que haya estado mucho tiempo ante la percepción sensible del sujeto, ni si estuvo cerca o lejos, si era oscuro o claro, etc., para ejercer su acción con mayor o menor fuerza.

Hay una diferencia entre el hombre y el animal: que aquél no sólo tiene una representación directa de la realidad, sino que es además capaz de abstraer conceptos generales y fijarlos en palabras, de combinarlos entre sí y, en fin, de saltar sobre el presente y tener una visión retrospectiva del pasado, de preocuparse por el futuro, de planear acciones, de reflexionar, etc. La excitación del animal suele ser siempre por un motivo que tiene ante sí en un momento y un lugar dados. El hombre, por el contrario, añade todo su mundo mental. Está sobreexcitado porque, al contrario de los animales, no vive sólo en el presente. Es un ser al que el hambre de mañana hace ya sentir hambre hoy. Por esto es más fácil saber lo que hará un animal que lo que hará un hombre. La esfera de los motivos en que éste habita es inmensa.

Aquí reside toda la dificultad para saber de antemano lo que un hombre cualquiera es capaz de hacer. Lo que determina el obrar humano muchas veces, o casi todas, no es la experiencia presente, sino los pensamientos que lleva consigo a dondequiera que va, todos los cuales pueden ser independientes de la experiencia presente. Esto se manifiesta con claridad en la conducta intencional, premeditada, de la que carecen los animales. El pensamiento que actúa sobre la voluntad actual es el verdadero motivo humano.

El hombre está liberado relativamente de los objetos presentes a sus ojos, que por esto no suelen inclinar su voluntad. En este solo sentido es independiente de las causas, en cuanto que no está sujeto a la necesidad del momento, como le pasa al animal, pero esto no impide que la fuerza del motivo actúe con la misma necesidad con que actúa para el animal el objeto presente. Cambia sólo la forma de la motivación, pero no la motivación misma ni su fuerza.

La causa y el efecto están progresivamente más separados conforme pasamos de lo inorgánico a lo orgánico y, dentro de este reino, de las plantas a los animales y al hombre. Pero que la causa y el efecto estén distantes no quiere decir que la primera deje de ejercer su influjo sobre el segundo. Una bola que se mueve transmite su movimiento a otra que está en reposo. Un pensamiento hace que un hombre quiera algo y se mueve para lograrlo. Es la misma secuencia, sólo que en el último caso es más compleja y es totalmente imprevisible la madeja que sirve de medio entre el efecto y la causa.

Un perro vacila entre la llamada de su amo y el olor de la hembra. Vencerá el motivo más fuerte, lo cual dependerá del grado de amaestramiento del animal. En el hombre no son visibles los motivos, pero su acción es la misma. El origen del motivo puede ser una experiencia pasada, un suceso imaginado, una imagen que despierta la esperanza, etc. Es casi imposible averiguarlo. Además, los hombres suelen ocultar los motivos de su acción, incluso a sí mismos. Dado que el motivo es siempre imperceptible en todo o en parte, alguien podría convencerse de que actúa sin motivos y que a eso le llamara libertad. Hasta podría pensar que se ha librado por completo de ellos. Hay quienes creen que esto es justamente la libertad, pero están en un error.

Si el aire pensara podría decir: puedo soplar desde el Oeste y entonces ser el Céfiro, o desde el Este y ser el Euro, desde el Sur y ser el Noto, o desde el Norte y ser el Bóreas, puedo aborrascar el mar y hacer que la tormenta se desate sobre el marino, o inspirar una suave y fresca brisa sobre la playa para que disfruten los bañistas. Todo esto está en mi poder. Lo cual es cierto, pero para que se dé una cualquiera de esas posibilidades debe darse antes un cambio, como una diferencia de presión, que la provoque y, una vez producido dicho cambio, lo que viene después tiene que ocurrir.

A un hombre también le resulta posible decir: puedo seguir viviendo con mi familia o irme de casa y abandonarla, o dejar el trabajo que tengo y vivir como un vagabundo, etc. Y es cierto también, pero lo que este individuo no tiene en cuenta es que no puede querer otra cosa que la que está queriendo, es decir, vivir con su familia, seguir con el empleo que tiene, etc. Y, una vez que quiere, tiene que hacerlo. También aquí vence el motivo más fuerte.

Cuando se quiere algo no hay más remedio que hacerlo. Si no se hace es porque hay obstáculos que lo impiden. Si tengo una pistola puedo pegarme un tiro y matarme. Eso es indudable. Pero también es indudable que no quiero hacerlo ni soy capaz de quererlo, por más que me empeñe. Luego no puedo matarme. Me falta un motivo. Si hubiera uno que fuera lo bastante fuerte como para decidirme nada me detendría y yo me pegaría un tiro. Puede parecer extraño, pero es la verdadera situación de las cosas: lo mismo que la bola de billar no puede moverse antes de recibir el golpe del taco, un hombre ni siquiera puede levantarse de una silla si antes no siente un motivo suficiente que le haga desearlo. La diferencia está en que el golpe se ve y el motivo no. Pero tampoco se ve la fuerza con que el imán atrae a las limaduras de hierro y no por ello decimos que se mueven por sí mismas.

Lo mismo que las causas en lo inorgánico no actúan directamente, sino según sea el medio sobre el que se ejercen, los motivos no actúan directamente, sino según el medio sobre el cual se ejercen. El calor reblandece la cera y endurece el barro. La misma presión ejercida sobre un cuerpo redondo y sobre otro de forma cúbica moverá al primero y no al segundo. La causa es la misma en ambos casos, pero varía el medio sobre el que se ejerce. En el caso humano el medio es el carácter, moldeado por la biología y por las instituciones sociales, dos sectores que conforman el ambiente natural en que se mueve un hombre.

El carácter tiene estos tres importantes rasgos:

  1. a) Es individual. Entre los animales es específico. Todos los que pertenecen a una misma especie son agresivos, temerosos, etc., según la especie. Cuando se ha visto uno se han visto todos. Solamente hay alguna excepción en algunos animales inteligentes domesticados. Pero el carácter de los hombres no es propio de la especie, sino de cada uno de ellos. Las diferencias de carácter son mayores que las diferencias físicas. Esto explica que un mismo motivo sea completamente diferente para dos hombres diferentes. Una bofetada puede provocar una cólera intensa en un sujeto y una sonrisa despectiva en otro. Por esto no basta conocer el motivo para saber lo que sucederá, sino que hay que conocer también al hombre.
  2. b) Es empírico. – El carácter sólo se puede conocer por experiencia, tanto si es el ajeno como si es el propio. Nadie conoce a los demás ni a sí mismo si no es después de una detenida y duradera observación. Esto explica que muchas veces nos sorprendamos de nuestra propia conducta o que forjemos mil veces un mismo propósito para incumplirlo de inmediato. Uno cree ser de una manera, disponer de ciertas facultades o cualidades de las que luego resulta que carece. Pero solamente sabe cómo es realmente al tratar de ponerlas en práctica. Por esto no sabemos normalmente cómo se comportará otra persona antes de pasar la prueba. Tampoco sabemos cómo nos comportaremos nosotros, y menos cuanto más confiados estemos en nuestras posibilidades. Una vez que la prueba ha pasado surge la seguridad sobre los demás y sobre uno mismo. El que una vez ha hecho algo lo volverá a hacer en circunstancias iguales. Solamente si hemos demostrado prudencia, honradez, finura, etc., estaremos contentos o descontentos de nuestro carácter. Y solamente el que reflexiona después con exactitud y objetividad sobre cómo es llega a conocerse y a saber cuáles son sus cualidades y sus defectos. Una persona así puede llegar a disponer de un carácter adquirido, porque sabrá hasta dónde se puede fiar de su propia persona. Los demás no. No es necesario decir que no debe confundirse el carácter con las costumbres o los hábitos.
  3. c) Es constante. El carácter es el mismo durante toda la vida. Como una ostra en su concha, el hombre auténtico se encuentra debajo de la envoltura de sus creencias, sus relaciones y sus días. La convicción común apunta a esto. Lo fundamental permanece a través de las edades. Un hombre que no conoce a la perfección sus defectos puede hacer todos los propósitos de enmienda que quiera, que a la primera oportunidad volverá a caer en lo mismo de siempre. Cuando alcance a saber que por los medios que usa no llegará nunca a lo que se propone o conseguirá más pérdidas que ganancias, cambiará los medios. Los motivos tienen que pasar por el conocimiento, que es su ambiente propio. Este es enormemente variado y amplio. De ahí pueden brotar motivos que inclinen la balanza hacia un lado o hacia otro. En esto trabaja toda educación que merezca ese nombre. El que no tiene un conocimiento amplio carece de muchos motivos que muevan su querer. Un hombre puede no repetir la misma acción si en el intervalo ha comprendido las circunstancias externas de la primera vez y se vuelve con ello accesible a motivos que en la primera ocasión no existieron para él: causa finalis movet no secundum suum esse reale, sed secundum esse cognitum[7]. La corrección moral se consigue por el conocimiento.

c) Las fuentes de la voluntad

Al tratar de las fuentes generales de la motivación humana es necesario aceptar la antigua distinción entre actos humanos y actos del hombre. Los primeros son los específicos de un ser humano cualquiera, o sea, aquellos por los que se distingue de cualquier otro ser natural, sea un animal, una planta o una piedra. Los segundos son aquellos en que no se distingue de otros seres naturales. Sentir hambre o dolor, oír o ver, dormir, adquirir velocidad tras haberse caído por una ventana y muchos otros sucesos de esta misma índole no pertenecen a la primera clase, sino a la segunda, porque no son voluntarios. Tampoco son voluntarios los llamados actos espontáneos, aquellos que se ejecutan maquinalmente y sin deliberación, como toser, parpadear, etc. Todos estos pueden incluirse sin problemas en la red causal que dirige cuanto sucede entre los seres inanimados y no es necesario esforzarse en diferenciar su origen del de las actividades de las plantas o las piedras.

