Rendición y entrega de Granada

Intimación de Fernando a Boabdil para que le entregue la ciudad de Granada.—Respuesta negativa del rey moro.—Invade la frontera cristiana, y ataca y toma algunas fortalezas.—El conde de Tendilla.—El rey Fernando con ejército en la vega de Granada: combate: sorpresas.—Cerco y ataque de Salobreña: hazaña de Hernán Pérez del Pulgar.—Otras proezas de Pulgar: id. de Gonzalo de Córdoba: id. del conde de Tendilla.—Campaña de 1494.—Acampa el grande ejército cristiano en la vega de Granada.—Resolución del rey Chico y de su consejo.—Irrupción de Fernando en las Alpujarras.—Fijanse los reales en la Vega.—Pabellón dela reina Isabel.—Desafíos y combates caballerescos. Se aproxima la reina a examinar los baluartes de Granada.—Batalla de la Zubia favorable a los cristianos.—Vuelven los monarcas a los reales.—Incendiase el campamento cristiano: alarma general: verdadera causa del incendio.—Fundación de la ciudad de Santa Fe.—Abatimiento de los moros.—Propuesta de capitulación por parte de Boabdil.—Conferencias secretas.—Capítulos y bases para la entrega de la ciudad.—Insurrección en Granada.—Apuros y temores de Boabdil.—Acuérdase anticipar la entrega.—Salida del rey Chico y entrada del cardenal Mendoza en la Alhambra.—Encuentro de Boabdil y Fernando: entrega el rey moro las llaves de la ciudad.—Saluda a la reina y se despide.—Ondea la bandera cristiana en la Alhambra: alegría en el campamento.—Entrada solemne de los Reyes Católicos en Granada.—Fin dela guerra.—Acaba la dominación mahometana en España.

downloadSe aproxima el término de la dominación de los hijos de Mahoma en España, y el plazo en que va a cumplirse el destino del pueblo musulmán en la tierra clásica del cristianismo. No tenemos reparo en anunciar anticipadamente este grande acontecimiento, porque el lector que se haya informado de las campañas que acabamos de narrar, le presiente también y le ve venir.

Conquistadas Alhama, Loja, Vélez, Málaga, Baza, Almería y Guadix, toda la parte occidental y oriental del reino granadino, rendidos el príncipe Cid Hiaya, el rey Abdallah el Zagal, los caudillos de más nervio y de más vigor del pueblo sarraceno, quedaban Granada con su vega y con las montañas que desde el balcón de la Alhambra podía alcanzar con su vista Boabdil, el rey Chico, desprestigiado entre los suyos por su infausta estrella y por sus derrotas, y sospechoso a los buenos musulmanes por sus pactos y alianzas con los cristianos, teniendo que habérselas con dos monarcas poderosos y amados de todo el pueblo español, que disponían de un numeroso y disciplinado ejército, endurecido con los ejercicios y fatigas de la campaña, envanecido con una serie de gloriosos triunfos, entusiasmado con su rey y con su reina, y ardiente de entusiasmo y de fe.

Una de las condiciones con que el rey Chico había obtenido el rescate de su cautiverio en el cerco de Loja, era que tomada Guadix por las armas cristianas abdicaría su trono, entregaría Granada con todas sus pertenencias y castillos, y se retiraría a aquella ciudad con título de duque o marqués y señorío de algunos lugares de la comarca. El cumplimiento de aquella estipulación fue el que exigió Fernando de Boabdil, requiriéndole a ello por medio del conde de Tendilla. Escusóse el rey moro y procuró eludir una intimación que a tan humillante y miserable estado le reducía, alegando que no podía sin riesgo de su vida entregar una población que había acrecido de un modo extraordinario y estaba resuelta a defenderse. Esto, que aparecía una especiosa disculpa, era también una verdad. Porque Granada, que rebosaba de población con los muchos millares de refugiados de las ciudades conquistadas por nuestros reyes, si bien abrigaba gentes que deseaban a toda costa la paz, como eran los propietarios, comerciantes, industriales y labradores, encerraba también caudillos valerosos, belicosas tribus, nobles y esforzados personajes, cuales eran los Abencerrajes y Gazules, los Almorávides y Ommiadas, descendientes de las antiguas razas árabes y africanas, que estaban decididos a defender aquel resto de la gloriosa herencia de sus mayores. Y había sobre todo en Granada una muchedumbre de emigrados, de advenedizos, de renegados y aventureros, gente desesperada y turbulenta, que excitada por los fanáticos musulmanes, llamaba impío, traidor y rebelde al que hablara de transacción con los cristianos.

La respuesta de Boabdil la recibieron los reyes en Sevilla, donde habían ido a pasar el invierno, y donde se ocupaban en reformar abusos y en robustecer la administración de justicia. Alegróse Fernando de una respuesta que le proporcionaba ocasión de apellidar a Boabdil aliado voluble, pérfido y sin palabra, y para comprometerle escribió a los granadinos descubriéndoles la capitulación de Loja, y exigiendo se cumpliera pronta y puntualmente. La carta surtió el efecto que el astuto monarca aragonés se proponía. La gente tumultuaria y fanática se alborotó llamando al Zogoybi traidor y cobarde, y se dirigió en tropel a la Alhambra con desaforados gritos; hubiera tal vez perecido Boabdil a manos de las turbas, sin la enérgica intervención de los nobles y caballeros que las aquietaron y restablecieron el orden. No tuvo ya más remedio el rey Chico que declarar la guerra a Fernando, con lo cual despertando el espíritu bélico en aquella ciudad que parecía aletargada, comenzaron los moros a hacer algaras en las fronteras de los cristianos.

Hallábanse Fernando e Isabel, cuando recibieron esta nueva, celebrando en Sevilla con magníficas fiestas y regocijos, danzas, torneos y otros ejercicios marciales, los desposorios de su hija mayor la infanta Isabel con el príncipe Alfonso, heredero de la corona de Portugal (abril, 1490), que embajadores de Lisboa habían venido a negociar con el deseo de estrechar alianza entre los dos reinos, desunidos hasta entonces, o al menos recelosos a causa de las añejas y frecuentemente renovadas pretensiones de doña Juana la Beltraneja. Aprestáronse los reyes a tomar venganza de la conducta de Boabdil y de los granadinos, e inmediatamente enviaron al conde de Tendilla a Alcalá la Real, nombrado capitán mayor dela frontera. Los moros habían sorprendido ya algunos destacamentos cristianos, tomado algún castillo y bloqueado otros, y el conde de Tendilla reforzó oportunamente los más cercanos a Granada, y dictó otras medidas propias de su experiencia y de su talento. Entretanto Fernando, reuniendo hasta cinco mil caballos y veinte mil peones, avanzaba por Sierra Elvira, y entrando en las llanuras de Granada llegaba casi hasta los muros de la capital talando las mieses que los vasallos de Boabdil a la sombra de la paz habían estado cultivando con esmero. Quiso el rey señalar esta expedición con una ceremonia solemne, y allí en medio del campo, a la vista de los enemigos que podían presenciarlo desde las almenas de la ciudad, armó caballero al príncipe don Juan su hijo, de edad entonces de 12 años, siendo padrinos los dos antiguos y poderosos rivales, los duques de Cádiz y de Medinasidonia. El acto terminó confiriendo el caballero novel los mismos honores de la caballería a varios jóvenes sus compañeros de armas. La reina se había quedado en Moclín. Continuando la devastación, salieron los moros y dieron un vigoroso ataque a la gente del marqués de Villena, de que resultó entre otras la muerte de su hermano don Alfonso Pacheco y una herida en un brazo al mismo marqués en el acto de acudir a la defensa de un fiel criado suyo a quien vio atacado por seis moros; a consecuencia de aquella lanzada el generoso marqués quedó manco de aquel brazo para siempre.

En esta correría llamó la atención un gallardo moro, que a caballo y solo, con una bandera blanca en la mano se acercaba a las filas cristianas. Este arrogante musulmán expuso que habiendo muerto tres de sus hermanos por la propia mano y acero del valiente conde de Tendilla, deseaba vengar la ilustre sangre derramada por el guerrero cristiano, peleando con él en combate singular. El conde aceptó el reto, y obtenida licencia del rey, salió al encuentro del moro, le venció y se le presentó a Fernando, el cual le mandó que le retuviera cautivo en su poder.

Habían acompañado al monarca cristiano en esta expedición los príncipes moros el Zagal y Cid Hiaya, cada uno con una corta hueste de caballería, así por la fidelidad que habían ofrecido al rey de Aragón, como por odio a Boabdil. En el sitio de la vega llamado hoy el Soto de Roma había una fortaleza nombrada la torre de Román, que servía de abrigo a los cultivadores sarracenos. A ella se dirigió un día Cid Hiaya con su escuadrón de moros de Baza; llegóse a la puerta del fuerte, y habló en árabe a los vigilantes que estaban en las troneras pidiendo asilo para guarecerse de los cristianos que le perseguían. El alcaide y los del castillo no tuvieron dificultad en franquearles la entrada en la confianza de que hacían un servicio a los suyos. Mas tan pronto como el auxiliar de Fernando se vio dentro con su gente, desnudaron todos los alfanjes y se apoderaron de los engañados defensores de la fortaleza. Este ardid, con que se propuso Cid Hiaya dar una prueba de lealtad a su vencedor y amigo, excitó la rabia de los granadinos contra él, y no se cansaban de llamarle traidor infame. Los prisioneros fueron puestos en libertad como vencidos a mala ley, y Fernando, hecha la tala, que duró treinta días, se retiró otra vez a Córdoba.

Alentado Boabdil con la retirada del monarca aragonés, irritado con las correrías que Mendo de Quesada y otros capitanes cristianos hacían en sus campos estorbando las labores de los labriegos, y aprovechando la ocasión de estar ocupado el marqués de Villena en aquietar los mudéjares de Guadix que andaban un poco levantiscos, se animó a cercar y acometer la fortaleza de Alhendín que poseían los cristianos por astucia de Gonzalo de Córdoba y por traición del alcaide moro. Un incidente impidió al de Villena acudir con sus fronterizos tan pronto como quería al socorro de los sitiados, y no pudo evitar que Mendo de Quesada y los cristianos que defendían el castillo cayeran en poder de Boabdil y que fueran degollados y reducida a escombros la fortaleza. Creció con esto el ánimo del rey Chico, e invadió repentinamente la Taha de Andarax y las tierras del señorío de el Zagal y de Cid Hiaya, regresando orgulloso a la Alhambra con cautivos y ganados, después de haber rendido y desmantelado el castillo de Marchena. Los vasallos del Zagal quedaron alborotados y en rebelión, y síntomas de querer rebelarse seguían notándose en los mudéjares de Guadix. Esto último movió al marqués de Villena a tomar con ellos una determinación fuerte y radical. Allegando cuanta gente pudo, acampó con ella cerca de aquella ciudad. Reforzó la guarnición cristiana, y mandó a los moros salir al campo con protesto de hacer un alarde, y tan pronto como estuvieron fuera cerróles las puertas y les obligó a alojarse en los arrabales y caseríos. Dióles después a escoger entre abandonar el país con su riqueza mobiliaria o quedar sujetos a una pesquisa judicial para averiguar quiénes habían sido los conjurados y los instigadores. Ellos optaron unánimemente por la expatriación, y dejaron sus antiguos hogares trasladándose con cuantos efectos pudieron trasportar a África o Granada. Las poblaciones que por estos y otros medios quedaban desiertas de moros iban siendo repobladas por cristianos que de diversas provincias afluían a ellas.

Ya más contentos los granadinos con Boabdil por el éxito de sus primeras excursiones, meditaron otra, que al principio pensaron dirigir a Malaha, pero de la cual desistieron por temor al prudente y valeroso Gonzalo de Córdoba que se hallaba allí. Después a propuesta del intrépido Mohammed el Abencerraje acordaron emprender la reconquista de algún pueblo de la costa para ver de ponerse en comunicación con África, con la esperanza de recibir de allí socorros. A este intento se encaminaban ya a Almuñécar, cuando de repente mandó Boabdil torcer el rumbo por noticia que tuvo de que la guarnición de Salobreña se hallaba sin municiones, sin agua y sin vituallas. Pronto se apoderó de los arrabales y estrechó el castillo (agosto, 1 490). Por veloces que quisieron acudir en auxilio de los sitiados los gobernadores de Vélez y de Málaga, don Francisco Enríquez y don Íñigo Manrique, con su gente, no pudieron pasar de Almuñécar y de una isleta frontera al castillo, desde la cual apenas podían incomodar a los moros. Sólo el hazañoso Hernán Pérez del Pulgar, acostumbrado a ejecutar las proezas más difíciles, fletó un barco, espió una ocasión, se acercó a la orilla de la costa, tomó tierra, y seguido de sesenta escuderos armados de ballestas y espingardas, burló la vigilancia de los enemigos y se metió en la fortaleza, desde la cual arrojó al campamento de los moros un cántaro de agua y una copa de plata, para que vieran que no les apuraba la sed. Irritáronse con esta provocación Boabdil y sus capitanes, y ordenaron a sus soldados el asalto previniéndoles que no tuvieran piedad de nadie. Pero los cristianos de la isleta molestaban cuanto podían con sus fuegos a los asaltantes: Pulgar y los defensores del castillo resistían heroicamente, cuando al cabo de algunos días de pelear sin comer ni dormir los unos, de dar infructuosos asaltos los otros, supo Boabdil que los condes de Tendilla y de Cifuentes avanzaban a Almuñécar con fuerzas considerables, y que el rey Fernando se apostaba para cortarle la retirada en el valle de Lecrín. El rey Chico y sus capitanes tuvieron a bien cesar en los asaltos, levantar de prisa el cerco, ganar la sierra y volver a encerrarse en la Alhambra, desesperados del inútil ataque de Salobreña, pero contentos con haber acertado a eludir un encuentro con Fernando.

El rey, después de otra irrupción en la vega de Granada, en la cual empleó quince días para hacer la tala de los panizos que los moros habían sembrado, e irlos así privando de mantenimientos (setiembre), volvió sobre las comarcas de Baza y Almería, y como no se le ocultase que aquellos habitantes, participando del mal espíritu de los de Guadix, mantenían secretos tratos con los de Granada, los hizo salir de las ciudades y de las plazas fuertes, dándoles a escoger entre pasar a África o quedarse a vivir en las aldeas abiertas y alquerías, sin poder entrar en población cercada. Unos se resignaron a aceptar este último partido; otros prefirieron desamparar la tierra de España, ya que así eran lanzados de los techos bajo los cuales habían nacido y vivido sus padres. Merced a esta dura y fuerte medida pudo Fernando regresar más tranquilamente a Córdoba, a prepararse para otra más seria campaña.

Mientras los reyes hacían sus grandes preparativos, los capitanes de frontera ejecutaban proezas individuales y mostraban con rasgos de valor heroico hasta dónde rayaba, o su entusiasmo religioso, o su espíritu caballeresco. Cuéntase entre otras la arriesgada y peligrosa hazaña que realizó Hernán Pérez del Pulgar. Este campeón insigne, acompañado de quince de sus valerosos compañeros, buscados y excitados por él, partió un día desde Alhama, su ordinaria residencia, camino de Granada,con el temerario designio y resolución de penetrar en la ciudad y ponerle fuego. Después de haberse ocultado un día entre las alamedas de la Malaha, tomaron un haz de delgada leña y prosiguieron la vía de Granada sin ser vistos ni sentidos hasta llegar al pie de sus muros. Guiábalos un granadino, moro converso, y bajo su dirección Pulgar con una parte de los intrépidos aventureros saltó por unas acequias, atravesó en el silencio de la noche las oscuras y desiertas calles llegó a la puerta de la gran mezquita, y clavó en ella con su puñal un pergamino en que se leía el lema cristiano Ave-María. Dirigióse luego al vecino barrio de la Alcaicería, más al sacar fuego del pedernal para encender y aplicar al haz de leña se oyó y divisó una ronda de moros; los aventureros desenvainaron sus espadas, arremetieron y dispersaron la ronda, espolearon sus caballos, y dirigidos por el moro ganaron el puente y se alejaron de la ciudad, que al ruido de aquella refriega comenzaba ya a alborotarse. El rey premió largamente a los quince osados campeones, y concedió además a Pulgar asiento de honor en el coro de la catedral.

Hazañas parecidas ejecutaron también Gonzalo de Córdoba y su compañero Martín de Alarcón. Y cuentanse igualmente aventuras caballerescas y galantes como la del conde de Tendilla, el frontero mayor de Alcalá la Real. Noticioso el conde de que una noble doncella granadina, sobrina del alcaide Aben Comixa, que tenía concertado casamiento con el alcaide de Tetuán, iba a ser llevada a un puerto de la costa para embarcarla y trasportarla a África a celebrar sus bodas, determinó sorprenderla emboscándose en la sierra, como lo ejecutó apoderándose de la joven y de su pequeña comitiva, que llevó consigo a Alcalá, donde dispensó a los cautivos todas las atenciones de un cumplido caballero. Con noticia que tuvo de este suceso el alcaide Aben Comixa, tío de la bella Fátima, que así se llamaba la doncella, despachó al caballero aragonés don Francisco de Zúñiga, a quien tenía prisionero, con carta del mismo Boabdil para el conde, ofreciendo por el rescate de la novia hasta cien cautivos cristianos de los de Granada, los que el conde eligiese. A esta propuesta contestó el de Tendilla poniendo a Fátima a las puertas de Granada, escoltada por los suyos, después de haberle regalado algunas joyas. Agradecido Boabdil a la galantería del caballeroso conde, dio libertad a veinte sacerdotes cristianos y ciento treinta hidalgos castellanos y aragoneses, y más agradecido todavía Aben Comixa entabló desde aquel día y mantuvo después amigable correspondencia con el galante don Íñigo López de Mendoza.

Llegó en esto la primavera de 1491, y Fernando se halló en disposición de moverse camino de Granada al frente de un ejército de cincuenta mil hombres, de ellos una quinta parte de a caballo, compuesto de los contingentes de las ciudades de Andalucía y de la gente que de otras provincias habían enviado o llevado los grandes y nobles del reino. Suponese que acompañaban personalmente al rey el marqués de Cádiz, el marqués deVillena, el gran maestre de Santiago, los condes de Cabra, de Cifuentes, de Ureña y de Tendilla, el brioso don Alonso de Aguilar y otros ilustres y nobles capitanes que representaban los glorias de Alhama, de Loja, de Málaga y de Baza. El 26 de abril acampaba el ejército en la Vega a dos leguas de la corte del antiguo reino de los Alhamares. La reina se quedó en Alcalá con el príncipe y las infantas para atender como siempre a la subsistencia y a las necesidades de los guerreros. En el palacio árabe de la Alhambra celebraba Boabdil gran consejo con sus alcaides y alfaquíes sobre lo que debería hacerse para la defensa de la ciudad. Acordes todos en cuanto a la resistencia, quedó esta decretada y organizada. Contábase en la capital del emirato una población de doscientas mil almas, entre naturales y emigrados; además de las huestes de veteranos había veinte mil mancebos en edad y actitud de manejar las armas; abundaban las provisiones en los almacenes; surtíanla el Darro y el Genil de aguas copiosas; protegíanla las escabrosas montañas de Sierra Nevada, y le enviaban su grata frescura; ceñíanla formidables muros y torres, y se podía llamar la ciudad fuerte.

Convencido Fernando de la dificultad de reducirla por la fuerza, determinó hacer una correría de devastación por el ameno valle de Lecrín y por la Alpujarra, de cuyos frutos se abastecía la ciudad. El marqués de Villena iba delante incendiando aldeas, y recogiendo ganados y cautivos. El rey y los condes de Cabra y de Tendilla tuvieron que sostener serias refriegas con los feroces montañeses y con la hueste del terrible Zahir Aben Atar que les disputaban aquellos difíciles pasos. Al fin, después de arruinar poblaciones y de talar sembrados, regresó el ejército devastador, no sin ser molestado por el activo Zahir, a la vega de Granada, donde volvió a sentar sus reales para no levantarlos ya más. Plantáronse las tiendas de los caudillos y las barracas de los soldados en orden simétrico, formando calles como una población, y cercóse el campamento de fosos y cavas. La animación y el entusiasmo que se advirtió un día en los reales era el anuncio de la llegada de la reina Isabel con el príncipe y las infantas y con las doncellas que constituían su cortejo. El marqués de Cádiz destinó a su soberana el rico pabellón de seda y oro que él había usado en las campañas: las damas se acomodaron en tiendas menos suntuosas, pero de elegante gusto.

Exaltados los moros granadinos con la vista del campamento cristiano, diestros en el combate, buenos y gallardos jinetes, amantes de empresas arriesgadas y dados a hacer alarde de un valor caballeresco, ya que no se atrevían a pelear en general batalla con todo el ejército reunido, salían diariamente o solos o en pequeñas bandas y cuadrillas a provocar a los caballeros españoles a singular combate. Los campeones cristianos los aceptaban, siquiera por ostentar su lujo y su gallardía y por hacer gala de su valor ante las bellas damas de la corte que presenciaban aquellas luchas caballerescas, y premiaban con sus finezas o sus aplausos el arrojo, el brío o la destreza de los mejores combatientes. Desde la llegada de Isabel era el campo cristiano un palenque siempre abierto a esta especie de sangriento torneo; teniendo al fin que prohibir el rey, como ya lo había hecho en alguna otra ocasión, estos costosos desafíos, en que se vio no estar las más veces la ventaja por los cristianos, pues cuéntase que hubo moro tan ágil cabalgador y tan arrojado, que apretando las espuelas a su caballo árabe saltó fosos, brincó empalizadas, atropelló tiendas, clavó su lanza junto al pabellón de la reina, y volvió a su campo sin que hubiese quien le alcanzara en su veloz carrera.

Isabel, a quien los cuidados del gobierno no bastaban a distraer de los de la guerra, inspeccionaba todo lo relativo al campamento, cuidaba de las provisiones y de la administración militar, y muchas veces pasaba revista a las tropas a caballo y armada de acero alentando a los soldados. Un día quiso ver desde más cerca las fortificaciones y baluartes de Granada y el aspecto exterior de la ciudad. Obedientes todos a la más ligera insinuación de sus deseos, acompañaronla con las debidas precauciones el rey, el marqués de Cádiz y los principales caballeros, junto con el embajador de Francia que allí estaba, hasta la Zubia, pequeña población situada en una colina cerca y a la izquierda de la ciudad. Isabel estuvo contemplando desde la ventana de una casa los muros, torres y palacios de la grande y única población que representaba ya el imperio muslímico en España. Ella había prevenido al marqués de Cádiz que no empeñara aquel día combate con los moros, pues no quería que se derramara sangre cristiana por la satisfación de una simple curiosidad o antojo suyo. Mas no pudiendo sufrirlos de Granada la presencia tan inmediata del enemigo, cuya inacción misma parecía un silencioso reto o insulto, arrojáronse fuera de la ciudad con algunas piezas de artillería, cuyos certeros disparos hicieron algún daño en las filas cristianas. A tal provocación no les fue ya posible ni a los capitanes ni a los soldados españoles contener su ardor ni reprimir su enojo, y arremetiendo con impetuosa furia los marqueses de Cádiz y de Villena, los condes de Tendilla y de Cabra, don Alonso de Aguilar y don Alonso Montemayor con sus respectivas huestes, arrollaron de tal modo la infantería sarracena, que envolviendo ella misma y desordenando en su fuga a los jinetes quedaron más de dos mil moros entre muertos, cautivos y heridos. Los demás entraron atropelladamente en la ciudad por la puerta de Bibataubín (julio). Debe suponerse, y la historia así lo dice, que la reina perdonó fácilmente al marqués de Cádiz y a sus bravos compañeros la trasgresión de su mandato en gracia del triunfo. Los reyes, que habían presenciado la pelea desde la Zubia con no poca zozobra, ordenaron por la tarde la retirada al campamento.

Menos afortunados don Alonso de Aguilar, su hermano Gonzalo de Córdoba, el conde de Ureña y otros caballeros hasta el número de cincuenta, que se quedaron en emboscada para sorprender a los moros que habían de salir aquella noche a recoger los cadáveres, fueron ellos sorprendidos y degollados los más, y gracias que se salvaron aquellos célebres caudillos; y no fue poca fortuna la de Gonzalo de Córdoba, que habiendo caído en una acequia y pudiendo apenas incorporarse y menos huir a pie con el peso de la armadura, encontró quien le diera un caballo, con el cual se puso en franquía. En cambio, en una salida que después hizo Boabdil al frente de su caballería se vio en tanto apuro y tan acosado por los cristianos, que solo a la velocidad de su caballo tuvo que agradecer no haber caído segunda vez prisionero, y volver a pisar los suntuosos pavimentos de los salones de la Alhambra.

Una noche (era el 14 de julio), la alarma, el sobresalto, la consternación cundieron de repente en el real de los españoles. El fuego devoraba el rico pabellón de la reina, y en breve se hizo general comunicándose con espantosa rapidez de unas en otras tiendas. Isabel, que, envuelta entre humo y llamas, había podido salvar su persona y sus papeles, corrió al pabellón del rey, y le despertó: sobresaltado Fernando con el aviso, empuñó su lanza y su adarga, y a medio vestir montó en su caballo y salió al campo. La alarma era ya general como el fuego: el ruido de las cajas y trompetas se confundía con el de los gritos y voces de la asustada gente: los capitanes y soldados acudían a las armas, y las damas despavoridas y medio desnudas corrían sin saber dónde. Todos creían que el fuego había sido puesto por el enemigo, mientras los moros, que desde los baluartes de la ciudad veían la Vega iluminada por las llamas, creían a su vez que era un ardid de los cristianos. Cuando el incendio se fue apagando, y vieron estos que no aparecían enemigos por ninguna parte, se pudo ya averiguar con calma la causa de aquel contratiempo y alboroto, que era en verdad bien pequeña y sencilla. Al acostarse la reina Isabel mandó a una de sus dueñas que retirara una bujía cuya luz la molestaba: la doncella tuvo la imprecaución de dejar la vela cerca de una colgadura, que ondulando sin duda con alguna ráfaga de viento que se levantó a media noche, se prendió y comunicó instantáneamente el fuego a toda la tienda, y de allí a las demás. Por fortuna el incendio no causó degracias personales, y sí solo la destrucción de algunos efectos de valor, telas, brocados, joyas y alhajas en las tiendas de algunos nobles.

Pasado el susto y calmados los ánimos, vino a convertirse en un bien aquel desastre: pues para precaver otro de la misma especie en lo sucesivo, y por si el sitio se prolongaba hasta el invierno, determinaron los reyes reemplazar las tiendas con casas, al modo de algunas que se habían ya construido. Inmediatamente se puso en ejecución este plan. Capitanes y soldados, caballeros de las órdenes, grandes señores y concejos de las ciudades, todos se convirtieron instantáneamente en fabricantes, artesanos y alhamíes. Cesó el choque y estruendo de las armas de guerra, y sólo se oía el ruido de la pica, del martillo, y de los instrumentos de las artes de paz. Merced a esta maravillosa conversión y a la actividad de todos los trabajadores, en el breve tiempo de ochenta días apareció como por encanto construida una ciudad cuadrangular de 400 pasos de larga por 312 de ancha, atravesada por dos espaciosas calles, que cortadas por el centro formaban una cruz, con cuatro puertas a los extremos. En cada cuartel se puso una inscripción que expresaba la parte que cada ciudad había tenido en la obra. Luego que estuvo concluida, todo el ejército deseaba que la nueva ciudad se denominara Isabela, por honra a su ilustre fundadora, pero Isabel lo rehusó modestamente, y quiso que llevara el título de Santa Fe, en testimonio de la sagrada causa que todos defendían. Idea grande y sublime, la de fundar una ciudad, única de España en que no había podido penetrar la falsa doctrina de Mahoma, frente a otra ciudad, la única en que tremolaba todavía el estandarte mahometano.

