Manuel J. Castellano

Ayer tarde me visitó Manuel J. Castellano, que, como todos saben, es un joven bachiller inteligente, algo descuidado y poseedor de un amor al estudio no mayor que su descuido. Venía a contarme lo que había tenido ocasión de oír aquella misma mañana, una mañana jerezana fría, lenta y luminosa como pocas. La rutina diaria le había llevado hasta una de las aulas de la Escuela de Arte, casi esquina entre la Ponce y la Porvera, justo a lado de la Iglesia de la Victoria. Aquel día quería que le vieran por allí. El programa había prefijado que se examinara el concepto de libertad y alguna otra idea aneja a éste, como la de educación o la de moral, uno de tantos asuntos estériles y vacíos que los planes gubernamentales reservan a los jóvenes encomendándolos a la desidia de algún funcionario de enseñanza. El tema prometía una hora más de tedio, pero ya era tarde para evitarlo sin desdoro de las buenas maneras de Manuel, pues el viejo profesor encargado de la materia había ya cruzado la puerta de entrada. No había más remedio que hacer de la necesidad virtud y disponerse a prestar atención por si su buen hado le deparaba algún minuto de entretenimiento que pudiera destilarse de la hora larga que se avecinaba.

Libertad no es elegir entre varias opciones, comenzaba a decir aquel profesor, antes al contrario, el tener que elegir es un obstáculo, no una condición, de la libertad. Ésta se contiene en solo tres palabras: querer, poder y saber.

En seguida hizo mención de un caso extraído de algún libro medieval que acaso nadie haya leído jamás. Se trataba de un galgo que perseguía a una liebre por un sendero hasta que éste se bifurcaba por el cruce con otro y se perdía el rastro de la liebre. Sucedía entonces lo previsible: que el galgo olisqueaba veloz el ramal primero, no hallando en él señal alguna de la liebre, luego el segundo, por donde tampoco había huido, y a continuación se lanzaba como una centella por el tercero, sin detenerse ya a examinar nada.

Así en nuestra vida, siguió diciendo, pues no somos de estirpe distinta de la del galgo. Las más de las veces no optamos por lo que más queremos, sino que nos contentamos con lo que detestamos menos. Mas no se crea que termina aquí el parecido, como podrá comprobar el que quiera averiguar ahora en qué momento fue libre el galgo, si cuando perseguía a la liebre o más bien cuando, perdido su rastro, pero no su impulso, se vio forzado a elegir uno de los tres ramales.

Está claro que en el primer momento hacía lo que quería hacer. ¿Qué otra cosa habría de querer un animal así, una máquina perfecta de instinto y velocidad producida por la naturaleza para el único fin de cortar el viento con una flecha y capturar la liebre?

También es obvio que en el segundo se interpusieron la zozobra y la ansiedad entre su deseo y el objeto de su deseo. En eso no puede consistir entonces la libertad. Esta no es puede ser elegir algo, sino quererlo y lograrlo sin que nada se interponga entre lo uno y lo otro. La elección es más bien interposición e impedimento.

Me dijo Manuel también que en este punto sintió la comezón de la duda. No le pareció verosímil que aquellas cuatro palabras sobre un galgo disolvieran el parecer de la mayoría de la gente sobre el tema de la libertad, pues todos creen que consiste en elegir entre varias opciones. Me dijo además que apenas tuvo tiempo de formular para sí la duda, porque aquella voz había vuelto a tomar aliento tras una breve pausa y no parecía dispuesta a descansar hasta llegar al final que se había marcado.

Además, continuaba alegando, si ser libre fuera lo mismo que elegir, los ricos serían libres, y tanto más cuanto más ricos fueran, y lo pobres, por el contrario, serían tanto menos libres cuanto más pobres fueran. Esto no tendría más remedio que ser, pues unos tienen más cosas que elegir que los otros.

Parecía como si hubiera previsto la duda de Manuel. El tiempo de éste se deslizaba con lentitud inexorable hacia un desenlace que no adivinaba. Decidió dejarse llevar de él sin oponer resistencia a su desarrollo.

Ahora estaba hablando del rey David y de cómo sintió un deseo incontenible de poseer a Betsabé, la esposa del hitita Urías, un buen capitán de su ejército, y de cómo, obcecado por su lujuria y su poder, lo envió a la muerte para poder disfrutar libremente de ella. Grande debió ser el atractivo de aquella mujer para que todo un rey perdiera la cabeza y la honra por su causa. A lo cual añadió que el mismo David, siendo ya viejo y avanzado en días, no se calentaba por más ropas que ponían en su lecho para cubrirle y que sus siervos creyeron hallar la solución trayéndole a la mujer más hermosa de toda la tierra de Israel, a la sunamita Abisag, una joven virgen, para que durmiera a su lado y así entrara en calor el cuerpo del anciano rey, pero que éste “no la conoció”. Así se narra en el libro de Samuel.

Por causa del atractivo de Betsabé cometió David adulterio y homicidio, un doble crimen por el que le perseguiría el remordimiento toda su vida. Pero el atractivo de Abisag, que era sin duda mayor, no le impulsó a poseerla, lo que le estaba permitido. Ni siquiera la tocó, satisfaciendo el único deseo que sentía por ella, el de que le diera el calor que su cuerpo anciano había ya perdido.

Piénsese más despacio en esto. ¿Qué hace el rey cuando una mujer le atrae con fuerza? Apoderarse de ella si está en su mano. ¿Y cuando no le resulta atractiva? Entonces no hace nada. ¿Por qué una le atrae y no la otra? ¿De dónde procede esa fuerza que arrastra al hombre? Una única respuesta se impone: de él mismo. En David reside la potencia del atractivo de Betsabé, a la que no hay otra fuerza que se resista dentro de él. Por eso hubo de poseerla. Es el deseo del rey, un deseo que nunca duerme, pero que unas veces apunta a un objeto y otras a otro, el que tiñe con el color de la atracción las personas y los objetos a donde se dirige. El querer no descansa jamás y siempre se inclina por una cosa antes que por otra. Y no hay duda alguna sobre lo que hará quien se halla poseído por el querer, que somos todos: si puede se tendrá que apoderar de la primera y si no puede se resignará a la segunda. Pero nunca serán ambas iguales. Nunca habrá dos opciones de idéntico atractivo.

Querer y poder. En estas dos palabras se cifra casi todo el misterio de la libertad. Falta una tercera, que brotará por si sola en cuanto se avance un poco más, pero véanse antes estas dos. ¿Qué cosas queremos? Las que se nos presentan como buenas. Para el galgo era bueno capturar a la liebre, para el rey poseer a Betsabé o no pasar frío. Una vez que algo se quiere se tiene que hacer, excepto si otra fuerza se interpone. ¿Qué otra cosa habían de hacer el galgo o David salvo llevar adelante el deseo de que se hallaban poseídos, si es que estaba en su poder hacerlo?