Por esto solo tendremos en cuenta aquí los actos humanos, los cuales, pese a las apariencias, se incluyen también en la red causal que domina toda la realidad. La causa que los provoca es siempre algún motivo, que se origina en una multitud compleja de causas no controlada por los individuos. A poco que se examine la situación general en que un hombre se halla inmerso y se reconozcan sus posibilidades de acción, de elección, de planificación y, en suma, de la libertad real que cabe atribuirle, se encuentra uno con que su vida se desenvuelve en un medio plagado de impulsos que siente con su organismo y proceden de éste o del mundo humano que habita.

La fuerza que ejercen impulsos como el hambre o el sexo evidencia que no han sido deliberadamente producidos por nosotros y conduce a pensar que todos los demás, aun siendo inferiores en potencia, proceden también de una fuente ajena. Cada uno de ellos es una chispa que dispara una acción, pero la chispa no la encendemos nosotros. El procedimiento es patente en los animales. Cuando el perro percibe el olor de la hembra en celo tiene que buscarla. Solamente vacilará si está domesticado y el amo lo llama, pues entonces estará en medio de dos impulsos contrarios, pero en estado salvaje no vacilará un solo instante. La respuesta automática, sin dilación, es para casi todos los animales una garantía de supervivencia para la especie. Lo que llamamos instinto no es otra cosa que esa chispa que dispara la acción en contacto con un estímulo exterior o una acción interna del organismo. Hay algo que, como el pedernal contra el pedernal, hace que salte, que prenda en la pólvora y la bala se dispare al instante. Una vez iniciada la secuencia, ésta no puede detenerse por sí misma.

Estas cosas suceden en los animales y en nosotros porque tenemos un organismo biológico. Por su causa estamos siempre deseando algo y deseándolo de tal manera que no podemos nunca satisfacerlo plenamente. Dice Schopenhauer:

Ningún objeto de la voluntad, una vez logrado, puede producir una satisfacción duradera, que sea inmutable; se asemeja sólo a la limosna que, dada al mendigo, prolonga hoy su vida para continuar mañana su tormento[8].

Pero tampoco hay descanso, sino cansancio, en la desaparición de las pasiones. Nuevamente dice Schopenhauer que

de los siete días de la semana seis corresponden a la fatiga y a la necesidad y el séptimo al hastío[9].

El cuerpo es el causante de esta situación. Él nos determina a obrar de una u otra forma. Si hubiéramos de aceptar la existencia del destino, diríamos que el cuerpo lo es para nosotros, al menos en un grado importante.

A lo cual se agrega el mundo humano, la segunda fuente de deseos que todos sentimos por ser no sólo organismos biológicos sino también animales de instituciones, por estar hechos para mantener relaciones con los objetos físicos, tanto naturales como artificiales, con los otros hombres y con los seres espirituales.

  1. a) Con los objetos físicos. – Los objetos físicos de la vida cotidiana son un auténtico laboratorio en donde el sistema nervioso se modifica, se adiestra y se dirige hacia fines fijados institucionalmente. Muchos esfuerzos deben empeñarse y muchas dificultades han de vencerse hasta que, por ejemplo, un individuo aprende a conducir un automóvil con la naturalidad con que lo hace un mediano conductor de nuestros días. Y deben labrarse muchas nuevas vías nerviosas en su tejido cerebral hasta que aprende a controlarse a sí mismo y a la máquina, a prever la conducta de los demás, estar preparado para reaccionar instantáneamente y habituarse a velocidades y fuerzas para las que la naturaleza no parecía haberle dispuesto. El adiestramiento del mecanismo nervioso de los individuos y su ajuste a un artilugio mecánico tan complicado son de una perfección inigualable dada la magnitud del tráfico rodado de las carreteras y las calles y la gigantesca organización que exige. Amplíese esa necesidad de aparición de tendencias, doma, adiestramiento y ajuste que soporta cualquier hombre en estas condiciones a todos los objetos que existen alrededor de él, objetos tales como mesas, sillas, platos, lápices, vestidos, puertas, libros, ordenadores, camas, escaparates, bebidas, comidas, etc., y se tendrá un cuadro cumplido del grado en que todos ellos organizan y dirigen su vida interior y exterior. El que después de un examen sin prejuicios siga manteniendo que los deseos, pasiones y sentimientos referidos a todo este mundo de cosas materiales nacen espontáneamente de la interioridad del alma humana no sabe lo que dice o está suponiendo la existencia de hombres fantásticos que nada tienen que ver con los reales.
  2. b) Con los otros hombres. – El mundo humano está compuesto además de hombres con los que se han de mantener obligadamente actitudes y conductas de respeto, cortesía, distanciamiento, amistad, colaboración, enfrentamiento, identificación, etc., actitudes y conductas que vienen especialmente determinadas por el tamaño y la índole del grupo. No se comporta lo mismo un empleado que su patrono, los jóvenes actuales que sus padres, los miembros de una familia nuclear que los de una familia extensa, etc. Y lo mismo sucede con los grupos económicos, laborales, sindicales, deportivos, religiosos, políticos, etc.
  3. c) Con los seres espirituales. – Los dioses, los principios morales y políticos, los ideales, etc., constituyen también una fuente de deseos que los hombres se esfuerzan por realizar o que, si no se realizan, les procuran remordimiento y malestar. Estos seres constituyen en conjunto una fuerza que moldea la personalidad por medio de experiencias semejantes, de las cuales emanan valoraciones, gustos, deseos y opiniones también semejantes, si no para todos los miembros de cada sociedad, sí para los pertenecientes a los mismos grupos.

De su cuerpo y de las instituciones en que vive todo hombre proceden los impulsos que sentirá a lo largo de su vida. Pero estas cosas no viven en el exterior, sino en el interior. Rigen la conducta de los hombres, les proporcionan valores sobre la vida y deseos específicos que ellos prosiguen como propios. Es la fuerza suave, pero irresistible, de nuestra especial naturaleza. Esto nos sitúa cerca de las ideas de Eurípides, porque no se atribuyen las acciones a causas ajenas al sujeto que obra, sino a los propios impulsos que anidan en su interior, y nos aleja del fatalismo religioso, porque éste propone causas ajenas a la naturaleza.

d) Idea corriente de libertad

Contamos ya con todos los conceptos necesarios para deslindar el de libertad. Ésta, según lo dicho a propósito del determinismo filosófico, no puede ser acción incausada. Cuando alguien se encuentra en la situación de elegir entre dos o más alternativas una de ellas lo inclina hacia un lado con preferencia sobre el otro. Dicha determinación tendrá su origen en alguno de los focos que hemos mencionado. Pensar lo contrario es creer que el hombre está suspendido en un éter exterior a la naturaleza, como un ser que no perteneciera a este mundo.

Para tratar de saber qué es la libertad se comenzará por el análisis del sentido corriente o vulgar del término, con la intención de servirnos de él para alcanzar un conocimiento más acabado y completo. Sea suficiente para exponer ese sentido vulgar lo que dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Bajo el vocablo “libertad” predominan los significados que hacen referencia a obstáculos o impedimentos para que se haga algo. Se dice que es libre el que no es esclavo, el que no está preso, el que no tiene sujeción o subordinación (a veces se habla de que “a los jóvenes los pierde la libertad”), el que no está obligado por ciertos deberes; también se aplica a la exención de etiquetas (“en la corte hay más libertad en el trato”; “en los pueblos se pasea con libertad”), y se menciona también la libertad de comercio, entendida como la facultad de comprar y vender sin estorbo, la libertad de conciencia, o posibilidad de profesar cualquier religión sin ser inquietado por la autoridad, la libertad de imprenta, o permiso de imprimir cuanto se quiera sin previa censura, la de espíritu, o dominio y señorío del ánimo sobre las pasiones, etc.; el diccionario cita también el hecho de sacar a libertad la novicia, que se refiere al examen que el juez eclesiástico hace de su voluntad a solas y en lugar donde, sin caer en nota, pueda libremente salirse del convento.

Las expresiones corrientes abundan tanto en lo mismo que es ocioso recordarlas. Se dice el pájaro vuela libre de ataduras, que el acusado queda libre de condena, que un individuo se ha librado de otro o que se respira aire libre. Incluso se dice, por ejemplo, al final de los trámites engorrosos de un divorcio: “por fin me he librado de él (o de ella)”. Un refrán español dice que “el buey suelto (libre o soltero) bien se lame”. Este uso del término no se detiene ante casos extremos, como pasa cuando alguien dice haberse librado de otro cuando este último ha muerto.