La fundación de Santa Fe produjo más abatimiento en los moros que si hubieran perdido muchas batallas. La presencia de un enemigo que tan a sus ojos y tan confiadamente se asentaba en su suelo, exaltaba a la plebe granadina que empezaba a insubordinarse otra vez contra Boabdil y sus consejeros, y aunque en la ciudad se habían acopiado víveres en abundancia, la aglomeración de gentes era tal que todo se consumía, y ya iba amagando el hambre. En tal situación reunió y consultó el rey Chico su gran consejo o mexuar; el wazir Abul Cacim Abdelmelik hizo una pintura desconsoladora del estado de la ciudad y de sus recursos, y todos convinieron en que era imposible sostener la plaza por mucho tiempo. En su virtud, y muy secretamente para no irritar al pueblo, el mismo Abul Cacim fue nombrado para que pasase con poderes del emir a hacer proposiciones de avenencia a los reyes cristianos. Recibieron éstos al wazir muy benévolamente, y oída su embajada, otorgaron una tregua de setenta días (desde el 5 de octubre) para arreglar las condiciones de la capitulación, y autorizaron al secretario Hernando de Zafra y al capitán Gonzalo de Córdoba para que sobre ello conferenciaran con los caballeros de Boabdil, el cual nombró por su parte al mismo Abul Cacim, al cadí de los cadíes y al alcaide Aben Comixa. Las conferencias se celebraban de noche y con mucho sigilo y cautela, unas veces dentro de la ciudad, otras en la aldea de Churriana. Al cabo de muchos debates y discusiones, quedaron al fin acordados los capítulos de la entrega bajo las bases siguientes:

En el término de sesenta y cinco días, a contar desde el 25 de noviembre, el rey Abdallah (Boabdil el Chico), sus alcaides, cadíes, alfaquíes, etc., harían entrega a los reyes de Castilla y Aragón de todas las puertas, fortalezas y torres de la ciudad:—los reyes cristianos asegurarían a los moros de Granada sus vidas y haciendas, respetarían y conservarían sus mezquitas, y les dejarían el libre uso de su religión y de sus ritos y ceremonias; los moros continuarían siendo juzgados por sus propias leyes y jueces o cadíes, aunque con sujeción al gobernador general cristiano; no se alterarían sus usos y costumbres, hablarían su lengua y seguirían vistiendo su traje;—no se les impondrían tributos por tres años, y después no excederían de los establecidos por la ley musulmana;—las escuelas públicas de los musulmanes, su instrucción y sus rentas proseguirían encomendadas a los doctores y alfaquíes, con independencia de las autoridades cristianas:—habría entrega o canje recíproco de cautivos moros y cristianos:—ningún caballero, amigo, deudo, ni criado de el Zagal obtendría cargo de gobierno:—los judíos de Granada y de la Alpujarra gozarían de los beneficios de la capitulación:—para seguridad de la entrega se darían en rehenes quinientas personas de familias nobles:—ocupada la fortaleza de la Alhambra por las tropas castellanas, serían devueltos los rehenes. Añadíanse otras condiciones sobre litigios, sobre abastos, sobre el surtido y uso de aguas limpias de las acequias y otros puntos semejantes.

Además de las estipulaciones públicas, se ajustaron hasta diez y seis capítulos secretos, por los cuales se aseguraba a Boabdil, a su esposa, madre, hermanos e inmediatos deudos la posesión de todos los heredamientos, tierras, huertas y molinos que constituían el patrimonio de la real familia, con facultad de enajenarlo por sí o por procurador; se le cedía en señorío y por juro de heredad cierto territorio en la Alpujarra, con todos los derechos de una docena de pueblos que se señalaron, excepto la fortaleza de Adra que se reservaron los reyes; y se pactó además darle el día de la entrega treinta mil castellanos de oro.

Aprobaron y ratificaron las capitulaciones los reyes cristianos y Boabdil; más no habían podido hacerse con tanto sigilo que no trasluciera el pueblo el espíritu de las negociaciones, y hasta los artículos secretos. Subió de punto la fermentación y el disgusto popular cuando aquellas acabaron de hacerse patentes; y como ya Boabdil era mirado o con aborrecimiento o con desconfianza por la plebe granadina a causa de sus relaciones con los cristianos, la agitación de las turbas estalló en abierto tumulto, excitadas también y fogueadas por un fanático ermitaño o santón, que corría como un frenético las calles llamando a voz en grito a Boabdil y a sus consejeros «cobardes y traidores.» Hasta veinte mil hombres armados se reunieron en torno al fogoso predicador, que nuestros cronistas representan como un demente; pero es lo cierto que la imponente actitud de la furiosa plebe obligó al rey Chico a encerrarse y parapetarse en la Alhambra hasta el día siguiente, en que se atrevió ya a arengar a la amotinada muchedumbre; y por lo menos en la apariencia se apaciguó el tumulto y se restableció el orden. El hambre sin embargo contribuía a mantener viva la irritación, y Boabdil temía que de un momento a otro reventara de nuevo el furor popular, y de una manera que peligraran su persona, su familia, sus amigos y los ciudadanos más nobles y honrados, sin que bastara a contener los ánimos acalorados una proclama que Fernando e Isabel habían dirigido a los granadinos exhortándolos a la paz so pena de hacer con ellos un escarmiento como el de Málaga. Por lo mismo despachó a Aben Comixa con un presente de dos magníficos caballos y una preciosa cimitarra, haciéndole portador de una carta para los reyes, en que les exponía la conveniencia y el deseo de acelerar la entrega de la ciudad antes que se cumpliese el plazo convenido. Fernando e Isabel aceptaron la proposición, y previas algunas conferencias y contestaciones sobre el ceremonial que había de observarse en la entrega, para no mortificar en cuanto fuese posible al rey vencido ni herir el orgullo de la sultana madre, que no había perdido su natural altivez, quedó aquella concertada para el 2 de enero, en vez del 6, en que cumplía el plazo antes convenido.

Al dorar los rayos del sol del 2 de enero de 1492 las cumbres de Sierra Nevada y los fertilísimos campos de la Vega, veíase a los capitanes, caballeros, escuderos, pajes y soldados del ejército cristiano, vestidos de rigurosa gala, con arreglo a una orden la noche anterior recibida, agruparse a las banderas para formar las batallas. A pena de muerte estaba condenado el que aquel día faltara a las filas. Los mismos reyes y personas reales vistieron de gran ceremonia, dejando el traje de luto que llevaban por la inesperada muerte del príncipe don Alfonso de Portugal, malogrado esposo de la infanta de Castilla doña Isabel. Todo era movimiento y animación en el campamento de los españoles, y una alegría inefable se veía pintada en el rostro de todos los combatientes. En esto retumbaron por el ámbito de la Vega tres cañonazos disparados desde los baluartes de la Alhambra. Era la señal convenida para que el ejército vencedor partiera de los reales de Santa Fe para tomar posesión de la insigne ciudad muslímica. Diéronse al aire las banderas, y comenzó la marcha. Iba delante el gran cardenal de España don Pedro González de Mendoza, asistido del comendador mayor de León don Gutierre de Cárdenas, y de otros prelados, caballeros e hidalgos, con tres mil infantes y alguna caballería. Atravesó la hueste el Genil, y con arreglo al ceremonial acordado subía la Cuesta de los Molinos a la explanada de Abahul, al tiempo queBoabdil, saliendo por la puerta de los Siete Suelos con cincuenta nobles moros de su casa y servidumbre, se presentó a pie al gran sacerdote cristiano: apeóse al verle el cardenal y le salió al encuentro; saludáronse muy respetuosamente, apartáronse un corto trecho, y después de conversar un breve espacio, «Id, señor, le dijo el príncipe musulmán en alta voz y con triste acento, id en buen hora y ocupad esos mis alcázares en nombre de los poderosos reyes, a quienes Dios, que todo lo puede, ha querido entregarlos por sus grandes merecimientos y por los pecados de los musulmanes.» Y se despidió del prelado con ademán melancólico.

Mientras el cardenal con su hueste proseguía su camino y hacía su entrada en la Alhambra, el rey moro cabalgaba seguido de su comitiva, y bajaba por el mismo carril al encuentro de Fernando, que esperaba a la orilla del Genil, junto a una pequeña mezquita, consagrada después bajo la advocación de San Sebastián. Al llegar a la presencia del monarca vencedor, el príncipe moro hizo demostración de querer apearse y besarle la mano en señal de homenaje, pero Fernando se apresuró a impedirlo y contenerle. Entonces Boabdil se acercó y le presentó las llaves de la ciudad diciéndole: «Tuyos somos, rey poderoso y ensalzado; éstas son, señor, las llaves de este paraíso; esta ciudad y reino te entregamos, pues así lo quiere Alá, y confiamos en que usarás de tu triunfo con generosidad y con clemencia.» El monarca cristiano le abrazó, y le consoló diciendo que en su amistad ganaría lo que la adversa suerte de las armas le había quitado. Seguidamente sacó el rey Chico de su dedo un anillo, y ofreciéndosele al conde de Tendilla, nombrado gobernador de la ciudad, le dijo: «Con este sello se ha gobernado Granada; tomadle para que la gobernéis, y Dios os dé más ventura que a mí.» Despidióse el infortunado príncipe con su familia, dejando a todos enternecidos y profundamente afectados con esta escena. En las inmediaciones de Armilla se presentó la triste comitiva a la reina Isabel, que además de recibirla benigna y afable, restituyó a Boabdil su hijo que formaba parte de los jóvenes nobles que se habían dado en rehenes en octubre. La desgraciada familia prosiguió escoltada hasta los reales de Santa Fe, donde ocupó Boabdil la tienda del gran cardenal, a cuyo hermano, adelantado que era de Córdoba, había encomendado el rey el servicio y esmerada asistencia del príncipe moro.

Reinaba en Granada pavoroso silencio. La reina Isabel, que colocada en una pequeña eminencia no apartaba sus ojos de las torres de la Alhambra, sentía latir su corazón de impaciencia al ver lo que tardaba en ondear en el palacio árabe la enseña del cristianismo. En esto hirió su vista un resplandor que bañó su pecho de alegría. Era el brillo de la cruz de plata que Fernando llevaba en las campañas, plantada en la torre llamada hoy de la Vela. A su lado vio tremolar el estandarte de Castilla y el pendón de Santiago. ¡Granada, Granada por los reyes don Fernando y doña Isabel! gritaron en alta voz los reyes de armas. El júbilo se difundió por todo el ejército. Salvas y vivas resonaron por toda la Vega. Isabel se postró de rodillas mirando a la cruz; el ejército hizo lo mismo; los prelados, sacerdotes y cantores de la real capilla entonaron el Te Deum laudamus, nunca cantado con más devoción y fervor ni en ocasión más grande y solemne. Incorporáronse la reina y el rey, y dando a besar sus reales manos a los nobles y capitanes que les habían ayudado a terminar tan grande empresa, procedieron a posesionarse de la Alhambra, a cuyas puertas los aguardaban ya el cardenal Mendoza, el comendador Cárdenas y el alcaide Aben Comixa. El rey entregó las llaves de Granada a la reina, la cual las hizo pasar sucesivamente a las manos del príncipe don Juan, del cardenal y del conde de Tendilla, nombrado gobernador de la ciudad y del alcázar. «Las damas y los caballeros, dice un erudito escritor, discurrían embelesados por aquellos aposentos de alabastro y oro, aplaudiendo los sutiles conceptos de leyendas y versos estampados en sus paredes, y explicados por Gonzalo de Córdoba y otros personajes peritos en el árabe.»

Todavía los reyes no entraron aquel día en la ciudad. Todavía volvieron a los reales de Santa Fe, para disponer desde allí la entrada triunfal que se verificó el 6, día de la Epifanía. Esta entrada se hizo con la solemnidad correspondiente a tan gran suceso. Seiscientos cristianos arrancados a la esclavitud y sacados de las mazmorras, iban delante llevando en sus manos los hierros con que habían estado encadenados y cantando letanías y alegres himnos. Tras ellos marchaba una lucida escolta de caballeros, cuyas limpias armas y bruñidos arneses deslumbraban la vista. Seguía el príncipe don Juan vestido de toda gala, y acompañado del gran cardenal Mendoza y del obispo de Ávila, electo de Granada, Fr. Fernando de Talavera, ambos en mulas con sus ropajes sagrados. A los lados de la reina marchaban sus damas y dueñas con sus más ricos y vistosos paramentos; cabalgaba el rey en su soberbio caballo, circundado de la flor de la nobleza castellana y andaluza; y cerraba la marcha el grueso del ejército al son de marciales cajas, pífanos y trompetas, ostentando los estandartes de los grandes y de los concejos. Entró la solemne procesión en Granada por la puerta de Elvira, recorrió algunas calles y plazas, y subió a la Alhambra, donde los reyes se sentaron en un trono que en el salón de Comares les tenía preparado el conde de Tendilla, y terminó la ceremonia dando a besar sus manos a los nobles y magnates de Castilla y a los caballeros moros que quisieron rendir homenaje a los nuevos soberanos.

Así acabó la guerra de Granada, que nuestros cronistas no sin razón han comparado a la de Troya por su duración, y por la variedad de hechos históricos y de dramáticos incidentes que la señalaron. Y tal fue el feliz desenlace de la larga, penosa y admirable lucha sostenida por cerca de ocho siglos entre españoles y sarracenos, entre el Evangelio y el Corán, entre la cruz y la cimitarra. Acabó el imperio de Mahoma en los dominios de Occidente; España es libre y cristiana, y los Reyes Católicos Fernando e Isabel han visto cumplidos sus deseos y coronada su obra.

Así acabó, dice el autor arábigo, el imperio de los muslimes en España «el día 5 de Rabie primero del año 897.»

(Lafuente, M., Historia general de España desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, TOMO III, PARTE II (Libro IV) [LOS REYES CATÓLICOS], capítulo VII)

 

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Cisneros. Reforma de las órdenes religiosas

Confesores y consejeros de la reina Isabel.—Virtudes y carácter del obispo don Fr. Fernando de Talavera.—Ídem del Gran Cardenal don Pedro González de Mendoza: su muerte.—Fr. Francisco Jiménez de Cisneros.—Su nacimiento, estudios y carrera.—Cómo y por qué fue preso por el arzobispo de Toledo: su carácter independiente.—Cisneros en Sigüenza.—Toma el hábito en la orden de San Francisco.—Su vida penitente y austera: sus virtudes.—Cisneros en los conventos del Castañar y de Salceda.—Eligenle guardián de su convento.—Cómo fue nombrado confesor de la reina.—Su virtuosa abnegación.—Medita la reforma de las órdenes religiosas: dificultades que encuentra.—Es nombrado arzobispo de Toledo: tenacidad con que se resiste a aceptar la mitra: obliganle la reina y el papa: notable ejemplo de independencia y de justificación.—Vida ascética, frugal y penitente de Cisneros.—Prosiguen la reina y el arzobispo la obra de la reforma.—Dulzura de Isabel y severidad de Cisneros.—Medios que emplean sus enemigos para desacreditarle con la reina: sigue Isabel protegiéndole.—Obstáculos para la reforma: oposición del cabildo de Toledo: resistencia de los franciscanos: breves del papa.—Perseverancia de la reina y del arzobispo.—Superan las dificultados, y reforman las órdenes religiosas.—Reforma del clero secular.

downloadNo basta a los príncipes y a los soberanos y jefes de las naciones para regir con acierto un grande estado guiarse por sus propias luces y talento. Por grande y privilegiado que sea éste, y por luminosas que se supongan aquellas, necesitan rodearse de varones doctos y de consejeros prudentes, que, o los ayuden con su consejo, o les inspiren ideas saludables, o sepan ejecutar y dar cumplida cima a sus pensamientos. De la elección acertada o inconveniente de las personas depende la buena o mala dirección de los asuntos públicos y el éxito feliz y desgraciado de los más graves negocios. Ésta fue precisamente una de las dotes en que sobresalió más la reina Isabel, y en que más se mostró la discreción y buen juicio de aquella gran señora. No sólamente tuvo un admirable tino, resultado de la penetración de su ingenio, para conocer y elevar los sujetos de más valer por sus virtudes y su talento y llevarlos cerca del trono, sino también para darles aquel grado de autoridad, y dispensarles aquella honra y consideración a que su saber y sus prendas los hacían acreedores.

Limitándonos ahora a los que escogió para directores de su conciencia, cargo de la primera importancia en aquel tiempo, y al que era como inherente un influjo grande en los negocios del Estado, aparte de una lamentable excepción, en la que precisamente tuvo menos participación su voluntad, siempre se pronunciarán con veneración y respeto los nombres de don Fr. Fernando de Talavera y de don Pedro González de Mendoza. Nada más merecido y justificado, y nada más honroso para la reina Isabel que la elevación del virtuoso, del prudente, del humanitario Talavera al confesonario regio, al obispado de Ávila y al arzobispado de Granada. Nada tampoco más noble y más sublime que la conducta de la reina y de su confesor la primera vez que éste ejerció tan delicado ministerio. «Éste es el confesor que yo buscaba», dijo la reina de Castilla; y estas palabras las pronunció con ocasión de haberle dicho el religioso: «Señora, yo he de estar sentado, y V. A. de rodillas, porque éste es el tribunal de Dios, y hago aquí sus veces.» Grande se mostró en este acto la reina Isabel, y bien merecía tan digno sacerdote sentarse el primero en la silla arzobispal de la última ciudad que se ganó a los moros.

El Gran Cardenal de España y arzobispo de Toledo don Pedro González de Mendoza, a quien tantas veces hemos tenido ya que mencionar, alcanzó tanto influjo, tanto poder y autoridad en el gobierno por espacio de más de veinte años, que uno de los más ilustrados escritores de su tiempo le llamaba por donaire el tercer rey de España. Mas no sin justicia había elevado Isabel a tan alta dignidad, y no sin razón dispensaba tanto favor e influjo al «gran varón, y muy experimentado y prudente en negocios», según la calificación de otro de sus sabios contemporáneos, al hombre de tan grandes y elevadas miras y que tanto ayudó a sus reyes en todas sus más generosas empresas, al que gastaba las inmensas rentas de su silla en fomentar la instrucción pública, en proteger a los hombres instruidos y en crear escuelas y establecimientos piadosos, al fundador del colegio mayor de Santa Cruz de Valladolid y del hospital de expósitos del mismo nombre en Toledo, al que si en la edad juvenil pagó como hombre su tributo a la flaqueza humana y a las costumbres de su época, supo en la edad madura borrar aquellas faltas con grandes y gloriosas acciones, con sabios y prudentes consejos, y con importantes y eminentes servicios. La reina se los pagó con honras y mercedes. En la última enfermedad del cardenal, Isabel fue en persona a visitarle acompañada del rey su marido, le prodigó todo género de consuelos, y admitió el cargo de albacea suyo. «Viose a una reina rodeada de poder y de gloria, dice su ilustrado panegirista, objeto de la admiración de toda Europa, tomar por sí misma las cuentas a los criados de su amigo, y entender menudamente en el arreglo de sus intereses y en la ejecución de sus últimas disposiciones.» Así elevaba y honraba la reina Isabel a los hombres que por su talento y sus prendas descollaban entre sus súbditos.

Con la muerte del ilustre Cardenal Mendoza en Guadalajara (11 de enero, 1495) quedaba vacante la silla primada de Toledo, la más alta y la más pingüe dignidad de la iglesia española, y tal vez en aquel tiempo de toda la cristiandad, a excepción del pontificado. La reina, a quien por el arreglo pactado con el rey correspondía la provisión de todos los beneficios, piezas y dignidades eclesiásticas de Castilla, había consultado con el cardenal Mendoza acerca de la persona que podría sucederle en aquella silla. El gran Cardenal, después de aconsejarle que no elevase a tan alto puesto a ningún individuo de la grandeza, por el temor de que unidos el poder de dignidad y el poder de familia en algún sujeto ambicioso, pudiera dar disgustos o intentar ataques a la autoridad real (prevención notable de parte de quien pertenecía a una de las casas más poderosas e ilustres de Castilla), procedió a indicar como el más apto y más digno, y como el más conveniente al bien de la iglesia y del reino, a un hombre de discreción, de saber, de virtud acrisolada, pero de más humilde que elevada cuna, y que vestía el tosco sayal de la orden de San Francisco: sujeto a quien en otras ocasiones había ya recomendado y favorecido, y aún puesto al lado de la reina. Hablábale de su mismo confesor. Pronunció, pues, el cardenal el nombre de Fr. Francisco Jiménez de Cisneros. El nombre sonó bien en los oídos de la piadosa Isabel, y resolvió aceptarle.

El gran papel que este hombre extraordinario ha representado con mucha justicia en la historia de España, y el influjo poderoso que desde entonces ejerció como confesor, como prelado, como ministro, como gobernador y regente en la suerte de esta nación, hace necesario dar cuenta de los antecedentes que motivaron su elevación y encumbramiento, para poder apreciar después mejor sus hechos en las importantes situaciones en que sus merecimientos le colocaron.

Jiménez de Cisneros, hijo de un hidalgo pobre de Torrelaguna (hoy provincia de Madrid), donde nació en 1436, comenzó sus estudios en Alcalá de Henares, continuó su carrera en la universidad de Salamanca, donde se graduó de bachiller en ambos derechos, canónico y civil, y pasó después a Roma, como otros muchos de los que deseaban ampliar su instrucción en aquel tiempo, prometiéndose también hacer allí más adelantos en su carrera eclesiástica. Había, no obstante, progresado más en ciencia que en fortuna, cuando al cabo de seis años tuvo que regresar a su patria con motivo del fallecimiento de su padre y del mal estado en que éste había dejado los intereses y negocios de su casa, obteniendo antes una bula y gracia apostólica, por la que se le confería el primer beneficio de cierta congrua que vacara en el arzobispado de Toledo. En su virtud se posesionó Cisneros del arciprestazgo de Uceda que vacó algunos años después, mas con tan poca ventura, que teniendo anticipadamente destinada el arzobispo don Alfonso Carrillo aquella prebenda para uno de sus familiares, quiso obligar a Cisneros a que cediese su derecho en favor de aquel. Pero en esta ocasión comenzó a mostrar Jiménez su carácter firme, digno e independiente; y como no se dejase vencer ni de persuasiones, ni de halagos, ni de amenazas, irritóse el irascible prelado, y procedió a encerrarle en el castillo de Uceda, de donde le trasladó a la torre de Santorcaz, como si fuese un eclesiástico díscolo o rebelde, que para éstos estaba destinada aquella prisión. Sufrióla con imperturbable entereza el digno sacerdote, sin doblegarse a las exigencias de su injusto perseguidor, hasta que, o mejor aconsejado éste, o convencido de la invencible inflexibilidad del preso, determinó después de seis años ponerle en libertad, y Cisneros se posesionó de su arciprestazgo.

A poco tiempo se le proporcionó permutar su beneficio por la capellanía mayor de la catedral de Sigüenza, en lo cual no vaciló, a trueque de salir de la jurisdicción inmediata de un prelado de quien había recibido tan mal tratamiento. La resolución no pudo ser más acertada. Ocupaba la silla episcopal de Sigüenza otro prelado, cuyos sentimientos y carácter no se asemejaban en nada a los del primado de Toledo. Era el ilustre don Pedro González de Mendoza, de quien hablamos poco ha. Cuando la casualidad o las circunstancias ponen en contacto dos genios extraordinarios, pronto se comprenden. Mendoza supo apreciar las altas dotes de saber y de virtud de Cisneros, que se consagraba allí con nuevo ardor a los estudios sagrados, y al de las lenguas hebrea y caldea, que tanto habían de servirle para la famosa edición de la Biblia de que después habremos de hablar, y le nombró vicario general de su diócesis, empleo en que desplegó Cisneros su gran capacidad y sus relevantes dotes de gobernador.

Pero otra era la carrera, otro el género de vida a que le inclinaba su genio austero y contemplativo. Enemigo del ruido mundanal, deseaba consagrarse al servicio de Dios en el retiro y silencio de un claustro, y empapado su espíritu religioso en esta idea, dispuesto a abrazar la institución monástica que se distinguiese más por la severidad de su regla, se resolvió a abandonar la ventajosa posición que ocupaba, y sin moverle las razones de los amigos que intentaban disuadirle, tomó el hábito en el convento de franciscanos observantes de San Juan de los Reyes en Toledo. Señalóse allí entre los mismos conventuales por las mortificaciones de todo género con que se preparaba a la profesión, y por una rigidez en la observancia de la regla, en que tal vez el mismo santo fundador no le habría excedido. Cuando profesó, era ya tal la fama de su santidad y de su doctrina, que apenas entró en el ejercicio del púlpito y del confesonario, sus sermones atraían un inmenso concurso, y las gentes más ilustradas le buscaban por director de sus conciencias. Todavía era poca soledad y poca penitencia aquella para el recogimiento y la austeridad que anhelaba el espíritu ya un tanto tétrico de Cisneros, y en su virtud pidió y le fue permitido trasladarse al convento del Castañar, así llamado por un bosque de castaños que rodeaba aquella solitaria casa. Allí se entregó a su gusto a la contemplación, a la oración, al estudio, a la abstinencia y a las maceraciones, en una estrecha cabaña que fabricó por su mano junto al convento, donde pasaba los días y las noches, alimentándose con yerbas y agua como el anacoreta más austero de los primitivos tiempos del cristianismo. Destinado tres años más adelante de orden de sus superiores al convento de Salceda en la provincia de Guadalajara, continuaba allí en los mismos devotos y severos ejercicios, hasta que la reputación de sus virtudes hizo que fuera elevado al cargo de guardián del mismo convento. Entonces tuvo que renunciar en mucha parte a la vida individual y contemplativa para atender al cuidado de otros y al gobierno de la comunidad. Tal era la situación de Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, cuando, impensadamente para él, y ya a los cincuenta y cinco años de su edad, se le abrió una nueva y vastísima carrera, a que ni había sentido nunca inclinación, ni siquiera se le había pasado jamás por el pensamiento.

Conquistada Granada de los moros (1492), y nombrado para la dignidad del arzobispo de la nueva diócesis el confesor de la reina Isabel don Fr. Fernando de Talavera, consultó la reina a su íntimo consejero el cardenal de España don Pedro González de Mendoza, que ya era arzobispo de Toledo por muerte de don Alfonso Carrillo, sobre la persona a quien le convendría encomendar su dirección espiritual en el confesonario. El Gran Cardenal no se había olvidado nunca del hombre virtuoso a quien había conocido en Sigüenza y que con tanto tino y sabiduría había desempeñado el cargo de vicario general que le confió. El ilustrado Mendoza sentía que un hombre tan docto y de tan sólida virtud y extraordinarias dotes se hallara como sepultado en la lóbrega soledad de un claustro, y aprovechó aquella ocasión para encomiar y recomendar a la reina de Castilla el guardián de San Francisco de Salceda. Isabel, deferente siempre a las insinuaciones y consejos del cardenal, quiso ver y hablar al virtuoso franciscano, y Cisneros fue llamado a la corte, que se hallaba en Valladolid, sin que supiese el verdadero objeto de su llamamiento. Acudido que hubo el religioso, condujole un día el cardenal como por acaso y le presentó en la cámara de la reina. El anacoreta del Castañar no se turbó por verse tan inopinadamente a la presencia de la reina de Castilla, antes con noble continente y con respetuoso desembarazo contestó a las preguntas de su reina, la cual con su singular penetración comprendió que el recomendado era muy merecedor de las alabanzas que de él había hecho el cardenal. A los pocos días el franciscano Jiménez de Cisneros estaba nombrado confesor de la reina. Era demasiado elevado el espíritu de Cisneros para que le fascinara el brillo de tan envidiada posición, y así, lejos de mostrarse envanecido por favor tan señalado, no le aceptó sin violencia, y pasó por condición para admitirle que todo el tiempo que no necesitara para el cumplimiento de sus nuevos y sagrados deberes, se le habría de permitir observar las reglas de su instituto y consagrarse a sus ejercicios de devoción y de piedad.

Gran sensación causó en los cortesanos la aparición en la escena de aquel nuevo Hilario sacado del desierto, pálido su rostro y macerado su cuerpo con las vigilias y los ayunos, a la edad de 55 años; censurabanle los envidiosos, y los más adictos a sus virtudes temían verlas sucumbir a la prueba de una transición tan repentina. A envidiosos y amigos fue tranquilizando el nuevo confesor, conduciéndose con la misma abnegación en la corte que en el claustro; y la reina Isabel, tan justa apreciadora del mérito, le halló tan digno de su confianza, que en los negocios más arduos y graves no dejaba nunca de consultar con su buen franciscano. La justa celebridad que había adquirido y la consideración de que gozaba para con la reina, influyeron sin duda en el nombramiento de provincial que al año siguiente hizo en Cisneros el capítulo de su orden. En cumplimiento de este nuevo cargo, se dio a visitar los conventos de Castilla, lo cual ejecutaba caminando a pie, pidiendo limosna, y guardando en todo muy escrupulosamente la regla como si fuese el último y el más humilde de todos los religiosos. En estas visitas fue cuando tuvo ocasión de observar por sí mismo la relajación de costumbres en que comúnmente vivían las comunidades y casas de regulares, y se propuso reformarlas restableciendo la observancia rigurosa de la antigua disciplina, a cuya obra halló muy dispuestos a los reyes.