Además de esto, al animal se le presentó el cruce de caminos porque estaba sano y era veloz. Si hubiera estado enfermo y cojo no habría sentido el deseo, no habría llegado al cruce y no habría tenido que elegir ningún ramal del mismo. Los cruces de caminos solo se ofrecen a los capaces. El tener que elegir entre varias opciones se presenta solo a los fuertes, no a los ricos ni a los indolentes. También el rey hubo de decidir si mataba o no a Urías para disponer libremente de Betsabé porque tenía poder. Un vasallo suyo no habría tenido ocasión de llegar a ese cruce. Sin embargo, no se trata aquí en verdad de esa clase de fuerza física que exhibió el rey, sino de otra más grande de la que careció.

No puede suceder otra cosa que la que sucede una vez que el animal o el hombre ponen en marcha su deseo, uno por la liebre y por la mujer el otro. Cuando alguien quiere algo lo hace si puede. Es así de sencillo y aquí no hay nada más que entender. El centro del asunto está, pues, en el querer. También en el poder. En ambos consiste por ahora la libertad. Pero aún falta una tercera cosa. Para hallarla véase de nuevo cuál es el objeto del querer, que es siempre algo que se presenta como bueno.

Como bueno se presenta siempre, por ejemplo, el seguir vivo, pues es imposible detestar la vida. Algunos dicen que prefieren morir, pero no es creíble. Ellos no detestan vivir. Lo que detestan es vivir así. Pese a todo, puede ocurrir que algo parezca mejor que seguir vivo, como el deber al que sirvió Tomás Moro en contra de su rey.

Que una unión sexual es vista como algo bueno nadie lo dudará. Este no es el problema. El problema es que alguien no vea nada superior, como la vida ajena, la propia o el respeto a un igual en la persona de una mujer. El que no comprende esto es un necio y puede incluso ser un homicida, como el rey David, que se inclinó por un bien a costa de otro superior, que destruyó. Su necedad y su crimen brotaron de una mente que no supo entender qué es lo mejor, presentó a su voluntad como un bien lo que no era tal, sino la destrucción de otro mayor, y no dispuso de una fuerza que pudiera oponer a su deseo lujurioso. Por eso fue un hombre débil, un imbécil moral.

No tuvo la clarividencia de Tomás Moro, el cual, pese a tener la vida por un bien, comprendió que era inferior al servicio a Dios que él mismo había decidido. Entendió que la vida es inferior a la libertad y actuó en consecuencia. Una vez que un hombre es así, actúa del modo que es y no de cualquier otro. ¿Qué otra cosa es posible que haga?

Pensar como se debe, pensar bien, era entonces la tercera idea que faltaba. Añadida al querer y al poder completa la de libertad.

David se inclinó por lo peor porque no pensó como debía y por causa de ello creyó que era bueno lo que no era. Ese es el motivo de que deseara poseer a Betsabé, de manera que, una vez que lo quiso lo hizo, puesto que tenía poder para ello. Si su conciencia hubiera sido más clara, su deseo habría sido otro y se habría inclinado por él. Él mismo habría sido entonces la fuente de un deseo superior, como el que tuvo Tomás Moro. No lo fue porque su mente estaba oscura, de lo que solo él era responsable. En una palabra: David habría sido más fuerte y más libre de lo que fue si hubiera pensado bien lo que tenía ante sí, si hubiera nacido de ahí su deseo y si, por último, lo hubiera ejecutado. En ese caso habría sido dueño de su lujuria, en vez de que la lujuria fuera dueña suya, como sucedió en realidad. Habría tenido más poder que la mera fuerza de que abusó por ser el rey, pues habría sido dueño de sí. Por eso fue esclavo de su deseo y le prestó obediencia. ¿Qué otra cosa podía haber sucedido siendo él como fue? El hombre es su propio destino.

La libertad es determinación de uno mismo, capacidad de decidir por sí y no por otro una vez que se ha pensado lo que es mejor y más conveniente. Lo demás es un falso sucedáneo suyo.

De aquí que uno de los negocios más importantes de la vida consista en ser libre. Esto eleva a un hombre por encima de sí mismo y es lo más bello y elevado que cualquiera puede adquirir. Decidir por uno mismo, sin equivocarse, qué es lo bueno y lo mejor y ejecutarlo: no hay nada que esté por encima de esto. Cierto es que no se adquiere en un instante, pero otorga los mejores goces conforme se va adquiriendo.

En aquel momento preguntó uno de los asistentes por la relación que aquellas ideas tenían con la educación de los jóvenes, pues al principio se había dicho que había que mostrarla. La respuesta fue inmediata:

Pensar correctamente lo que es bueno y conveniente, tomar la decisión de ejecutarlo y  actuar en consecuencia, es decir, ser libre, es el fruto maduro de una buena educación, porque un hombre bien educado es el que se dule y se complace como es debido. Por este motivo es una de las mejores adquisiciones que un hombre puede lograr, pues sirve para determinar por sí mismo qué es lo mejor y para trazar los planes necesarios para alcanzarlo. Por esto no debería educarse a los jóvenes para el juego y la diversión de hoy, pues a su edad el aprendizaje va necesariamente acompañado de esfuerzo sin recompensa, sino para el recreo en el saber y en el decidir de mañana, cuando sean hombres hechos y derechos. La libertad de mañana es disciplina de hoy.

Si un instituto de bachillerato sirviera solo para lograr una pequeña parte de este fin ya estaría justificada su existencia.

El tiempo se había acabado. El funcionario de educación advirtió que todo lo que había dicho era una introducción a las ideas de Santo Tomás de Aquino y que en los días venideros habría que adentrarse en las mismas.

Aquí se detuvo el relato de Manuel. Había fatigado su memoria cuanto había podido para no dejar nada importante sin decir. Y como deseaba repensar lo que había oído, salió a la calle y al pasar por la puerta de la Iglesia de la Victoria dedicó un recuerdo a Santo Tomás.

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La impostura de Agamenón

¿Habrá que llamar libre al que solamente tiene una oportunidad de obrar? ¿No merece esto más bien el nombre de fatalismo? De ninguna manera. Es más bien su negación. La coartada fatalista está presente por doquier en la poesía y en el mito, donde no ha carecido de una gran belleza. No es otra cosa que creer que las cadenas del hado sujetan de tal manera la acción de un hombre que no puede evitar lo que hace por más que lo intente. No otra fue la justificación de Agamenón cuando en la asamblea de los aqueos admitió haberse apoderado injustamente de Briseida, la bella esclava que pertenecía a Aquiles. Estas fueron sus palabras:

No fui yo, dijo, la causa de aquella acción, sino Zeus, y mi destino y la Erinnia que anda en la oscuridad: ellos fueron los que en la asamblea pusieron en mi entendimiento fiera ate (locura) el día que arbitrariamente arrebaté a Aquiles su premio. ¿Qué podía hacer yo? La divinidad siempre prevalece[21]

La indefensión frente a lo divino, el saberse señalado por los dioses, la admitida ausencia de libertad, etc., todo colabora para concluir que el protagonista es inocente. Los hombres, se cree, son como las figuras del ajedrez, que piensan que hacen lo que quieren y se empeñan en tomar decisiones por sí mismos pero no advierten que un ser detrás de ellos está jugando la partida. Así lo versifica Borges:

No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino.
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueños y agonías?[22]

Si dejamos atrás la poesía de Borges y la Ilíada y volvemos a la prosa de la vida cotidiana observaremos cuán cándidos fueron los que creyeron las palabras de Agamenón y los que siguen aceptando disculpas iguales a aquellas, disculpas que llevan consigo el supuesto falso de que un hombre se transforma en un autómata cuando interviene lo divino y ya no tiene, en consecuencia, que rendir cuentas por lo que hace, pues ha sucedido en contra de lo que él quería.