Parece que el término se aplica a las acciones de los animales y de los elementos naturales en el mismo sentido que a las humanas, pues se habla del aire libre para respirar, del mar libre para navegar (“que es mi barco mi tesoro y es mi Dios la libertad”), del camino libre de obstáculos, de la rueda que da vueltas libremente, etc., como también se habla de la paloma que vuela con libertad, o del león que está libre en la selva en lugar de estar en el zoológico.

Tenemos en cuenta solamente los significados del vocablo que se aplican a los seres animados, especialmente a los hombres, porque son los únicos que pueden hacer las cosas voluntariamente. Sólo ellos sienten deseos de hacer cosas o, dicho de modo más claro, ellos hacen lo que hacen porque quieren, pero parece ridículo afirmar que las plantas crecen hacia arriba o las piedras caen hacia abajo porque así lo desean. Solo los animales y los hombres tienen voluntad.

En consecuencia hay que convenir en que, según el uso corriente y vulgar del término, se es libre cuando se hace lo que se quiere hacer sin que nada lo estorbe, cuando se actúa sin trabas ni cadenas para lo que se tiene voluntad de hacer. Dante[10] participa de la misma idea cuando dice de los réprobos condenados en el infierno que no son libres de salir porque una puerta infranqueable se lo impide. En esto y no en otra cosa consiste el actuar según la propia voluntad y no obligadamente, lo cual es cierto incluso cuando se dice que un pueblo es libre cuando se gobierna solamente por su propia voluntad y no por imposiciones ajenas, motivo por el cual debe incluirse la libertad política en esta acepción del término.

Examine el lector por sí mismo estos y otros casos que a él se le ocurran y compruebe si efectivamente sucede que el término se usa siempre o casi siempre en sentido negativo, queriendo referirse con él a los impedimentos que se tienen cuando se quiere hacer algo o a las fuerzas que obligan a hacer lo que no se quiere. Si está de acuerdo en ello no tendrá dificultad en admitir que la libertad consiste para la mayoría en poder hacer lo que se quiere sin que haya obstáculos físicos que lo impidan y en no hacer lo que no se quiere sin verse obligado a ello.

e) Libertad negativa, libertad positiva

Admítase, pues, que el querer y la ausencia de obstáculos son las dos primeras condiciones de la libertad, según esa definición que podría extraerse del saber común: hacer lo que se quiere sin que nada lo impida. Dejamos ahora de lado a los animales, aunque en algunas ocasiones hay coincidencia entre ellos y nosotros, y aceptamos que ambas condiciones se dan entre los hombres. Por eso es útil mantener la distinción entre actos humanos y actos del hombre. Por los segundos el sujeto no se distingue de otros seres naturales, pero sí por los primeros. Los actos humanos son los que los hombres ejecutan porque quieren y son los únicos que pueden merecer el apelativo de libres, debido a que no es aceptable decir que alguien es libre cuando hace lo que no quiere o no quiere lo que hace, sino cuando hace lo que quiere o quiere lo que está haciendo.

Habrá que ver entonces lo que es querer algo y en qué circunstancias se da el querer sin que venga obstaculizado por algún impedimento insalvable, pues ahí está la raya que separa lo libre de lo que no lo es.

Nadie aceptará que una persona que conduce un coche y atropella a otra porque han fallado los frenos por una causa imprevista lo ha hecho voluntariamente. Tampoco sería voluntaria la acción de un médico que suministra a un enfermo una medicina equivocada porque estaba en un envase que no era el suyo, causándole la muerte. La primera acción se ha producido por una fuerza externa y la segunda por desconocimiento. Si la fuerza externa y el desconocimiento son inevitables, entonces las acciones consecuentes no son voluntarias. Luego tampoco son libres, pues para serlo hay que hacer las cosas queriendo, según se ha convenido.

¿Puede decirse lo mismo cuando un hombre comete una acción malvada porque él, sus padres o sus hijos están amenazados o cuando el marinero arroja la mercancía al mar porque hay un temporal que está a punto de hundir el barco? A estos dos problemas da Aristóteles en su Ética a Nicómaco[11] una respuesta negativa porque el no cometer la acción malvada y no arrojar las mercancías al mar son acciones que estuvieron en poder del hombre amenazado y del marino respectivamente. No son los mismos casos que los del conductor y el médico. Puesto que puede haber ocasiones en que sea preferible morir uno mismo o el propio hijo antes que cometer ciertas acciones, hay que convenir en que el que está en esa situación puede preferir todavía una cosa a la otra y decidir en consecuencia. Así opinó y actuó Guzmán el Bueno y su decisión no mereció reproche, sino alabanza, cosa que no habría sucedido si hubiera obrado sin libertad. Luego las acciones del médico y el conductor son involuntarias, pero las del marino y el hombre amenazado son voluntarias y libres.

Es obvio que ni el padre quiere que muera su hijo ni el marino que se pierda la mercancía. Pero esto es sólo una voluntad habitual o de oficio y posición social o familiar, no la voluntad que realmente existe, porque el querer nunca se da en general, sino siempre en particular. En rigor no existe algo llamado voluntad, sino actos voluntarios o involuntarios, y éstos tienen siempre que ver con los momentos y circunstancias en que suceden. La voluntad general es abstracta, no concreta, y las acciones de los hombres son concretas, no abstractas, y es en las acciones concretas donde las fuerzas actúan sobre el querer, impidiendo que se dirija en un sentido o forzando a que se dirija en otro. Son fuerzas que proceden del exterior del individuo que obra, sin que él ponga nada de sí mismo, como la inercia física que actúa sobre el que ha perdido los frenos de su coche, que no permitió al conductor tomar la decisión que habría querido tomar. Pero no se trata de lo mismo cuando, habiendo una fuerza que obliga, todavía puede decidirse algo y hacerlo, como tirar la mercancía por la borda en lugar de perder el barco, porque entonces se pone algo de sí mismo. Cierto es que el marinero no quiere en general perder la mercancía, pero en esas circunstancias sí quiso, motivo por el cual se hizo digno de elogio, lo que no habría sucedido si las circunstancias hubieran sido tales que se hubiera visto completamente forzado y no hubiera obrado por sí mismo.

Las fuerzas violentas, que se imponen sobre la voluntad hasta el punto de anularla, producen siempre disgusto y desagrado porque no es posible vencerlas, pero sería ridículo decir que las cosas atractivas y agradables tampoco se pueden vencer, porque entonces habría una infinidad de ellas, los hombres estarían constantemente obligados a acciones involuntarias y andarían como locos de acá para allá, siempre en pos de algo o alguien que les atraería con una fuerza a la que no serían capaces de resistirse. Existen muchas mujeres bellas que arrastrarían sin remedio a muchos hombres, una vez una, otra vez otra y siempre alguna, sin que ellos pudieran hacer nada por evitarlo, como el jinete cuyo caballo se ha desbocado. También habría muchos más drogadictos y alcohólicos de los que hay ahora. Y ludópatas, ladrones, violadores, etc. Casi todo sería entonces forzoso, pues casi todo es agradable para alguien, para unos una cosa y para otros otra. Es de risa creer que la culpa de todo lo que se hace viene de fuera y no de uno mismo y suponer que nadie tiene otra salida que dejarse cazar por lo agradable, incluso cuando es perverso o dañino. En estos casos no debe atribuirse la causa al exterior, sino al propio individuo.

Una fuerza que, no siendo violenta en modo alguno, tiene los mismos efectos que si lo fuera, es la ignorancia. La ignorancia puede algunas veces ser semejante a la fuerza física que se impone a la voluntad y otras no. Si el médico no sintió pesar después de saber que había suministrado el medicamento equivocado no podría decirse, desde luego, que lo hizo voluntariamente, pero tampoco que lo hizo a su pesar. Se dirá entonces que cuando se hace algo por ignorancia, unas veces será lo mismo que si se hiciera a la fuerza y otras no. Seguramente debe aceptarse que el conductor cuyo vehículo había perdido los frenos atropelló a alguien por no saber que los había perdido, es decir, por ignorancia, y que fue una fuerza externa, la inercia del coche, lo que se impuso a su voluntad, pues él no quería atropellar a nadie. Pero no parece que sea éste el mismo caso del que, estando completamente borracho, conduce un coche que no tiene fallos mecánicos y atropella a alguien, pues, pese a hacerlo también con ignorancia, hay que pensar que él mismo es culpable de ella y, en consecuencia, también del atropello. Sería lo mismo que si un médico recetase sin saberlo una medicina mortal para un cierto enfermo, porque el médico está obligado a saber que es mortal. En estos dos casos ha habido libertad, pues estuvo en mano de los agentes no ser ignorantes y tenían además obligación de no serlo.