La relajación de costumbres en las órdenes monásticas era por desgracia demasiado cierta, y ya en otro capítulo de nuestra historia lo dejamos demostrado. Tiempo hacía que Fernando e Isabel trabajaban por poner remedio a la licencia y a los escándalos de aquellas casas que en otro tiempo habían sido modelos de recogimiento, de pureza y de virtud. Pero el fruto de su celo y de sus diligencias había sido hasta entonces escaso, por las dificultades y obstáculos que para resistirla opusieron, especialmente algunos institutos, acostumbrados a la soltura, a la posesión de bienes y riquezas, a la profusión, al desorden y a la vagancia, y apoyados por sus mismos superiores, que se suponían autorizados por bulas pontificias para dispensar en las reglas y preceptos de sus santos fundadores. No eran en verdad los franciscanos los que menos se habían separado de las obligaciones de su instituto, en especial los llamados claustrales o conventuales, que vivían holgadamente y poseían en toda España magníficos conventos y pingües rentas, a diferencia de los observantes (a los cuales pertenecía Cisneros), que eran menos en número, más pobres, y observaban más estrictamente la regla del santo fundador. Los reyes acogieron con avidez el pensamiento y proyecto de reforma de Cisneros, y se propusieron ayudarle y favorecerle. Al efecto impetraron de la Santa Sede, y el papa Alejandro VI. les otorgó y expidió un breve pontificio (27 de marzo, 1493), autorizandolos para nombrar prelados y varones de integridad y conciencia que visitasen los convenios y casas de religión de su reino, con facultad para inquirir, informar y reformar in capite et in membris los dichos monasterios, corregir y castigar mediante justicia, y restablecer en ellos la vida santa y religiosa.

Ibase pues haciendo la reforma lenta y trabajosamente y al través de mil dificultades, cuando aconteció la muerte del gran cardenal Mendoza y la vacante de la mitra de Toledo. Ya hemos visto cómo aquel ilustre prelado dejó recomendado a la reina para sucesor suyo en aquella primera dignidad de la Iglesia española a su confesor Fr. Francisco Jiménez de Cisneros. La reina Isabel le prefirió a otros en quienes había pensado, y tuvo la suficiente firmeza para anteponerle al arzobispo de Zaragoza don Alfonso de Aragón, hijo natural del rey su marido, sujeto que no carecía de talento, pero cuya conducta y costumbres no le recomendaban para el ministerio que ejercía, cuanto más para la silla primada a que su padre se empeñaba en elevarle. Resistió pues la reina con tan mañosa dulzura como entereza a todas las recomendaciones, y solicitó secretamente las bulas en favor de Cisneros (1495). Cuando éstas llegaron, llamó a su confesor y se las dio a leer. Grandemente turbado se quedó el religioso cuando llamándole la atención la reina hacia el sobrescrito, leyó: A nuestro venerable hermano Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, electo arzobispo de Toledo. Demudósele el color, y exclamando: Señora, estas bulas no se dirigen a mi, entregó el pliego, y se salió rápida y bruscamente de la regia cámara. Al menos, padre mío, repuso dulcemente la reina, me permitiréis que yo vea lo que el papa os escribe; y le dejó salir de palacio, disimulandole y tal vez complaciéndose en aquel arranque de dura abnegación.

No era esta abnegación simulada, sino muy sincera. Cisneros se apresuró a salir de Madrid donde esto acontecía, y los caballeros de la corte que la reina despachó en su seguimiento le encontraron ya a tres leguas de esta población, caminando a pie con dos religiosos de su orden. Todas las exhortaciones y todas las instancias que aquellos le hicieron para que regresara a la corte y aceptara la dignidad a que la reina y el pontífice le habían ensalzado, fueron inútiles. A todas sus reflexiones contestaba el humilde religioso: «que no se consideraba digno de tan alto ministerio, ni con fuerzas para sobrellevar tan grave carga; que la reina y el papa no le conocían bastante, y se habían equivocado en cuanto a sus luces y su mérito; que su vocación era la pobreza, la austeridad y el retiro, y que creía hacer un servicio a la religión y a los hombres en no aceptar una elección que debería recaer en sujeto más digno.» Expuso todo esto con tanta decisión y energía, que los enviados de la reina hubieron de volverse a Madrid con el desconsuelo de no haber logrado su objeto. Por más de seis meses se mantuvo inflexible en su resolución el franciscano, hasta que la reina obtuvo segunda bula del papa, en la cual Su Santidad ya no sólo le exhortaba, sino que le mandaba con toda su autoridad que aceptara sin dilación ni escusa su nombramiento, hecho en toda forma y por ambas potestades, temporal y eclesiástica. A tan explícito mandamiento, hubo Cisneros de resignarse, mas no sin la condición de que las rentas de la iglesia vinculadas al sustento de los pobres no se habían de distraer a otros usos y objetos, condición que los reyes aceptaron sin contradicción alguna. En su virtud se consagró el nuevo arzobispo de Toledo en Tarazona (11 de octubre, 1495) a presencia de sus monarcas, a quienes besó respetuosamente las manos, y ellos a su vez quisieron también besar con humilde devoción las del prelado.

Jamás se vio llevado a más alto punto por parte de un sujeto el Nolo episcopari, y nunca por parte de un soberano y de un pontífice se cumplió mejor y con más provecho de la iglesia el Nolentibus datur. Pronto se vio también la noble independencia con que Cisneros se proponía ejercer su autoridad. El arzobispo de Toledo tenía anexos a la dignidad desde el tiempo de San Fernando ciertos empleos y gobiernos civiles y militares como el de gran canciller de Castilla y otros. Acaso el más pingüe de todos era el adelantamiento de Cazorla, que por nombramiento del último arzobispo, el cardenal Mendoza, poseía don Pedro Hurtado de Mendoza su hermano. Este caballero, temeroso de que peligrara su destino en las reformas que el nuevo arzobispo comenzaba a hacer en el personal, obtuvo una recomendación de la reina, e hizo que sus parientes y amigos hablaran en su favor al prelado. Hicieronlo estos así, ensalzando los merecimientos de su pariente, exponiendo el interés que por él tomaba la reina, y recordandole las consideraciones que siempre había debido al cardenal su antecesor. Cisneros, después de haberlos escuchado, «el arzobispo de Toledo, les dijo, debe disponer libremente, y no por recomendaciones, de los empleos que le pertenecen: los reyes, mis señores, a quienes respeto, podrán enviarme a la celda de donde me han sacado, pero no obligarme a hacer cosa alguna contra mi conciencia y contra los derechos de la Iglesia.» Incomodados los pretendientes con esta respuesta, la llevaron a la reina quejándose de la arrogancia del prelado, y procurando irritarla contra él. Isabel calló, y no dio muestras de disgustarse de la entereza del arzobispo.

Algún tiempo después, al entrar Cisneros en su palacio, divisó a don Pedro Hurtado de Mendoza, que parecía huir de encontrarse con él, resentido del anterior desaire. El arzobispo le señaló llamándole Adelantado de Cazarla. Como el Mendoza se quedase un tanto sobrecogido, «sí, (le dijo acercándose el prelado), adelantado de Cazorla, ahora que estoy en plena libertad os confirmo en este cargo, que no he querido dar a ningún otro, por seros debido de justicia; y espero que en adelante serviréis al rey, al estado y al arzobispo como antes lo hicisteis.» Mendoza se mostró altamente reconocido, y sirvió fielmente a Cisneros toda la vida. Desde este ejemplar nadie se atrevió a molestar al arzobispo con recomendaciones para empleos.

Estos rasgos de inflexible independencia resaltaban más en un hombre que después de haber empuñado el báculo del apóstol y posesionadose de los cuantiosos bienes de la primera mitra de España, continuaba haciendo la vida humilde y austera del franciscano observante. El arzobispo Cisneros no había dejado de llevar sobre sus carnes el tosco sayal de San Francisco; el primado de España seguía viajando a pie con el bastón del peregrino: el opulento prelado comía parca y frugalmente, y reposaba sobre una tarima miserable: ni decoraban tapices las habitaciones de su palacio, ni se veían ricas vajillas en su mesa, ni cubrían su lecho telas de seda, ni aún de lino: las rentas del arzobispado se repartían la mayor parte entre los pobres, y el arzobispo de Toledo no había dejado de ser Fr. Francisco Jiménez. Acostumbradas las gentes al boato y ostentación de los anteriores prelados toledanos, y no pudiendo comprender tanta virtud y humildad en medio de tanto poder y opulencia, murmurabanle los envidiosos llamando hipocresía a la virtud, bajeza a la humildad, y desdoro de la dignidad apostólica lo que era austeridad evangélica. Menester fue también que el jefe de la iglesia universal le advirtiera y exhortara a que en su porte exterior y en el orden económico de su casa y mesa guardara formas y maneras más correspondientes a su elevada posición, para que ni su dignidad ni su persona se rebajaran en la estimación del pueblo. Desde entonces, obsecuente siempre Cisneros a los mandatos de la Santa Sede, desplegó toda la magnificencia que acostumbraban sus antecesores. Admitió en su palacio familiares de ilustres casas y aumentó el número de sirvientes; pero los educaba en ejercicios de piedad y les hacía observar una rigurosa disciplina: decoró su casa e hizo mejorar el servicio de su mesa; pero los manjares de más gusto y delicadeza y que ya con más abundancia se presentaban, estaban de perspectiva para el arzobispo, que no salió nunca de su frugal alimento: ostentábase en la cámara arzobispal un lecho adornado con ricas telas y colgaduras, pero el prelado seguía durmiendo sobre un pobre jergón de paja: sobre las vestiduras arzobispales se veían ricas pieles de armiño, pero nunca llegó a sus carnes la camisa de lienzo, ni dejó nunca de llevar sobre ellas la túnica de lana prescrita por el fundador de su orden, que él solía coser con sus propias manos. Los que antes le criticaban de bajo y humilde, le censuraban después de espléndido y ostentoso. Cisneros menospreciaba unos y otros juicios, y muchas veces los murmuradores tuvieron que rendir homenaje a la virtud, abochornados de la ligereza de sus calificaciones.

El gran poder que a este hombre singular y extraordinario le daba su nueva dignidad, le alentó a proseguir con más vigor la obra difícil de la reforma de las órdenes y comunidades religiosas de ambos sexos, que tanto ansiaban llevar a cabo los Reyes Católicos. Pero la reina y el arzobispo emplearon para ello distintos medios, según su diverso carácter y el diferente temple de su alma. Isabel visitaba en persona los conventos de monjas, llevaba la rueca o la costura, juntaba las hermanas y las invitaba a tomar parte en aquellas labores, las trataba y hablaba con dulzura y agrado, las exhortaba a dejar la vida frívola y desarreglada que hacían, y a guardar la clausura y las reglas monásticas, y de tal modo les captaba los corazones, que fue raro el convento que visitó en que más o menos no recogiera el fruto de su piadoso trabajo y deseo.

Cisneros, por el contrario, acostumbrado a ser severo consigo mismo, no acertaba a ser indulgente con los demás. Horrorizado a la vista de la licencia y la relajación que contaminaba a los claustrales, creyó necesario refrenarla con mano fuerte y firme. Hizose pronto intolerable aquella severidad a hombres avezados a la soltura, y desconfiando de poder desacreditarle para con la reina, denunciaronle al general de la orden que residía en Roma, pintandole como un enemigo de la institución, que trataba a los de su hábito como esclavos, y que estaba desacreditando la orden en España. Apresuróse el general a venir a Castilla, habló con los enemigos del arzobispo, y guiado por sus informes solicitó una audiencia y se presentó a la reina Isabel. Expusole atrevidamente que se admiraba de que hubiera elegido para arzobispo de Toledo a un hombre sin cuna, sin ciencia y sin virtudes, cuya santidad no era sino hipocresía, que tan ligeramente pasaba de la extremada pobreza al más insultante fausto, cuyo carácter intratable y duro le hacía odioso a todos; concluyendo por aconsejar a Isabel que, si estimaba su reputación y el bien de la Iglesia y del estado, depusiera a un hombre tan inepto y perjudicial, o le obligara a hacer dimisión de un puesto que no le correspondía. La reina, reprimiendo su indignación, se limitó a decirle: «¿Habéis pensado bien, padre mío, lo que decís, y sabéis con quién habláis?—Sí, señora, contestó el osado interlocutor, lo he pensado bien, y sé que hablo con la reina doña Isabel de Castilla, que es polvo y ceniza como yo.» Y se salió enfurecido del aposento. La reina estuvo demasiado indulgente con el perpetrador del desacato, pero continuó honrando y estimando cada día más a Cisneros: éste tuvo la prudencia y la virtud de no mostrar desabrimiento hacia su calumniador y de no intentar justificarse con la reina, y ambos prosiguieron la obra de la reforma.

No halló el ilustre reformador menos oposición y resistencia en el cabildo de su Iglesia misma, cuyas costumbres tampoco eran nada edificantes. El solo anuncio del arzobispo de quererlos sujetar en lo posible a la antigua disciplina, fue una trompeta cuya voz alarmó a aquellos capitulares, en términos que inmediatamente enviaron a Roma al más hábil negociador de entre ellos, don Alfonso de Albornoz, para representar al papa contra el arzobispo. La salida y objeto del comisionado capitular no fueron tan secretos que no los trasluciera el prelado. En su virtud despachó por su parte a dos oficiales de justicia con mandamiento de prender al canónigo donde quiera que le alcanzasen, y con autorización, si aquel se hubiese ya embarcado, para que tomasen el buque más velero y procuraran llegar antes que él a Roma, provistos al propio tiempo de cartas de la reina para el embajador Garcilaso de la Vega, en que le ordenaba detuviese y entregase al canónigo en cuanto llegase. Esto último fue lo que aconteció. Al poner el pie el representante del cabildo en el puerto de Ostia, apoderaronse de su persona de orden del embajador Garcilaso, y entregado a los oficiales de justicia, trajeronle éstos a España como preso de Estado. Encerraronle primeramente en un castillo, y después fue trasladado a Alcalá, donde pasó diez y ocho meses en prisión o con centinelas de vista. Este rasgo de energía atemorizó a los demás capitulares, a los cuales sin embargo procuró tranquilizar el arzobispo, exponiendoles que su intención no era hacerlos vivir rigurosamente como regulares, sino corregir los desórdenes, moralizar las costumbres, y hacer que se practicasen y cumpliesen mejor los preceptos del Evangelio.

Mientras el celoso arzobispo se ocupaba sin descanso en el arreglo de su diócesis, haciendo importantes y utilísimas novedades, la reforma de los regulares estaba causando grandes alborotos en el reino, siendo los más renitentes y díscolos los claustrales de San Francisco, apadrinandolos muchos grandes señores por una mal entendida piedad, pues suponían que reducidos los frailes al cumplimiento del voto de pobreza, y no pudiendo poseer las rentas que las fundaciones de sus mayores habían aplicado a los conventos, tampoco se cumplirían las obligaciones religiosas de memorias, misas y otras semejantes afectas a aquellas rentas. Cisneros, sin embargo, iba con su natural e inflexible energía venciendo estas dificultades en España. Los mayores obstáculos los encontraba en Roma, donde el general, a su regreso de Castilla, representó al pontífice que Cisneros estaba abriendo la puerta a disensiones escandalosas entre los frailes, y que destruía la orden en vez de reformarla, y así le persuadió a que le permitiera enviar a España dos comisarios suyos, que unidos a los nombrados por la corte de Castilla interviniesen en la reforma, y no consintiesen hacer innovación alguna sin su voluntad y consejo. Pero el arzobispo continuaba su obra como si tales comisarios no hubiesen venido. Entonces el general redobló sus quejas al papa, diciendo, entre otras cosas, que era tal el rigor con que Cisneros se conducía, que muchos, antes que someterle a tanta estrechez preferían abandonar los conventos y el país, y pasarse desesperados a tierras de infieles y apostatar de la fe. Guiado por estos informes el papa Alejandro, y oída la congregación de cardenales, expidió un breve (9 de noviembre, 1496) mandando a los reyes que se suspendiese la reforma hasta que se declarase más la verdad, y la Santa Sede pudiese dar providencia.

Comunicado por la reina el contenido de la bula al arzobispo, éste, que sentía crecer la fortaleza de su espíritu al compás que crecían las contrariedades, lejos de desmayar alentó a la reina a que perseverara con mayor ardimiento en su noble y religioso designio. Isabel, a quien tampoco hacían fácilmente desfallecer los obstáculos, le ofreció ayudarle con todas sus fuerzas, y emplear todos los oficios con Su Santidad a fin de hacerle conocer el verdadero objeto de una obra tan útil y santa a despecho de sus enemigos y calumniadores. Los agentes de la reina Isabel en Roma fueron tan diestros y tan eficaces, que al fin el papa, persuadido de la verdad que hasta entonces le habían ocultado, expidió nuevo decreto autorizando la prosecución de la reforma, y nombrando al mismo Cisneros comisario apostólico en unión con el nuncio de Su Santidad, el arzobispo de Catania (1497). Con esto el infatigable arzobispo pudo llevar a feliz término su empresa, a pesar de todas las oposiciones, «y quedaron, dice uno de sus biógrafos, pocos monasterios donde la observancia no se restableciese, con gran contento del arzobispo y edificación de los pueblos, que se hicieron muy devotos con los grandes ejemplos de penitencia y piedad que recibieron de este santo orden.»

Aunque la reforma no fuese tan completa como la reina y el arzobispo deseaban, ni tanto tal vez como la demandaba y requería la relajación que en las costumbres y en la disciplina monástica se había introducido, consiguieronse, no obstante, resultados admirables, atendida la resistencia que los reformadores encontraron, y que ciertamente sin la entereza y la constancia de una reina como Isabel, sin la insistencia imperturbable de un prelado como Cisneros, y sin el ejemplo de las virtudes de ambos no se hubieran obtenido. El clero regular español se puso por lo menos en situación de poder sufrir sin desventaja un paralelo con el de otras naciones en materia de costumbres, y se preparó el terreno para que pudiera producir los hombres eminentes en ciencia y en virtud que de su seno brotaron después.

Desembarazado Cisneros del espinoso asunto de la reforma de los regulares, emprendió con la propia energía y firmeza la del clero secular, especialmente en materia de privilegios, inmunidades y exenciones alcanzadas de la corte de Roma, continuo manantial de indisciplina y de rebeldías en el arzobispado. Provisto también para esto de una autorización de la Santa Sede, fortalecido ya con el doble apoyo de la reina y del papa, revocó todos aquellos privilegios, restableció en su plenitud la jurisdicción episcopal, resucitó la antigua severidad de costumbres, e hizo a sus diocesanos tan dóciles, obedientes y sumisos que parecían otros hombres.

Dejemosle aquí para verle obrar en el siguiente capítulo en otro bien diferente teatro.

(Lafuente, M., Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días,  TOMO III, PARTE II (Libro IV) [LOS REYES CATÓLICOS], capítulo XIII)

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Expulsión de los judíos

1492.

Edicto de 31 de marzo expulsando de los dominios españoles todos los judíos no bautizados.—Plazo y condiciones para su ejecución.—Salida general de familias hebreas.—Países y naciones en donde se derramaron.—Cuadros horribles de las miserias, penalidades y desastres que sufrieron.—Cálculo numérico de los judíos que salieron de España.—Juicio crítico del famoso edicto de expulsion: bajo el punto económico: bajo el de la justicia y la legalidad.—Examínase la verdadera causa del ruidoso decreto.—Júzgase la conducta de los reyes al sancionarle.—Efectos que produjo.

downloadResonaban todavía en las calles de Granada y en las bóvedas de los templos nuevamente consagrados al cristianismo los cantos de gloria con que se celebraba el triunfo de la religión, cuando la mano misma que había firmado la capitulación de Santa Fe, tan amplia y generosa para los vencidos musulmanes, firmaba un edicto que condenaba a la expatriación, a la miseria, a la desesperación y a la muerte muchos millares de familias que habían nacido y vivido en España. Hablamos del famoso edicto expedido en 31 de marzo, mandando que todos los judíos no bautizados saliesen de sus reinos y dominios en el preciso término de cuatro meses, en cuyo plazo se les permitía vender, trocar o enajenar todos sus bienes muebles y raíces, pero prohibíaseles sacar del reino y llevar consigo oro, plata, ni ninguna especie de moneda.

Esta dura y cruel medida contra los israelitas, tan contraria al carácter compasivo y humano de la bondadosa Isabel, y tan en contradicción con las generosas concesiones que el mismo Fernando acababa de hacer en su capitulación a los mahometanos, había de ser sin remisión ejecutada y cumplida, bajo la pena de confiscación de todos sus bienes, y con expreso mandamiento a todos los súbditos de no acoger, pasado dicho término, en sus casas, ni socorrer ni auxiliar de manera alguna a ningún judío. En su virtud, los desgraciados hebreos se prepararon a hacer el forzoso sacrificio de desamparar la patria en que ellos y sus hijos habían nacido, la tierra que cubría los huesos de sus padres y de sus abuelos, los hogares en que habían vivido bajo el amparo de la ley, y el suelo a que por espacio de muchos siglos habían estado adheridos ellos y sus más remotos primogenitores, para ir a buscar a la aventura en naciones extrañas una hospitalidad que no solía concederse a los de su raza, un rincón en que poder ocultar la ignominia con que eran arrojados de los dominios españoles. Vanas eran cualesquiera tentativas de los proscritos para conjurar la tormenta que sobre sus cabezas rugía. El terrible inquisidor Torquemada esgrimía sobre ellos las armas espirituales de que se hallaba provisto, y por otro edicto de abril prohibía a todos los fieles tener trato ni roce, ni aún dar mantenimiento a los descendientes de Judá, pasados los cuatro meses. No había compasión para la raza judaica: el clero predicaba contra ella en templos y plazas, y los doctores rabinos apelaban también a la predicación para exhortar a los suyos a mantenerse firmes en la fe de Moisés, y a sufrir con ánimo grande la prueba terrible a que ponía sus creencias el Dios de sus mayores. Así lo comprendió ese pueblo indómito y tenaz, pues casi todos prefirieron la expatriación al bautismo. Antes de cumplir el edicto, iban, como sucedió en Segovia, a los hosarios o cementerios en que descansaban las cenizas de sus padres, y allí estaban días enteros llorando sobre las tumbas y deshaciéndose en tiernos lamentos.

Natural era que decididos a abandonar para siempre sus hogares, aprovecharan la facultad que el edicto les daba para salvar los restos de su opulencia y enajenar sus fincas y bienes. Pero la perentoriedad del plazo les obligaba a malvender sus heredades, puesto que nadie quería comprar sino a menos precio, como en tales casos acontece siempre, y el cronista Bernáldez nos dice que él mismo vio dar «una casa por un asno, y una viña por un poco de paño o lienzo.». Por otra parte, como les estaba prohibido sacar oro, plata y moneda acuñada, y sólo se les permitía trasladar sus haberes en letras de cambio, crecían las dificultades para el trasporte de sus riquezas, y así iban padeciendo una mengua enorme. En tal conflicto, cuando llegó el plazo de la partida, muchos recurrieron al arbitrio de coser monedas en los vestidos, en los aparejos y jalmas de las caballerías, otros las tragaban por la boca, y las mujeres las escondían donde no se puede nombrar.

Cumplido el plazo, viéronse los caminos de España cruzados por todas partes de judíos, viejos, jóvenes y niños, hombres y mujeres, huérfanos y enfermos, unos montados en asnos y mulas, muchos a pie, dando principio a su peregrinación, y excitando ya la lástima de los mismos españoles que los aborrecían. «La humanidad, dice un escritor español de nuestros días, no puede, en efecto, menos de resentirse al imaginarse aquel miserable rebaño errante y desvalido, llevando sus miradas hacia los sitios en donde dejaba sus más gratos recuerdos, en donde descansaban los huesos de sus mayores, lanzando profundos suspiros y lastimosas quejas contra sus perseguidores.». Embarcáronse en diversos puntos y para diversas partes. Los que pasaron a África y tierra de Fez, con la confianza de hallar buena acogida entre los muchos correligionarios que allí contaban , fueron los que experimentaron más desastrosa suerte. Acometidos por las tribus feroces del desierto, no sólo fueron despojados hasta de lo que llevaban más oculto, sino que aquellos bárbaros sin Dios y sin ley abrían el vientre a las mujeres que sospechaban, o tal vez sabían que habían tragado algún oro, y uniendo al latrocinio y a la crueldad la más brutal concupiscencia, violaban las esposas y las hijas a la presencia de los infelices e indefensos esposos y padres. Muchos de aquellos desgraciados pudieron volverse al puerto cristiano de Ercilla, que en la costa de África tenían los portugueses, donde consintieron en recibir el bautismo a trueque de que les dejaran regresar a su tierra natal. Otros tomaron el rumbo de Italia, y no puede decirse que fueron menores los trabajos y penalidades que pasaron. «Una gran parte perecieron de hambre, dice un historiador genovés, testigo de su arribo a Génova: las madres, que apenas tenían fuerzas para sostenerse, llevaban en brazos a sus hambrientos hijos, y morían juntamente.. No me detendré en pintar la crueldad y avaricia de los patrones de los barcos que los trasportaban de España, los cuales asesinaron a muchos para saciar su codicia, y obligaron a otros a vender sus hijos para pagar los gastos del pasaje. Llegaron a Génova en cuadrillas, pero no les permitieron permanecer allí por mucho tiempo.. Cualquiera podía haberlos tomado por espectros; ¡tan demacrados y cadavéricos iban sus rostros y tan hundidos sus ojos! no se diferenciaban de los muertos más que en la facultad de moverse, que apenas conservaban..». Los que fueron a Nápoles, de resultas de haber ido apiñados en pequeños y sucios barcos, llevaron una enfermedad maligna, que desarrollada produjo una epidemia que se extendió e hizo muchas víctimas en Nápoles y en toda Italia.

No se engañaron menos miserablemente los que prefirieron quedarse en Portugal, confiados en los informes que les habían dado sus exploradores. El rey don Juan II dio en efecto permiso para que entrasen en su reino hasta seiscientas familias, aunque pagando ocho escudos de oro por el hospedaje, y con apercibimiento de que trascurrido cierto plazo, habían de salir de sus dominios o quedar como esclavos. Mas luego, con pretexto de haber excedido los refugiados de aquel número, declaró esclavos a los que no pagasen la imposición, y envió a los demás a las islas desiertas, llamadas entonces de los Lagartos, donde contaba que de seguro habían de perecer. Su cuñado y sucesor don Manuel, no fue menos duro y cruel con los que quedaron, obligándoles a escoger entre la esclavitud y el bautismo, llevándolos por fuerza a los templos y arrojándoles el agua encima, lo cual hacía que muchos provocaran de intento las iras del monarca, hasta hacerse merecedores de la muerte, que recibían como un alivio a sus tribulaciones, o se la daban por sus propias manos, o se arrojaban a los pozos antes que someterse a una ley impuesta por la violencia.

Derramáronse otros por Grecia, Turquía y otras regiones de Levante, y otros se asentaron en Francia e Inglaterra. «Aún hoy día, dice un escritor inglés, recitan algunas de sus oraciones en lengua española en algunas sinagogas de Londres, y todavía los judíos modernos recuerdan con vivo interés a España, como tierra querida de sus padres e ilustrada con los más gloriosos recuerdos.»

Aún no se ha fijado, ni será fácil ya fijar con exactitud el número de judíos no bautizados que a consecuencia del famoso decreto salieron aquel año de España. Hacenle algunos subir a 800.000.: a la mitad le reducen otros, y otros a mucho menos todavía. En esta diversidad de cálculos., parecenos que nada arriesgamos en adoptar el que le limita a menor cifra, y que bien podemos seguir el que nos dejó expresamente consignado el cronista Bernáldez, historiador contemporáneo, testigo y actor en aquella gran catástrofe del pueblo hebreo-hispano, el cual reduce a 35 o 36.000 las familias de judíos no conversos que había en España al tiempo de la expulsión, y que compondrían unos 170 a 180.000 individuos.