Hoy no creemos ya en Zeus, el destino o la Erinnia que anda en lo oscuro, pero tenemos fe ciega en las pastillas, los genes y las circunvoluciones cerebrales. La justificación de Agamenón sigue viva, pero despojada de poesía y revestida de ropaje científico, el más oscuro y potente de todos los ropajes, porque otorga a sus acólitos una seguridad inapelable. Ya no son los dioses, y menos aún el Dios del catolicismo, que hizo al hombre libre y responsable de su conducta, quienes encadenan las acciones humanas, sino algunas sustancias que inhiben ciertos circuitos cerebrales, genes que impulsan a sus dueños en contra de lo que ellos querrían hacer, traumas infantiles que emergen cuarenta años después, la educación, la sociedad, la cultura, el sistema político, el poder de la prensa, etc.

Todo coopera para hacer de los hombres autómatas inconscientes e involuntarios, seres poseídos de algo que no son ellos y que actúa en contra de ellos. Y todo se acepta de buena gana como fuerza externa irresistible con tal de no tener que cargar con el fardo pesado de la responsabilidad, que es un efecto de la libertad. La asamblea de los hombres actuales es más crédula que la de los aqueos que destruyeron Troya.

Esas excusas son inaceptables ¿Significa esto que Agamenón pudo hacer una cosa distinta que la que hizo? La respuesta es que no, pero para verla con claridad hay que examinar antes las tres perspectivas siguientes:

  1. Lógica.- Solamente es posible lo que no es contradictorio. No es posible, por ejemplo, hacer y no hacer una cosa en el mismo momento y lugar. Agamenón no pudo raptar a Briseida y devolverla a Aquiles al mismo tiempo. Desde esta perspectiva sí fue posible que hubiera hecho otra cosa.
  2. Natural.- No es posible que suceda algo que viole una ley natural. Lo mismo que una fuerza superior impide que el río remonte su curso, Agamenón se impuso a Aquiles y le robó la esclava. Luego también desde esta perspectiva pudo haber actuado de otra manera.
  3. Psicológica.- Es imposible que alguien no haga lo que quiere hacer si nada se lo impide. Alguien que no fuera Agamenón seguramente habría hecho algo diferente en circunstancias idénticas, pero no él, pues lo que él quería era raptar a Briseida.

En consecuencia, el lógico y el naturalista no tienen nada que oponer si alguien dice que Agamenón pudo hacer otra cosa. Pero no basta con ello. Todavía hay que tener en cuenta el carácter del personaje. En casi todos los momentos de nuestra vida, si no en todos, hacemos lo que hacemos porque así lo queremos. Examine el lector si una mala acción de la que ahora se arrepiente volvería a ejecutarla en idénticas circunstancias, con el mismo estado de ánimo y las mismas esperanzas por lo que viniera más tarde. Es seguro que contestará que sí.

Luego Agamenón no pudo hacer otra cosa que robar a Briseida, porque cuando un hombre quiere hacer algo tiene que hacerlo, excepto si desea otra cosa con más fuerza, en cuyo caso hará esto otro, o se le opone una barrera infranqueable, y entonces abandonará su pretensión y hará también algo distinto. Nunca suceden los actos por la fuerza superior de los dioses, sino por la propia voluntad. Si el deseo de humillar a Aquiles fue más fuerte que su previsión de lo que sucedería tras el ataque de Héctor ¿qué otra cosa podía hacer que seguir el impulso más fuerte? Cuando un deseo supera a los demás se impone sobre ellos y desemboca en la acción.

Todo se le puede arrebatar a un hombre menos su voluntad. Cuando ésta se oscurece, lo que ocurre en muy contadas ocasiones, el hombre es otro ser. Está fuera de sí y no es él quien obra. Y si no se le puede arrebatar al hombre la voluntad, entonces tampoco la libertad. Parece ser que a un tirano que aseguraba ser dueño de todo respondió Epicteto que él, sin embargo, era libre:

–¡Cómo! ¿Tú libre?
–Sí, me ha libertado la Divinidad y no pienses ni remotamente que ella consintiese que uno de sus hijos pudiera estar bajo tu yugo. Hagas lo que hagas conmigo, lo más que llegarás será a ser dueño de un cadáver; pero sobre mí, sobre mí no tienes ni tendrás nunca poderío[23].

 Era verdad. Se puede ser dueño de un hombre convertido en cosa, no de un hombre que tiene voluntad, salvo si ésta decide doblegarse. Y esto sólo puede hacerlo voluntariamente. Luego nadie puede hacer que otro actúe contra su voluntad. Ni siquiera el mismo individuo puede, pues sería absurdo. Todos somos responsables de lo que hacemos y a todos se nos pueden imputar nuestros actos.

[21] HOMERO, Ilíada, XIX.
[22] BORGES, J-L., Obra poética, 125
[23] Atribuido a EPICTETO. V. VV. AA, Los estoicos: Epicteto, Séneca, Marco Aurelio, 32.

(Extraído de Sobre la libertad, cap. 9)

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Mito y lógos

Tratar la relación entre mito y lógos -vocablo griego traducido al latín por ratio y al español por «razón»-, o entre religión y filosofía, es situarse, según muchos, en la frontera que ha dejado en el lado de acá a nuestra disciplina, cultivada por unos pocos hombres dados a la reflexión, y en el de allá las formas tradicionales de pensar, seguidas por el común de los humanos. Pero en el comienzo no hay una frontera, sino un río caudaloso que fluye de la religión a la filosofía. Es así porque aquélla ha sido siempre origen de múltiples ideas con las que entender el mundo y el hombre. En ella han nacido y de ella han pasado a otras esferas de la actividad humana, sobre todo a la filosofía, cuando ésta ha existido, como sucedió en Grecia.

La filosofía no nació de sí misma, de punta en blanco, como Atenea de la cabeza de Zeus. Se ha querido a veces verla aparecer después de una ruptura con todo lo anterior, de un acto revolucionario por el cual los hombres habrían apartado por fin de sus ojos el velo de la tradición religiosa para mirar el mundo de frente, tal como es en sí. Pero esto no ha podido suceder nunca, porque a nadie le ha sido dado encarar el estado puro de lo real, sin interferencias de las ideas de alguna tradición particular. Un hombre que medita tiene que hacerlo sobre las ideas propias del lugar y tiempo en que vive. Esta sujeción, por otro lado, no afecta sólo a la filosofía, sino a toda forma de acercamiento a lo natural, ya sea estética, industrial, política o científica. Creer que puede ser de otra manera es estar fuera de razón.

La religión griega, que contaba con un abundante repertorio de relatos míticos para explicar al creyente cualquier cosa que despertara su curiosidad, constituyó el armazón de la racionalidad griega anterior a la filosofía y, una vez que ésta entró en escena hacia el siglo VI a. C., le hizo entrega de una gran cantidad de conceptos que ella desarrolló según sus propios métodos hasta el punto de olvidar su origen.