Luego existen al menos dos clases de ignorancia, la culpable y la no culpable. La del conductor borracho y la del médico mencionado en último lugar son de la primera clase, la del conductor sobrio y la del otro médico son de la segunda, sobre todo si sintieron pesar o remordimiento al saber lo que habían hecho. No parece que sea forzoso aquello que sobreviene de lo que uno mismo ha elegido, como estar borracho, drogado o ser un médico que no sabe medicina, en tanto que sí lo es aquello que uno no ha elegido, como el faltarle los frenos al vehículo en el momento preciso en que alguien cruza por delante de él. Unos actúan por ignorancia culpable, pues son sus malas decisiones las que los han llevado a la situación en que se hallan y de la cual son ellos mismos la causa. Entre los griegos antiguos solía ponerse doble multa al que dañaba a otro en estado de embriaguez, una por el daño y otra por cometerlo estando ebrio. Otros actúan por ignorancia no culpable, pues la situación en que se encuentran no ha sido causada por ellos mismos, sino por agentes externos que no caían bajo su poder.

La ignorancia y las fuerzas externas que producen desagrado son las dos causas que pueden oponerse a la voluntad y determinarla a obrar en contra de sí misma. Con ellas se define suficientemente la libertad negativa, física o externa, la que se entiende como ausencia de coacción o impedimento para hacer algo. Valga, pues, con lo dicho y examínese ahora la libertad positiva.

La libertad positiva, moral o interna es la que existe cuando alguien hace algo porque lo quiere y no porque se le obliga de alguna de las maneras antedichas. Mientras que el primer concepto hace hincapié en los obstáculos, el segundo lo hace en el querer.

Los dos significados del término son interdependientes, pues se entiende que la libertad negativa tiene la función de allanar el camino eliminando restricciones y obstáculos para que la positiva se ejerza. Si ésta faltara, la otra no podría existir.

Pero al examinar el asunto más cerca se observa: 1) que la eliminación de obstáculos no tiene objeto cuando el que ha de actuar es incapaz de hacerlo y 2) que los obstáculos no eran en realidad obstáculos. Alguien puede querer hacer gala de orador y exigir silencio a los asistentes a una asamblea, pero si luego no sale nada de su boca o solo salen insensateces, habrá que estar en la cuenta de que la falta de silencio no era un impedimento para que él pronunciara un discurso. Los obstáculos son obstáculos para el que tiene capacidad de hacer algo, no para el que carece de ella.

Tal vez el único inconveniente para admitir esto sea que sólo puede saberse si alguien dispone de aptitudes oratorias, es decir, de libertad positiva, después de otorgarle la libertad negativa, es decir, después de suprimir los ruidos que le impedían dirigirse al público. Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que esta última viene en un sentido antes de la otra, pero que en otro sentido es al revés, porque la posterior determina retrospectivamente a la anterior. Cuando un hombre se mueve para conseguir un cierto empleo, se enamora de una mujer o se entrena para ganar una medalla en una competición deportiva, su decisión convierte de inmediato en obstáculos para sus propósitos a quienes opten por el mismo empleo, se enamoren de la misma mujer o aspiren a la misma medalla. El que, por el contrario, se limita a lamentarse de la dureza de la vida cada vez que percibe las dificultades que se interponen a cualquier proyecto, cae en el mismo error que aquella paloma de que habló Kant en su Crítica de la razón pura, una paloma que “hiende en su libre vuelo los aires, percibiendo su resistencia, podría forjarse la representación de que volaría mucho mejor en el vacío”[12].

Los impedimentos y coacciones no existen por sí mismos, sino que son producidos por aquel que se propone hacer algo y puede además hacerlo. Quien no se propone nada o no tiene capacidad de hacer lo que se propone nunca los hallará y podrá vivir en paz. Pero no parece que esto sea posible, porque es harto dudoso que haya quien pueda vivir la vida sin proyectos, aunque sí hay hombres que apenas los hacen o que habitualmente esperan encontrarlos ya hechos. Estos son hombres que carecen de autarquía, de gobierno sobre su propia vida, hombres pusilánimes que tienen miedo de la libertad positiva, como reza el famoso título de Erich Fromm[13].

Los obstáculos creados por las propias decisiones de obrar pueden ser otros individuos, que adquirirán por ello la categoría de oponentes con respecto al sujeto, razón sobrada para admitir que la confrontación es el estado corriente entre los hombres libres, si bien no se desprende de esto que tal confrontación haya de ser necesariamente violenta, pues en muchas ocasiones la violencia no sólo acaba con los obstáculos que impedían la acción sino también con la posibilidad de cumplir los deseos que los habían generado. También puede suceder que los obstáculos sean las cosas inanimadas o los animales, como sucede cuando alguien pretende escalar una montaña o domesticar un felino. Pero el obstáculo más importante, el que siempre está presente, es el propio individuo, debido a que suele ser su pereza, su falta de habilidad, su inconstancia, su debilidad física, etc., lo que muchas veces se interpone entre su voluntad y el logro de sus propósitos. Todo hombre es enemigo de sí mismo y su persona es la primera barrera que tiene que superar.

Convengamos, pues, en que los impedimentos de la voluntad no existen por sí mismos, sino que son siempre creados por la acción misma de quien se ha forjado algún propósito o, sintiendo algún impulso, trata de ponerlo en práctica. Los impedimentos serán tanto más grandes cuanto mayor sea la decisión de llevar a cabo los impulsos. La confrontación parece, pues inevitable siempre que suceda esto y, en general, siempre que alguien se proponga hacer algo. Si el propósito es dañino, el enfrentamiento puede llevar hasta la destrucción del obstáculo, aun tratándose de otra persona, de su bienestar, su conducta moral, etc. El que se ha enamorado de la mujer del amigo llegará a la pérdida de la amistad, excepto si al amigo le es indiferente, si la mujer no tiene nada que objetar o si los tres llegan a un arreglo inmoral. En un caso así lo que se destruye, al menos en parte, es la conciencia moral de los sujetos. El adicto a la droga o la bebida puede también llegar hasta la destrucción de la familia.

Las soluciones extremas, que son contrarias entre sí, son el abandono o la represión externa o interna del impulso y la destrucción del obstáculo, que a veces conduce también inevitablemente a la destrucción de quien, sintiendo y practicando su impulso, ha convertido en obstáculos a otros. Lo real suele ser, sin embargo, alguna de las muchas soluciones intermedias entre ambos opuestos. Es de creer que la mayor parte de la gente vive en el intermedio.

Que el propósito no sea dañino, como pasa cuando alguien se esfuerza por encontrar un empleo, tampoco impide que los demás se conviertan igualmente en obstáculos, residiendo la diferencia en que las confrontaciones que broten de ahí están generalmente reguladas y no perturban la convivencia entre personas. Por lo demás, es evidente que quien nunca se propone nada no hallará nunca impedimentos y podrá vivir en paz y concordia con los demás, o bien vivirá seguramente en su compasión o en su desprecio, porque el pusilánime no suele merecer otra cosa. Lo cual indica que es imposible vivir sin forjarse propósitos, sin voluntad de una cosa u otra, y que el único problema reside en cómo ha de hacerse esto para tener una buena vida.

Luego la libertad no debe definirse por alusión a los obstáculos, sino al querer que les da existencia. Cuando se la define diciendo que consiste en hacer lo que se quiere sin obstáculos no debe pensarse en las últimas palabras de la definición sino en las primeras: libertad es hacer lo que se quiere. Si no hay querer no hay libertad, por más allanados que parezcan estar los obstáculos. Claro está que esto es debido a que si no hay querer no hay obstáculos. Pero ¿qué se hará cuando no se quiere hacer nada? Parece evidente que la libertad negativa no es en sí misma más que un nombre sin contenido, válido tal vez para el uso político y económico, pero no para el antropológico y el ético.

Ninguna de las dos libertades excluye el determinismo, dado que no se es libre cuando se actúa sin causa sino cuando la causa de lo que se hace está en sí y no fuera de sí. Que algo esté determinado no significa que lo esté en contra de lo que uno quiere ni que lo que uno quiere no sea la causa de lo que hace. Determinismo y causalidad no equivalen forzosamente a coacción y compulsión. Dispone de libertad el que corre por la calle porque es bueno para la salud y se halla privado de ella el que, presa del pánico, corre porque le persigue un loco desalmado con un arma. En ninguno de estos casos está ausente la causa, pero sólo hay libertad en el primero, porque la razón de lo que se hace es un deseo propio, pero no en el segundo, porque es una imposición violenta. Se puede, pues, concluir sin miedo a errar que lo contrario de la libertad no es la causa, sino la coacción y que ésta tiene que ver más con la libertad negativa que con la positiva.

Se sigue de todo esto sin duda alguna que la esencia de la libertad no reside en la ausencia de barreras sino en el propio querer. Si falta éste o lo que se hace es en contra de él decimos que su dueño no es responsable y que la acción no se le puede imputar. Decimos, en suma, que no es libre. Si no hay querer no hay libertad, por más allanados que estén o parezcan estar los obstáculos.

f) La elección entre varias opciones

Luego tampoco merece el nombre de libertad el hecho de que haya o deje de haber varias posibilidades entre las cuales poder elegir, porque la existencia de varias posibilidades se parece más a un impedimento que a una ayuda para la voluntad y la acción. Quienes creen lo contrario añaden a veces que las oportunidades deben ser iguales en atractivo, pero tanto en una forma como en la otra, esta noción no puede mantenerse.