Mas de todos modos, no ha de juzgarse la conveniencia o el perjuicio de aquella terrible medida por el número de personas y por la mayor o menor despoblación que sufriera el reino, en verdad ya harto despoblado por las guerras y por el desgobierno de los reinados anteriores., sino por la calidad de los expulsados. En este sentido no puede menos de calificarse de perjudicial para los materiales intereses de España la salida violenta y repentina de una clase numerosa, que se distinguía por su actividad, por su destreza y por su inteligencia para el ejercicio de las artes, de la industria y del comercio. La expulsión de los judíos fue en este sentido un golpe mortal que obstruyó en España estas fuentes de la riqueza pública para que fuesen a fecundar otros climas y a engrandecer extrañas regiones. Así no nos maravilla que cuando se hicieron conocer en Turquía los judíos lanzados del suelo español, exclamara el emperador Bayaceto, que tenía formada una ventajosa idea del rey Fernando: «¿Éste me llamáis el rey político, que empobrece su tierra y enriquece la nuestra?». Era en verdad error muy común en aquel tiempo que el oro y la plata constituían la riqueza de las naciones, y sin duda participó de él Fernando creyendo que remediaba el mal con prohibirles la extracción de aquellos preciosos metales, sin mirar que llevaban consigo la verdadera riqueza, que era su industria y su actividad e inteligencia mercantil.

Ya que la expulsión de los judíos fuera económicamente perjudicial a los intereses del estado, ¿infringieron aquellos esclarecidos monarcas las leyes de la nación, y faltaron a las de la humanidad con aquella violenta medida? ¿Se había hecho acreedora a ella la raza judaica? ¿O qué causas impulsaron al político Fernando y a la piadosa Isabel a dictar tan fuerte providencia contra los desventurados descendientes de Israel?

Rechazamos desde luego como calumniosa la especie por algunos modernos escritores vertida, y en ningún fundamento apoyada, de atribuir la expulsión de los hebreos a codiciosas miras de los reyes y a deseo de apoderarse de sus riquezas y haberes. Semejante pensamiento, sobre ser indigno de tan grandes monarcas y opuesto a su índole y carácter, ni siquiera hallamos que pasara por la imaginación de los mismos judíos; y la única cláusula del edicto en que quisiera fundarse, que era la prohibición de exportar la plata y el oro, no era sino el cumplimiento de una ley general, por dos veces sancionada en las cortes del reino. Tal vez no fuera imposible descubrir en la medida algo de poca gratitud hacia unos hombres, que aunque odiados, menospreciados y perseguidos, y aunque impulsados por el móvil de la ganancia y de la usura, al fin habían hecho beneficios a los monarcas en la última guerra, habían contribuido a su triunfo abasteciendo los ejércitos de víveres y vituallas, a veces no dejando nada que desear a la viva solicitud de la reina Isabel.

Hubo, pues, una causa más fuerte que todas las consideraciones, que movió a nuestros monarcas a expedir aquel ruidoso decreto, y esta causa no fue otra que el exagerado espíritu religioso de los españoles de aquel tiempo, y que en muchos, bien puede decirse sin rebozo, era verdadero fanatismo: el mismo que produjo años después la expulsion de los judíos de varias naciones de Europa, con circunstancias más atroces aún que en la nuestra. En el capítulo III. de este libro hicimos una reseña de la historia de la raza hebrea en nuestra España, y demostramos la enemiga y el odio nacional que contra ella encontraron pronunciado Fernando e Isabel a su advenimiento al trono: odio y enemiga que se habían manifestado en las leyes de las cortes, en las pragmáticas de los reyes, en los tumultos populares; el encono no se había extinguido; manteníase vivo en la opinión pública, le alentaba el clero y le excitaban los inquisidores.; y una vez establecida directamente la Inquisición contra los judíos, veíase venir como una consecuencia casi natural, tan pronto como cesaran las atenciones de la guerra, una persecución general que había de estallar de un modo o de otro. Hízose estudio de persuadir a los reyes, y no era el inquisidor Torquemada el que con menos ahínco insistía en ello, que los judíos no bautizados subvertían a los conversos y los hacían judaizar, y que su comunicación con los cristianos era una causa perenne de perversión. Traíanles a la memoria el robo y profanación de la hostia sagrada en Segovia a principios del siglo, una conjuración que en 1445 se les atribuyó en Toledo para minar y llenar de pólvora las calles por donde había de pasar la procesión del Corpus, el robo y crucifixión de un niño cristiano en Valladolid en 1452, el caso igual acontecido en Sepúlveda en 1468, otro semejante en 1489 en la villa de la Guardia, provincia de la Mancha, y otras anécdotas de este género, juntamente con los casos de envenenamiento que se habían imputado a los médicos y boticarios judíos, y hacíase entender a los reyes que no habían renunciado a la perpetración de estos crímenes.

Así en el razonamiento o discurso que precedía al edicto se expresaban los monarcas de esta manera: «Sepades e saber debedes, que porque Nos fuimos informados que hay en nuestros reinos e avia algunos malos cristianos que judaizaban de nuestra santa fe católica, de lo qual era mucha culpa la comunicación de los judíos con los cristianos e otrosí ovímos procurado e dado orden como se ficiesc inquisición en los nuestros reinos e señoríos, lo qual como sabeis ha más de doce años que se ha fecho e face, é por ella se han fallado muchos culpantes, segunt es notorio e segunt somos informados de los inquisidores e de otras muchas personas religiosas, eclesiásticas e seglares, e consta e parece ser tanto el daño que a los cristianos se sigue e ha seguido de la participación, conversación e comunicación que han tenido e tienen con los judíos, los quales se precian que procuran siempre por quantas vias e maneras pueden de subvertir de nuestra santa fe católica a los fieles cristianos, etc.»

Siguieron, pues, los reyes, al sancionar tan dura providencia, o contemporizaron con el espíritu del pueblo, dieron crédito a las acusaciones, acogieron las excitaciones y consejos que los inquisidores y otras personas fanáticas les daban y hacían, y creyeron que no era grande abuso de autoridad desterrar a los que la opinión pública proscribía, y quitar de delante objetos que eran odiados. No nos atrevemos nosotros a asegurar que por parte de Fernando no se mezclase también alguna otra mira política, y que tal vez no le pesara de que le pusieran en aquella necesidad. Pero por lo menos de parte de Isabel tenemos la firme convicción de que en materias de esta especie, animada como en todas de la más recta intención y buen deseo, no hacía sino deferir y someter su juicio, con arreglo a las máximas piadosas en que había sido educada, a los directores de su conciencia, en quienes suponía ciencia y discreción para bien aconsejarla y dirigirla en negocios que tocaban a la religión y a la fe. De modo que si errores había en las resoluciones de Isabel como reina, los mismos errores nacían de virtud propia, y de la ignorancia, o del fanatismo, o de la intención de otros.

Tales fueron a nuestro juicio las causas del famoso decreto de proscripción y destierro de los judíos, que si dañoso en el orden económico, duro e inhumano, innecesario tal vez, y si se quiere no del todo justificado, demandábale el espíritu público; si algunos entonces le reprobaban, ninguno abiertamente le contradecía; era una consecuencia de antipatías seculares y de odios envejecidos; estaba en las ideas exageradas de la época, y vino a ser útil bajo el aspecto de la unidad religiosa tan necesaria para afianzar la unidad política.

Pero apartemos ya la vista de tan triste cuadro, y dirijamosla a otro más halagüeño, más brillante y más glorioso.

(Lafuente, M., Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días,  TOMO III, PARTE II (Libro IV) [LOS REYES CATÓLICOS], capítulo VIII)

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La Inquisición en tiempos de los Reyes Católicos

De 1477 a 1485.

I.—Inquisición antigua.—Su principio: su historia.—Luchas religiosas en los primeros siglos de la Iglesia.—Durante el imperio romano.—En la dominación visigoda.—En los primeros siglos de la edad media.—Conducta de los pontífices, de los concilios, de los príncipes y soberanos, con los infieles, herejes y judíos en las diferentes épocas.—La Inquisición antigua en Francia, en Alemania, en Italia, en España.—Sus vicisitudes: su carácter.—Procedimientos: sistema penal y penitencial.—Estado de la Inquisición en Castilla en los siglos XIV y XV.—II.—Situación de los judíos en España.—Durante la dominación goda.—En los primeros siglos de las restauración.—En los tiempos de San Fernando.—De don Alfonso el Sabio.—De don Pedro de Castilla.—De los reyes de la dinastía de Trastamara.—Cultura de los judíos: su industria, su comercio, sus riquezas.—Su influjo en la administración: su conducta: su avaricia.—Odio de los cristianos a la raza judaica.—Persecuciones: tumultos populares.—Protección que les dispensaron algunos monarcas.—Peticiones de las cortes contra ellos.—Leyes contra los judíos.—Hebreos conversos: su comportamiento.—Escenas sangrientas.—Clamor popular.—III.—Precedentes para el establecimiento de la Inquisición moderna.—Quejas dadas a Fernando e Isabel sobre la conducta y excesos de los judíos.—Primera propuesta de Inquisición.—Repugnancia de la reina.—Bula de Sixto IV.—Establecese la Inquisición en Sevilla.—Primeros inquisidores y sus primeros actos.—Nombramiento de inquisidor general.—Torquemada.—Tribunales subalternos.—Consejo de Inquisición.—Organización del tribunal.—Resistencia en Aragón al establecimiento del Santo Oficio.—Conspiración contra los inquisidores.—Asesinato del inquisidor Pedro Arbués en el templo.—Castigo de los asesinos y cómplices.—Queda establecido en Aragón el Santo Oficio.

downloadI.—Antes de presentar esta famosa institución bajo la forma que se le dio en tiempo de los reyes don Fernando y doña Isabel, creemos indispensable dar algunas noticias y explanar otras de las que ya hemos apuntado acerca de la Inquisición primitiva.

Muy antigua es la tendencia y propensión de los hombres a no tolerarse de buen grado, y hasta malquererse y odiarse entre sí los que profesan opuestas o distintas creencias religiosas. Los primitivos cristianos fueron horriblemente perseguidos por los emperadores y los prefectos gentiles, tratándolos como a conspiradores contra el Estado y como a perturbadores de la tranquilidad pública, a ellos que eran los hombres más pacíficos del mundo. A su vez cuando la religión cristiana subió hasta el trono de los Césares, los cristianos persiguieron también a los gentiles e hicieron leyes contra los que sacrificaban a los ídolos, a pesar de la mansedumbre recomendada por el Evangelio y de la tolerancia y moderación usada y encargada por Constantino.

Casi desde que hubo religión cristiana, hubo también herejías; y si al principio se empleó para la conversión de los herejes la exhortación, la persuasión, la doctrina, la discusión y las apologías, contentándose con evitar su comunicación y trato cuando las amonestaciones eran ineficaces, poco a poco se fue usando de medios más violentos, hasta que a fines del siglo IV. de la iglesia un emperador cristiano y español, el gran Teodosio, promulgó ya un edicto contra los herejes maniqueos, no solo imponiendoles la pena de confiscación de bienes y hasta el último suplicio, sino mandando al prefecto del Pretorio que nombrara personas encargadas de inquirir y declarar los herejes ocultos, que fue ya la creación de una especie de comisión inquisitorial.. Esta ley, así como las penas contra los herejes, sufrieron diferentes modificaciones durante el imperio romano, según las circunstancias particulares del tiempo, y la índole y las creencias de los emperadores y de los gobernantes, como se ve por las diferentes leyes del Código Teodosiano, y habrá podido ver con frecuencia el más medianamente versado en la historia general de la iglesia.

La de España después de la invasión de los godos, y mientras sus reyes y sus gobernadores fueron arríanos, sufrió los rigores de una cruda persecución, que concluyó por el sangriento sacrificio de un hijo ordenado por su mismo padre. Triunfó al fin el catolicismo con el martirio de San Hermenegildo y la conversión de Recaredo, y tan luego como la religión católica se halló dominando en el trono y en el pueblo, comenzaron los concilios toledanos a dictar disposiciones canónicas y a prescribir castigos contra los idólatras, contra los judíos y contra los herejes. La raza judaica fue sobre la que descargó más larga y más rudamente el peso de la intolerancia, de la persecución, y hasta del encono. No solo esgrimió la iglesia contra los judíos las armas espirituales de la excomunión y demás censuras eclesiásticas en los siglos VI. y VII., sino que se decretaron contra ellos severísimas penas, como el destierro, las cadenas, los azotes, la confiscación, la infamia, todas menos la muerte, y algunas más crueles que la muerte misma, como era la esclavitud, como era arrancar a los padres y a las madres los hijos de sus entrañas..

En los siglos siguientes, en que la potestad pontificia se fue arrogando la dominación temporal, en que los papas excomulgaban y deponían a los reyes, relevaban a los súbditos del juramento de fidelidad, coronaban a los soberanos y disponían de los tronos, castigábase a veces a los herejes con las penas corporales, considerando los delitos contra la fe como delitos contra el Estado. Sin embargo, al terminar el siglo VIII. todavía no se impuso a los obispos herejes españoles, Félix de Urgel y Elipando de Toledo, sino penas espirituales. Pero a principios del siglo XI. Se vio en Francia quemar vivo en la plaza de Orleans al presbítero Esteban, confesor de la reina Constanza, con algunos compañeros de su error.. Los papas, en virtud de la prepotencia universal que alcanzaron, solían mandar a los reyes bajo pena de excomunión, y aún de destronamiento, que expulsaran los herejes de sus dominios. En los siglos XI. y XII. las cruzadas acostumbraron a los hombres a mirar como un acto altamente meritorio la muerte que se daba a los infieles, considerabase como mártires a los que morían en aquellas guerras, y se esperaba por aquel medio la remisión de cualesquiera delitos y pecados, y el premio de la bienaventuranza eterna. En el discurso de nuestra historia hemos visto cuántas veces se concedió honores, privilegios, gracias e indulgencias de cruzada a los que fuesen a pelear contra príncipes y monarcas cristianos de quienes el papa se creyera ofendido, como si fuesen a guerrear contra infieles o sarracenos, calificándolos de cismáticos o de fautores de la herejía, y no fueron los reyes de España los que menos arrostraron las iras pontificias en este sentido.

A fines del siglo XII. en el concilio de Verona bajo Lucio III. se fijó ya más la tendencia a entregar los herejes a la justicia secular, encargando a los obispos que por sí o por su arcediano visitasen una o dos veces cada año los lugares en que sospecharan haber algunos herejes, y obligaran a los moradores a prometer bajo juramento que los delatarían al obispo, el cual los hacía comparecer a su presencia, y si persistiesen en su error los entregaría a los jueces, condes, barones, señores o cónsules para que los castigasen según las leyes o costumbres del país, prescribiéndoles el modo de proceder. Poco después (1194), habiendo venido a España un legado del papa Celestino III. y celebrado un concilio en Lérida, exhortó al rey de Aragón Alfonso II. a que diese un edicto mandando salir del territorio de sus dominios en un breve plazo a los herejes valdenses y otros de cualquiera otra secta, prohibiendo a sus vasallos bajo la pena de confiscación y de ser tratados como reos de lesa majestad ocultarlos ni menos protegerlos bajo ningún pretexto. Su hijo y sucesor Pedro II. expidió otro edicto aún más apremiante, prescribiendo ya a los gobernadores y jueces que juraran ante los obispos que trabajarían y celarían por el descubrimiento de los herejes y su castigo, e imponiendo penas severas a los receptadores u ocultadores.

El papa Inocencio III. fue quien a principios del siglo XIII. con motivo de la herejía de los albigenses que infestaba los condados de Tolosa, Narbona, Carcasona, Bezieres, Foix y otras provincias meridionales de Francia, nombró ya delegados pontificios especiales, distintos de los obispos, con plena facultad para inquirir y castigar los herejes. El abad del Císter, jefe de esta comisión, usando de las facultades pontificias, eligió doce abades más de su instituto, a los cuales se agregaron para predicar contra la herejía dos célebres y celosos españoles, Santo Domingo de Guzmán y el obispo de Osma don Diego de Acebes. Aplicar las indulgencias a los cruzados, predicar y convertir a los herejes, inquirir y descubrir a los contaminados con la herejía, reconciliar a los convertidos, y entregar los pertinaces al conde Simón de Monfort, jefe y caudillo de la cruzada, era el oficio de estos inquisidores. De estas célebres guerras contra los albigenses de Francia, hemos dado cuenta en otro lugar., así como de los millares de víctimas que perecieron en los tormentos, en las llamas, o al filo de las espadas de los cruzados a consecuencia del establecimiento de esta Inquisición. Sin embargo, no parece que Inocencio III. se propusiera todavía fundar un tribunal perpetuo, ni que con la creación de inquisidores delegados intentara quitar a los obispos sus facultades naturales, como jueces ordinarios en las causas de fe desde Jesucristo.

Honorio III. prosiguió fomentando la Inquisición, y protegiendo y favoreciendo a Santo Domingo de Guzmán y su orden de predicadores, a quienes nombró familiares del tribunal, y le estableció no sólo en los estados alemanes del emperador Federico, sino en Italia, y en la misma Roma, donde también penetró el contagio de la herejía. Poco después el pontífice Gregorio IX., protector de Santo Domingo y de los frailes dominicanos, organizó la institución y le dio forma estable. Se designó el orden en las denuncias y las reglas que se habían de guardar para las pesquisas y delaciones, se establecieron ya todas las penas de confiscación, deportación, cárcel perpetua, privación de oficios, signos y trajes infamantes, relajación al brazo secular, de infamia a los hijos de los herejes y sus fautores u ocultadores hasta la segunda generación, de hoguera para los impenitentes o relapsos, y de ser cortada la lengua a los blasfemos.

Tal era el estado de la Inquisición en Francia e Italia, cuando se introdujo en España por breve de Gregorio IX. en 1232, dirigido al arzobispo Aspargo de Tarragona y a los obispos comprovinciales suyos, remitiéndoles copia de la bula expedida el año antecedente contra los herejes de Roma, y de aquel principio del establecimiento de la antigua Inquisición en Cataluña, Aragón, Castilla y Navarra, sucesivamente y en la forma y términos que en otro lugar dejamos ya expresados.. Allí hablamos ya de la instrucción de inquisidores escrita por el religioso dominico español San Raimundo de Peñafort, penitenciario del papa, del concilio de Tarragona, de la protección y confianza que Inocencio IV. siguió dispensando a los dominicos de España para los empleos y ejercicio de inquisidores, y de otras noticias referentes a este asunto. También dijimos en su lugar oportuno, bosquejando el espíritu y las ideas y costumbres del siglo XIII., que así como el rey San Luis de Francia había sancionado el establecimiento de la Inquisición en su reino, el rey San Fernando de Castilla, lleno de celo religioso, llevaba en sus propios hombros la leña para quemar a los herejes: ¡tan poderoso es el espíritu de un siglo, y tanto perturba los entendimientos más ilustrados! Bajo la impresión de estas mismas ideas formó su hijo, el Rey Sabio, el código de Partidas. Los reyes de Aragón prosiguieron favoreciendo las máximas inquisitoriales, y Jaime II. expidió un edicto expulsando de sus dominios todos los herejes de cualquiera secta, mandando a las justicias del reino auxiliar a los frailes dominicos como inquisidores pontificios, y ejecutar las sentencias que pronunciaban dichos inquisidores, si bien a muchos de estos les costó la muerte, siendo asesinados y a veces apedreados por los herejes o sus fautores, lo cual valió a los que así perecieron el honor y la gloria del martirio que sus contemporáneos les dieron..

Durante los dos primeros tercios del siglo XIV. Se hicieron de tiempo en tiempo en diferentes puntos varios autos de fe parciales, en que no sólo se impusieron a algunos herejes penitencias públicas, y se les aplicaron las penas corporales de cárcel, deportación, confiscación, y otras aflictivas o infamatorias, sino que algunos fueron entregados a la justicia secular para ser quemados, y también se mandó desenterrar y quemar los huesos de algunos que habían muerto pertinaces, y el rey don Jaime de Aragón asistió con sus hijos y dos obispos al suplicio de don Pedro Durando de Baldach, que fue quemado por sentencia del inquisidor general Burguete..

O mucho debió aflojar después la Inquisición, o muy diminuto era el número de los errores y delitos contra la fe en España, cuando a fines del siglos XIV. y principios del XV. apenas puede saberse si existía tribunal de Inquisición en Castilla. Cierto que en el decimoquinto se hallaban todavía algunos nombramientos de inquisidores, así para Castilla y Portugal como para Aragón y Valencia, pero parece haber sido más de fórmula que de ejercicio, puesto que son contados los casos en que se los ve actuar, y menos con la formalidad de tribunal permanente. El suceso mismo que se refiere de la sacrílega profanación de la hostia sagrada en Segovia en el reinado de don Juan II., no fue juzgado y castigado sino por el obispo, «a quien como tal, dice el ilustrado historiador de aquella ciudad, pertenecían de derecho en aquel tiempo las averiguaciones y castigos de delitos semejantes.». Algo más inquisitorial fue una comisión de pesquisa enviada por aquel rey a Vizcaya contra un fraile francisco que defendía la secta de los beguardos, mas aunque algunos de sus cómplices fueron quemados en Valladolid y en Santo Domingo de la Calzada, no consta que se observaran las formas de la antigua institución.. La quema de los libros de don Enrique de Villena hecha por Fr. Lope de Barrientos de orden del rey puede considerarse más bien como un expurgo, un rasgo de preocupación y de ignorancia, o acaso un resabio de las antiguas costumbres, que como un acto rigorosamente inquisitorial. Que en el reinado de Enrique IV. no existía la Inquisición en Castilla lo indicó bien el mismo Fr. Alonso de Espina, el que auxilió a don Álvaro de Luna en sus últimos momentos, y el autor del Fortalitium fidei, cuando se quejaba el rey del gran daño que en concepto suyo padecía la religión por no haber inquisidores, suponiendo que los herejes y judíos la vilipendiaban sin temor del rey ni de sus ministros. Y últimamente cuando el papa Sixto IV. mandó al general de los dominicos de España en 1474 que nombrara inquisidores para todas partes, parece que los nombró para Cataluña, Aragón, Valencia, Rosellón y Navarra, más no consta que los nombrara para Castilla..

Nosotros haremos conocer un documento de 1464, de que parece no haber tenido noticia ni Llorente ni ningún otro historiador que hayamos visto, del que se deducen evidentemente dos cosas; primera, que en aquella época no existía la Inquisición en Castilla; segunda, que había muchos que la proponían y la deseaban. Pero antes daremos una idea del carácter de la Inquisición antigua, de su forma y procedimientos, para que pueda luego cotejarse con la moderna que se estableció en el reinado de Fernando e Isabel.

La Inquisición antigua se instituyó primeramente contra los herejes, mas luego se fue extendiendo a los sospechosos, fautores o receptadores, a los delitos de blasfemia, sortilegio, adivinación, cisma, tibieza en la persecución de los enemigos de fe y otros delitos semejantes, y también a los judíos y moros. Los inquisidores procedían en unión con los obispos, jueces natos en las causas de fe, y aunque podían formar separadamente proceso, los autos y sentencias definitivas habían de ser de los dos, y en caso de desacuerdo se remitía el proceso al papa. No tenían dotación ni gozaban sueldo; los gastos de viajes y otras diligencias, que al principio se hacia costear a los obispos y a los señores territoriales, se suplieron después de los bienes mismos que se confiscaban. Las autoridades y jueces seculares estaban obligados bajo pena de excomunión a darles toda clase de auxilios y asegurar sus personas. Cuando los inquisidores llegaban a un pueblo hacían comparecer al alcalde o gobernador, al cual tomaban juramento de cumplir todas las leyes sobre herejes,se predicaba un sermón en un día festivo, y se publicaba un edicto señalando un término, o para que se denunciasen a sí mismos, o para que otros hicieran las delaciones, pasado el cual se procedía en rigor de derecho. Las delaciones se escribían en un libro reservado. A los procesados se les daba copia incompleta del proceso, ocultando los nombres del delator y testigos. Al que confesaba un error contra la fe, aunque negase los demás, no se le concedía defensa, porque ya constaba el crimen inquirido. Si abjuraba, se le reconciliaba con imposición de penas o con penitencia canónica; de lo contrario, se le declaraba hereje y se le entregaba a la justicia secular. Cuando el reo estaba negativo, pero convicto, o había indicios vehementes, se le ponía a cuestión de tormento para que confesase. Cuando no constaba bien el crimen de herejía, pero resultaba difamación, se le declaraba infamado, y se le condenaba a destruir su mala fama por medio de la purgación canónica. Guardábase en los procedimientos un secreto impenetrable, y se empleaban ya en la Inquisición antigua los modos más insidiosos de acusación..

El sistema penal y penitencial de la Inquisición antigua era sin duda mucho más rigoroso y severo que el de la moderna, según tendremos ocasión de ver cuando de ésta tratemos. Además de las penas espirituales de excomunión, irregularidad, suspensión, degradación y privación de beneficios, hemos hablado ya de las corporales y pecuniarias, como confiscación, deportación, cárcel temporal o perpetua, infamia, privación de oficios, honores y dignidades, muerte y hoguera. Estas últimas no hubieran podido imponerlas los jueces eclesiásticos si no lo consintiesen los soberanos: y aún así, en cuanto a la pena capital, como contraria al espíritu del Evangelio y al carácter del sacerdocio, absteníanse los inquisidores eclesiásticos de imponerla: en su lugar se discurrió, declarado el delito de herejía, entregar los reos a los jueces civiles para la aplicación de la pena, que era lo que se llamaba relajar al brazo secular, con conocimiento de que las leyes civiles prescribían la pena de muerte. Aun sabiendo esto los inquisidores, todavía usaban la cláusula (el lector juzgará de la sinceridad con que esto pudiera hacerse) de rogar a los jueces que no condenaran al reo al último suplicio, siendo así que no solamente éstos no podían dispensarse de hacerlo, sino que si alguno se mostraba tibio o indulgente, se le formaba proceso por sospechoso, puesto que le habían hecho antes jurar que ejecutaría y cumpliría las leyes promulgadas contra los herejes.

Las penitencias públicas a que se sujetaba a los reconciliados y arrepentidos, eran en extremo degradantes, bochornosas y crueles. Entre ellas debe contarse el distintivo que se les hacía llevar en los vestidos, que a veces eran dos cruces grandes de tela amarilla, una a cada lado del pecho, a veces se añadió otra tercera en la capucha si era hombre, y en el velo si era mujer, a veces era una túnica o saco, que se acostumbraba a bendecir, de lo cual se llamó saco bendito, y después por corrupción sambenito, sobre cuyo signo y forma variaron las disposiciones de los concilios y de los inquisidores. «Los que dieren crédito a los errores de los herejes, decía el concilio de Tarragona de 1242., hagan penitencia solemne de este modo: en el próximo día futuro de Todos Santos, en el primer domingo de Adviento, en los de Nacimiento del Señor, Circuncisión, Epifanía, Santa María de febrero, Santa María de marzo, y todos los domingos de cuaresma, concurran a la catedral y asistan a la procesión en camisa, descalzos, con los brazos en cruz, y sean azotados en dicha procesión por el obispo o párroco, excepto el día de Santa María de febrero y el domingo de Ramos, para que reconcilien en la iglesia parroquial. Asimismo en el miércoles de Ceniza irán a la catedral en camisa, descalzos, con los brazos en cruz, conforme a derecho, y serán echados de la iglesia para toda la cuaresma, durante la cual estarán así en las puertas, y oirán desde allí los oficios… previniendo que esta penitencia del miércoles de Ceniza, la de Jueves Santo, y la de estar fuera de la iglesia y en sus puertas los otros días de cuaresma, durará mientras viviesen todos los años… Lleven siempre dos cruces en el pecho, etc.»

Un autor antiguo, muy afecto a la Inquisición, y por lo mismo nada sospechoso en lo que vamos a decir, da noticia de la penitencia que Santo Domingo impuso a un hereje converso y reconciliado, llamado Poncio Roger, condenándole a ser llevado en tres domingos consecutivos desde la puerta de la villa hasta la de la iglesia, desnudo y azotándole un sacerdote; a abstenerse de carnes, de huevos, queso y demás manjares derivados de animales para siempre, menos en los días de Resurrección, Pentecostés y Natividad; a hacer tres cuaresmas al año; a abstenerse de pescados, aceite y vino tres días a la semana por toda la vida, excepto en casos de enfermedad o de trabajo excesivo con dispensa; a llevar el saco y las cruces de los penitentes; a oír misa todos los días, y asistir a vísperas los domingos y rezar diariamente las horas diurnas y nocturnas, y el Padre Nuestro siete veces en el día, diez en la noche, y veinte a las doce de la misma; a guardar castidad, y enseñar todos los meses aquella carta a su párroco, el cual estaba encargado de vigilar su conducta..