En este capítulo se traerán a colación solamente dos de ellos, ambos importantes para la filosofía griega y, por extensión, para toda la filosofía posterior. Son los conceptos de alma y de orden universal. Habría sido conveniente dedicar algún espacio a un tercero, el de Dios, pero éste es un elemento confuso que solamente adquiere claridad en la Metafísica de Aristóteles y, por influjo suyo, en la teología y la filosofía cristianas posteriores, pero una tal investigación es innecesaria en este momento.

Sobre el origen del alma existe un mito órfico de indudable interés:

Zeus, adoptando la forma de una serpiente, se unió a Perséfone y engendró en ella un hijo, de nombre Zagreo o Dioniso. Para que no fuera víctima de los celos de Hera, su esposa, lo confió a la custodia de los Curetes, pero ella lo encontró y ordenó a los Titanes que lo mataran. Éstos lo despedazaron, cocieron los trozos en un caldero y los devoraron a continuación. Zeus, enterado del crimen, los fulminó con un rayo. De las cenizas nació la raza humana.

El mito dice que los humanos son en parte mortales e indignos, por proceder de los Titanes, y en parte inmortales y excelsos, por proceder de Dioniso. Por lo primero están destinados a la corrupción y la muerte, por lo segundo a la eternidad, donde les espera el goce o el sufrimiento, según haya sido su conducta en la vida. Así lo versifica Píndaro, el poeta lírico del siglo V a. C.:

Al lado de los dioses
que venera el averno
los que guardaron fieles
sus santos juramentos
sin lágrimas disfrutan
reposo sempiterno,
mientras al malo afligen
terroríficos tormentos (Odas, pág. 25)

Quienes creyeran estas cosas sabían que su vida verdadera no pertenece a la tierra, sino al más allá, donde habrían de vivir eternamente, porque su alma venía de lo más alto y estaba de paso por su cuerpo. Por eso debían cuidarse de ella como de la parte más preciada de su ser y despreocuparse del cuerpo cuanto les fuera posible.

Éstas son ideas familiares. Originadas en un mito casi olvidado, se incrustaron en la filosofía desde los pitagóricos y Platón. El segundo presentó una serie compleja de argumentos acerca de la existencia e inmortalidad del alma en el Fedón, donde los Titanes, Zeus, Hera, Dioniso, etc., ya no eran elementos de convicción, pero se conservaba lo esencial del mito: la doble naturaleza humana, la superior dignidad del alma y su inmortalidad. Cuando se pasa del mito al lógos se pierde en imágenes de seres personales, reales para el creyente sin condición alguna, lo que se gana en argumentos abstractos, obligatorios para todos los seres humanos a condición de que estén correctamente construidos.

La noción religiosa de orden universal, el segundo concepto de nuestra lista, había sido más antigua y firme que los dioses homéricos, a juzgar por el hecho de que las veleidades de éstos, agentes de desorden en sí mismas, no habían podido modificarla. Era un orden intangible, inexorable, superior a las divinidades olímpicas, que había que rescatar del derrumbamiento del mito, de lo cual se encargaron los filósofos. La presencia de dicho orden es incontestable en los relatos homéricos. Poseidón, por ejemplo, recurre a él en un famoso pasaje de la Ilíada con el fin de resistirse a una orden de Zeus que le ha traído Iris:

Aunque él sea poderoso, tales palabras son imposibles de soportar, si es que pretende hacerme torcer mis propósitos con violencia, por más que yo sea su igual en rango. Pues tres hermanos somos, nacidos de Cronos y Rea, Zeus y yo, y Hades es el tercero, el señor de los muertos. Y todas las cosas fueron divididas en tres regiones y cada uno tomó la parte que le correspondía. Por lo tanto, jamás obraré conforme al propósito de Zeus; no, y por más que su poder sea grande, que viva tranquilo en esa tercera parte que es la suya» (Cit. en Cornford, F., De la religión… pág. 29; subrayado nuestro)

Se comprende bien por qué lanzó Platón sus invectivas contra Homero y los poetas, pues todos ellos habrían ocasionado la rebelión de los dioses contra aquel orden antiguo que no debía morir, un orden merced al cual se había dividido el universo en partes y asignado a cada cosa su lugar apropiado. Era una ley que abarcaba todo y que los filósofos desarrollaron en forma de arjé, cuando la aplicaban a la naturaleza, a la physis, y de nómos, cuando la aplicaban a la ciudad, a la pólis.

La primera filosofía no fue un forcejeo contra el mito irracional ni un dique levantado contra el oleaje del misticismo religioso, sino una continuación por otros derroteros de los temas presentes en la tradición griega, que había sido fundamentalmente religiosa. Si ésta se arruinó no fue por los ataques de la descreencia racional, sino por su propia evolución interna. La religión se estaba destruyendo por sí sola a causa de que los dioses del Olimpo se habían trocado en seres humanos engrandecidos, dotados de una voluntad irresistible y un capricho sin freno que los hacía tan imprevisibles como sus modelos humanos y no podían servir para comprender la realidad.

Antes de que Grecia alcanzara su esplendor intelectual existían ya en Egipto y Babilonia una cosmología, una astronomía y una matemática rudimentarias, pero, por evidente y grande que sea el legado oriental en la filosofía y la ciencia griegas, difícilmente los grandes sistemas que veremos sucederse podrían pasar como frutos de la especulación oriental. La filosofía griega se origina en el momento en que en Grecia se produce una situación económica, social y política que libera a una clase social de la necesidad de trabajar para procurarse la subsistencia. Ésta puede entonces dedicarse a otras actividades, la filosofía entre ellas. Al hacerlo recogió lo que le brindaba su pasado, de estructura profundamente religiosa, e integró las ideas llegadas de fuera. El resultado fue esta tarea del intelecto que llamamos filosofía, la cual no pudo consistir en la creación de nuevas herramientas conceptuales, sino en la “clarificación de un material religioso, e incluso prerreligioso” (Cornford, De la religión…, pág. 150). Los conceptos fueron descubriéndose “mediante análisis cada vez más sutiles y definiciones más ceñidas de aquellos elementos confundidos en su dato original” (ibid.).

El cambio radical no tuvo lugar en el escenario del pensamiento, sino en el de la acción política y económica, y consistió en esa mencionada transformación por cuya causa se desembarazó una clase social de problemas prácticos. En ella arraigó la inclinación por la especulación pura y simple, sin trabas materiales que la obligaran. Quiérese expresar con ello que el pensamiento comenzó en aquellas fechas a verse libre de las pesadas trabas impuestas, no por el pensamiento religioso, sino por la acción. El gusto por la especulación y los problemas teóricos, por lo completamente inútil en sentido vulgar, requería la existencia de hombres que no tuvieran que ocuparse de su subsistencia, de hombres libres, lo cual requería a su vez un alto grado de prosperidad económica y de ocio para una parte al menos de la población. Esta no fue una condición suficiente para la aparición de la filosofía, pero sin ella no habría aparecido en suelo griego.

