Para pensar en el Estado mejor no debe pensarse en el Estado ideal, ni en el Estado justo, el igualitario, el feliz, el perfecto, etc. No se debe tampoco esperar que existan esos buenos gobernantes adornados de virtudes que de ordinario están lejos de las que tiene el común de los mortales. Esos ensueños han sido fuente de graves disturbios y desgracias cuando se han querido poner en práctica.
El mejor Estado es aquel que se ajusta a la vida que a la mayoría de los ciudadanos es dado vivir, una vida que no sobrepase los dones de la naturaleza, no aspire a construirse sobre el aprovechamiento ajeno y procure no depender de nadie, excepto de uno mismo. Una vida sabia puesta al alcance de casi todos por las potencias de este mundo.
Una vida así no es la propia de tantos ricos como se han alzado con su riqueza a costa de los demás o de las arcas pública, lo que viene a ser lo mismo. Tampoco de tantos pobres que solo saben esperar su ventura de las migajas que los primeros dejen caer de su mesa. De tantos pobres como hay para los cuales existe el derecho de mantenerse en su estado alcanzando solo a adquirir un estipendio miserable a cambio de su sumisión. Unos y otros viven degradados, los unos haciendo gala de su posición ventajosa, no lograda por su esfuerzo, sino por la incrustación de sus personas en la hacienda pública, los otros sirviendo a éstos y teniéndolos por guía y modelo.
Si no existen más clases que éstas el Estado está perdido. Será una oligarquía, una demagogia o ambas cosas a la vez, pero no una comunidad de hombres libres. La mejor de las clases para sustentarlo es la clase media, siempre que esté compuesta de propietarios que deban a sí mismos su fortuna y posición y no estén obligados con nadie, porque esa clase de obligación es humillante. Serán, pues, individuos poseídos de un orgullo por su persona que no merece más que elogio. Ellos saben ajustarse a los preceptos de la razón para vivir de manera conveniente, a las obligaciones que contraen con otros iguales a ellos mismos en sus transacciones, a sus deberes y promesas. Todo ello está muy lejos de quien es demasiado débil y tiene que vivir sumiso y de quien goza de grandes ventajas sociales, económicas y políticas por su nacimiento o su adscripción a una fuerza política dominante. Éste siente demasiado orgullo, aquél demasiada humillación, dos vicios que obstaculizan el cumplimiento de los deberes del ciudadano.