Hasta la abjuración de los levemente sospechosos se hacía con pública solemnidad y con unas ceremonias sonrojosas y humillantes. Hacíase en el templo anunciándose en todas las iglesias el domingo precedente. El día señalado concurrían el clero y el pueblo: el procesado y reconciliado por leve sospecha se colocaba en un alto tablado de pie, de modo que pudiera ser visto por todo el mundo. Se cantaba la misa, predicaba el inquisidor un sermón contra la herejía de que había sido acusado por sospecha leve el hombre que se hallaba en el cadalso, hacia un relato del proceso, y manifestaba que estaba pronto a abjurar: poníansele seguidamente la cruz y los evangelios, y se le daba a leer la abjuración escrita, se pronunciaba la sentencia, y se le imponían las penitencias correspondientes. Estas ceremonias eran más graves y más solemnes, según que la sospecha era más vehemente, o vehementísima.

Los autos de fe para los no conversos o impenitentes se anunciaban por toda la comarca para que pudiera asistir un gran concurso: se preparaba un tablado en la plaza pública, se leían los crímenes que resultaban del proceso, predicaba el inquisidor, se hacía entrega del reo a la justicia secular, y pronunciada la sentencia de condenación conforme a las leyes civiles, se le conducía a la hoguera ya preparada fuera del pueblo, y se le arrojaba vivo a las llamas..

Tal es en resumen la historia, y tales eran la forma y los procedimientos de la Inquisición antigua, aunque perdido su primitivo rigor en los dos últimos siglos, casi olvidada y sin ejercicio en esta parte de España, y tal era el estado de Castilla en este punto cuando subieron al trono Isabel y Fernando.

II.—En esta situación tratóse de dar otra vez movimiento a aquella enmohecida máquina, y se encontró pábulo y materia con que alimentarla en esa desventurada raza sin rey y sin pueblo, que anda errante por todas las naciones pagando los pecados de sus padres, en cumplimiento de una profecía y de una maldición, los judíos.

Ya hemos visto cuán dura y cruelmente fueron tratados los judíos de España durante la dominación de los visigodos, y a cuán miserable y triste condición los redujeron aquellos monarcas y aquellos concilios. En los edictos de los reyes, en los cánones de las asambleas religiosas de Toledo, y en las leyes del código visigodo, se encuentra, si no el nombre ni la forma, el espíritu al menos y el germen de una inquisición contra la raza hebrea. Ellos sufrieron todas las calamidades y amarguras, ellos aguantaron todos los infortunios, todas las penalidades, todas las humillaciones y todos los castigos con que se propuso agobiarlos, escarnecerlos y anonadarlos el pueblo cristiano en su rencorosa saña contra los descendientes de Israel. Pero ellos a su vez, aunque al parecer pacientes y sufridos, fueron reconcentrando y atesorando en sus corazones el odio y el resentimiento de siglos enteros, y esperaron día y ocasión en que vengar los ultrajes recibidos de sus perseguidores. En vano los últimos monarcas godos procuraron mejorar su condición, sacándolos de su envilecimiento y abriendo a los que habían pasado a otras tierras las puertas de su patria adoptiva. Tenaz en sus odios como en sus creencias el pueblo maldecido, ingrato, mañoso y disimulado, fomentó y protegió la invasión de los sarracenos en España, sin darle cuidado por la ruina del suelo en que habían nacido sus hijos, con tal de vengar los agravios sufridos de los cristianos españoles, viendo con gusto y contribuyendo con placer a la pérdida del imperio godo. La ayuda que los judíos habían prestado a los árabes, su común origen oriental y la semejanza en muchas de las costumbres religiosas de los dos pueblos, proporcionaron a los israelitas ser atendidos y considerados por los nuevos conquistadores, y bajo tan favorables auspicios, y merced a su diligencia, industria y natural adquisividad, fueron aumentando sus riquezas, extendiendo su comercio, progresando en la industria y en las artes, ganando privilegios y elevándose a las principales dignidades del imperio mahometano. Ellos cultivaron las letras con tan buen éxito, que a mediados del siglo X fundaron ya una academia en Córdoba, rivalizando los doctores rabinos con los cultos árabes en varios ramos de los conocimientos humanos, y formando una literatura hebrea, cuando más espesas eran las tinieblas que cubrían el horizonte del pueblo cristiano español. Las letras, las artes y la riqueza se vinieron con ellos a Toledo, y cuando Alfonso VI. a fines del siglo XI. reconquistó al cristianismo la antigua corte delos godos, halló en ella muchos ricos e ilustrados judíos, a quienes tuvo que comprender en la capitulación, dejándolos morar libremente, gobernarse por sus leyes y conservar los ritos de su falsa religión. Mas no tardó en resucitar el antiguo odio de los cristianos a la raza y secta judaica; en un alboroto popular las sinagogas fueron saqueadas, los rabinos inmolados al pie de sus cátedras, y las calles de Toledo salpicadas con sangre de judíos (principios del siglo XII); don Alfonso quiso castigar aquel atentado, pero fue detenido su brazo por los hebreos mismos, temerosos de mayores males.

El ejemplo de Toledo fue sin embargo el preludio de más terribles desafueros y de más sangrientas matanzas. A pesar de los privilegios que se les conservaban en los fueros de las poblaciones, al paso que los cristianos adquirían mayor poder con la conquista, iban vejando más a los judíos, gravabanlos con impuestos cuantiosos a favor de los reyes y de las iglesias, y llegó a imponerseles el tributo personal de treinta dineros llamado judería, por el favor y en recompensa de dejarlos vivir en las ciudades y pueblos de Castilla. Las victorias ulteriores de los cristianos, el célebre triunfo de Alfonso el Noble en las Navas de Tolosa, las conquistas de Córdoba y Sevilla por San Fernando, casi simultáneas a las de Mallorca y Valencia por don Jaime I. de Aragón antes de mediar el siglo XIII., engrandecieron inmensamente el poder del pueblo cristiano, al par que dejaron la proscrita raza judaica a merced del aborrecimiento y de la tiranía de los vencedores.

Mas este pueblo sin patria, arrojado en medio del mundo, en pena y expiación del mayor de los crímenes cometido por sus mayores, se afanaba en medio de su abatimiento por conquistar una influencia y adquirir algunos merecimientos que oponer y con que neutralizar la saña de sus señores. Ademas del influjo que les daban las riquezas ganadas con su genio activo e industrioso, mientras los cristianos se entregaban casi exclusivamente al ejercicio y al arte de la guerra, ellos se dedicaban con empeño, émulos en esta parte de la gloria de los árabes, al estudio de las ciencias, y al cultivo de las letras y de las artes, llegando a sobresalir en muchas de ellas, principalmente en la astronomía, en las matemáticas, en la medicina, en la economía y administración, y en la bella literatura. Con tal motivo el rey don Alfonso el Sabio, para quien los hombres doctos e instruidos lo merecían todo, protegió a los judíos, acaso más de lo que permitía el espíritu de la época, permitiendoles reedificar sinagogas y prohibiendo a los cristianos molestarlos en el ejercicio de su culto; si bien no pudiendo desentenderse de las opiniones dominantes en el pueblo cristiano, y de los excesos y abusos que los mismos judíos cometían con frecuencia, consignó en las Partidas algunas leyes para tenerlos a raya, imposibilitándolos para los cargos públicos si persistían en sus creencias, y obligandolos a llevar un distintivo que los diferenciara de los cristianos. A pesar de esto siguieron siendo los médicos de los reyes, los administradores y recaudadores de las rentas reales, y ejerciendo los principales cargos y oficios así en el palacio como en las casas de los grandes señores. Prosiguió de allí adelante la lucha entre el odio que les profesaba el pueblo y el favor que les dispensaban los reyes y los magnates. A mediados del siglo XIV. se les prohibió tomar nombres cristianos, so pena de ser tratados y hacer justicia de ellos como herejes. AlfonsoXI. a petición de las cortes de Madrid quitó el almojarifazgo al famoso judío don Yussaph de Écija, y dispuso que de allí adelante no ejerciera ninguno de su religión aquel importante cargo, mudando además el nombre de almojarife en el de tesorero. El rey don Pedro protegía a los de aquella raza; todo el mundo conoce, y nosotros hemos contado la historia de su célebre tesorero Samuel Leví, y en su tiempo se levantó la suntuosa sinagoga de Toledo, en cuyas lápidas se pusieron inscripciones grandemente laudatorias de don Pedro de Castilla.

Por el contrario, Enrique II. el Bastardo mostró un odio rencoroso contra los hebreos, que seguían el partido de su hermano, y bien lo mostró en las matanzas de las juderías de Burgos y Toledo: acaso aquel aborrecimiento a los judíos contribuyó mucho a la boga que alcanzó en el pueblo castellano la causa del bastardo de Trastamara. Prevalieronse de este espíritu algunos sacerdotes cristianos para atreverse ya a predicar al pueblo en los templos y a concitarle en las plazas al exterminio de la raza judaica. A una de estas predicaciones se debió el furor con que en Sevilla fueron despiadadamente inmolados hasta cuatro mil israelitas, por el populacho que asaltó la judería, excitado por los fogosos discursos del fanático arcediano de Écija don Hernando Martínez en tiempo de don Juan I. La impunidad en que quedó el atentado de Sevilla produjo poco más adelante los tumultos y las matanzas horribles y casi simultáneas en las aljamas y juderías de Burgos, de Valencia, de Córdoba, de Toledo, de Barcelona y de varias otras ciudades de Aragón y de Castilla. Aterrados con aquel degüello universal, los que quedaban con vida pedían a gritos el bautismo, único medio de librar sus gargantas de la cuchilla con que veían segar las de sus padres, esposas, hijos y deudos.

Varias eran las causas que habían ido preparando el ánimo del pueblo a perpetrar estos estragos y sangrientas ejecuciones. Primeramente el odio inveterado entre los hombres de las dos creencias, y el resentimiento tradicional de los cristianos hacia los que en otro tiempo habían favorecido a los destructores de su patria y a los enemigos de su fe: después las tiranías, exacciones, usuras, excesos y desmanes de todo género con que los judíos oprimían los pueblos como arrendadores, repartidores y recaudadores de los impuestos y rentas públicas que estaban siempre en sus manos: el sentimiento de verlos apoderados de los oficios más lucrativos, y la envidia de sus riquezas y de su prosperidad, dueños como eran de la industria y del comercio: las exhortaciones y provocaciones de los sacerdotes intolerantes o fanáticos.

Mas los que así abjuraban de la fe de sus padres en medio del abatimiento, del espanto o de la desesperación, a la vista de sus casas saqueadas, de sus familias asesinadas, de la carnicería y de la sangre que veían en derredor de sí, y repentinamente prometían abrazar otra religión o recibían el bautismo por evitar la muerte, no podían ser cristianos de corazón ni de convencimiento, y no lo eran, y volvían siempre que podían a las prácticas de su culto y a los ritos y ceremonias de su antigua creencia, más o menos oculta o públicamente, según que arreciaba o aflojaba la persecución y era más o menos inminente el peligro. Por otra parte, poseedores los judíos de la industria, de las artes y del comercio, conocedores y prácticos en la administración de la hacienda, abiertas siempre sus arcas a los reyes en los apuros del Estado, útiles como contribuyentes, aunque interesados y usurarios como prestamistas, y tiranos como repartidores y colectores, la destrucción de su fortuna era al mismo tiempo la destrucción de la industria, quedaban sin ocupación los numerosos telares de Sevilla y Toledo, dejaban de venir los productos y mercancías de Oriente y Occidente, las tiendas de las grandes ciudades quedaban desiertas, y las rentas de las iglesias y de la corona sufrían grande y visible disminución. Ellos, no obstante, procuraban reponerse de su quebranto a fuerza de paciencia, y se esforzaban por ganar a los próceres y magnates ofreciéndose a pagarles nuevos pechos y tributos, lo cual no impidió que siguieran promulgándose contra ellos ordenanzas tan duras como la de la reina doña Catalina en Valladolid (principios del siglo XV.) sobre el encerramiento de los judíos y de los moros, encaminada a obligarlos a vivir en barrios aparte, circundados de una muralla, aislarlos todo lo posible de los cristianos y evitar su trato y comunicación, privarlos de traficar y de ejercer oficios mecánicos, y en una palabra, cerrarles todos los caminos y reducirlos a la impotencia.

Vinieron a tal tiempo las fervorosas predicaciones de San Vicente Ferrer, que con su inspirada e irresistible elocuencia arrancaba al judaísmo los creyentes a millares, y hacia las milagrosas conversiones que en otra parte hemos apuntado. Uno de estos rabinos conversos, que se llamó Jerónimo de Santa Fe, de los más sabios doctores y talmudistas, se propuso sacar a los de su antigua secta de los errores en que él mismo había estado. A este fin convocó y abrió, de acuerdo con el papa Benito XIII. (Pedro de Luna), un congreso teológico en Tortosa, donde como en un palenque académico se discutieran todos los puntos en que se diferencian la religión de Jesucristo y la de Moisés, convidando a los más sabios judíos de España a que compareciesen allí a disputar y argüir con él. Abierta la discusión en aquella especie de certamen rabínico, el converso Jerónimo combatió con tan vigorosas razones las doctrinas del Talmud, que llevando la convicción a los entendimientos de sus antiguos correligionarios, de los catorce doctores que se sabe asistieron al congreso sólo dos permanecieron contumaces en sus errores. De sus resultas expidió Benito XIII. la célebre Bula de Valencia (1315), por la cual se mandaba entre otras cosas que no pudiera haber más de una sinagoga en cada población, que ningún judío pudiera ser médico, cirujano, tendero, droguero, proveedor, ni tener otro oficio alguno público, ni vender ni comprar viandas a los cristianos, ni hacer ni tener trato alguno con ellos, etc. Y mientras esto pasaba en los dominios de Aragón, en un concilio que contra ellos se celebraba en Zamora (Castilla) se derogaban todos los privilegios que hasta entonces habían asegurado la libertad individual y la propiedad de los judíos, se confiscaban las sinagogas levantadas en los últimos tiempos, se les prohibía también el ejercicio de la medicina, que era su gran recurso, y se establecían otros cánones no menos duros y opresivos.

Todavía tuvo un respiro la desventurada raza en el reinado de don Juan II. Este monarca, amante de los hombres de letras como Alfonso el Sabio, quiso como él dispensar protección a los hebreos, a pesar del odio popular y de las reclamaciones de las cortes, y atrevióse a dar en Arévalo una pragmática (6 de abril, 1443), por la cual ponía bajo su guarda y seguro, como cosa suya y de su cámara, a los hijos de Israel: último y pasajero alivio que experimentó la familia proscrita. Pronto comenzó otra vez la reacción. El sacrilegio de la hostia cometido por un judío en Segovia costó a muchos rabinos de aquella ciudad ser arrastrados, ahorcados y descuartizados. Para mayor desgracia suya, los ilustres conversos Pablo de Santa María, Alfonso de Cartagena, Fr. Alfonso de Espina y otros de los que habían abrazado el cristianismo, eran los que concitaban más las pasiones populares contra sus antiguos correligionarios, y las canonizaban con su ejemplo. En el principio del reinado de don Enrique el Impotente fueron los judíos el blanco de la saña de los revoltosos y el objeto en que descargaban todas las iras. En 1460 los magnates rebeldes ponían por condición al rey que echase de su servicio y de sus estados los judíos y moros que manchaban la religión y corrompían las costumbres. La reacción estaba preparada, los combustibles se habían ido hacinando, y un crimen que cometieron o que se atribuyó a aquellos hombres desesperados, fue la chispa que encendió la llama de la más ruda y sangrienta persecución.

Cuéntase que en un día de la pasión del Señor los judíos de Sepúlveda se apoderaron de un niño, y llevándole a un lugar retirado, después de haber ejecutado en él toda clase de malos tratamientos, acabaron por sacrificarle, parodiando la muerte dada por sus mayores al Salvador. Cierto o no el horroroso crimen, se divulgó por la población, el obispo de Ávila don Juan Arias instruyó el proceso y condenó a los acusados, haciendo llevar a Segovia diez y seis de los que aparecían más culpables, de los cuales unos murieron en el fuego, otros arrastrados y ahorcados. El castigo no satisfizo el furor popular; los moradores de Sepúlveda juraron el exterminio de los impíos israelitas, entraban en sus casas y los inmolaban con rabioso frenesí. Los que huían a otras poblaciones no encontraban asilo en ninguna, porque en todas se habían hecho correr noticias de anécdotas y casos parecidos al del niño de Sepúlveda. Los cristianos se creyeron obligados a matar judíos, y por todas partes se renovaron los tumultos que un siglo antes habían hecho correr la sangre de los hijos de Judá por las calles de Sevilla, de Toledo, de Burgos, de Valencia, de Tudela y de Barcelona. Las ciudades de Andalucía tomaron las armas para acabar con los descendientes de Israel, y su ejemplo fue pronto imitado por los castellanos. Ya no se perseguía como antes solamente a los judíos contumaces; el odio se extendió también a los convertidos, a quienes hasta entonces no solo se había respetado, sino que se los había favorecido con privilegios, con empleos, con altas dignidades eclesiásticas. A todos se miraba ya con recelo, y se les armaban asechanzas. Decíase, tal vez con verdad de muchos, tal vez sin razón de otros, que fingiéndose de público cristianos, practicaban en secreto los ritos y ceremonias de su antiguo culto. Añadíase que observaban la pascua, que comían carne en la cuaresma, que se abstenían de la de puerco, que enviaban aceite para llenar las lámparas de las sinagogas, que seducían las vírgenes de los claustros, que repugnaban llevar sus hijos a bautizar, o si los llevaban, los limpiaban al volver a su casa, y propagabanse otras voces semejantes, aún de hechos pequeños y pueriles, pero muy propios para exaltar el fanatismo del pueblo.

Tal es en compendio la historia, tales fueron las vicisitudes, y tal era la situación de los judíos de España, y en tal estado se hallaba el espíritu y la opinión popular en Castilla relativamente a la raza judaica, cuando Isabel I. de Castilla y Fernando II. de Aragón ocuparon juntos el trono castellano..

Sentados estos antecedentes, sin los cuales no creemos posible juzgar con acierto de las causas que impulsaron a los unos a aconsejar, a los otros a decretar el establecimiento de la nueva Inquisición, veamos ahora por qué trámites se verificó la creación de este famoso tribunal hecha por los monarcas cuyo reinado examinamos..

III.—Diez años antes de la muerte de Enrique IV. y de la proclamación de la reina Isabel hubo ya proyecto y tentativa de establecer la Inquisición en Castilla. En la concordia de Medina del Campo celebrada entre los delegados del rey don Enrique y los de los grandes del reino (1464-65), en que se hicieron unas ordenanzas generales para el gobierno en todos los ramos de la administración, ordenanzas que no se pusieron en ejecución por la causa que en la historia de aquel reinado expusimos, se encuentran algunos capítulos en que se trató de formar una inquisición para la averiguación y castigos de los malos cristianos y de los herejes o sospechosos en la fe, si bien encomendando este cargo y oficio a los arzobispos y obispos del reino como a naturales jueces en los asuntos, causas y delitos contra la religión..

No hallamos que desde entonces se volviera a proponer o pedir el establecimiento del tribunal, por más que la ojeriza y el encarnizamiento contra los judíos fuera creciendo cada día en los términos que antes hemos expresado, hasta 1477, en que ya un inquisidor siciliano que vino a Sevilla, ya el nuncio del papa en la corte española, Niccolo Franco, ya el prior de los dominicos de Sevilla, Fr. Alfonso deOjeda, representaron a los reyes Fernando e Isabel la conveniencia y ventajas de un tribunal semejante a la Inquisición antigua, para inquirir, reprimir y castigar los cristianos nuevos que apostataban y volvían a judaizar, y de quienes se contaban multitud de abominaciones, irreverencias y profanaciones del género de las que hemos referido. Encontraba el consejo un obstáculo en el carácter dulce y en el corazón generoso y benigno de la reina Isabel. Mas por otra parte, llena de celo religioso, educada en las máximas y sentimientos de devoción y de piedad, amante de la pureza de la fe, y dispuesta a ejecutar lo que varones respetables le representaban como una obligación de conciencia, condescendió en que se solicitase una bula del papa para el objeto que le proponían, bula que Sixto IV. otorgó con gusto de noviembre, 1478), concediendo facultad a los reyes para elegir tres prelados, u otros eclesiásticos doctores o licenciados, de buena vida y costumbres, para que inquiriesen y procediesen contra los herejes y apóstatas de sus reinos conforme a derecho y costumbres.

Todavía sin embargo hizo Isabel suspender la ejecución de la bula pontificia hasta ver si por medios más suaves se alcanzaba a remediar los males que se lamentaban. Digno intérprete de sus sentimientos el venerable arzobispo de Sevilla don Pedro de Mendoza, cardenal de España, compuso e hizo circular por su arzobispado un catecismo de doctrina cristiana acomodado a las circunstancias, y recomendó a los párrocos explicasen con frecuencia a los cristianos nuevos la verdadera doctrina del Evangelio. Encargaron igualmente los reyes a otros varones piadosos y doctos que en público y en particular informasen, predicasen, exhortasen y trabajasen por reducir aquellas gentes a la fe. En tal estado un judío imprudente o fanático escribió un libro contra la religión cristiana y censurando las providencias de los reyes (1480). La aparición de este escrito excitó sin duda más y exacerbó el odio popular contra los judíos, y tal vez dio ocasión o pretexto al prior de los dominicos de Sevilla, Fr. Alfonso de Ojeda, al provisor don Pedro de Solís, al asistente don Diego de Merlo, y al secretario del rey don Fernando don Pedro Martínez Camoño, para persuadir a los reyes de la insuficiencia de las medidas benignas, y de la necesidad de emplear medios rigurosos. No era menester tanto para convencer al rey como a la reina, pero al fin, consultado por Isabel el cardenal de España y otros varones a quienes tenía por doctos y piadosos, se resolvió a poner en ejecución la bula pontificia, y hallándose los monarcas en Medina del Campo nombraron primeros inquisidores (17 de setiembre, 1480) a dos frailes dominicos, Fr. Miguel Morillo y Fr. Juan de San Martín, juntamente con otros dos eclesiásticos, como asesor el uno y como fiscal el otro, facultándoles para establecer la Inquisición en Sevilla, y librando reales cédulas a los gobernadores y autoridades de la provincia para que les facilitasen todo género de auxilios y cuanto necesitasen para el ejercicio de su ministerio. Primer paso, hijo de un error de entendimiento dela ilustrada y bondadosa Isabel, cuyas consecuencias no previó, y cuyos resultados habían de ser tan fatales para España..

Los nuevos inquisidores, que se establecieron en el convento de San Pablo de Sevilla, si bien no tardaron en trasladarse a la fortaleza de Triana en 1481., comenzaron a ejercer sus funciones publicando por todas las ciudades y pueblos del reino un edicto que llamaron de gracia, exhortando a todos los que hubiesen apostatado o incurrido en delitos contra la fe, a que dentro de cierto plazo se denunciaran y los confesaran a los inquisidores para que estos los reconciliaran con la iglesia, pasado cuyo término se procedería contra ellos con todo el rigor de derecho. En virtud de este edicto se presentaron a confesar y pedir perdón de sus errores hasta diez y siete mil personas entre hombres y mujeres, a los cuales se absolvía imponiendo a cada cual la penitencia que se creía correspondiente a sus pecados o excesos. Trascurrido el término, se publicó otro edicto mandando bajo la pena de excomunión mayor delatar las personas de quienes se supiese o sospechase haber incurrido en el crimen de judaísmo o de herejía, con arreglo a un interrogatorio, en que principalmente se señalaban las prácticas, costumbres y ceremonias judaicas, muchas de ellas al parecer insignificantes y pueriles. El resultado de este segundo edicto, y de las delaciones y procesos que le siguieron, fue entregar a la justicia seglar para ser quemados en persona en el resto de aquel año y el siguiente hasta dos mil judaizantes, hombres y mujeres; muchos otros fueron quemados en estatua; a muchos más se los condenó a penitencia pública, a infamia, a cárcel perpetua, y a otras penas no menos rigurosas. Se mandó sacar de las sepulturas los huesos de los que se averiguó haber judaizado en vida, para quemarlos públicamente: se inhabilitó a los hijos de estos para obtener oficios y beneficios, y los bienes de los sentenciados fueron aplicados al fisco. Muchos de los de aquel linaje, temerosos de que los alcanzara la persecución y el castigo, abandonaron sus casas y haciendas, y huyeron aterrados a Portugal, a Navarra, a Francia, a Italia y a otros reinos, siendo tal la emigración que solamente en Andalucía quedaron vacías de cuatro a cinco mil casas.. Para el castigo de hoguera se levantó en Sevilla en el campo de Tablada un cadalso de piedra, a que se dio el nombre de Quemadero, que duró hasta el siglo presente, a cuyos cuatro ángulos había cuatro estatuas de yeso que llamaban los cuatro Profetas.

Algunos parientes de los condenados y de los presos, y otros de los quemados en efigie se quejaron al papa de la injusticia de los procedimientos de los inquisidores. El pontífice amenazó hasta con privarlos de oficio porque no se sujetaban a las reglas del derecho, mas no lo hizo por consideración al nombramiento que tenían de los reyes. Y luego prosiguió expidiendo bulas, ya aumentando el número de inquisidores (1482), ya nombrando juez único de apelaciones en las causas de fe al arzobispo de Sevilla don Íñigo Manrique. ya dando instrucciones a los arzobispos y obispos, hasta que en 1483 (2 de agosto) expidió un breve nombrando inquisidor general de la corona de Castilla a Fray Tomás de Torquemada, prior del convento de dominicos de Segovia, cuyo nombramiento hizo extensivo más adelante (17 de octubre) a la corona de Aragón.. No podía haber recaído la elección en persona más adusta y severa, y de más energía y actividad. Torquemada procedió desde luego a la creación de cuatro tribunales subalternos en Sevilla, Córdoba, Jaén y Ciudad Real; éste último se trasladó muy pronto a Toledo: y tomó dos asesores jurisconsultos, que fueron Juan Gutiérrez de Chaves y Tristán de Medina. Entonces los reyes Fernando e Isabel tuvieron por conveniente crear un Consejo real, que se llamó el Consejo de la Suprema, compuesto del inquisidor general, como presidente nato, y de otros tres eclesiásticos, dos de ellos doctores en leyes, así para asegurar los intereses de la corona en las confiscaciones, como para que velasen por la conservación de la jurisdicción real y civil, a los cuales se dio voto decisivo en todos los asuntos pertenecientes a la potestad real y temporal, pero consultivo solamente en los que pertenecían a la espiritual, los cuales quedaban sometidos al inquisidor general por las bulas pontificias. Esto fue lo que dio origen a tantas controversias entre los inquisidores generales y los consejeros de la Suprema, y a las invasiones de la Inquisición en los poderes temporales que la historia nos irá demostrando.

Pensó también desde luego Torquemada en formar unas constituciones para el gobierno del tribunal de la Inquisición, y así lo encargó a sus dos asesores, con presencia del manual de la Inquisición antigua recopilado en el siglo XIV. por Eymerich, y procurando acomodarlas a las circunstancias de los tiempos. Formadas aquellas, y convocada una junta general de inquisidores y consejeros en Sevilla (1484), con asistencia de los asesores, quedaron reconocidas y establecidas las Instrucciones, que fueron como las leyes orgánicas del tribunal del Santo Oficio, y de esta manera se constituyó y organizó en Castilla la Inquisición moderna, de que tantas veces tendremos la triste necesidad de hablar en el discurso de nuestra historia, y que por espacio de tres siglos ejerció sus rigores en los vastos dominios de nuestra España..