(Extraído de Historia de la filosofía. 2 Bachillerato, lección 1, 1)

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Los cuatro nombres de la esencia

Et quia illud, per quod res constituitur in proprio genere vel specie, est hoc quod significatur per definitionem indicantem quid est res, inde est quod nomen essentiæ a Philosophis in nomen quiditatis mutatur. Et hoc est etiam quod Philosophus frequenter nominat quod quid erat esse, id est hoc per quod aliquid habet esse quid. Dicitur etiam forma secundum quod per formam significatur certitudo uniuscuiusque rei, ut dicit Avicenna in secundo Metaphysicæ suæ. Hoc etiam alio nomine natura dicitur, accipiendo naturam secundum primum modum illorum quattuor, quos Bœthius in libro De Duabus Naturis assignat: secundum scilicet quod natura dicitur 40omne illud quod intellectu quoquo modo capi potest. Non enim res est intelligibilis nisi per definitionem et essentiam suam. Et sic etiam Philosophus dicit in quinto Metaphysicæ quod omnis substantia est natura. Tamen nomen naturæ hoc modo sumptæ videtur significare essentiam rei, secundum quod habet ordinem ad propriam operationem rei, cum nulla res propria operatione destituatur. Quiditatis vero nomen sumitur ex hoc, quod per definitionem significatur. Sed  essentia dicitur secundum quod per eam et in ea ens habet esse.

Y lo que hace que una cosa quede constituida dentro de un género propio o una especie es lo que viene significado por medio de la definición que indica qué es la cosa, por lo cual los filósofos han cambiado el nombre de esencia por el de quididad; esto es asimismo lo que el Filósofo llama con frecuencia “lo que era ser”, esto es, aquello por lo que algo tiene el ser un qué. También se le llama forma, siempre que por forma se entienda la perfección o certeza de una cosa cualquiera, según dice Avicena en su Metaphysica, II. Otro nombre que se le asigna es el de naturaleza, entendida en el primer sentido de los cuatro que Boecio menciona en su libro De duabus naturis, según el cual se llama naturaleza todo aquello que de una manera u otra pueda ser captado por el entendimiento; ninguna cosa, en efecto, es inteligible si no es por medio de su definición y su esencia. Y así dice también el Filósofo en Metaphysica, V, que toda sustancia es naturaleza. No obstante, el nombre de naturaleza tomado en este sentido parece significar más bien la esencia de la cosa según presente orden u ordenación a su operación propia, pues ninguna hay que pueda ser destituida de la operación que le es propia. La quididad se toma ciertamente de lo que es significado por medio de la definición, pero la esencia se dice según que por ella y en ella tiene existencia el ente.

[Se limita el autor a enumerar los cuatro vocablos con que también se nombra la esencia: quididad, forma, naturaleza y “lo que era ser”. Esta última designación pretende poner en español la intraducible expresión aristotélica τό τί ἧν εἴναι, que Santo Tomás por su lado vierte por quod quid erat esse. Aubenque, tras una búsqueda por las expresiones vulgares del griego de tiempos de Aristóteles la traduce como “lo que se dice que cada ser es por sí”. Aparte de esto, el texto es claro. Apoyan la lista de nombres de Santo Tomás un texto de Metafísica, VIII, de Aristóteles, donde dice que a cada número corresponde su esencia y forma pensada en la mente, y que su esencia es la unidad merced a la cual es lo que es, y otro de De duabus naturis, de Boecio, que afirma que al hablar de la naturaleza en general es necesario proporcionar una definición capaz de abarcar todas las cosas que existen, una definición como: “tienen naturaleza las cosas que existiendo pueden ser captadas de alguna manera por el entendimiento”.]

(Extraído de Santo Tomás, El ente y la esencia, capítulo primero)

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Utopías bíblicas

a) Utopías escatológicas del Antiguo Testamento

El modelo original de estas conductas fue la doctrina de los profetas del Antiguo Testamento, que abandonaron la idea de combatir el mal mediante rituales tales como sacrificios, rezos, ceremonias, procesiones, etc., y proclamaron la necesidad de que todos creyeran que son responsables de él y deben evitarlo. La salvación empezó a depender de las obras y el judaísmo se convirtió en una religión generadora de normas para intentar realizar la justicia en este mundo.

Las profecías del Antiguo Testamento fueron útiles para la resistencia de la comunidad de los creyentes frente a la opresión. A diferencia de otros pueblos de la Antigüedad, los judíos tenían una visión del papel que a todas las naciones corresponde desempeñar en la historia. Su religión comprendía la idea de que Jehová era no solamente el Dios de Israel, sino el Dios único de todos los hombres. Señor todopoderoso de la historia, a Él toca exclusivamente guiar a todos los pueblos hacia un fin común.

Esta creencia obliga a los creyentes a ser justos con todos y a extender la salvación de Dios hasta el último confín del mundo. Pero, junto a esta inclinación ética, algunas tendencias de la religión de Israel prometieron un reino perfecto de paz y felicidad a los que hubieran seguido el camino de la rectitud, un reino de mil años que no vendría antes de que pasara una época de desdicha. El pueblo ha abandonado a Jehová, por lo que debe ser castigado y purificado con el fuego y el hambre. Después de la purificación amanecerá el día de la ira, el día en que Jehová habrá de juzgar y castigar a los incrédulos e injustos de todas las naciones. Los que sobrevivan a ese juicio terrible vivirán en una Palestina regenerada y santa y Jehová reinará entre ellos. El mundo será justo, los pobres no pasarán hambre, las fieras serán mansas, el Sol tendrá más brillo, los desiertos serán fértiles, no habrá dolor ni enfermedad y todo será vivir alegres y confiados.

En estas profecías sobre el fin de los tiempos se fragua el modelo de la actividad mesiánica y utópica posterior. El fin de la historia pertenece a los santos, que antes han tenido que sufrir dolores sin cuento en este mundo sometido a tiranía y opresión. Cuando éstas lleguen al dolor más agudo, cuando la desgracia padecida por los santos no pueda ser mayor, ellos se levantarán por fin, destruirán la maldad y la injusticia y heredarán la tierra, estableciendo un reino milenario que no tendrá sucesor, el reino último hacia donde conducen todos los caminos y todos los tiempos.

b) Utopías escatológicas del Nuevo Testamento

Las luchas mesiánicas de los judíos finalizaron el año 131 d. C., cuando el emperador Adriano aplastó un levantamiento encabezado por Simón bar Kochba, que había sido seguido por la multitud como un Mesías que habría de aniquilar el poder de Roma y dar comienzo al Reino de los Santos. En adelante los cristianos tomaron el relevo. Pese a que su religión hablaba de un reino puramente espiritual, muchos tomaron al pie de la letra la profecía de Mateo: “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces recompensará a cada cual según sus obras. En verdad os digo que hay algunos entre vosotros que no probarán la muerte antes de haber visto al Hijo del hombre venir en su reino”. Interpretadas según la escatología anterior, estas palabras predecían el cataclismo de las naciones y el posterior reino feliz, en el que el propio Cristo estaría presente entre sus santos.

La religión cristiana encerraba en su seno dos interpretaciones del mensaje de Cristo, una que invitaba a la pasividad consolando al alma de las miserias del más acá con la esperanza del más allá, y otra que promovía la actividad exhortando a los fieles a hacer realidad el más allá en el más acá. La conjunción en una sola de ambas tendencias, la espiritual y la terrenal, fue siempre una fuerza sin igual, una fuerza revolucionaria que en muchas ocasiones a lo largo de la Edad Media sacudió los cimientos de la sociedad.