Para empezar, la noción de atractivo es engañosa. Contra lo que suele pensarse, la fuerza de atracción no reside principalmente en el objeto. El motivo principal por el que alguien se siente atraído por algo está en él mismo y no en la cosa. Siendo ya un anciano, el rey David dormía con una muchacha de 16 años, pero no para disfrutar de ella, sino para sentir el calor que su cuerpo no podía ya darle. Es seguro que aquella misma muchacha habría tenido atractivo para el rey cuando, siendo joven, llegó al extremo de hacer matar a Urías para apoderarse de Betsabé, su esposa.

Además, nunca pueden darse dos seres iguales en atractivo. Las mujeres y los hombres sólo son iguales ante la ley, porque la ley no siente atracción por nadie, pero para ninguna mujer son iguales todos los hombres ni al revés. La ley, que no siente preferencias e inclinaciones por un partido u otro, debido a que es una entidad impersonal que no está dotada de sentimientos ni inclinaciones, debe tener a todos en la misma consideración, es decir, en ninguna, pero los votantes se inclinarán siempre por una u otra opción. La igualdad política es igualdad ante la ley y debe serlo también ante el funcionario que la representa, que por este motivo está obligado a hacer callar sus preferencias individuales, pero es imposible que lo sea para el votante, pues entonces no podría decidirse por un partido frente a otro.

La ley y el funcionario que la aplica no deben estar determinados por una opción. La idea de libertad como indeterminación solamente puede aplicarse a seres que no se determinan por una alternativa frente a otra, pero eso no es ya libertad, sino otra cosa. Se trata de una entidad abstracta, la ley, o de un individuo que finge el silencio de sus sentimientos y obra como si no los tuviera.

Pero ningún hombre es así. Ninguno hay que actúe sin estar determinado a hacerlo. Siempre que haya dos o más opciones una de ellas será deseada por encima de las demás y se inclinará por ella si puede. El tener que elegir no será un momento de goce y disfrute, sino más bien de indecisión y fastidio, un obstáculo, pues, en lugar de continuar la trayectoria deseada, el sujeto se verá forzado a explorar las posibles consecuencias de las otras opciones que se le presentan para ver cuál es la que mejor se ajusta al fin que se haya propuesto alcanzar.

Un galgo que persigue a una liebre por un camino sigue su deseo sin trabas y con decisión. Si el camino se cruza con otro habrá tres ramales de los que no tendrá más remedio que seleccionar uno para continuar persiguiendo a la liebre. El animal se detendrá porque ha perdido el rastro. Elegir el mejor camino no será más que desistir momentáneamente de su propósito. Luego el tener que elegir es un impedimento. Si al olfatear el ramal A no detecta el olor de la liebre, probará el B y si tampoco allí lo detecta entonces se lanzará por el C sin pararse a olfatear de nuevo. El deseo necesita siempre un camino por el que desbordarse. Cualquier cosa que lo impida o retrase es una barrera que se le opone[14].

Si las opciones son idénticas, de tal manera que no es posible decidirse por ninguna, la voluntad caerá en indecisión y no hará nada. Se dice que Juan Buridán propuso la fábula de un asno que, puesto entre dos haces de heno, moriría de hambre porque no podría decidirse por ninguno. Ello se debería a que la voluntad elige lo que el entendimiento le presenta. Si un bien se presenta como mayor que el otro, la voluntad se inclinará por el primero. Si es el otro el mayor, se decidirá por él. Y si son iguales no podrá decidirse por ninguno. Las elecciones vienen determinadas y cuando no es así no hay decisión ninguna y, en consecuencia, el sujeto queda sumido en la inactividad[15].

La causa de la elección no puede estar solo en el sujeto –el galgo del ejemplo-, sino también en las alternativas entre las que tiene que elegir. El caso del asno de Buridán, un asno motivado por el hambre, dice que si los dos haces de heno le atraen por igual tendrá que morir de hambre por no poder preferir uno sobre el otro. El asno de Buridán demuestra por reducción al absurdo que uno de los haces, pese a que sean exactamente iguales, estén situados a igual distancia, etc., debe tener una fuerza de determinación superior a la del otro, lo que es otra manera de decir que la elección está causalmente determinada. Aunque debe añadirse que en la mayor parte de las ocasiones la determinación no se forma por la causa procedente de la vía elegida, sino por la no elegida. Es lo que enseña el caso del galgo, que no optó por el ramal C porque le resultara el mejor, sino porque el A y el B no eran buenos. El galgo tuvo libertad negativa respecto a A y B y libertad positiva respecto a C. Libertad positiva no quiere decir aquí otra cosa que poder o capacidad de lanzarse por aquel ramal del camino. Ese poder puede ser unas veces capacidad física, como fuerza muscular y agilidad para perseguir a la liebre, lo que no se da en un galgo cojo o enfermo, otras puede ser capacidad psicológica, o fuerza de carácter, para mantener un plan previamente fijado y resistir otras sugerencias o presiones, y otras, en fin, capacidad social, política, económica, etc.

Los casos del asno y el galgo prueban lo mismo: que es necesario sentir deseo o rechazo de algo para moverse y que en caso contrario no se hace nada. También que, lo mismo que los dos animales, la mayoría de los hombres, si no todos, tomamos muchas decisiones porque perseguimos lo que queremos, pero tomamos más todavía porque procuramos evitar lo que no queremos.

¿Habrá que llamar libre al que solamente tiene una oportunidad de obrar? ¿No merece esto más bien el nombre de fatalismo? De ninguna manera. Es más bien su negación. La coartada fatalista está presente por doquier en la poesía y en el mito, donde no ha carecido de una gran belleza. Consiste en creer que las cadenas del hado sujetan de tal manera la acción de un hombre que no puede evitar lo que hace por más que lo intente. No otra fue la justificación de Agamenón cuando en la asamblea de los aqueos admitió haberse apoderado injustamente de Briseida, la esclava que pertenecía a Aquiles. Estas fueron sus palabras:

No fui yo, dijo, la causa de aquella acción, sino Zeus, y mi destino y la Erinnia que anda en la oscuridad: ellos fueron los que en la asamblea pusieron en mi entendimiento fiera ate (locura) el día que arbitrariamente arrebaté a Aquiles su premio. ¿Qué podía hacer yo? La divinidad siempre prevalece[16]

La indefensión frente a lo divino, el saberse señalado por los dioses, la admitida ausencia de libertad, etc., todo colabora para concluir que el protagonista es inocente. Se concibe a los hombres como piezas de ajedrez movidas por el jugador. Pero eso equivale a suponer que un hombre se transforma en un autómata cuando interviene lo divino y ya no tiene, en consecuencia, que rendir cuentas por lo que hace, pues ha sucedido en contra de lo que él quería.

Hoy no se cree en Zeus, el destino o la Erinnia que anda en lo oscuro, pero se tiene fe ciega en las circunvoluciones cerebrales y otras cosas así. La justificación de Agamenón sigue viva, pero despojada de poesía y revestida de ropaje científico, el más oscuro y potente de todos los ropajes, porque otorga a sus acólitos una seguridad inapelable. Los dioses no encadenan ya las acciones humanas, sino sustancias que inhiben circuitos cerebrales, genes que impulsan a sus dueños, traumas infantiles que emergen cuarenta años después, la educación, la sociedad, la cultura, el sistema político, el poder de la prensa, etc. Todo coopera para hacer de los hombres autómatas inconscientes e involuntarios, seres poseídos de algo que no son ellos y que actúa en contra de ellos. Y todo se acepta de buena gana como fuerza externa irresistible con tal de no tener que cargar con el fardo pesado de la responsabilidad, que es un efecto de la libertad. La asamblea de los hombres actuales es más crédula que la de los aqueos que destruyeron Troya.

¿Significa esto que Agamenón pudo hacer una cosa distinta que la que hizo? La respuesta es que no, pero para verla con claridad hay que examinar antes las tres perspectivas siguientes:

  1. a) Lógica. – Solamente es posible lo que no es contradictorio. No es posible, por ejemplo, hacer y no hacer una cosa en el mismo momento y lugar. Agamenón no pudo raptar a Briseida y devolverla a Aquiles al mismo tiempo. Desde esta perspectiva sí fue posible que hubiera hecho otra cosa.
  2. b) Natural. – No es posible que suceda algo que viole una ley natural. Lo mismo que una fuerza superior impide que el río remonte su curso, Agamenón se impuso a Aquiles y le robó la esclava. Luego también desde esta perspectiva pudo haber actuado de otra manera.
  3. c) Psicológica. – Es imposible que alguien no haga lo que quiere hacer si nada se lo impide. Alguien que no fuera Agamenón seguramente habría hecho algo diferente en circunstancias idénticas, pero no él, pues lo que él quería era raptar a Briseida.

En consecuencia, el lógico y el naturalista no tienen nada que oponer si alguien dice que Agamenón pudo hacer otra cosa. Pero todavía hay que tener en cuenta el carácter del personaje. En casi todos los momentos de nuestra vida, si no en todos, hacemos lo que hacemos porque así lo queremos. Examine el lector si una mala acción de la que ahora se arrepiente volvería a ejecutarla en idénticas circunstancias, con el mismo estado de ánimo y las mismas esperanzas por lo que viniera más tarde. Es seguro que contestará que sí.