Alguna más resistencia encontró su establecimiento en Aragón. Allí donde parece que deberían estar más acostumbrados, o por lo menos conservarse más los recuerdos de la Inquisición antigua del siglo XIII., fue precisamente donde se recibió la moderna con menos sumisión y docilidad que en Castilla. De resultas de una junta que se tuvo en Tarazona (abril, 1484), cuando el rey don Fernando celebró en aquella ciudad sus cortes de aragoneses, el inquisidor general fray Tomás de Torquemada nombró inquisidores apostólicos para los reinos de Aragón y Valencia, siendo los nombrados para el primero el dominico fray Gaspar Inglar, y el doctor Pedro Arbués, canónigo de Zaragoza. Y en la junta general de inquisidores celebrada en Sevilla (noviembre), en que se aprobaron las instrucciones y se determinó el modo de proceder en las causas de fe, se nombraron los oficiales necesarios para el tribunal de Aragón, y se estableció el Santo Oficio en Zaragoza, previo juramento que se tomó al Justicia, diputados y altos funcionarios del reino de que prestarían todo auxilio y favor a los inquisidores, denunciarían los herejes o sus fautores, guardarían y harían guardar la santa fe católica, etc. Pero había en Aragón muchos cristianos nuevos, muchos descendientes de judíos, en más o menos inmediato grado, gente rica y emparentada con familias nobles, los cuales, temerosos de correr la misma suerte que los de Castilla, comenzaron a alborotarse a fin de estorbar el ejercicio de la Inquisición, representándole como contrario a las libertades del reino. Dos cosas, decían, se oponen a los fueros de Aragón, la confiscación de bienes por delitos contra la fe, y la ocultación de los nombres de los testigos que deponen contra los acusados: «dos cosas muy nuevas, y nunca usadas y muy perjudiciales al reino.».

Muchos caballeros y gente principal se adhirieron a los que así pensaban, y se preparaban a la resistencia. Fijábanse principalmente en lo de impedir la confiscación, sin lo cual suponían que no podría sostenerse el tribunal. Tuvieron al efecto diversas reuniones, invirtieron largas sumas de dinero, así para repartir entre los conversos como para enviar a Roma y a la corte del rey, trabajaron por inducir a la reina a que quitase lo de la confiscación, insistían en que se proveyese la inhibición del oficio del Justicia, lograron que a la voz de libertad se congregasen los cuatro estados del reino en la sala de la diputación como en causa universal que tocaba a todos, enviaron embajadores al rey, impidieron la entrada a los inquisidores que en aquel tiempo habían sido enviados a Teruel, y organizaron de cuantos modos pudieron la resistencia. Pero todos sus propósitos y tentativas se estrellaban en la voluntad firme y resuelta del rey, que desde Sevilla mandaba a los inquisidores aragoneses (febrero, 1485) que usasen de su jurisdicción apostólica conforme les tenía ordenado, y procediesen al castigo de los herejes judaizantes. No les sirvió a los conjurados ni seguir derramando caudales para engrosar su partido, queriendo darle un carácter de resistencia nacional a los que suponían atropellar sus fueros, ni tener en la corte del rey, que a tal tiempo se había trasladado a Córdoba, personas encargadas de entenderse y tratar con sus privados y ministros. Viendo la inutilidad de sus gestiones y diligencias por aquel camino, resolvieron emplear otro medio, que les pareció el más eficaz, pero también el más violento y el más contrario a la moral y el más impropio de gente noble y honrada, que fue el de asesinar dos o tres inquisidores, persuadidos de que con tal ejemplar y escarmiento no habría quien se atreviera a tomar y ejercer el oficio de inquisidor. Al efecto buscaron para ejecutores de su designio a hombres valientes, aviesos y desalmados, entre ellos a un Juan de la Abadía, conocido por sus hazañas de este género, y célebre entre los de su misma ralea, el cual se proporcionó los oportunos auxiliares entre la gente de su cuadrilla. Las víctimas escogidas eran el canónigo inquisidor Pedro Arbués, el asesor del Santo Oficio, y algún otro ministro del tribunal. Después de algunas juntas entre ellos, y después de haber intentado un día arrojar al río al asesor Martín de la Raga, lo que por un incidente no pudieron ejecutar, deliberaron matar cuanto antes al inquisidor Arbués en su misma casa, que la tenía dentro del recinto de la iglesia de la Seo. Intentáronlo una noche, mas como tuviesen que arrancar una reja que salía a la calle, fueron sentidos, y tuvieron que diferirlo para otra ocasión. Ala noche siguiente a la hora de maitines, entre doce y una, entraron en la iglesia en dos cuadrillas armados y disfrazados, y aguardaron con silencio en dos puestos a que entrara el inquisidor. Llegó éste por la puerta del claustro, con una linternilla en una mano y una asta corta de lanza en la otra, como quien sospechaba ya que había quien atentara a su vida, y según después se vio llevaba también una especie de cota de malla debajo de la sotana clerical, y un casquete de fierro en la cabeza oculto con el gorro. Colocóse debajo del púlpito a la parte de la epístola, y arrimando el asta al pilar se arrodilló ante el altar mayor (15 de setiembre, 1485). Acudieron los asesinos y le rodearon, dirigidos por Juan de la Abadía, y mientras los canónigos rezaban a coro los maitines, Vidal Durando le dio una cuchillada en el cuello, y Juan de Speraindeo le arremetió con su espada y le dio dos estocadas, dejándole por muerto tendido sobre las losas del templo. Huyeron los asesinos en la mayor turbación, acudió todo el clero, y se recogió el cuerpo del desventurado Arbués, que aún vivía, pero que entregó su espíritu a las veinte y cuatro horas..

La noticia de haberse cometido tan sacrílego crimen produjo en el pueblo el efecto contrario al que se habían propuesto los instigadores y perpetradores. Antes de amanecer corrían las calles grupos de gente gritando: ¡al fuego los conversos, que han muerto al inquisidor! y tuvo que salir el arzobispo de Zaragoza don Alfonso de Aragón, hijo natural del rey don Fernando, a caballo por las calles para impedir que pasasen a cuchillo a los principales judíos conversos. La reacción fue completa: nombrados nuevos inquisidores, se fijó el tribunal del Santo Oficio en el palacio de la Aljafería, como en señal de estar bajo la salvaguardia real. Procedióse activamente contra los autores y cómplices de estos asesinatos, y los más fueron habidos y juzgados como fautores de herejes o como sospechosos, e impedientes del Santo Oficio, relajados a la justicia secular en varios autos de fe, y sentenciados a la pena de fuego. Muchos fueron sumidos por largo tiempo en calabozos, y apenas hubo familia que no sufriera el bochorno de ver salir algún individuo suyo con el hábito infamante de penitenciado, por delito o por sospecha de complicidad. En cuanto a Pedro Arbués, erigiósele un magnífico mausoleo, hiciéronsele exequias solemnes como a un varón santo, la iglesia le colocó después en el número de los santos mártires, y como a tal sigue dandosele culto en España.

De este modo quedó establecida la Inquisición moderna en Castilla y en Aragón. Las formas que se fueron introduciendo y adoptando en los procedimientos, los privilegios que se fueron concediendo a los inquisidores, el influjo y poder que alcanzaron, las invasiones que hicieron en la jurisdicción real y civil, las luchas que esto produjo entre las potestades eclesiástica y temporal, las modificaciones y vicisitudes que la institución fue recibiendo, la influencia que el Santo Oficio ejerció en la condición social de España, el número de sentenciados, penados y penitenciados que sufrieron los rigores del adusto tribunal en sus diferentes épocas, las ventajas o los inconvenientes, los bienes o los males que resultaron de la institución a las costumbres, a la moral, a la religión, a la política, a las letras, a las artes, a los conocimientos humanos y a la civilización en general, los iremos viendo y notando en el discurso de nuestra historia. El objeto del presente capítulo ha sido solo exponer el principio, el progreso y el carácter de la Inquisición antigua, el estado de las ideas religiosas en España en los tiempos que precedieron a la época que examinamos, la suerte que habían ido corriendo los enemigos de la fe católica, la opinión pública respecto a ellos, las causas y antecedentes que motivaron la creación de la Inquisición moderna, y por qué trámites, modos y formas quedó establecida en España.

Volvamos ahora la vista a otro campo más halagüeño, donde al tiempo que esto acontecía recogían ya gloriosos y no escasos laureles así los dos monarcas que un venturoso lazo había unido, como los valerosos campeones castellanos y aragoneses, los prelados, los magnates, los pueblos y la nación entera.

(Lafuente, M., Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días,  TOMO III, PARTE II (Libro IV) [LOS REYES CATÓLICOS])

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El origen de la sociedad

Esta discusión sobre las primeras fases de la sociedad humana considera los hechos que tuvieron lugar hace un millón de años, en lugares no específicamente determinados, bajo circunstancias que son fruto únicamente de la especulación razonada. Es, por tanto, un ejercicio de inferencia, no de observación. Esto significa yuxtaponer la vida social de nuestros parientes más próximos: los monos y los simios, por un lado, y la organización de las sociedades primitivas conocidas, por otro. La distancia entre ambas formas de vida se salva  con el trabajo del intelecto. Ningún primate vivo se puede igualar directamente con el verdadero antepasado simio del hombre, así como ningún pueblo contemporáneo primitivo es idéntico, desde el punto de vista cultural, a nuestros antepasados. En ambas instancias sólo es posible seleccionar los rasgos sociales generales, en detrimento de los particulares y los específicos, con vistas a la comparación histórica. Por  lo que respecta a los primates, se debe confiar básicamente en los pocos trabajos de campo llevados a cabo con los grupos que viven en régimen de libertad, y en ciertos estudios pioneros sobre animales que viven en cautividad. Se trata de los monos antropomorfos, sobre todo, los gibones y los chimpancés (que son los más cercanos al hombre), y también de los monos del Viejo y del Nuevo mundo. En cuanto a los hombres, las sociedades contemporáneas más próximas a la condición cultural de las sociedades primitivas son los cazadores-recolectores, pueblos pre-agrícolas, cuyo modo de vida depende básicamente de la recolección de alimentos silvestres. Este orden cultural fue característico de la Edad de Piedra, cuya antigüedad comprende entre un millón y  unos 15 o 10000 años aproximadamente.

La solvencia del procedimiento comparativo que viene a equiparar a los pueblos cazadores-recolectores modernos con los protagonistas reales de la Edad de Piedra se ve reforzada por la extraordinaria consonancia social observada entre estos pueblos, a pesar de que históricamente están tan separados unos de otros como lo está la Edad de Piedra de los tiempos modernos.  Algunos de estos pueblos  son los aborígenes australianos, los bosquimanos de Sudáfrica, los isleños andamaneses, los shoshones del Gran Cañón, los esquimales y los grupos de pigmeos de Africa, Malasia y las Islas Filipinas.

La comparación de la sociología de los primates con los hallazgos de la investigación antropológica sugieren de inmediato una conclusión sorprendente: el modo en que los hombres actúan, y probablemente han actuado siempre, no es la expresión de una naturaleza humana inmanente. Hay una diferencia considerable, más aún, una oposición total, entre las sociedades humanas más rudimentarias y los grupos de primates subhumanos más avanzados. Tal discontinuidad implica que la emergencia de la sociedad humana supuso la represión de la condición primate del hombre, en lugar de su manifestación directa. La vida social humana no está determinada biológica, sino culturalmente.

La afirmación según la cual la conducta social de los simios es forzosamente innata y no depende del aprendizaje no implica difamación alguna de estos animales. Con toda claridad hay que decir que es un producto de su naturaleza, de las necesidades y reacciones propiamente animales, de los procesos fisiológicos y de las respuestas psicológicas.

Su vida social varía, por tanto, de forma directa, en función de la constitución orgánica del individuo y de la horda. En un medio estable las características de una especie determinada de primates subhumanos se mantienen estables, mientras no se produzcan variaciones orgánicas en la especie como tal. En cambio, en las organizaciones sociales humanas no sucede así. Los hombres formamos una sola especie, pero nuestros ordenamientos sociales crecen y divergen unos de otros, aún cuando el medio se mantenga estable, y todo ello sucede con independencia de las ligeras diferencias biológicas (raciales) que se dan entre pueblos diferentes.

Esta liberación de la sociedad humana del control biológico directo fue su gran fuerza evolutiva. La cultura salvó al primer hombre, le proporcionó abrigo, alimento y bienestar. En nuestra época ha sido posible apilar una vivienda sobre otra en grandes edificios sociales capaces de garantizar la supervivencia de millones de personas. Pero lo más llamativo de la suplantación que la cultura ha hecho de la evolución biológica reside en que, al hacer esto, se opuso frontalmente a la naturaleza primate del hombre en muchos terrenos y trató de sojuzgarla. Resulta extraordinario el hecho de que las inclinaciones simiescas del hombre son, con frecuencia, una fuente de conflictos para la vida social, y que en lugar de constituir un fundamento sólido de la misma, contribuyen a debilitarla.

La batalla decisiva entre la cultura primitiva y la naturaleza humana se ha debido librar en el terreno de la sexualidad primate. La poderosa atracción social del sexo fue el mayor impulso de la sociabilidad de los primates subhumanos. Esto ha sido admitido así hace ya tiempo. Pero quien hizo de la sexualidad el asunto central de la sociología de los primates fue el anatomista inglés Sir S. Zuckerman, cuyo interés por la materia se produjo a partir de la observación de la conducta casi depravada de los babuinos de los zoológicos. Estos primates subhumanos están disponibles para aparearse en todas las estaciones y, aunque las hembras muestran una receptividad acusada en el punto medio del ciclo menstrual, son a menudo capaces de tener una actividad sexual en otras ocasiones. Es muy significativo, de cara a la evaluación de su papel histórico, destacar que el sexo durante todo el año está asociado a la vida social heterosexual durante todo el año en los primates superiores. En otros mamíferos la actividad sexual queda confinada comparativamente, con frecuencia,  al corto período de la reproducción.

Hay, por supuesto, otras actividades sociales importantes dentro de  la horda primate subhumana. La existencia del grupo confiere ventajas tales como la defensa frente a los depredadores, ventajas que trascienden la gratificación de las necesidades eróticas. Desde una perspectiva evolutiva, la sexualidad intensa  y de larga duración del individuo primate es el complemento histórico de las ventajas de la horda primitiva. Por otra parte, al considerar la sexualidad primate subhumana no hay que centrar la atención exclusivamente en el acto del coito. Parece cada vez más evidente que ciertos monos del Viejo y del Nuevo Mundo: los babuinos, los monos rhesus y los monos japoneses, muy cercanos entre sí, pasan por períodos en que se reduce su capacidad reproductora, sin que cese, por ello, su vida dentro de  la horda. En cualquier caso, el sexo interviene en las relaciones sociales de los primates subhumanos en variedad de formas, y la cópula es sólo una de ellas. El acto sexual de montar a la hembra implica una posición de dominio que nace de la competencia crónica por el alimento, las hembras y otros objetos deseables. El sexo es además un elemento cotidiano del juego de los jóvenes; de hecho, las hembras de los primates superiores son las únicas de todo el reino de los mamíferos que reproducen el patrón de conducta sexual de los adultos antes de la pubertad. El rasgo tan familiar entre los primates del aseo mutuo: la acción de quitar y lamer los parásitos y otros objetos de la piel del otro, resulta ser a menudo una actividad sexual secundaria. El sexo es mucho más que una fuerza de atracción entre los adultos machos y las hembras adultas, ya que se da también entre los jóvenes y entre individuos del mismo sexo. El término más adecuado para designar estos actos no es el de promiscuidad, sino el de indiscriminación. Y si bien podríamos considerar como perversiones algunas de esas conductas, todas, son aceptables socialmente para los monos y los simios.

El sexo no es siempre beneficioso para la vida social de los primates. La competencia por las hembras, por ejemplo, puede conducir a una disputa feroz y, a veces, letal. Este rasgo de la sexualidad de los primates es el que hizo que la cultura primitiva frenara y reprimiera el sexo.  El primate humano emergente, inmerso en una lucha a muerte con la naturaleza por la supervivencia, no podía permitirse el lujo de mantener además una lucha  social. La cooperación era esencial, no así la competencia. De este modo, la cultura puso a la sexualidad bajo su control. Más aún, el sexo fue sometido a reglas, reglas tales como el tabú del incesto, que actuaron al servicio de las relaciones de parentesco basadas en la cooperación. Entre los primates subhumanos el sexo organizó la sociedad; las costumbres de los cazadores-recolectores testifican de forma elocuente que fue la sociedad la que ordenó el sexo, en interés de la adaptación económica del grupo.

La evolución de la fisiología del sexo suministró una base para la reorganización cultural de la vida social. Como ha señalado F. Beach, profesor de la Universidad de Yale, la emancipación progresiva de la sexualidad del control hormonal atraviesa todo el orden primate. Esta tendencia culmina en los seres humanos, en los cuales el sexo está más controlado por la mente -el cortex cerebral- que por las glándulas. De este modo, llega a ser posible regular el sexo por medio de reglas morales y subordinarlo a fines colectivos más altos. La represión consecuente de la sexualidad primate presente en el hombre ha adoptado formas sorprendentes tanto en las sociedades primitivas como en las más avanzadas. En toda sociedad humana el sexo está sujeto a  tabúes de varias clases: a propósito del tiempo, el lugar (sólo el animal humano busca la intimidad), el sexo y la edad de la pareja, la referencia al sexo en determinados contextos sociales, la exhibición de los genitales -sobre todo en las mujeres-, la cohabitación durante la realización de determinadas actividades de interés social y cultural, como la guerra, las ceremonias e incluso la preparación de la cerveza. Con todo, es preciso hacer notar que la represión del sexo en favor de otros fines es una batalla que, aunque ha sido ganada por la especie, todavía hoy se está librando en el terreno individual. En la famosa alegoría de S. Freud, el conflicto entre el ¨ello¨ egoista y libidinoso y el  ¨super-yo¨ consciente reproduce el desarrollo de la cultura que tuvo lugar en un pasado remoto.

El fin de muchos de estos tabúes es claro: la fascinación desconcertante del sexo y sus consecuencias potencialmente perturbadoras tenían que ser eliminadas de las actividades sociales importantes. Por eso se puede afirmar que el tabú del incesto es el guardián de la armonía y la solidaridad dentro de la familia, algo central para la sociedad de cazadores-recolectores, dado que para ellos la familia es el grupo económico fundamental. Al mismo tiempo, la prohibición de relaciones sexuales y matrimoniales entre parientes próximos obliga por fuerza a las familias a la formación de alianzas, lo cual contribuye a expandir el parentesco y la red de ayudas entre unos y otros.

Se ha dicho que el parentesco, en su faceta económica de cooperación, se convirtió en el programa de la sociedad primitiva humana. El  ¨parentesco¨ es aquí una forma cultural, no un hecho biológico. Los simios, por supuesto, están emparentados genéticamente unos con otros, pero no tienen nombres, ni pueden nombrar y distinguir a sus parientes y no usan el parentesco como una organización simbólica de la conducta. Por otra parte, el parentesco cultural no tiene virtualmente nada que ver con la relación biológica. Nadie puede estar, pongamos por caso, absolutamente seguro de quien es su padre biológico, pero en todas las sociedades humanas  la paternidad es un status social fundamental.  Casi todas las sociedades hacen suya, implícita o explícitamente, la máxima del código napoleónico que dice: el  padre del niño es el marido de la madre.

Muchos cazadores y recolectores llevan el parentesco a tal extremo que no deja de ser algo curioso para nosotros. Siguiendo un mecanismo técnicamente conocido como parentesco clasificatorio, estos pueblos ignoran las diferencias genealógicas entre parientes colaterales y lineales en determinados puntos, dado que al referirse a ellos utilizan los mismos términos y adoptan la misma conducta social. Así, el hermano de mi padre puede ser ¨padre¨ para mí y yo actúo en consecuencia.  La misma lógica utilizada para los parientes cercanos se puede extender de forma indefinida: el hijo del hermano de mi padre es mi ¨hermano¨, el hermano de mi abuelo es mi ¨abuelo¨, su hijo es mi ¨padre¨, el hijo de éste, mi ¨hermano¨ y así sucesivamente.  Según el comentario de un observador de los aborígenes australianos: ¨Es imposible que un australiano nativo tenga algo que ver con alguien que no sea  pariente suyo, de una clase o de otra, cercano o lejano.¨

La horda primate subhumana varía de tamaño según las diferentes especies, oscilando entre los cien individuos de ciertos grupos de monos del Viejo Mundo y los diez entre los monos antropomorfos. La horda puede permanecer unida todo el tiempo o dividirse durante el dia, alimentándose en grupos reducidos de distinto tipo: parejas de machos y hembras, hembras acompañadas de sus hijos, o machos solos, y volver a reunirse al  llegar la noche en los lugares de descanso. Los monos suelen tender a la dispersión con más frecuencia que los simios.

Normalmente en las hordas de primates hay más hembras que machos adultos, como es el caso de los monos aulladores, donde son tres veces más numerosas. Esto puede ser debido, en parte, a que las hembras alcanzan la madurez más deprisa, por término medio. También puede reflejar la eliminación de algunos machos como resultado de las rivalidades surgidas por la adquisición de las hembras. Pero no es la muerte lo que les sobreviene necesariamente a estos machos perdedores, sino una vida solitaria fuera de la horda o en sus inmediaciones, de la que tratan de escapar tratando en todo momento de formar parte de algún grupo y de obtener parejas.

La emancipación creciente del sexo del control hormonal en los primates, como ha señalado Beach, ha ido de la mano con la evolución del apareamiento promiscuo y la formación de parejas heterosexuales estables y exclusivas entre animales específicos. En ciertos grupos de monos del Nuevo Mundo las hembras y sus hijos forman una comunidad separada de la horda y sólo cuando la hembra está en celo la abandona para buscar pareja. La hembra no llega a estar unida a un macho determinado, sino que pasa de uno a otro después de dejarlos agotados sucesivamente. La horda de los monos Rhesus del Viejo Mundo es similar a aquélla, como también lo son las relaciones sexuales, si bien aquí la hembra receptiva es poseída en primer lugar por los machos dominantes, lo cual representa un paso hacia la exclusividad. En los gibones antropoides la tendencia a la exclusividad se ha desarrollado de forma completa: la horda entera está compuesta comúnmente por un macho adulto, una hembra consorte estable  y sus hijos respectivos. Hasta la fecha  no es posible, sin embargo, establecer de forma segura e inequívoca que semejante cambio progresivo atraviese todo el orden de los  primates. Lo que sí parece claro es que los primates superiores subhumanos prefiguran la familia humana con mucha más fuerza que los primates inferiores.

La horda de primates es un grupo social cerrado. Cada horda posee un territorio, y los grupos locales de la mayoría de las especies lo defienden (el territorio o los árboles) de las intrusiones de otros grupos de su misma especie. La relación habitual entre las hordas que están próximas es de enemistad, sobre todo, según parece, cuando el alimento escasea. Las fronteras son puntos de desviación social y el contacto entre los grupos vecinos consiste, a menudo, en  gritos beligerantes, cuando no desembocan en estallidos de violencia asesina.

Las relaciones territoriales entre las bandas (un término técnico que se usa para referirse al grupo social cohesionado) de los cazadores-recolectores nos ofrecen un contraste significativo. El territorio de la banda no es nunca de uso exclusivo suyo. Los individuos y las familias pueden cambiar de un grupo a otro, sobre todo en aquellos hábitats cuyos recursos alimenticios varían de un año a otro y de un lugar a otro. Además, la hospitalidad y las visitas entre las bandas se deben, en buena medida, a razones puramente sociales y ceremoniales. Las bandas gozan de autonomía política, pero circula una noción general de tribalismo entre las que son vecinas que se sustenta en la semejanza de la lengua y las costumbres y además  en la colaboración social. Estas ideas se hallan reforzadas de un modo importante por el parentesco y la regulación cultural del sexo y el matrimonio. En todos los  supervivientes modernos de la Edad de Piedra está prohibido el matrimonio entre parientes próximos, mientras que el matrimonio fuera de la banda se estima, cuando menos, como el preferido, y a veces como moralmente aconsejable. De este modo, los lazos de parentesco creados llegan a ser los canales sociales de ayuda y solidaridad recíprocas que conectan a las bandas entre sí. No parece injustificada la afirmación de que la capacidad humana de extender el parentesco fue una condición social necesaria para el despliegue del hombre primitivo por las grandes dimensiones del planeta.

Otra consecuencia  del parentesco entre bandas, que merece subrayarse, es el carácter  infrecuente de la guerra en los pueblos cazadores-recolectores. Difícilmente podría darse un conflicto bélico de largo alcance, por razones técnicas y logísticas. Pero, más aún, la contención de la guerra tiene que ver con la omnipresencia de una relación social, como el parentesco, que en las sociedades primitivas, a menudo, es sinónimo de ¨paz¨.  La célebre utopía de Hobbes de ¨la guerra de todos contra todos¨, propia del hombre en estado natural,  no podía estar más lejos de la verdad. La guerra aumenta en intensidad, derramamiento de sangre, duración e importancia para la superviviencia de la sociedad con la evolución de la cultura, y culmina en la civilización moderna. De forma paradójica, la agresividad más cruel, que se considera vulgarmente la quintaesencia de la naturaleza humana, alcanza su punto culminante en unas condiciones humanas muy alejadas de las de los primeros tiempos. El contraste con  lo que se ha dicho de los bosquimanos no podría ser mayor, a saber, que ¨la guerra no forma parte de su naturaleza¨.

La familia es la única organización permanente dentro la banda y ésta es una agrupación de familias emparentadas entre sí, compuesta, por término medio, de unas 20 a 50 personas. Las bandas carecen de ley y de gobierno auténticos; las reglas de buena conducta  no son diferentes de las consagradas por la costumbre para relacionarse con los parientes. En cierto sentido, este sistema de reglas de etiqueta es más efectivo que la propia ley. El incumplimiento de  las mismas  supone una ofensa que debe ser castigada con sanciones que incluyen el ostracismo, el chismorreo y el ridículo.

La familia humana primitiva, a diferencia de la pareja de primates subhumanos, no se basa sólo en la atracción sexual. El sexo tiene fácil solución en la mayoría de las sociedades de bandas, tanto antes como fuera del matrimonio, y por sí solo no origina ni destruye la familia necesariamente. El mismo tabú del incesto implica que la familia humana no puede ser el resultado social de las inclinaciones eróticas. Más todavía, los derechos sexuales que el marido tiene con respecto a su mujer se pueden quedar a menudo en Un15_04suspenso cuando están en juego las relaciones amistosas con otros hombres, tal como sucede con la célebre costumbre de los esquimales del préstamo de la esposa. Este es,por cierto, sólo un mecanismo cultural entre muchos otros que se sirven del matrimonio y del sexo para la creación de alianzas sociales más grandes. De forma claramente opuesta  a lo que sucede en las uniones de primates subhumanos, que se originan y se sostienen  por  la violencia, el matrimonio en las sociedades de bandas es un medio para asegurar la paz. El adulterio y las disputas por las mujeres no son cosas desconocidas entre  los pueblos primitivos. Pero tales acciones son antisociales. En el mundo de los monos y los simios, sucesos similares a éstos, constituyen la fuente del orden social.

El matrimonio y la familia son instituciones demasiado importantes en la vida primitiva como para hacerlas depender de un suelo tan inestable como el ¨amor¨. La familia es la institución económica decisiva de la sociedad. Esta institución es para los pueblos cazadores-recolectores lo que fue el señorío para la Europa feudal, o el sistema corporativo de producción para el capitalismo. La familia es la organización productiva. La división principal del trabajo en la economía de la banda es la que hay entre hombres y mujeres. Los hombres se dedican a la caza y a la preparación de las armas de caza, las mujeres a la recolección de plantas silvestres y al cuidado de la casa y de los niños. El matrimonio es, pues, una alianza entre dos elementos esenciales de la producción. Estos factores se complementan mutuamente – los esquimales dicen que ¨un hombre es el cazador que su esposa ha hecho de él¨- y sellan la unión de ambos  al verse obligados a mantener relaciones maritales y familiares. Muchos antropólogos han sido testigos de que para la mentalidad de los nativos es mucho más importante saber cocinar y coser, o saber cazar, que la belleza de una futura esposa.

El papel económico del matrimonio primitivo es responsable de muchas de las características específicas de esta institución. En primer lugar, el estado civil de todo adulto es el de casado; uno no puede permitirse el lujo, económicamente hablando, de quedarse soltero. Por eso, el primate subhumano que lleva una vida solitaria no tiene equivalente en la banda. El número de esposas que puede tener un hombre en estas sociedades está limitado por consideraciones económicas. Un simio macho tiene tantas hembras como pueda conseguir y defender por sí mismo; un hombre no puede tener más esposas que las que puede mantener. De hecho, el matrimonio es, por lo general, monógamo en los pueblos cazadores y recolectores, aunque  no existen reglas que prohiban la poligamia. En tanto que reflejo de las compulsiones de la economía, la cultura ha alterado de forma dramática los apareamientos humanos y ha diferenciado la familia humana de sus análogos primates más cercanos.