Un clérigo medieval, Joaquín de Fiore (1135-1202), fundió las dos tendencias, dando lugar a una visión general de la historia humana en clave mesiánica, milenarista y utópica. Tres etapas, relacionadas cada una con una de las Personas de la Trinidad, jalonan el avance progresivo de la humanidad hacia su fin último. La primera fue la del Padre y el Antiguo Testamento, etapa de la carne, durante la cual imperó el derecho, la esclavitud y la sujeción. La segunda es la del Hijo y el Nuevo Testamento, una etapa intermedia entre la carne y el espíritu, durante la cual imperan los clérigos. La tercera, la definitiva, porque detrás de ella vendrá el fin del mundo, será la del Espíritu Santo y el Último Testamento, etapa de los varones espirituales, entre los que se contarán los santos de los primeros días, que resucitarán para reinar con ellos. Después se consumará la historia y dará comienzo la eternidad.

(Extraído de Filosofía. 1 Bachillerato, XVIII, 2)

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Fuentes de la voluntad

Al tratar de las fuentes generales de la motivación humana es necesario aceptar la antigua distinción entre actos humanos y actos del hombre. Los primeros son los específicos de un ser humano cualquiera, o sea, aquellos por los que se distingue de cualquier otro ser natural, sea un animal, una planta o una piedra. Los segundos son aquellos en que no se distingue de otros seres naturales. Sentir hambre o dolor, oír o ver, dormir, adquirir velocidad tras haberse caído por una ventana y muchos otros sucesos de esta misma índole no pertenecen a la primera clase, sino a la segunda, porque no son voluntarios. Tampoco son voluntarios los llamados actos espontáneos, aquellos que se ejecutan maquinalmente y sin deliberación, como toser, parpadear, etc. Todos estos pueden incluirse sin problemas en la red causal que dirige cuanto sucede entre los seres inanimados y no es necesario esforzarse en diferenciar su origen del de las actividades de las plantas o las piedras.

Por esto solo tendremos en cuenta aquí los actos humanos, los cuales, pese a las apariencias, se incluyen también a la red causal que domina toda la realidad. La causa que los provoca ha recibido el nombre de motivación. Esta se origina en una multitud compleja de causas no controlada por los individuos. A poco que se examine la situación general en que un hombre se halla inmerso y se reconozcan sus posibilidades de acción, de elección, de planificación y, en suma, de la libertad real que cabe atribuirle, se encuentra uno con que su vida se desenvuelve en un medio plagado de impulsos que siente con su organismo y proceden de éste o del mundo humano que habita.

La fuerza que ejercen impulsos como el hambre o el sexo evidencia que no han sido deliberadamente producidos por nosotros y conduce a pensar que todos los demás, aun siendo inferiores en potencia, proceden también de una fuente ajena. Cada uno de ellos es una chispa que dispara una acción, pero la chispa no la encendemos nosotros. El procedimiento es patente en los animales. Cuando el perro percibe el olor de la hembra en celo tiene que buscarla. Solamente vacilará si está domesticado y el amo lo llama, pues entonces estará en medio de dos impulsos contrarios, pero en estado salvaje no vacilará un solo instante. La respuesta automática, sin dilación, es para casi todos los animales una garantía de supervivencia para la especie. Lo que llamamos instinto no es otra cosa que esa chispa que dispara la acción en contacto con un estímulo exterior o una acción interna del organismo. Hay algo que, como el pedernal contra el pedernal, hace que salte la chispa, que prenda en la pólvora y la bala se dispare al instante. Una vez iniciada la secuencia, ésta no puede detenerse por sí misma.

Estas cosas suceden en los animales y en nosotros porque tenemos un organismo biológico. Por su causa estamos siempre deseando algo y deseándolo de tal manera que no podemos nunca satisfacerlo plenamente. Dice Schopenhauer:

Ningún objeto de la voluntad, una vez logrado, puede producir una satisfacción duradera, que sea inmutable; se asemeja sólo a la limosna que, dada al mendigo, prolonga hoy su vida para continuar mañana su tormento[11].

Pero tampoco hay descanso, sino cansancio, en la desaparición de las pasiones. Nuevamente dice Schopenhauer que

de los siete días de la semana seis corresponden a la fatiga y a la necesidad y el séptimo al hastío[12].

 El cuerpo es el causante de esta situación. Él nos determina a obrar de una u otra forma. Si hubiéramos de aceptar la existencia del destino, diríamos que el cuerpo lo es para nosotros, al menos en un grado importante.

[11] En VALVERDE, J. M., Breve historia y antología de la estética, 192.
[12] SCHOPENHAUER, A., El mundo como voluntad y representación, libro cuarto, § 57.

(Extraído de Sobre la libertad, cap. 4)

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Esplendor de la escolástica

La filosofía de los árabes y los judíos fue cercenada cuando la cristiandad estaba originando organizaciones sociales y métodos docentes capaces de recibirla y perfeccionarla: las universidades y las órdenes religiosas planificaron, sistematizaron y protegieron el trabajo de los sabios, las escuelas de traductores proporcionaron un abundante material de estudio y el método escolástico impuso orden en la creación y transmisión del conocimiento.

La universidad como centro organizado de estudios regulares, integrado por profesores y alumnos obligados a cumplir los reglamentos y con capacidad para expender las titulaciones de bachiller, licenciado, maestro y doctor, titulaciones que dotaban a sus poseedores del derecho exclusivo a ejercerlas en cualquier lugar, es una creación de la Edad Media. Su origen no hay que buscarlo en las antiguas escuelas de saber. La Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles, las bibliotecas de Alejandría y Pérgamo, las medersas persas, las madrazas árabes, las midraschot judías, etc., no originaron las universidades medievales ni fueron similares a ellas en funciones y contenido.

Su origen debe buscarse en las escuelas monacales y episcopales, alrededor de las cuales habían aparecido gremios de maestros y discípulos, los cuales se transformaron en universidades por el impulso de los reyes y los papas. El término mismo, universitas, se refería a la agrupación profesional. Fue utilizado por primera vez con ese significado el año 1208 en un documento papal: universitas omnium magistrorum et scholarium. En un documento similar otorgado por Alfonso X el Sabio se las denomina ayuntamiento de maestros e scholares.

Las primeras universidades fueron las de Salerno (1087) y Bolonia (1119). Luego vendrían las de Montpellier (1125), París (1150), Oxford (1168), Palencia (1208), Padua (1222), Salamanca (1244), Valencia (1245), etc.

Las universidades hicieron del saber una institución social. Una vez creadas, la filosofía, la teología y las ciencias no dependieron más del albur de las inclinaciones particulares de grupos o individuos, sino que fueron materia ordinaria del trabajo cotidiano de profesionales dedicados exclusivamente al estudio y la enseñanza. Antiguamente el saber había seguido al sabio. Ahora el sabio seguía al saber.

Las universidades recibieron un vigoroso impulso de dos órdenesreligiosas, la franciscana y la dominicana. La primera había sido fundada por San Francisco de Asís a principios del siglo XIII, con el propósito de volver a la vida cristiana de los primeros tiempos, por lo que, aunque no despreciaba las letras, tampoco promovía su estudio. Pero esta indiferencia duró poco. La orden vio entrar pronto en su interior a muchos clérigos de formación científica, lo que cambió su constitución, dedicándola al estudio.

