Madres que matan a sus hijos

Frederick Sandys: Medea

Podría yo empeñarme en la tarea de desarticular los innumerables argumentos que no cesan de exhalar los credos de nuestros días. Pero me faltan vigor y capacidad. Es tan extensa la progenie de ideas nacidas de ese lugar que tendría yo que ser un Alcides, que, enfrentado a la Hidra de Lerna, de cien cabezas, veía que, cada vez que él cortaba una, brotaba otra. Además, muchos de esos credos son ininteligibles para mí. Simone de Beauvoir, por ejemplo, asegura que no se nace mujer, sino que se hace mujer. Y esto no lo entiendo. Más bien pienso que una mujer, o un varón, una vez nacidos y, después de entrar en la edad de la razón y la libertad, pueden hacer de sí un santo, un poeta, un vagabundo, un asesino, etc. Si Beauvoir quiere decir que una mujer se puede hacer madre y luego asesina de su prole, entonces sí lo comprendo, pero sé que no es eso lo que ella piensa.

O bien, en lugar de tratar de desmontar esos argumentos, podría yo mostrar los que creo verdaderos abriendo los libros que me acompañan desde mis estudios de Bachillerato, como a cualquiera de mis coetáneos. Libros que estos días hacen que aparezca Medea, la hija del rey de Cólquida, en mi recuerdo.

Despechada porque Jasón la había abandonado para unirse a Creúsa, la hija del rey de Corinto, pensó en infligir a su marido infiel un dolor que no le abandonara nunca. ¿Cómo? Matando a los hijos que ambos habían tenido en su matrimonio, pero no a él, para que así llorara por ellos toda su vida. Ella misma siente el espanto de la monstruosidad que acaba de concebir: “Gimo cuando reflexiono en la atroz maldad que he de cometer: mataré a mis hijos; nadie me los arrebatará, y después que arruine el palacio de Jasón, me iré de aquí y expiaré en el destierro la muerte de seres tan queridos, ya que he de atreverme a consumar el más impío de los crímenes”.

El más impío de los crímenes… Medea dice verdad. No hay otro mayor para un griego clásico. El del padre que mata a sus hijos, con ser terrible, no lo es tanto. Como no lo es el incesto del padre con la hija, pues es mayor maldad el del hijo con la madre, como Edipo con Yocasta, porque la Moira había dicho: no puedes arar el campo que aró tu padre, no puedes dejar caer la semilla en el surco que él abrió. Remontar el curso de las generaciones es un grave pecado para el que no hay remisión ni en esta vida ni en la otra, dice Sófocles.

Bien lo sabe Medea, la de negras entrañas. Ella no se concede el recurso a la enfermedad mental o a la enajenación temporal, con tal de eludir el pesado fardo de su libertad y su responsabilidad. Eso es subterfugio de los hombres débiles de nuestros días, incapaces de asomarse al pozo de las serpientes. Matará a sus hijos y luego los llorará en el destierro. Entiende muy bien sus motivos y toma su decisión con plena conciencia: “Ya comprendo, ya conozco en toda su extensión la horrible maldad que voy a cometer, pero el thimós es mi más poderoso consejero”. Un ateniense del siglo V a. C. sufría una tensión casi insoportable cuando asistía a la representación de una tragedia como Medea. Luego, acabada la función, suspiraba con alivio: todo es ficción, nada realidad. Era la catarsis, la función de la obra de arte.

Nosotros no asistimos hoy a funciones teatrales en que una madre asesina a sus hijos de forma deliberada, sino a horrendos crímenes reales cometidos con la deliberación de Medea. Pero nos está negada la catarsis. En su lugar ponen los diarios las palabras hueras, cuando no la frivolidad. Incluso hacen estadísticas: tantos padres matan a sus hijos frente a tantas madres que también lo hacen, etc. Como si fuera lo mismo.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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