Luego Agamenón no pudo hacer otra cosa que robar a Briseida, porque cuando un hombre quiere hacer algo tiene que hacerlo, excepto si desea otra cosa con más fuerza, en cuyo caso hará esto otro, o se le opone una barrera infranqueable, y entonces abandonará su pretensión y hará algo distinto. Nunca suceden los actos por la fuerza superior de los dioses, sino por la propia voluntad. Si el deseo de humillar a Aquiles fue más fuerte que su previsión de lo que sucedería tras el ataque de Héctor ¿qué otra cosa podía hacer que seguir el impulso más fuerte? Cuando un deseo supera a los demás se impone sobre ellos y desemboca en la acción.

Todo se le puede arrebatar a un hombre menos su voluntad y, en consecuencia. Cuando ésta se oscurece, lo que ocurre en muy contadas ocasiones, el hombre es otro ser. Está fuera de sí y no es él quien obra. Y si no se le puede arrebatar la voluntad, entonces tampoco la libertad. No es posible ser dueño de un hombre a no ser que éste decida doblegarse. Nadie puede hacer que otro actúe contra su voluntad. Ni siquiera el mismo individuo puede, pues sería absurdo. Todos somos responsables de lo que hacemos y a todos se nos pueden imputar nuestros actos.

g) Voluntad y razón

Las nociones de responsabilidad e imputabilidad no han salido a nuestro paso por casualidad, pues son dos notas necesarias del concepto de libertad y deben ser examinadas para delimitarlo con más precisión aún.

Se dice con razón que un individuo es responsable de lo que ha hecho si se halla en una situación tal que puede responder de ello declarándose autor voluntario y consciente de sus actos. El querer y el saber son dos condiciones necesarias. Cuando estas circunstancias se dan decimos también que sus actos le son imputables.

No hay responsabilidad donde o bien falta voluntad o bien lo que se hace va contra la voluntad del agente. Una acción forzada no se puede imputar a nadie y nadie está obligado a responder de ella. Parecería por esto que la responsabilidad y la imputabilidad guardan relación ante todo con la libertad negativa, con la ausencia de fuerzas externas y de ignorancia, pero podría haber libertad negativa y no ser uno responsable de lo que ha hecho, como cuando alguien que no fuera médico se viera en tal aprieto que no tuviera más remedio que procurar ayudar a otro que se hallara en peligro y le causara un grave perjuicio. Parece evidente que en un caso así se produjo un daño involuntario, que quien lo causó no responsable y que, por tanto, no se le puede imputar el perjuicio causado.

Luego no cuenta solo la libertad externa o negativa, sino que la interna, o positiva, tiene tanta o más importancia que ella a la hora de determinar la responsabilidad y la imputabilidad. Lo que tiene importancia en el caso anterior es la voluntad que se tuvo, no la fuerza externa por cuya causa se causó un perjuicio a otro. Luego la libertad positiva es una condición necesaria y suficiente para que se den las dos cualidades a que nos venimos refiriendo. La presencia de fuerzas externas no es relevante.

Ambas notas se producen, por tanto, solo si están presentes la razón y la voluntad. Es una constante de la historia de la filosofía atribuir la libertad al uso conjunto de ambas facultades. En el Libro de Sentencias, de Pedro Lombardo, se definía como “facultad de la razón y la voluntad, por la cual se elige el bien si la gracia está presente y se cae en el mal si está ausente[17]. Para san Anselmo la perfecta definición de libertad es el poder de observar la rectitud de la voluntad por la rectitud misma”[18], lo cual se entiende como el poder que un individuo tiene sobre su propia persona para llevar una vida recta. Alejandro de Hales fundió estas definiciones y advirtió que, aunque no debe verse como potencia del alma distinta de la razón y la voluntad, está vinculada a la acción conjunta de ambas y es por ello inseparable del alma. De lo cual se sigue que el alma humana no puede nunca desprenderse de ella.

La condición libre del hombre no se pierde ni siquiera después de la muerte, añade santo Tomás cuando explica cuál es el castigo del hombre en relación a la pena de daño. Lo mismo que el bienaventurado, añade, el condenado en el infierno desea el fin último y lo desea de forma tan inmutable que le resulta imposible querer la desdicha[19]. Ni uno ni otro están privados de libertad y ninguno deja de querer la dicha suprema. Después de esta vida los que sean considerados buenos en el artículo de la muerte, tendrán eternamente su voluntad afirmada en el amor al bien; y, por el contrario, los que sean considerados malos, obstinados eternamente quedarán en el mal[20]. No hay, pues, una puerta que impida salir del infierno, excepto si se trata de la eterna obstinación en el mal de los malvados.

Durante esta vida, que transcurre en un constante estado de mudanza, resulta arduo mantener el juicio claro y la voluntad constante. Lo primero es pocas veces posible porque en los parajes que habita la inteligencia hay poca claridad y mucha niebla, si bien es indudable que cuando destella un rayo de luz los ojos no pueden negar lo que ven. Una vez que se entiende que A es mayor que B y que B es mayor que C, la razón tiene que aceptar que A es mayor que C. La razón no es libre, sino la voluntad, dice Duns Escoto, a quien seguimos ahora[21].

Dice este filósofo que la libertad es esencial a la voluntad, pero que es necesario distinguir la voluntad en cuanto es en sí misma de la voluntad como inclinación natural, o deseo. Solamente la primera es propiamente voluntad. En la conversión de San Pablo, por ejemplo, su voluntad natural fue contraria a su voluntad libre y si él decidió “disolverse y ser en Cristo” fue porque triunfó la segunda sobre la primera.

Se sigue de ello que, puesto que Dios es el creador de la voluntad libre, no es posible que ésta deje de serlo en la otra vida, so pena de ser entonces algo propio de un ser distinto del hombre. Luego los bienaventurados amarán a Dios libremente e incluso conservarán su poder de pecar. Sin embargo, no querrán pecar y, en consecuencia, no podrán hacerlo, pero no porque una fuerza externa a su voluntad se lo impida, pues nada habrá entonces que amenace la esencia libre de la voluntad.

Añade Duns Escoto a esto que el entendimiento precede siempre a la voluntad, lo cual se ve en el hecho de que no es posible querer algo que se desconoce del todo. Para poder decidir es necesario conocer, siquiera sea confusamente. La voluntad suele inclinarse a lo que le dice la razón práctica, aunque también puede imponerse a ella, no para hacerle prestar su asentimiento a afirmaciones falsas, sino para hacer que se incline hacia algún objeto con preferencia a otro. Luego hay un sentido en que la voluntad es superior al entendimiento y otro en que el superior es este último.

h) La acción del entendimiento

Todos saben por experiencia propia que hay dos clases de motivos que despiertan el deseo. Uno es el que da placer o dolor al instante. Otro es lo que se cree que se debe querer porque así se descubre al deliberar sobre lo mejor y lo peor. En muchos casos lo que se quiere porque se ha decidido que es lo mejor tras haberlo deliberado no trae placer hoy, pero sí mañana. Y cuando no es así, porque alguien podría, por ejemplo, decidir sacrificar su hacienda o su vida en aras de un bien mayor, también se prescinde de lo placentero y se lo suplanta por otra cosa. Siempre es algo que se quiere después de haber pensado en las consecuencias de lo que se va a hacer. Entonces llega a convertirse en un deber. El deber se muestra al sujeto en la deliberación.

Importa mucho pensar en lo que se hace, pues quien no piensa está dejando que otro lo haga por él y permitiendo que su vida se oriente hacia su propio daño y perjuicio. Esta es la cosa más corriente del mundo. Un proverbio latino decía que es menester ser cuerdo o tener una cuerda. La falta de cordura es una de las peores desgracias que un hombre puede labrarse por sí mismo, pues por su causa hacen muchos el mal y se perjudican. Éstos se parecen a los niños y los animales por permanecer atados a los deseos del instante en vez de interponer entre ellos y la acción la deliberación sobre lo que es mejor y más conveniente.

La falta de deliberación es el mayor enemigo de la libertad, si bien no de la libertad entendida negativamente como eliminación de trabas para hacer lo que a uno le apetece en cada instante, que no es otra cosa que seguir el placer que entonces brota por sí solo, sino de otra libertad que consiste en hacer lo mejor, siquiera sea lo mejor para uno mismo. Esto introduce además una diferencia grande entre los animales y los niños, por una parte, y los hombres hechos y derechos, por la otra, toda vez que aquéllos están más sujetos a sus deseos momentáneos, en tanto que éstos pueden aprender a interponer entre el deseo y su puesta en práctica una reflexión sobre lo que es mejor para ellos.

Deliberar es más que razonar, porque quien resuelve teoremas matemáticos está aplicando la razón, pero no la deliberación, dado que de sus pensamientos no se siguen acciones. Puede darse además el caso de quien demuestre una capacidad intelectual elevada, pero sea un necio a la hora de tomar decisiones, porque no sepa calcular previamente las consecuencias que se seguirán de ellas.