La orden dominicana, en cambio, nació con la decisión firme de dedicarse al estudio, pues sus monjes tendrían que combatir las herejías mediante la predicación y la enseñanza. El mismo Santo Domingo de Guzmán, natural de Caleruega, envió a París a los seis primeros religiosos de la orden el año siguiente a su fundación, en 1217. En 1229 ya había en la universidad varios maestros dominicos. Al principio se consagraron solamente al estudio de las ciencias sagradas, pero los graves problemas que suscitaban en aquel momento los escritos griegos, árabes y judíos les obligaron a estudiar también las ciencias profanas, sobre todo la filosofía.

La actividad filosófica guardaba una estrecha relación con el métodoescolarde la universidad. La lectio era el procedimiento regular de enseñanza. Consistía en comentarios de sentencias previamente leídas. Los escolares atendían en silencio, como hoy. Cada cierto tiempo, que no solía pasar de una o dos semanas, se celebraba la disputatio, que consistía en esgrimir argumentos y contraargumentos sobre una quaestio o tesis propuesta. Los silogismos favorables y contrarios a la quaestio tenían que ser claros, concisos y directos. La vivacidad y sutileza de aquellas sesiones han desaparecido para siempre de las universidades. Por último, estaban los quodlibeta, sesiones celebradas cuando la ocasión lo requería, que versaban sobre asuntos no previstos en la planificación ordinaria. Se elegía un tema a placer y se examinaban y discutían su significado y consecuencias.

Cada una de estas formas docentes tomó forma de libro. Había necesidad de libros de sentencias, de quaestiones, de quodlibeta y de disputationes. Estas últimas se convirtieron en summae cuando, negro sobre blanco, se pasaron al papel y representaron el esplendor de la filosofía escolástica. Todas seguían el mismo proceder. Se empezaba por proponer una tesis o quaestio con el máximo de claridad y precisión. A continuación se exponían todos los argumentos existentes contra dicha tesis, incluso contra su formulación. El siguiente paso consistía en triturar tales argumentos. Se cerraba el proceso con la defensa propia de la tesis y su definitiva aceptación, que culminaba en el q. e. d final (quod erat demonstrandum: lo que había que demostrar). Cuando estas tres letras coronaban adecuadamente el conjunto podía darse por seguro que la questio no admitía réplica.

El método fue aplicado a todos los problemas legados por la tradición propia y ajena: la filosofía griega, el neoplatonismo, las filosofías árabe y judía y la propia herencia cristiana que partía de la Patrística.

La maquinaria institucional estaba preparada. Faltaba un solo elemento, la biblioteca, para ponerla en movimiento, porque la existente hasta entonces era muy exigua: poco más de veinte libros de la antigüedad clásica (el Timeo de Platón, traducido e interpretado por Calcidio, y algunos tratados lógicos de Aristóteles, interpretados por Boecio), las enciclopedias de Casiodoro, Beda, San Isidoro y Alcuino, la Isagoge de Porfirio y unos pocos tratados de Séneca y Apuleyo. La llegada de nuevos libros de autores griegos, árabes y judíos procedentes de España suplió con creces aquella carencia, hasta el punto de que este hecho marca el inicio de una nueva etapa:

La introducción de los textos árabes en los estudios occidentales (…) divide la historia científica y filosófica de la Edad Media en dos épocas enteramente distintas… el honor de esta tentativa, que había de tener tan decisivo influjo en la suerte de Europa, corresponde a Raimundo, arzobispo de Toledo y gran canciller de Castilla desde 1130 a 1150 (Renán en M. Pelayo, Historia…, p. 480)

Los traductores más afamados fueron Domingo Gundisalvo y Juan de Sevilla. El primero, archidiácono de Segovia, conocía el latín y la filosofía. El segundo era un judío converso que conocía el árabe y el hebreo. Sin gramáticas ni diccionarios, Juan iba pasando una palabra tras otra al castellano y Gundisalvo de éste al latín. En el prólogo de la traducción del De anima, de Avicena, dedicada a Don Raimundo, consta lo siguiente en boca de Juan:

me verba vulgariter proferente, Domino Archidiacono singula in latinum convertente (las palabras que yo pasaba a la lengua vulgar las pasaba el señor Arcediano una por una al latín)

Recién salidas de sus manos, las traducciones se extendían en multitud de copias por toda Europa con gran rapidez. Creció la fama de Toledo como centro de saber, incluso de saber prohibido, razón que movió a muchos extranjeros, deseosos de conocer los arcanos de la nueva filosofía árabe y judía, a dirigir sus pasos a Toledo y otros lugares de España, como Tarazona, Barcelona y Sevilla, donde también hubo escuelas de traductores formalmente constituidas.

(V. Historia de la filosofía. 2 Bachillerato, lección 3, cap. 6)

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El concepto de especie

Relinquitur ergo quod ratio speciei accidat naturæ humanæ secundum illud esse quod habet in intellectu.  Ipsa enim natura humana in intellectu habet esse abstractum ab omnibus individuantibus, et ideo habet rationem uniformem ad omnia individua, quæ sunt extra animam, prout æqualiter est similitudo omnium et ducens in omnium cognitionem in quantum sunt homines. Et ex hoc quod talem relationem habet ad omnia individua, intellectus adinvenit rationem speciei et attribuit sibi. Unde dicit Commentator in principio De Anima quod «intellectus est qui agit universalitatem in rebus». Hoc etiam Avicenna dicit in sua Metaphysica.

Luego solo resta decir que el concepto de especie se aplica a la naturaleza humana en tanto que existe en el entendimiento. Es así porque la naturaleza humana misma tiene en el intelecto una existencia separada de toda nota individualizadora y puede aplicarse de modo uniforme a todo individuo existente fuera de él, por cuanto es esencialmente imagen igual de todos ellos y conduce al conocimiento de todos en cuanto hombres; y es por tener tal relación con todos los individuos por lo que el entendimiento inventa el concepto de especie y se lo atribuye; por lo cual dice el Comentador en el libro primero de su De anima que es el entendimiento el que universaliza las cosas; y lo mismo dice Avicena en el libro octavo de su Metafísica.

{La cita de Averroes, De anima, I, 8 dice así: «Aquí se puede ver que Aristóteles no cree que las definiciones de género y especie sean definiciones de cosas de existencia universal, fuera de la mente, sino que son definiciones de cosas de existencia particular; es el entendimiento el que opera en ellos la universalidad», en Luventicus, J., J., ibidem.}

{La cita de Avicena, Metaphysica, V, 2, dice: «La universalidad sólo tiene existencia en el alma», en Luventicus, J., J., ibidem.}

(Extraído de Santo Tomás de Aquino, El ente y la esencia, capítulo cuarto)

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El materialismo filosófico

Los distintos materialismos confluyen actualmente en sistemas de filósofos como Ferrater Mora (1912-1991), Mario Bunge (1919- ) o Gustavo Bueno (1924- ). El materialismo profesado por este último, denominado materialismo filosófico, ofrece, a nuestro juicio, un sistema de coordenadas ontológicas capaz de traducir a sus términos el núcleo esencial de la filosofía clásica, que consta de elementos tanto materialistas como idealistas, según ha habido ocasión de ver.