Las relaciones jerárquicas de dominio y sumisión son propias de  la vida social  de los primates subhumanos. Tales relaciones surgen y se mantienen debido a la competencia crónica por las hembras, el alimento, tal vez,  y otras cosas apetecibles, que tiene lugar en todas las agrupaciones de monos y de simios. Las victorias sucesivas garantizan al animal dominante una serie de privilegios para el futuro; los subordinados, siguiendo una respuesta condicionada, abandonan o renuncian a todo lo que tenga valor. Según H.W. Nissen de los Laboratorios Yerkes de Biología de los Primates, ¨cuanto más grande es el animal, mayor es la cantidad de alimento que puede conseguir, cuanto más fuerte es el macho, más hembras le corresponden¨. En la mayoría de las especies los machos suelen dominar a las hembras, pero en ciertas especies de monos antropomorfos, como los Un9_05chimpancés y los gibones, sobre todo, suele suceder al revés. Hay que destacar una diferencia que parece darse en los subórdenes de primates, a propósito de lo que se ha llamado el atributo del poder: en los monos del Nuevo Mundo el poder es ¨débil¨; en los del Viejo Mundo llega a ser ¨áspero¨y ¨brutal¨; y en los simios, aunque aparenta ser grande, no surge, ni se mantiene de forma tan violenta. En todas las especies, sin embargo, el poder repercute en una variedad de actividades sociales, que incluyen tanto el juego, el aseo y las relaciones entre hordas, como el sexo y el alimento. Comparado con los primates subhumanos anteriores y con los desarrollos culturales posteriores, se puede decir que el poder  en los pueblos cazadores-recolectores primitivos se sitúa en su punto más bajo. La cultura es el ¨nivelador¨ más antiguo. Entre los animales capaces de comunicarse simbólicamente, los más débiles pueden siempre confabularse para derrocar a los fuertes. Por otra parte, los medios políticos y económicos de la tiranía están subdesarrollados en los pueblos primitivos.

Hay cierta continuidad evolutiva en la conducta dominante de los primates y los hombres primitivos; el liderazgo entre los cazadores-recolectores, tal como está, recae en los hombres. Con todo, la supremacía de los hombres, como un todo, en la banda no significa necesariamente la subordinación degradante de las mujeres en la casa. Una vez más, el arma del lenguaje articulado debe ser tenido en cuenta; el antropólogo danés K. Birket-Smith observa: ¨Un censo mostraría, sin duda, un porcentaje más alto de maridos calzonazos entre los esquimales que en un país civilizado (excepto, tal vez, los Estados Unidos!); la mayoría de los esquimales tienen un respeto hondamente arraigado por las lenguas de sus esposas¨. Los hombres que lideran la banda son los más sabios y los más viejos. Sin embargo, no se les respeta por su habilidad para incautar determinadas provisiones de alimentos deseados. Muy al contrario, el requisito necesario para tener prestigio es la generosidad; el hombre que más hace por la banda, el que se sacrifica más, será el más querido y respetado por el resto. La prueba indicadora del status entre los cazadores-recolectores es, por lo común, el reverso de lo que sucede con los monos y los simios; el asunto es quien regala, no quien se lo lleva. El segundo requisito del liderazgo es el conocimiento -conocimiento del ritual, de la tradición, de los movimientos de la caza, del terreno y de otras cosas que son necesarias para el control de la vida social. Por esto es por lo que los ancianos son respetados. En una sociedad estable ellos saben más cosas que el resto y estar ¨pasado de  moda¨ es una gran virtud.

El conocimiento, por sí solo, proporciona poco poder. Los jefes de una banda no pueden dar órdenes, tan solo consejos. Como dijo textualmente un jefe pigmeo del Congo a un antropólogo, no vale la pena dar órdenes, ¨pues nadie las cumpliría¨. La manera de referirse a los líderes de las bandas de cazadores-recolectores muestra de forma elocuente cuáles son sus poderes: El líder de los Shoshones es el ¨hablador¨ y su homólogo esquimal es ¨el que piensa¨. En la banda primitiva la familia es una comunidad más cohesionada y fuerte que la banda como un todo, y cada una de ellas es libre para gestionar sus propios asuntos. Según Berket-Smith: ¨No existen rangos o clases entre los esquimales, razón por la cual  deben renunciar a esa satisfacción que Thackeray llama el verdadero placer de la vida, la de relacionarse con los inferiores¨. Lo mismo puede decirse de las demás sociedades primitivas.

La nivelación del orden social que acompañó el desarrollo de la cultura guarda relación con el cambio económico fundamental que pasó del individualismo egoista -literalmente brutal- de los primates a la cooperación con los parientes. Los monos y los simios no cooperan económicamente; los primeros ni siquiera pueden aprender a trabajar juntos, cosa que sí pueden llegar a hacer los simios. Tampoco comparten nunca el alimento, salvo cuando un animal subordinado es intimidado por uno dominante. Entre los primitivos, por otra parte, el reparto de alimentos se sigue automáticamente de la división sexual del trabajo. Más aún, la economía familiar es una puesta en común de bienes y servicios,  -¨comunismo viviente¨, según un famoso antropólogo del siglo XIX. La supervivencia del grupo exige que el cazador afortunado comparta su botín con los que no tienen nada. ¨El cazador abate la presa, los otros la toman¨, dicen los Yukaghir de Siberia.

En una banda los bienes económicos pasan de mano en mano y la circulación de los mismos aumenta a medida que se estrecha el grado de parentesco de los grupos domésticos, y también dependiendo de la importancia de los bienes que afectan a la supervivencia. El alimento, el recurso básico, debe estar siempre disponible para otros, bajo pena de ostracismo; cuanto más escaso, más celeridad hay que mostrar para regalarlo, y todo ello por nada. Además, el alimento y otras cosas, al margen de las consideraciones utilitarias, se comparten a veces con el fin de promover las relaciones amistosas. Hubo un tiempo en los asuntos humanos en que el único derecho de propiedad  que imprimía distinción, era el de dar regalos.

Obviamente, la conducta económica de los primitivos no se ajusta al estereotipo del ¨hombre económico¨ conforme al cual organizamos y analizamos nuestra propia economía. Sin embargo, sí se ajusta a un campo de la economía que nos es familiar, tan familiar que nadie se molesta en hablar de él, y que requeriría una ciencia económica: la economía del parentesco y la amistad. Hay mucho que aprender de la economía primitiva a este respecto, y no sería un mero ejercicio de analogía, pues nuestras relaciones parentales constituyen una supervivencia de tipo evolutivo de las relaciones que una vez abarcaron a la sociedad entera.

Por medio de la adaptación selectiva a los peligros de la Edad de Piedra, la sociedad humana superó o subordinó los rasgos primates, tales como el egoismo, la sexualidad indiscriminada, el dominio y la competencia brutal.  Sustituyó el conflicto por el parentesco y la cooperación, puso la solidaridad por encima del sexo, la moralidad sobre el poder. En esos primeros tiempos se llevó a cabo la reforma más grande de la historia, la superación de la naturaleza primate del hombre, y de esa manera se aseguró el futuro evolutivo de nuestra especie.

(Sahlins, M., 1960, «The Origin of Society»In (ed) Peter B Hammond, Physical Anthropology and Archaeology (1964), The Macmillan Company, New York, USA. pp 59-65. Traducción de Mª. Concepción González Pérez)

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Descubrimiento de América

Quién era Colón.—Su patria, educación y juventud.—Cómo vino a Lisboa.—Progresos de los portugueses en la náutica en el siglo XV.—Ideas de Colón respecto a los mares de Occidente.—Presenta su proyecto al rey de Portugal, y es desechado.—Viene Colón a España: sus primeras relaciones: propónese su plan a los reyes.—Situación de Castilla en este tiempo.—Consejo de sabios en Salamanca.—Es desaprobado en él el proyecto de Colón.—Determina salir de España.—Es llamado a la corte.—Recibele Isabel y acoge su plan.—Tratado entre Colón y los reyes de España.—Prepara su primera expedición.—Parte la flotilla del pequeño puerto de Palos.—Fernando e Isabel en Aragón.—Atentado contra la vida del rey en Barcelona: conducta de Fernando: comportamiento de los catalanes.—Recobra Fernando los condados de Rosellón y Cerdaña.—Noticias del regreso de Cristóbal Colón.—Desembarca en Palos.—Descubrimiento del Nuevo Mundo.—Festejos, alegría general en toda España: asombro universal.—Colón a la presencia de los reyes en Barcelona.—Honores que recibe.—Relación de su viaje.—Sus trabajos: su constancia y su fe.—Primeros descubrimientos.—Las Lucayas.—Cuba.—La Española.—Toma posesión de aquellas tierras en nombre de la corona de Castilla.—Desastre en la flota.—Conducta del capitán Alonso Pinzón.—Fundación de un fuerte y una colonia en la Española.—Regreso de Colón a España.—Mercedes que le hicieron los reyes: título de almirante: nobleza: su escudo de armas.—Preparativos para el segundo viaje.—Grave cuestión con Portugal.—Famosa linea divisoria tirada por el papa de polo a polo, y célebre partición del Océano.—Arréglase la contienda entre España y Portugal; tratado de Tordesillas.—Segundo viaje del almirante Colón.—Nuevos descubrimientos.—La Dominica, Marigalante, Guadalupe: islas de los Caribes: peligros: hazañas de Alonso de Ojeda.—Otras islas.—Puerto Rico.—Desastrosa suerte de la colonia española en Haití.—Conflicto de Colón: abatimiento en la escuadra.—Fundación de la ciudad de Isabela.—Enfermedades en la colonia.—Descubrimiento de las montañas del Oro.—Vuelve la mayor parte de la flota a España.—Se renueva el entusiasmo general.

Cristobal_Colón_de_Barcelona¿Cómo habían de pensar los conquistadores de Granada que la metrópoli del imperio muslímico español que acababan de ganar para el cristianismo había de ser una adquisición insignificante, en comparación de las inmensas posesiones que allá en otro mundo habían de conquistar sus armas, y con que habían de enriquecer la corona de Castilla? ¿Y cómo habían de pensar en las conquistas de otro mundo, si ignoraban que este mundo existía? Y sin embargo había este mundo, que la Providencia tenía destinado a engrandecer la nación que más que otra alguna del globo había luchado con heroísmo, con constancia y con fe contra los enemigos de la religión y del nombre cristiano. ¿De dónde había de venir, y quién había de obrar este prodigio que nadie esperaba?

«Un hombre oscuro y poco conocido, dice un ilustrado escritor español, seguía a la sazón la corte. Confundido en la turba de los importunos pretendientes, apacentando su imaginación en los rincones de las antecámaras con el pomposo proyecto de descubrir un nuevo mundo, triste y despechado en medio de la alegría y alborozo universal, miraba con indiferencia y casi con desprecio la conclusión de una conquista que henchía de júbilo todos los pechos y parecía haber agotado los últimos términos del deseo. Este hombre era Cristóbal Colón.»

Este personaje, oscuro y desconocido entonces, ilustre y célebre después, era natural de Génova, hijo de un cardador de lana, industria no reputada por innoble en aquella república y en aquella época. Cristóbal era mayor que sus dos hermanos Bartolomé y Diego, que después tomaron tanta parte en sus trabajos y en sus glorias. Dedicóle su padre desde muy niño al estudio de la latinidad, de las matemáticas, de la geografía y astronomía en la universidad de Pavía. Su genio le inclinaba con ardor a la ciencia geográfica y a la náutica, y Génova, ciudad marítima, ofrecía abundancia de atractivos y proporciones a los jóvenes fogosos, activos y emprendedores como Colón. Hizo pues varias expediciones navales por el Mediterráneo, y parece estuvo ya encargado de arriesgadas empresas náuticas con motivo de las guerras de Nápoles producidas entonces por las pretensiones de los duques de Anjou. De todos modos Cristóbal Colón no era ya un marino vulgar, cuando en 1470, a consecuencia de un terrible combate naval, según unos, de un naufragio según otros, o guiado por su instinto, o conducido por la Providencia, arribó a Lisboa, centro entonces de atracción para los geógrafos y navegantes de todo el mundo.

Porque en el siglo XV., en ese siglo que mereció señalarse con el glorioso título de siglo de los descubrimientos, debido al entusiasmo por las expediciones marítimas y al desarrollo y progresos de la ciencia náutica, era el pequeño reino de Portugal el que marchaba al frente de los adelantos en la navegación, el centro donde concurrían los espíritus aventureros de todos los países. Merced al superior talento, al celo y a la magnificencia del príncipe Enrique, hijo de Juan I., la marina portuguesa se distinguía por sus atrevidas expediciones, por sus conocimientos geográficos y marítimos, por la grandiosidad de sus empresas y la extensión de sus descubrimientos. La aguja de marear se generalizó entre los portugueses, los marineros adquirieron nueva audacia, habían doblado promontorios hasta entonces espanto de los navegantes, entre ellos el cabo Bojador, suceso que los escritores de aquel tiempo pintaron como superior a los trabajos de Hércules, habían despojado la región de los Trópicos de sus fantásticos terrores, reconocido las costas de África desde Cabo Blanco hasta Cabo Verde, y conquistado islas o desconocidas u olvidadas hasta aquel tiempo. El príncipe Enrique concibió la grande idea de circunnavegar el África para abrir un camino directo y expedito al comercio de la India; pero la navegación del Atlántico estaba en su infancia, y a pesar de haberse extendido a la isla de la Madera y las Canarias, era tan poco conocido que los navegantes ignoraban que tuviese límites esta inmensa extensión de aguas.

Éste era el país que parecía convenirle a Colón, cuyo genio y cuyos conocimientos le llamaban a salir de los estrechos mares de la Liguria. Cuando llegó a Lisboa se hallaba en el vigor de su vida, pues contaba sobre 34 años de edad. Allí adquirió amorosas relaciones y se casó con la hija de un piloto italiano (llamada Felipa Muñiz o Moñis de Palestrello), famoso navegante del tiempo del príncipe Enrique, y gobernador que había sido de la isla de Puerto-Santo. Su viuda, conociendo la pasión de su nuevo yerno a los estudios marítimos, le entregó todos los papeles, cartas, diarios, apuntes e instrumentos que de su difunto esposo le habían quedado, y que fueron verdaderos tesoros para Colón, puesto que por ellos conoció las navegaciones de los portugueses, sus planes y sus ideas, y su lectura y estudio le ayudaron a discurrir sobre la navegación por el Occidente y la India, y le excitaron a viajar con los portugueses por las costas de Guinea y de Etiopía. Esto le proporcionó también vivir algún tiempo en la isla de Puerto-Santo, donde su mujer había heredado alguna propiedad, y allí tuvo a su hijo primogénito Diego. El tiempo en que no navegaba le empleaba en dibujar y levantar cartas geográficas que vendía y de que sacaba para sustentar a su familia, y sus mapas le iban dando grande reputación de entendido cosmógrafo entre los sabios. Uno de estos fue el docto florentino Pablo Toscanelli, cuya correspondencia le fue utilísima, y el cual contribuyó poderosamente a alentarle en sus estudios y en los grandes proyectos que ya Colón traía en su mente. Acaso también fue el que le dio a conocer las magníficas y maravillosas narraciones del veneciano Marco Polo, que entonces se consideraban como fabulosas, acerca de las opulentas regiones del Asia, de Cipango y de Cathay, de los países del oro y de las perlas. Ellas ayudaron a Colón a fijarse en el pensamiento de llegar por el Occidente a las costas de Asia, o de la India, como él la llama siempre, suponiendo extenderse aquella parte del globo hacia Oriente hasta comprender la mayor parte del espacio desconocido.

Diferentes especies de razones servían de fundamento a Colón para creer que hubiese tierras desconocidas en Occidente, y que el mar interpuesto entre el mundo antiguo y el que imaginaba, fuese posible y tal vez fácil de atravesar. Apoyábase en las vagas opiniones de Aristóteles, de Estrabón, de Tolomeo, de Plinio, de Séneca y otros autores antiguos sobre la redondez de la tierra. Recogía con avidez cuantas noticias, datos o indicios suministraban los pilotos y navegantes que habían pasado más allá de las Azores. Pero el principio en que fundaba principalmente su teoría era la esferoide del globo y la existencia de los antípodas. Si la tierra es esférica, decía, se podrá pasar de un meridiano a otro, ya en dirección de Oriente, ya en sentido inverso, y ambos caminos serán complemento uno de otro; de modo que si uno pasa de ciento ocho grados, el otro será mucho menor. Así que, dos felices errores, el de la extensión imaginaria del Asia hacia el Oriente, y el de la supuesta pequeñez de la tierra, le conducían a una verdad, y como dice uno de sus doctos biógrafos, el atractivo de lo falso le llevaba hacia lo verdadero. De todos modos, Colón intentó penetrar uno de aquellos misterios de la naturaleza, que entonces se hacían increíbles, aún supuesta la redondez del mundo, no descubiertas aún las leyes de la gravedad específica y de la gravitación central. Y tan pronto como estableció su teoría, se fijó en ella con toda la resolución de un hombre de genio que tiene fe en sus cálculos, lo cual unido a su profundo sentimiento religioso le hacia mirarse como un hombre destinado por Dios para cumplir altos designios.

Fijo en su grande idea, y aprovechando la feliz oportunidad con que se descubrió la aplicación del astrolabio a la navegación, pero falto de recursos, propuso al rey don Juan II de Portugal, en cuya corte tanto se protegían las empresas náuticas, que si le suministraba hombres y bajeles, emprendería el descubrimiento de un camino más corto y directo para la India, marchando vía recta al Occidente a través del Atlántico. El rey le oyó, y consultó la proposición con una junta de personas inteligentes, la cual calificó su pensamiento de quimérico y extravagante, y condenó su proposición por insensata. Con todo, no faltó quien al ver al monarca poco satisfecho del dictamen de la corporación, le propusiera que se entretuviese al marino genovés, en tanto que se enviaba sigilosamente un buque en la dirección por él indicada, para cerciorarse de los fundamentos de su teoría, cuyo buque salió, y regresó después de haber pasado las Azores, sin resultado alguno, lo cual sirvió para acabar de ridiculizar el proyecto de Colón. Indignado éste dela superchería, y no ligándole ya lazo alguno con aquel reino, pues había perdido a su esposa, abandonó secretamente a Portugal, llevando consigo a su hijo Diego, reducidos ambos a la más extrema pobreza.

No se sabe si fue entonces o antes cuando hizo Colón igual ofrecimiento a Génova su patria, donde no tuvo más feliz acogida, y donde recibió también una repulsa igualmente desdeñosa. Lo cierto es que desechado su plan en ambos países, volvió su vista a Castilla, donde los genoveses habían sido de antiguos tiempos muy generosamente favorecidos, y determinó buscar amparo en los reyes de Castilla, que tenían fama de amantes de las grandes empresas y de protectores de la marina y del comercio.

A la puerta del convento de religiosos franciscanos de la Rábida, distante media legua escasa de Palos, pequeño puerto de Andalucía, llegaron un día dos viajeros a pie, pobremente vestidos, llenos de sudor y de polvo, el uno que parecía ya de edad madura, el otro joven de corta edad, que mostraba ser hijo suyo, para el cual pidió al portero del convento pan y agua. Era el estío de 1485 y un sol ardiente abrasaba los campos de Andalucía. Mientras el niño tomaba aquel pequeño refrigerio, el guardián del convento Fr. Juan Pérez de Marchena, que por allí pasaba, reparó en la majestuosa y grave presencia del viajero, en su mirada penetrante, expresiva y dulce, en su noble fisonomía, y hasta en su vestido, que aunque pobre y estropeado por el polvo y las fatigas de un largo viaje, revelaba cierta elegancia que no era de un hombre vulgar. Acercóse a él, le habló con dulzura, se informó de los antecedentes de su vida, y entonces supo que los huéspedes de la portería eran Cristóbal Colón y su hijo Diego, que caminaban a la vecina ciudad de Huelva, donde residía un cuñado de aquel. Detúvolos el guardián, hombre tan piadoso como entendido, admirado y enamorado de la agradable e instructiva conversación del extranjero, dándoles grata hospitalidad en el convento. Entendiéronse fácilmente el religioso y el peregrino. Éste confió a aquel el secreto de sus grandiosos planes; y el padre Marchena, que tal vez por su trato con los famosos y entendidos marinos del vecino puerto de Palos, poseía conocimientos acerca de la ciencia de la navegación que no podían esperarse en un hombre del claustro, comprendió la importancia, la grandeza y tal vez la posibilidad de los vastos designios de Colón, y se ofreció a ser su amigo y su protector, y a introducirle y recomendarle en la corte de sus soberanos. La religión comprendió al genio, dice elocuentemente uno de los biógrafos del ilustre genovés. El piloto Velasco y el médico Garci Fernández de Palos contribuyeron mucho en las conferencias de la Rábida, con su práctica el uno, con su ciencia el otro, a confirmar al padre Marchena en la alta idea que formó de la persona y de la gigantesca concepción del huésped que parecía haberle deparado el cielo.

Fr. Juan Pérez había sido confesor de la reina Isabel, y conservaba relaciones de amistad con el que lo era entonces, Fr. Fernando de Talavera, prior del monasterio de Prado. Parecióle, pues, que a ninguno mejor podía encomendar el patrocinio del grandioso plan y del magnífico ofrecimiento que Colón iba a presentar a los reyes de España, y en el principio del año siguiente (1486) envió a Colón a Córdoba, donde se hallaba la corte, con cartas para el confesor Talavera. Pero este piadoso varón, instruido y docto en las ciencias eclesiásticas, carecía de los conocimientos, extraños en verdad a su profesión y carrera, que pudieran hacerle comprender la sublime teoría que se le recomendaba, y la miró como un sueño irrealizable. Siendo como era el confesor un hombre tan benéfico, ni siquiera le proporcionó una audiencia con la reina. Colón, extranjero, pobremente vestido, y sin otra recomendación que la de un fraile franciscano, no era fácil que se hiciera escuchar de una corte, por otra parte embargada toda en las atenciones de una guerra viva con los moros. No es en medio del bullicio y de la movilidad donde se puede hacer comprender los pensamientos grandes y nuevos. Sin embargo, no desmayaron ni Colón ni su generoso protector el padre Marchena. Tuvieron paciencia y esperaron ocasión más propicia. Logró al fin el infatigable guardián de la Rábida interesar al Gran Cardenal de España don Pedro González de Mendoza varón juicioso, ilustrado, benévolo y amable, el cual accedió a oír a Colón y escuchar sus razones. Asustó al principio al cardenal una teoría que le parecía envolver opiniones heterodoxas; pero la elocuencia de Colón, la fuerza de sus razones, la grandeza y la utilidad del designio y la fervorosa religiosidad de que estaba animado el autor, vencieron las preocupaciones del prelado, y Colón obtuvo por su mediación una audiencia con los reyes. Apareció el extranjero con modesta gravedad a la presencia de los soberanos de Castilla. «Pensando en lo que yo era, escribía él mismo después, me confundía mi humildad; pero pensando en lo que llevaba, me sentía igual a las dos coronas.» Fernando, frío y cauteloso, pero nunca indiferente a las grandes ideas; Isabel, más expansiva y más entusiasta de los grandes pensamientos, ambos oyeron a Colón benévolamente; pero tratábase de un proyecto que requería conocimientos científicos y especiales, y quisieron someterle al examen de una asamblea de hombres ilustrados, que determinaron se reuniese en Salamanca, bajo la presidencia de Fr. Fernando de Talavera. Aunque para este consejo se nombraron profesores de geografía, de astronomía y de matemáticas, eran la mayor parte dignatarios de la Iglesia y doctos religiosos, que miraban con desconfianza y con incredulidad toda idea que no estuviese en consonancia con su limitado saber y rutinarias doctrinas, y era peligroso sostener teorías que pudieran parecer sospechosas a la recién establecida Inquisición. Así fue que en lugar de examinarse el proyecto de Colón científicamente en la junta del convento de San Esteban de Salamanca, apenas se hizo sino combatirle con textos de la Biblia, y con autoridades de Lactancio, de San Agustín y de otros padres de la Iglesia, de las que deducían que la tierra era plana, que no era posible existiesen antípodas que anduvieran con los pies arriba y la cabeza hacia abajo, y con otros semejantes argumentos, calificando las proposiciones de Colón de insensatas, de poco ortodoxas y casi heréticas. Sin embargo, Colón combatió con dignidad, con elocuencia y con razones sólidas las preocupaciones del consejo. Pero eran los albores de la luz luchando con una niebla densa y apoderada del horizonte, no solo de España sino de todo el mundo: y el que hablaba era además un extranjero desconocido, y mirábanle como un aventurero miserable. Así, a los ojos del vulgo pasaba por un fanático, un soñador o un loco. No faltó a pesar de eso quien conociera el valor de sus elocuentes raciocinios, y se mostrara adicto a sus proyectos. Entre otros merece citarse con honra el religioso dominico Fr. Diego de Deza, profesor de teología entonces y maestro del príncipe don Juan, inquisidor después y arzobispo de Sevilla, que le daba habitación y comida en el convento, y fue más adelante su especial protector para con los reyes. La apática junta no resolvió nada, y dejó trascurrir tiempo y años, como cosa que ni le importaba, ni en su entender había de tener nunca resultados.

En los años que en tal estado trascurrieron, Colón, extranjero y pobre, teniendo que atender a su subsistencia y a la de su hijo, se la procuraba «vendiendo libros de estampa, o haciendo cartas de marear», como dicen dos célebres escritores contemporáneos. Protegiéronle también algunos magnates, principalmente los poderosos duques de Medinasidonia y Medinaceli, y consta que este último le mantuvo a sus expensas al menos por espacio de dos años. Los reyes no le abandonaban tampoco: librábanle de tiempo en tiempo cantidades para su manutención y particulares gastos, y solían expedir reales cédulas para que en sus viajes se le hospedase gratuitamente y con decoro. Honraronle también en cuanto podían y quisieron tenerle a su lado en los sitios de Málaga y de Granada. De modo que Colón solía seguir frecuentemente la corte, y puede decirse que obraba como quien estaba al servicio de los reyes de Castilla.

Pero cansado al fin de la penosa tardanza en resolver su proposición, instó a la corte para que se le diese una contestación definitiva (1491). Triste y apesadumbrado oyó entonces que la junta de Salamanca había declarado su plan quimérico, irrealizable, y apoyado en débiles fundamentos, y que el gobierno no debía prestarle su apoyo, si bien el cardenal Mendoza y el maestro Deza, obispo ya de Palencia, templaron la fatal sentencia, asegurándole que si entonces los reyes se hallaban demasiado ocupados para adoptar su empresa, concluida que fuese la guerra tratarían con él y no dejarían de tomar en consideración sus ofrecimientos. Parecióle aquella respuesta a Colón, o una evasiva, o una repulsa política, y más desesperado que abatido, se disponía a abandonar a España para ir a presentar su proposición al rey Carlos VIII. de Francia, de quien por aquel tiempo había recibido una carta satisfactoria; y con esta intención se dirigió al convento de la Rábida a despedirse del guardián su amigo y a recoger a su hijo Diego que se había quedado allí. Disgustado el Padre Marchena con la contestación que su protegido le anunciaba, redobló su interés y su celo, suplicó a Colón que difiriese su partida, pidió una audiencia a la reina, de quien había sido confesor, y obtenida respuesta favorable, en el momento de recibirla, que era media noche, mandó ensillar su mula y se encaminó a Santa Fe, donde los soberanos se hallaban. Admitido a la presencia de Isabel, habló el elocuente religioso con tanta energía en favor del proyecto de Colón, que la reina, conmovida con sus razones y ardiente partidaria de las empresas heroicas, envió a llamar al marino genovés librando una buena suma para que pudiese presentarse con el conveniente equipo en la corte.