Una inteligencia práctica bien formada hace caso omiso de muchas cosas y solo se detiene ante algunas. Pero no todos los hombres la poseen. Solo los que con el tiempo y la práctica han adquirido el hábito de hacerlo. Los otros pueden llegar incluso a perder la capacidad de deliberar por falta de ejercicio, pues sucede en estas cosas lo que con los atletas, que tienen que seguir entrenándose si quieren seguir siendo atletas. Unos son prudentes y sabios, los otros son imprudentes y necios. Los primeros no deliberan sobre lo que no está al alcance de su mano ni cae bajo su poder. No, por ejemplo, sobre la salida o la puesta del Sol, sobre las cosas que dependen de la suerte ni otras muchas de la misma índole. Ciertamente hay quienes caen en ensoñaciones y se hacen la ilusión de estar ya tomando decisiones sobre cosas que no pueden dominar, pero una persona prudente no pierde el tiempo en deliberar acerca de ello en cuanto comprende que no cae bajo su poder.

Se reflexiona, en fin, sobre lo que a cada uno le toca hacer, no sobre lo que no le toca hacer, lo cual se aprende con la experiencia, a pesar de lo cual hay hombres cargados de experiencia que no lo han aprendido. Y se reflexiona, en general, en las situaciones cargadas de duda e incertidumbre, en los cruces de caminos. Pero, una vez que se conocen suficientemente esas situaciones, el hombre práctico y prudente ya no necesita apenas detenerse a deliberar, porque se ha convertido para él en un hábito.

Esta clase de hombres no deliberan tampoco sobre los fines que han de lograr, excepto cuando lo hace como filósofo, lo cual ya no es reflexión encaminada a la acción sino a la comprensión. Un gobernante no se para a pensar si debe hacer buenas o malas leyes, ni un médico si debe curar o enfermar a las personas, ni una madre si debe alimentar o no a su niño. No se delibera sobre los fines, que son el objeto de nuestro deseo, tanto si este objeto ha sido fijado dejándose llevar de lo que es momentáneamente agradable o de lo que es bueno, sino sobre los medios y sobre cómo se han de disponer éstos para alcanzar aquéllos. Si los medios de que se puede echar mano para llegar al fin querido son varios entonces hay que averiguar cuál es el mejor y más apropiado, y si se encuentra uno que es imposible, porque no está en poder de uno practicarlo, porque es inmoral, porque daña a otras personas o a uno mismo, entonces se abandona la deliberación y el proyecto. Al menos así procede el hombre que sabe deliberar.

i) La acción de la voluntad

De la deliberación surge la decisión, que es un deseo de lograr algo utilizando los medios que caen bajo nuestro poder. Esta es la forma en que aparecen deseos de lo bueno en los hombres: les apetece hacer lo que en su deliberación han encontrado que es bueno para ellos y que está a su alcance. Quien actúa de este modo estará movido por un deseo propio, por una voluntad que él ha construido por sí mismo. Este deseo será más fuerte que todos los demás, por lo que será su guía y su norte.

La deliberación, reflexión práctica o conducta inteligente, es un fruto maduro de una buena educación, una de las mejores adquisiciones que un hombre puede lograr, porque sirve para determinar por uno mismo cuál es el mejor placer y para trazar los planes necesarios para alcanzarlo. Por esto no debería educarse a los jóvenes para el juego y la diversión de hoy, pues a su edad el aprendizaje va necesariamente acompañado de esfuerzo sin recompensa, sino para el recreo en el saber y en el decidir de mañana, cuando sean hombres hechos y derechos[22]. La libertad de mañana es disciplina de hoy. Por lo tanto, hay que rechazar enérgicamente esa creencia, tan corriente en nuestros días, que pone en los «instintos naturales», en los «impulsos que brotan del corazón» el motor auténticamente humano de la acción. Si así fuera, habría que aceptar que son buenos los impulsos espontáneos que conducen al asesinato, la violación y otros crímenes nefandos, porque también éstos “brotan del corazón”.

Nada disculpa a los hombres de la necesidad de deliberar, excepto si prefieren seguir estando cerca de los animales, particularmente de los animales de rebaño, en lugar de educarse correctamente, lo que no consiste en otra cosa que alcanzar la autarquía personal. Este es el fin de toda educación. Los planes gubernamentales que se aproximaran al logro de este fin estarían justificados sin necesidad de otras razones. El estar bien educado no sirve, por supuesto, para lograr muchos fines que uno puede proponerse, como ser médico, abogado, escritor, etc., porque algunas de estas cosas no están al alcance de la mano, sino de la suerte, pero sí sirve para adquirir lo que está al alcance de cada uno, ser un hombre de conducta recta.

El que se ha educado correctamente, el que ha determinado por sí mismo qué es lo mejor para él y ha trazado y seguido los planes necesarios para alcanzarlo, ha seguido un camino que no ha debido serle totalmente ingrato, de manera que se ha encontrado con la felicidad que cabe esperar en este mundo, la satisfacción por las propias acciones. Una persona de este temple puede llegar a la vejez y vivirla como la mejor etapa de la vida; puede mirar hacia atrás, contemplar lo que ha hecho con su persona y sentir gozo por ello. Además, en ese tiempo la bestia está adormecida y es fácil de dominar, como responde Hamlet a su madre cuando ésta justifica sus acciones por el amor que siente por su nuevo esposo, asesino del anterior:

No me digáis que eso es amor, porque a vuestra edad aplaca la sangre sus ardores, volviéndose sumisa y obediente a la prudencia[23].

Como el que ha sido invitado a cenar, recuerda que ha degustado los platos que se le han servido, cada uno a su debido tiempo y en la cantidad debida, y cuando, ya próximo el final de la cena y el descanso de la noche, comprende que ha valido la pena, está en condiciones de dar las gracias a su anfitrión y salir elegantemente de la estancia. El que, por el contrario, se atracó al empezar porque no supo contenerse, o no probó ningún plato, siente en la vejez la tristeza de haber malgastado su tiempo. Tal vez quiera volver a empezar para hacerlo mejor, pero no tendrá una segunda oportunidad.

Voluntas libera fue el nombre que Duns Escoto puso a la libertad de la voluntad por oposición a las inclinaciones naturales. Un hombre ejercita esta voluntad cuando está en disposición de probar ante sí o ante los demás que dispone del poder o capacidad de causar sus propios actos según una línea que conduce al fin que se ha propuesto. Este es el hombre de conducta recta, porque es capaz de encauzar las causas y los efectos en una línea que conduce a un final. En el lado opuesto está aquel que sigue la deriva de sus inclinaciones, como un barco a merced de las olas y los vientos. El primero habrá logrado forjar una identidad propia. Será alguien por sí mismo, porque lo que se es no viene antes de actuar, sino después. No otra cosa es ser persona, porque son nuestros actos libremente decididos los que nos hacen en mayor medida que nosotros los hacemos a ellos.

El sentido común llama voluntad fuerte a esta capacidad que san Anselmo llamó potestas, poder. Puesto que los contrarios de la fuerza y la capacidad son la debilidad y la impotencia, habrá de decirse que quien no es capaz de acabar lo que quiere según un plan fijado previamente no es fuerte y capaz, sino débil e incapaz. En otras palabras: la libertad interna es el querer, pero el querer no es otra cosa que el poder. Y, como no basta con que haya libertad negativa o externa para admitir que un hombre es libre y responsable de lo que hace, sino que tiene que haber sobre todo libertad positiva o interna, se concluirá que solo es libre el hombre capaz, el hombre poderoso, el que tiene poder ante todo sobre sí mismo, y que el que carece de este poder es un hombre impotente, pues no tiene planes o, si los tiene, no los ejecuta, lo cual viene a ser lo mismo que no tenerlos.

En conclusión, no basta con que exista el querer y la acción se ejecute sin trabas para que existan la responsabilidad y la imputabilidad, porque en ese caso los niños y los animales serían también responsables. Todavía hay que distinguir entre un deseo producido por la sensación inmediata de lo agradable o lo desagradable, que es casi la única que alienta en los animales y los niños, y un deseo bien orientado por una reflexión oportuna.

Por esto decimos que solamente es responsable quien es capaz de pensar lo que hace y de hacer lo que ha pensado, bien entendido que también lo es aquel que, siendo capaz de pensar, no piensa, tal vez porque ha adquirido la costumbre de no hacerlo, como sucede al alcohólico, al que ha sobrevenido su estado porque, pudiendo hacerlo, no ha calculado correctamente los riesgos de sus actos, o porque, habiéndolos calculado, no ha sido capaz de obrar en consecuencia. Sea como fuere, lo cierto es que ha sido un hombre incapaz, excepto si ha obrado buscando lo que por fin se ha encontrado, su destino construido pieza a pieza por él mismo.