Este sistema filosófico vuelve a considerar que la estructura básica de la filosofía es la ontología, o saber cuyo objeto es la Idea de Ser. Reconoce además que la ontología adquirió su más lograda expresión académica en la obra de Wolff, cuya Metaphysica specialis abarcaba los tres tipos o géneros de Ser: Mundo, Alma y Dios. Y descubre que casi toda la tradición filosófica ha dado por supuesta esta partición trimembre, si bien unas corrientes han mostrado inclinación por alguno de los géneros en detrimento de los demás y otras por otro, como ha podido verse en las páginas precedentes.

El idealismo alemán posterior a Kant, por ejemplo, ha tendido a identificar el Alma con Dios, dando como resultado la oposición entre los dos géneros restantes, el Mundo y Dios, o la Naturaleza y el Espíritu, entendido este último casi siempre como Cultura en sentido metafísico, o como Historia, etc. El reino psicológico fue así elevado a la dignidad del Ser Supremo. El extremo del idealismo, con todo, no ha sido la filosofía de Hegel, sino la de Berkeley, que llegó a identificar la materia con las ideas de la psique y pensó que Dios es la única fuente de éstas.

El materialismo posterior a Demócrito, por su lado, ha seguido el camino contrario, identificando a Dios con el Alma y dando como resultado la oposición entre los otros dos géneros de Ser, el Mundo y el Alma, o lo natural y lo psicológico, entendido esto último a veces como cultura en sentido subjetivo. El extremo del materialismo fue la doctrina de Demócrito, que identificó a Dios con el Alma y a ésta con el Mundo. En efecto, todo cuanto no fuera cuerpo material o vacío no era para este filósofo más que convención y apariencia.

Pero tanto el idealismo como el materialismo han tenido siempre presente el triángulo wolffiano, aunque no haya sido más que para negar uno o más de sus lados. Luego al recobrar dicho triángulo no se hace otra cosa que recobrar el sentido que ha tenido hasta el día de hoy toda filosofía, por lo que se impone recuperar explícitamente tanto el ser tomado en sentido ontológico general como el tomado en sentido ontológico especial.

La modificación principal introducida en este punto por el materialismo filosófico de Bueno consiste en entender que la Idea de Ser es equivalente a la Idea de Materia. Con ello no se pretende reducir toda la realidad a una suma de cuerpos, como había hecho Demócrito. Para comprenderlo es preciso tener en cuenta la materia determinada, o especial, y la materia general.

Materia determinada para un alfarero es la arcilla que utiliza en su taller. Se trata de una materia que él transforma mediante operaciones hasta obtener varias ánforas de diferentes proporciones. Tres momentos se entretejen en el taller: la arcilla, las operaciones del alfarero y las proporciones entre las ánforas obtenidas. Los tres momentos son materiales y los tres están interconectados entre sí, no constituyendo ninguno de ellos un reino aparte. Ninguno, por tanto, se puede sustancializar o hipostatizar, como si fuera posible que uno pudiera subsistir sin los otros.

Tres son, en consecuencia, los géneros de materialidad, denominados M1, M2 y M3:

M1: entidades constitutivas del mundo físico exterior, tales como arcilla, rocas, organismos, campos electromagnéticos, explosiones nucleares, edificios o satélites artificiales.

M2: fenómenos subjetivos de la vida interior etológica, psicológica e histórica, tales como operaciones de los sujetos, un dolor de muelas, una conducta de acecho o una estrategia bélica.

M3: objetos abstractos tales como las proporciones entre objetos, el espacio proyectivo reglado, las rectas paralelas, el conjunto infinito de los números primos, la lengua de Saussure, las instituciones sociales, las líneas de una gráfica que expresa los movimientos del precio del petróleo, etc.

Pero materia determinada y materia general no son lo mismo, como tampoco lo son el ser en cuanto tal de la ontología y el ser determinado de la metafísica especial. Lo esencial del ser en cuanto tal, o materia en sentido ontológico-general, es que no se refiere a las realidades que constituyen el mundo entendido como entretejimiento de M1, M2 y M3. La materia ontológico-general no se reduce a las tres materialidades mundanas.

La ontología del materialismo filosófico distingue, en consecuencia, dos planos:

a) La ontología general, cuyo contenido es la Idea de materia ontológico general.

b) La ontología especial, cuya realidad positiva son tres géneros de materialidad, que constituyen el mundo, es decir Mi=M1,M2,M3.

(Extraído de Filosofía. 1 Bachillerato, cap. VII)

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La motivación

Si el aire pensara podría decir: puedo soplar desde el Oeste y entonces ser el Céfiro, o desde el Este y ser el Euro, desde el Sur y ser el Noto, o desde el Norte y ser el Bóreas, puedo aborrascar el mar y hacer que la tormenta se desate sobre el marino, o inspirar una suave y fresca brisa sobre la playa para que disfruten los bañistas. Todo esto está en mi poder. Lo cual es cierto, pero para que se dé una cualquiera de esas posibilidades debe darse antes un cambio, como una diferencia de presión, que la provoque y, una vez producido dicho cambio, lo que viene después tiene que ocurrir.

A un hombre también le resulta posible decir: puedo seguir viviendo con mi familia o irme de casa y abandonarla, o dejar el trabajo que tengo y vivir como un vagabundo, etc. Y es cierto también, pero lo que este individuo no tiene en cuenta es que no puede querer otra cosa que la que está queriendo, es decir, vivir con su familia, seguir con el empleo que tiene, etc. Y, una vez que quiere, tiene que hacerlo. También aquí vence el motivo más fuerte.

Cuando se quiere algo no hay más remedio que hacerlo. Si no se hace es porque hay obstáculos que lo impiden. Si tengo una pistola puedo pegarme un tiro y matarme. Es indudable. Pero también es indudable que no quiero hacerlo ni soy capaz de quererlo, por más que me empeñe. Luego no puedo matarme. Me falta un motivo. Si hubiera uno que fuera lo bastante fuerte como para decidirme nada me detendría y yo me pegaría un tiro. Puede parecer extraño, pero es la verdadera situación de las cosas: lo mismo que la bola de billar no puede moverse antes de recibir el golpe del taco, un hombre ni siquiera puede levantarse de una silla si antes no siente un motivo suficiente que le haga desearlo. La diferencia está en que el golpe se ve y el motivo no. Pero tampoco se ve la fuerza con que el imán atrae a las limaduras de hierro y no por ello decimos que se mueven por sí mismas.

Lo mismo que las causas en lo inorgánico no actúan directamente, sino según sea el medio sobre el que se ejercen, asimismo los motivos no actúan directamente, sino según el medio sobre el cual se ejercen. El calor reblandece la cera y endurece el barro. La misma presión ejercida sobre un cuerpo redondo y sobre otro de forma cúbica moverá al primero y no al segundo. La causa es la misma en ambos casos, pero varía el medio sobre el que se ejerce. En el caso humano el medio es el carácter, moldeado por la biología y por las instituciones sociales, dos sectores que conforman el ambiente natural en que se mueve un hombre.

(Extraído de Sobre la libertad, cap. 3)

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