El que se limita a vivir su vida sin proyecto la vive queriendo, sin duda alguna, porque ha sido voluntario cada uno de los innumerables actos que la componen, tanto si desemboca en un estado grato como si desemboca en uno ingrato. Obra asimismo voluntariamente el que conduce su vida con arreglo a su proyecto, porque también él ejecuta sus actos voluntariamente. La diferencia reside en que el primero suele dar en lo que no quiere y el segundo en lo que quiere, pero ambos son responsables del estado en que se hallan, porque han llegado a él y en él se mantienen por su propia voluntad. El primero es autor de la vida que ahora lleva, porque ha llegado a ella queriendo, por más que ahora desearía no haber llegado. El segundo también, pero él desea lo que está viviendo. Los dos han labrado su destino por igual, uno alocadamente, por lo que se encuentra a disgusto con él y no lo quiere, pero apenas puede ya eludirlo, el otro deliberadamente, porque se encuentra a gusto con él y lo quiere. El destino guía al que quiere y al que no quiere lo arrastra, como dijo el estoico. El primero, que pudo haber deliberado sobre lo que le convenía ser, o bien no lo hizo o bien lo hizo pero no lo puso en práctica, y el segundo deliberó y obró en consecuencia.

Libre es el que se deja llevar de la impresión agradable o desagradable del momento, pues hace lo que quiere. Libre es asimismo el que delibera sobre lo que ha de hacer y obra en consecuencia, pues también hace lo que quiere. Tanto en un caso como en el otro la chispa que dispara la acción es el querer, pero el querer mismo no es querido. Sería un regressum ad infinitum, porque entonces habría un querer del querer, y un querer del querer del querer, etc. Aquí no hay elección entre dos opciones. El querer es producido por circunstancias tales como el temor a los resultados perjudiciales de las propias acciones, la esperanza en sus resultados beneficiosos, o, cosa harto probable, el olvido de todo cálculo y previsión. También puede brotar del miedo al castigo que un juez pudiera imponer si se comete delito, o de la identificación con una doctrina moral. Todo lo cual se ha ido sedimentando en la personalidad a lo largo de la educación particular de cada individuo. Sea cual sea el peculiar vericueto que ha producido un deseo cualquiera, lo cierto es que, una vez que ha sido forjado, queda disponible la tendencia a la acción.

Pero, siguiendo los dos su querer, uno no hallará nunca motivo alguno para arrepentirse, incluso si los resultados de su acción no son los previstos por él, porque se han producido por causa de la fortuna, que es imprevisible. El que siempre delibera nunca se arrepiente. El otro siempre tendrá algo de lo que arrepentirse. ¿A qué se debe esta diferencia?

A que no es la misma libertad. El que se deja llevar del momento reclamará tal vez libertad física, ausencia de obstáculos para practicar su deseo. El otro sabrá que los obstáculos hallados en su camino proceden en gran medida de su propia determinación, pero los vencerá si su deliberación es correcta y su decisión firme. Este no reclamará libertad física, sino que será capaz de acabar lo que se ha propuesto según un plan fijado por él mismo. Ha medido sus fuerzas, ha calculado lo que puede hacer y se ha propuesto una finalidad. ¿Qué más puede desear? ¿Por qué motivo habría de esperar que otro allanase su camino?

Es cierto que su libertad, como la del otro, es hacer lo que quiere, pero lo que quiere es lo que puede. Es libre ante todo porque tiene poder, capacidad, no porque no hay obstáculos. Tiene poder sobre sí, sobre sus propios impulsos e inclinaciones. Su libertad consiste en forjar proyectos y ejecutarlos. El que no forja proyecto alguno o, si lo forja, no lo ejecuta, no puede decir que es verdaderamente libre.

Luego es auténticamente libre y responsable el que es capaz de pensar lo que hace y de hacer lo que ha pensado. Un hombre así es capaz y fuerte. Libertad es en su caso lo mismo que fortaleza o poder. Poder sobre las pulsiones de la naturaleza y la sociedad, espiritualidad sobresaliente que excluye toda bajeza. Con esto queda dicha nuestra noción de libertad.

j) Conclusión

Es el momento de volver a la cuestión inicial: el ser buenos o males ¿depende de nosotros o del azar?, ¿está nuestra voluntad incrustada en el determinismo general de la naturaleza o está fuera de él?

Casi no es necesario decir que nuestra conclusión recoge como verdaderos los dos cuernos de este dilema: la voluntad es libre y a la vez está determinada. Más aún: si no estuviera determinada no sería libre.

La función de la voluntad es querer el fin. En esto no elige ni delibera, simplemente quiere. La elección y la deliberación son cosa de la inteligencia y se da entre los medios que conducen al fin. Su misión es presentarlos y seleccionar el más adecuado. La intervención de la voluntad lo convierte en acción. Siendo así, no puede aceptarse que la acción sea involuntaria. Como la virtud y el vicio se dan en nuestras obras, porque es en ellas donde nos hacemos buenos o malos, los dos dependen solo de nosotros.

Concuerda con esto lo que creen los hombres por lo general y lo que ponen en práctica los jueces y legisladores en sus sentencias y sus leyes, pues unos y otros censuran siempre las acciones viles, excepto cuando se han producido por una fuerza irresistible o una invencible ignorancia, porque en esos casos no está en poder del hombre dejar de ejecutarlas. Nadie aconseja a otro las cosas que no están al alcance de su voluntad, como que no sienta frío o dolor, sino las que están bajo ella, como no excederse con el vino o la comida. Todos están de acuerdo en que cada uno es lo que decide ser, sea bueno o malo.

Nadie que esté en su sano juicio censura al que es enfermo, ciego o feo de nacimiento, pues no es culpa suya, pero estos defectos corporales se pueden también adquirir por causa de una vida desordenada y entonces uno mismo será la causa de ser así. Y si los vicios del cuerpo son voluntarios tanto más lo serán los del alma.

Se podrá decir que todo el mundo quiere lo bueno, pero que muchos se confunden y toman como bien lo que es solo apariencia suya, pero hay que contestar que también de la apariencia es causa uno mismo, sea por flojedad o porque el sentir el placer o evitar el dolor del momento le inclinan a convencerse de que algo es bueno no siéndolo. Así nos comportamos todos cuando somos niños, pero luego es necesario aprender a vencer los motivos del momento y proponerse fines superiores, porque de otro modo nos sucederá lo que al que ha caído enfermo, ha perdido la visión o se ha vuelto feo por su culpa, pues nos será difícil, o más bien imposible, salir de ese estado. Una vez llegados a él parece poco probable que podamos cambiarlo por otro[24].

La tarea de la vida consiste en ir superponiendo los motivos mejores sobre los peores o los menos buenos. Es una tarea de lucha y vencimiento de uno mismo en la que se forjan los hombres fuertes, que no son otra cosa que hombres que logran ser libres.


[1] VASARI, G., Le vite de’ più eccellenti pittori, scultori e architettori, pág. Cap. VIII, 49.[2] HOMERO, Ilíada, 106.
[3] EURÍPIDES, Tragedias (Medea), 244.
[4] EURÍPIDES, o. c., 245.
[5] Así dice Aristóteles en Física, Libro II, 8, 15-35: “Así se preguntan: ¿qué impide que la naturaleza actúe sin ningún fin ni para lo mejor, que sea como la lluvia de Zeus, que no cae para que crezca el trigo sino por necesidad? Porque lo que se evapora tiene que enfriarse y cuando se ha enfriado tiene que transformarse en agua y descender, y el hecho de que crezca el trigo cuando eso sucede es algo accidental. Y, de la misma manera, cuando el trigo se pudre sobre la era, no ha llovido para que se pudra, sino que eso ha ocurrido por accidente.
[6] DESCARTES, R.: Las pasiones del alma, art. 34.
[7] SUÁREZ, F., Disputationes Metaphysicae, disp. XXIII, sec. 7 y 8.
[8] En VALVERDE, J. M., Breve historia y antología de la estética, 192.
[9] SCHOPENHAUER, A., El mundo como voluntad y representación, libro cuarto, § 57.
[10] DANTE ALIGHIERI, Commedia, Canto III, 1-9.
[11] Cf. ARISTÓTELES, Etica a Nicómaco, Libro III.
[12] KANT, I., Crítica de la razón pura, Introducción.
[13] FROMM, E., El miedo a la libertad.
[14] VV. AA., Diccionario apologético de la fe católica, voz: “Espiritualidad del alma humana”, columnas 113-1136.
[15] Cf. ABBAGNANO, Historia de la filosofía, I, Filosofía antigua – Filosofía patrística – Filosofía escolástica, 500-501.
[16] HOMERO, Ilíada, XIX.
[17] PEDRO LOMBARDO, Quattuor libri sententiarum, II, dist. 24, c. 3: facultas rationis et voluntatis, qua bonum eligitur gratia assistente et malum eadem desistente.
[18] Cit. en COPLESTON, F., Historia de la filosofía. II. De san Agustín a Escoto, 199: potestas servandi rectitudinem propter se.
[19] AQUINO, TOMÁS DE, Compendio de teología, 140-141.
[20] AQUINO, TOMÁS DE, o. c., 141.
[21] Cf. Para lo que sigue COPLESTON, F., o.c., 430 y siguientes.
[22] Cf. ARISTÓTELES, Política, 1339 a.
[23] SHAKESPEARE, W., Hamlet, príncipe de Dinamarca, 74
[24] ARISTÓTELES, Etica a Nicómaco, 1113b – 1115a.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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