Llegó Colón al real de Santa Fe en ocasión de presenciar la rendición de Granada, y cuando los ánimos se hallaban rebosando de júbilo por la gloriosa terminación de aquella famosa guerra. En aquella feliz coyuntura presentóse el gran proyectista a los reyes, esforzó las razones y fundamentos de su plan, expuso la convicción que tenía de llegar a la India por el camino de Occidente, pintó con vivos colores la opulencia de los reinos de Cipango y de Cathay, según los describían las magníficas relaciones de Marco Polo y otros viajeros y navegantes dela edad media, y representó cuánta gloria y cuán noble orgullo cabría a los monarcas a quienes se debiera la propagación de la fe católica entre los infieles de tan remotos climas y regiones. Lo primero era un gran aliciente para el rey Fernando: en cuanto a la piadosa Isabel, la sola esperanza de ver difundida la luz del Evangelio por extrañas tierras le hubiera bastado, aunque otras ventajas no viese, para acoger con entusiasmo el pensamiento y la empresa de Colón. Inmediatamente, pues, nombró una comisión, no ya para examinar el proyecto, sino para que ajustara con su autor las condiciones con que había de ejecutarle. Colón tenía tal confianza en sí mismo y en el éxito y magnitud de su empresa, que pidió para sí y sus herederos el título y privilegios de gran almirante de los mares que iba a explorar, la autoridad de virrey en las islas y continentes que descubriese, el derecho de designar para el gobierno de cada provincia tres candidatos, entre los cuales elegiría el rey, y además la décima parte de las riquezas o beneficios que se sacaran de la expedición. Parecieron exorbitantes e inadmisibles estas condiciones, tacharonlas los cortesanos y magnates, y entre ellos el docto arzobispo Talavera, de exigencias ofensivas al trono e intolerables en un miserable y extraño aventurero. Propusieronle modificaciones que Colón se negó a admitir con inflexible entereza. Rompieronse, pues, las negociaciones, y Colón resolvió de nuevo alejarse de España, renunciando a sus esperanzas más halagüeñas.

A la noticia del alejamiento de Colón, conmovieronse sus amigos, que los tenía ya muchos y muy buenos, contándose entre ellos Alonso de Quintanilla, contador mayor de Castilla, Luis de Santangel, secretario racional de la corona de Aragón, la marquesa de Moya doña Beatriz de Bobadilla, la íntima amiga de la reina Isabel, y otros de grande influjo en sus consejos. Presentáronse estos a la reina, y pintáronle con vivos colores la gloriosa empresa que iba a dejar escapar de las manos, y de que tal vez se aprovechara algún otro monarca, insistiendo mucho Luis de Santangel en recomendar las prendas que concurrían en Cristóbal Colón, y la ventaja de otorgar unos premios que cuando se dieran los tendría sobradamente merecidos. Isabel examinó de nuevo el proyecto, le meditó, y se decidió a proteger la grandiosa empresa. Menos resuelto o más receloso Fernando, vacilaba en adoptarla en atención a lo agotado que habían dejado el tesoro los gastos de la guerra. «Pues bien, dijo entonces la magnánima Isabel, no expongáis el tesoro de vuestro reino de Aragón: yo tomaré esta empresa a cargo de mi corona de Castilla, y cuando esto no alcanzare, empeñaré mis alhajas para ocurrir a sus gastos.» ¡Magnánima resolución, que decidió de la suerte de Castilla, que había de engrandecer a España sobre todas las naciones, y que había de difundir el glorioso nombre de Isabel por todos los ámbitos del globo y por todas las edades!

Un correo fue despachado a alcanzar a Colón, que iba ya a dos leguas de Granada, y conducirle a Santa Fe, donde los reyes le manifestaron que aceptaban sus condiciones. En su virtud se concluyó en 17 de abril (1492) un tratado entre los reyes de España y Cristobal Colón, bajo las bases siguientes: 1.ª Que Colón y sus herederos y sucesores gozarían para siempre el empleo de almirante en todas las tierras y continentes que pudiese descubrir o adquirir en el Océano; 2.ª Que sería virrey y gobernador de todas aquellas tierras y continentes, con privilegio de proponer tres sujetos para el gobierno de cada provincia, uno de los cuales elegiría el soberano; 3.ª Que tendría derecho a reservar la décima parte de todas las riquezas o artículos de comercio que se obtuviesen por cambio, compra o conquista dentro de su almirantazgo, deduciendo antes su coste; 4.ª Que él o su lugarteniente serían los solos jueces de todas las causas y litigios que ocasionara el tráfico entre España y aquellos países; 5.ª Que pudiera contribuir con la octava parte de los gastos para el armamento de los buques que hubieran de ir al descubrimiento, y recibir la octava parte de las utilidades.

Hecho este convenio, la reina Isabel, con su maravillosa actividad, procedió a dar las órdenes necesarias para llevar a efecto la expedición, que había de salir del pequeño puerto de Palos, cuyos habitantes estaban obligados a mantener cada año dos carabelas para el servicio público. El tercero le proporcionó el almirante mismo con ayuda del guardián de la Rábida y de su amigo el rico comerciante y constructor de aquel puerto Alonso Pinzón. A esto se reducía la flota que había de ir a través del grande Océano a descubrir nuevos mundos. Los mismos habitantes del país tenían tan poca confianza en el éxito del viaje, que fue necesario dar seguro por cualesquiera crímenes a los que se resolviesen a embarcarse, hasta dos meses después de su regreso. Merced a ésta y otras concesiones, fueron venciendo su repugnancia los marineros andaluces, y aún así tardó tres meses en estar dispuesta la flotilla. «Parecía, dice un elocuente escritor, que un genio fatal, obstinado en luchar contra el genio de la unidad de la tierra, quería separar para siempre estos dos mundos que el pensamiento de un solo hombre trataba de unir.»

Por último, en la madrugada del 3 de agosto, después de haber confesado y comulgado la pequeña armada, según la piadosa costumbre de los viajeros españoles, se dio a la vela el intrépido almirante en el mayor de los tres buques, al cual se puso por nombre Santa María. La primera de las dos carabelas, llamada la Pinta, iba mandada por Alonso Pinzón, y la segunda, nombrada la Niña, por su hermano Francisco. Componíase la tripulación de unas ciento veinte personas, contados noventa marineros, un médico, un cirujano, un escribano y algunos sirvientes de varias clases. El coste de la flotilla había ascendido a unos 20.000 pesos, y llevaba víveres para doce meses.

Dejemos ahora al más atrevido de los navegantes, reputado hasta entonces por desjuiciado, insensato o temerario, entregarse en tres frágiles y pequeñas barcas a un piélago inmenso y desconocido, en busca de regiones ignoradas, llevando por principal guía la inspiración de su genio, y veamos lo que aconteció acá en España, hasta que tengamos noticias de la suerte que haya corrido el audaz navegador.

Ocupados hasta entonces ambos monarcas casi exclusivamente en las cosas de Castilla, vencidos los moros, expulsados los judíos, aceptada y protegida la empresa de Colón, y provista y equipada su flotilla, los reyes, después de haber vivido alternativamente en Granada y Santa Fe, determinaron pasar a Aragón, y dejando el gobierno temporal de Granada a cargo de don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, y el eclesiástico y espiritual al de fray Fernando de Talavera, primer arzobispo de aquella ciudad, encaminaronse al reino aragonés llevando consigo al príncipe don Juan y a las infantas. El 18 de agosto (1492) fueron recibidos con grandes fiestas en Zaragoza, donde se detuvieron algún tiempo, ya reformando los estatutos de la Santa Hermandad para la persecución de malhechores, ya entendiendo en algunos asuntos del reino de Navarra, y ya reuniendo gente de armas, con la cual, unida a la que llevaban de Castilla, pudieran imponer al rey de Francia, si por acaso rehusara entregar los condados de Rosellón y Cerdaña, según tenían concertado y convenido, y era el objeto principal de la ida delos reyes a aquel reino. Hecho lo cual, siguieron su camino a Cataluña e hicieron su entrada el 18 de octubre en Barcelona, recibiendo en el tránsito inequívocas pruebas del amor de sus pueblos.

Mas a los pocos días de su estancia en Barcelona ocurrió un lance inopinado que puso en peligro la vida del rey, en sobresalto y conflicto a la reina, en consternación y alarma al Principado, y en turbación y desasosiego la nación entera. Un viernes (7 de diciembre), saliendo el rey de presidir en persona el tribunal de Justicia, según una antigua y loable costumbre, así en el reino de Castilla como en el de Aragón, y al tiempo de bajar por la escalera del palacio conversando con algunos oficiales de su consejo, viose repentina y furiosamente acometido por un asesino, que saliendo de un rincón con una espada desnuda, le hirió en la parte posterior del cuello con tal fuerza, «que si no se embarazara, dice el cronista aragonés, con los hombros de uno que estaba entre él y el rey, fuera maravilla que no le cortara la cabeza.»—«¡Traición, traición!» exclamó el rey, y arrojándose sus oficiales daga en mano sobre el asesino, clavaron los aceros en su cuerpo, y hubieranle dejado sin vida, si Fernando con gran valor y serenidad no hubiera mandado que no le mataran para poder averiguar los cómplices del crimen. El rey fue llevado a un aposento del mismo palacio para ser inmediatamente puesto en cura. La noticia se difundió instantáneamente por la ciudad, y hacíanse sobre el hecho y sus causas las más diversas conjeturas y cálculos, y se temían conspiraciones y tumultos, como en tales casos acontece siempre. La reina, a quien la nueva del suceso produjo un desmayo, luego que volvió en sí, mandó que estuviesen prontas las galeras para embarcar a sus hijos, sospechando alguna conjuración nacida de enemiga que a su esposo tuviesen los catalanes. Engañabase en esto la reina Isabel, porque nunca el pueblo catalán dio una prueba más patente y más tierna de afecto y aún de entusiasmo por su monarca, puesto que habiendo corrido la voz deque la herida era mortal y de que peligraba su vida, una indignación general se apoderó de los habitantes de Barcelona, todos corrían a las armas ansiosos de empaparlas en la sangre del vil asesino y de sus cómplices, si los tuviese; la mujeres corrían por las calles como furiosas, mesándose los cabellos, y mezclando agudos alaridos de pena con los gritos de ¡viva el rey! y no se aquietó el tumulto popular hasta que se aseguró repetidas veces al pueblo que el rey se hallaba fuera de peligro, que el malhechor se hallaba preso, y que él y los culpados que resultasen serian juzgados por el tribunal y recibirían el condigno castigo.

El rey había querido presentarse a su pueblo para tranquilizarle; pero opusieronse a ello sus médicos y consejeros, hasta que lo permitió el estado de la herida, que había sido en efecto grave y profunda, aunque no hubo incisión de hueso, o vena o nervio alguno. El asesino era un labrador de los llamados de remensa, y todas las pruebas que con él se hicieron acreditaron que estaba falto de juicio. Puesto a cuestión de tormento, declaró que había querido matar al rey porque le tenía usurpada la corona, que le pertenecía de derecho, pero que no obstante, si le daban libertad la renunciaría. En vista deque se trataba de un demente, y de que no se descubrían por lado alguno síntomas de complicidad, mandó Fernando que no se quitara la vida a aquel miserable. Pero los catalanes, creyendo que no quedaba lavada de otro modo la negra mancha de deslealtad que había caído en su suelo, acabaron con aquel desgraciado de un modo algo tenebroso, diciendo al rey que había expirado en los tormentos. Escusado es decir que la reina Isabel dio a su marido en esta ocasión las más tiernas pruebas de su solicitud y de su amor conyugal, dandole por su mano las medicinas, y velándole constantemente día y noche.

Había sido el principal objeto de la ida de los reyes a Aragón y Cataluña acabar de asentar la concordia comenzada con el rey Carlos VIII. de Francia, que con motivo de sus pretensiones al reino de Nápoles como heredero del duque de Anjou, y de querer prepararse a ellas quedando en paz con España, había ofrecido devolver al monarca aragonés los condados de Rosellón y Cerdaña, empeñados a la corona de Francia desde el tiempo de don Juan II de Aragón, y que por espacio de treinta años habían sido asunto de negociaciones e intrigas y manzana de discordia entre los soberanos de ambos reinos. Al paso que había ido progresando la curación de Fernando, había ido adelantando también la concordia con el monarca francés, de modo que a principios del año siguiente (19 de enero, 1493) quedó firmada y jurada por los representantes de ambos reyes en Tours, con más beneplácito de España que de Francia, porque aquella era la favorecida y ésta la perjudicada en el contrato. Así fue que de tal manera y con tal disgusto se recibió en Francia el convenio, y tanto se murmuraba de los ministros, suponiéndolos sobornados por Fernando, que el monarca francés no hacía sino buscar medios de eludir el cumplimiento de la concordia, y suscitáronse tantas dificultades para la entrega de Perpiñán y de los condados, que más de una vez estuvo a punto de ser causa de guerra lo que se había firmado y jurado como ajuste de paz. Fue necesario que Fernando amenazara a un tiempo a Francia por Navarra y por Rosellón, para que Carlos, después de muchas moratorias, se resolviera a hacer formal restitución de aquellos estados (septiembre), de los cuales pasaron Fernando e Isabel a tomar posesión solemne, volviéndose en seguida a Barcelona.

La recuperación de los condados de Rosellón y Cerdaña era considerada por los hombres de aquel tiempo como una empresa no menos difícil y no menos importante que la conquista de Granada. Por lo cual causó grande admiración, creció en Europa la fama de la astucia y la política de Fernando, y no se comprendía que el rey de Francia hubiera hecho la restitución sin alguna ventaja o recompensa oculta; mas como nunca el tiempo la descubriese, «no cesan hasta ahora los franceses, dice un cronista aragonés, de reprobar en sus historias el consejo y condenar sus consejeros como autores, unos comprados, y otros sinceros, de un injusto escrúpulo del rey».

Época de fortuna y de prosperidad fue ésta para los dos esclarecidos monarcas de Castilla y de Aragón. Con la toma de Granada y con la recuperación de los dos importantes condados de Rosellón y de Cerdaña, coincidió la conquista de la Gran Canaria y de la Palma, hecha ésta por el intrépido y atrevido Alonso Fernández de Lugo, nno de los más ilustres guerreros de su época, digno émulo de Bethencourt, y que estaba destinado a llevar a ejecución la parte más difícil de la empresa del famoso normando. Hasta la desgraciada muerte del marqués de Cádiz, el campeón de la guerra granadina, contribuyó al engrandecimiento del patrimonio real, puesto que habiendo muerto sin hijos, volvió la ciudad y puerto de Cádiz a incorporarse a la corona. De modo que todo era nuevas adquisiciones para los reyes.

Faltaba no obstante la mayor y más gloriosa de todas, y ésta se realizó también. Cristóbal Colón les anunciaba su vuelta a España con la plausible noticia de haber descubierto tierras al otro lado del Océano Occidental. El ilustre navegante había visto coronada su empresa, y venía a certificar a la Europa de que existía un mundo nuevo, y de que la incredulidad general quedaba desmentida. Los reyes aguardaban con ansia la llegada del audaz viajero, y deseaban con impaciente curiosidad oír de su boca las circunstancias de aquel acontecimiento extraordinario.

Hacia la hora de medio día del 15 de marzo de 1493, notábase una agitación desusada en el pequeño puerto de Palos al avistar un buque que entraba por la barra de Saltes. Era uno de los que constituían la pequeña flota del almirante Colón que hacía siete meses habían visto partir con tanta desconfianza. Los parientes y amigos de los que con él se habían embarcado, y a quienes creían ya muertos y engullidos por las olas de desconocidos mares después de un invierno tempestuoso, acudían a la playa con la natural zozobra y ansiedad de ver si los reconocían de nuevo. Imponderable fue la alegría de todos, expresada primero con los ojos y los semblantes, manifestada después con mutuos y tiernos abrazos, cuando Colón saltó en tierra con sus compañeros. Todos miraban asombrados al almirante, y los raros objetos que consigo traía como muestras de las producciones y habitantes de los países nuevamente descubiertos. Las campanas de la población tocaban a vuelo, y el pueblo entero acompañó al ilustre viajero y sus marinos a la iglesia mayor, donde fueron a dar gracias a Dios por el éxito venturoso de su empresa. «Celebrense procesiones, había escrito el afortunado navegante desde Lisboa, haganse fiestas sonlemnes, llenense los templos de ramas y flores, gocese Cristo en la tierra cual se regocija en los cielos, al ver la próxima salvación de tantos pueblos entregados hasta ahora a la perdición.»

Poco permaneció el esclarecido viajero en Palos, porque los reyes deseaban verle, y él también quería tener pronto el orgullo y la satisfacción de ofrecer a las plantas de sus soberanos el fruto de su arriesgada empresa y los testimonios de verdad de sus cálculos, con las pruebas de la existencia de las regiones por él descubiertas. Cerca de un mes tardó en llegar a Barcelona, porque su marcha era a cada paso obstruida por la muchedumbre que se agolpaba a ver y admirar al insigne navegante y los objetos curiosos que consigo llevaba, llamando muy particularmente la atención los isleños semidesnudos y engalanados a la manera rústica y salvaje del país, así como los cuadrúpedos traídos de allá y no conocidos en Europa. En las ciudades por donde pasaba se plagaban las calles, y se coronaban las ventanas, los balcones, y hasta las torres y tejados de curiosos espectadores. Así llegó Colón a Barcelona en medio del general entusiasmo de las poblaciones. Esperabanle los reyes en su palacio, sentados bajo un soberbio dosel. Momento grande y solemne fue aquel en que un extranjero, desdeñado de propios y extraños, menospreciado por los poderosos, ridiculizado por los ignorantes, y protegido sólo por la reina de Castilla, se presentaba ante su augusta protectora a decirle: «Señora, mis esperanzas se han cumplido, mis planes se han realizado, vengo a mostrar mi gratitud a vuestra generosidad y a ofrecer al dominio de vuestro cetro y de vuestra corona regiones, tierras y habitantes hasta ahora desconocidos del mundo antiguo: a ofreceros una conquista que no ha costado hasta ahora a la humanidad, ni un crimen, ni una vida, ni una gota de sangre, ni una lágrima: a vuestras plantas presento los testimonios que acreditan el feliz resultado de mi expedición y el homenaje de mis más profundos respetos a unos soberanos a quienes tanta gloria en ello cabe.» «Fue aquel, en verdad, dice un escritor ilustrado, el momento de mayor satisfacción y orgullo de toda la vida de Colón: había probado plenamente la certeza de su teoría por tanto tiempo combatida, contra todos los argumentos, sofismas, sarcasmos, incredulidad y desprecios, y la había llevado a cabo, no por acaso, sino por razón, y venciendo con su prudencia y entereza los más grandes obstáculos y contradicciones. Los honores que se le tributaron, reservados hasta entonces a la clase, a la fortuna, o a los triunfos militares comprados con la sangre y las lágrimas de millares de seres, fueron en este caso homenaje rendido al poder de la inteligencia empleada gloriosamente en favor de los más altos intereses de la humanidad.»

Tuvieron los reyes especial complacencia en oír de boca de Colón la interesante relación de su arriesgado viaje y la descripción de las tierras que había descubierto. Con aire satisfecho, mas sin ostentar orgullo, les refería el gran marino los peligros que había corrido en su navegación, no por lo que hubiera tenido que luchar con los elementos, sino por los riesgos en que más de una vez le habían puesto la desconfianza, los recelos y la impaciencia de sus mismos compañeros de expedición. En efecto, cuando aquellos hombres, después de haber perdido de vista las Canarias, vieron que trascurrió más de un mes, y que habiendo franqueado con rapidez distancias inmensas, no veían delante de sí sino un mar sin límites, comenzaron a desconfiar y a impacientarse, y cada día que pasaba, crecían los recelos y las murmuraciones hasta prorumpir en denuestos contra el orgulloso o el insensato de quien se habían fiado, y que así los conducía a una muerte cierta, sin que sus familias a tan incalculable distancia pudieran saber siquiera el sitio en que habían perecido. No ignoraba Colón los rumores desfavorables de los marineros, y trabajaba cuanto podía por tranquilizarlos infundiéndoles nuevas esperanzas. Mas éstas desaparecían pronto, y ya los murmullos se convertían en amenazas, no faltando entre aquellos hombres turbulentos quien en su desesperación concibiera y aún propusiera el proyecto de arrojar al agua al extranjero que así los había comprometido, y así había engañado a sus reyes, y en seguida tomar rumbo para España. Colón lo sabía todo, pero imperturbable y sereno, con fe en el corazón, con la vista fija en los astros o en la brújula, y fingiendo ignorar lo que contra él se tramaba, todavía logró persuadirles a que por unos días no desconfiaran de él, y con esto y con las señales que decía observar de no estar muy distante la tierra, y con la tranquilidad que procuraba mostrar en su rostro, iba entreteniendo y manteniendo la paz entre aquella gente bulliciosa y casi desesperada. Cuando calculaba hallarse a setecientas cincuenta leguas de Canarias, bandadas de aves, de las cuales algunas posaron sobre los mástiles de las carabelas, vinieron a anunciar que no podía estar muy lejos alguna isla o continente donde ellas tuvieran alimento y reposo. Colón observó su vuelo y le siguió, a costa de variar un poco el rumbo que antes llevaba. Al cabo de algunos días viose revolotear en derredor de los buques nuevas aves de variados colores, notaronse a la superficie del agua hierbas verdes que parecía acabar de desprenderse de la tierra, pero se echaba la sonda y no se encontraba fondo, y al ponerse el sol no se divisaba sino un horizonte sin límites.

La desesperación llegó ya a su colmo, veíanse síntomas de atentar a la vida de Colón, y los oficiales de su mismo buque, y los mismos hermanos Pinzones se lo advirtieron, y el temor de alguna violencia les hizo aconsejarle que mandase virar para regresar a España. «Tres días os pido no más, dijo entonces el almirante con firmeza, y si al tercer día no hemos descubierto la costa, os prometo solemnemente que volveremos, renunciando a todas mis esperanzas de gloria y de riquezas.» El tono firme con que pronunció estas palabras tranquilizó algún tanto a los revoltosos y les movió a concederle tan corto plazo. No fue menester que se cumpliese entero. Parecía que el hombre tentaba a Dios, y Dios premió la fe del hombre, en vez de castigarla. Al segundo día se vio flotar sobre las aguas alguna caña, una rama de árbol con fruta, un nido de pájaros suspendido en ella, y un bastón labrado con instrumento cortante. La tristeza iba desapareciendo de los semblantes de los marineros. Soplaba una fuerte brisa que hacía avanzar grandemente las naves. Por la noche, colocado Colón de pie en la cubierta de su buque, queriendo penetrar con su vista la inmensidad del espacio, creyó ver brillar una luz en lontananza; su corazón latía con violencia; toda la tripulación aguardaba con ansia ver apuntar el nuevo día; el almirante mandó por precaución amainar el velamen; aquella noche pareció a todos un siglo. Amaneció al fin, y al despuntar los primeros rayos de la aurora… un grito general de alegría resonó a un tiempo en los tres buques; «¡tierra, tierra!» Ofrecióse a los ojos de los navegantes y a corta distancia una costa cubierta de espeso verdor, poblada de árboles aromáticos cuyos perfumes les llevaba la brisa de la mañana. Colón mandó anclar y echar al mar las chalupas, que llenas de gente se acercaron a la costa al son de instrumentos de música y con todo el ruido y aparato de una conquista. Distinguíanse ya en ella habitantes, que con gestos y actitudes extrañas mostraban la sorpresa y admiración de ver por primera vez lo que a ellos, según después significaron, se les antojaban monstruos salidos del seno del mar durante la noche. También a los españoles les causaba sorpresa la forma y el color de los rostros de aquellos seres humanos. Al paso que los unos se acercaban, los otros huían como espantados. Saltó pues a tierra Cristóbal Colón vestido con rico manto de púrpura, como almirante del Océano, con la espada en una mano y la bandera de sus reyes en la otra, siendo el primer europeo que puso el pie en ese Nuevo Mundo, cuyo descubrimiento se debía a su genio y a su perseverancia. Desembarcaron tras él sus compañeros, y prosternaronse en tierra para dar gracias a Dios por el éxito feliz con que acaba de coronar su empresa.

Colón se hincó de rodillas, besó la arena y la regó con sus lágrimas. «Lágrimas de doble sentido y de doble agüero, dice una elocuente pluma extranjera, que humedecían por la vez primera la arcilla de aquel hemisferio visitado por hombres de la antigua Europa: ¡lágrimas de alegría para Colón, que brotaban de un corazón altivo, reconocido y piadoso! ¡lágrimas de luto para aquella tierra virgen que parecía presagiarle las calamidades, las devastaciones, el fuego, el hierro, la sangre y la muerte que aquellos extranjeros le llevaban con su orgullo, sus ciencias y dominación! El hombre era el que derramaba esas lágrimas; la tierra era la que debía llorar.» Pero lágrimas de consuelo, añadiríamos nosotros, para aquella tierra virgen, a la cual llevaban también aquellos extranjeros una civilización, una religión, una fe: vertíalas un hombre, y la tierra y el cielo se regocijaban.

Los pilotos y marineros que la víspera habían ultrajado, atentado a la existencia del hombre que allí los conducía, se avergonzaron de sus criminales tentaciones, se prosternaron con respeto ante aquel ser que miraban ya como sobrehumano, le pedían perdón y le besaban las manos y los vestidos. El Gran Almirante tomó solemne posesión del país a nombre dela corona de Castilla. Sus esperanzas se habían cumplido; sus sueños habían tocado la realidad. Trabajos, miserias, desdenes, sinsabores, sustos, peligros, amenazas y amarguras, todo se olvidó en aquel momento de suprema felicidad. Era el 12 de octubre de 1492.

Concluida aquella ceremonia, los naturales, que habían estado observándola a cierta distancia, se fueron aproximando poco a poco y cobrando confianza hasta el punto de tocar los vestidos y las armas de sus nuevos huéspedes, y con tal sencillez que alguno se hirió al tomar incautamente una espada por el filo. Entonces tuvieron ocasión de contemplarse y admirarse unos a otros. La desnudez de aquellos naturales, su tez cobriza, su rostro sin vello ni barba, sus armas, que consistían en una caña a cuya punta ponían un pedazo de madera o de hueso afilado, formaban singular contraste con el color blanco, la barba poblada, los vistosos trajes y las relucientes armas de acero de los españoles. Dulces, afables, ignorantes y tímidos aquellos isleños, entusiasmabanse a la vista de los más fútiles objetos, como sartas o cuentas de rosario, botones, cascabeles, pedazos de vidrio o de cristal y otras baratijas, mostraban tal deseo de adquirirlos, que por ellos daban gustosos las produciones del país, el oro, todo lo más precioso que ellos creían tener, y se hacían cambios con gran beneplácito de todos, «Así, dice un escritor, en la primera entrevista de los habitantes del Nuevo Mundo con los del Antiguo todo pasó a gusto de los unos y de los otros. Probablemente los hijos de la vieja Europa, ambiciosos e ilustrados, calculaban ya las ventajas que reportarían de estas regiones nuevas; pero los pobres indígenas no podían prever, en su sencilla ignorancia, la pérdida de la independencia que amenazaba a su patria.»

Llamaban los naturales a esta isla Guanahani, pero Colón le puso el nombre de San Salvador, «a conmemoración de su Alta Majestad, dice él mismo, el cual maravillosamente todo esto ha dado.» Guanahani era una de las muchas islas que formaban el archipiélago de las Lucayas, de las cuales reconoció algunas otras, y les puso los nombres de Santa María de la Concepción, Fernandina e Isabela. Parecíanse en todas ellas los habitantes y las produciones, mas como no hallase allí las riquezas ni los pueblos florecientes que él se había imaginado, preguntábales por señas a los isleños de dónde sacaban el oro que ellos tenían, y ellos le significaban que de otras regiones más distantes, señalandole al sur. Dirigió pues sus naves al Mediodía, siempre en busca de las opulentas comarcas que eran el objeto de su viaje, y al cabo de algunos días arribó a una vasta región sembrada de colinas y montañas, con tan lozana vegetación que creyó ser Cathay, o Cipango, o alguna de las que había visto descritas en las maravillosas relaciones de Mandeville y de Marco Polo, siempre considerándolas como una continuación del continente de Asia. Aunque más fértil que las Lucayas o de Bahama, y rica y variada en producciones, tampoco encontró allí la abundancia de oro que se prometía; supo que los habitantes la nombraban Cuba, y aunque él la denominó Juana por honor al príncipe don Juan, primogénito de los reyes, aquella grande isla ha conservado su primer nombre. Detuvose muy poco en Cuba, pues habiéndole indicado los indios al este como la parte de donde sacaban el oro, diose otra vez a la vela sin tardanza, y continuó navegando hasta descubrir la isla Haití, que él nombró la Española, y lleva también el nombre de Santo Domingo. «La Española es maravilla, decía él en su relación: las sierras y las montañas y las vegas y las campiñas y las tierras fermosas y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganados de todas suertes, para edificios de villas y lugares. Los puertos de la mar, aquí no haría creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes, y buenas aguas; los más de los cuales traen oro.»

Aquellos habitantes huían despavoridos a los bosques; mas habiendo alcanzado los españoles una joven y tratadola con amabilidad, dándole cuentas de vidrio, anillos de cobre, alfileres y algunas otras bagatelas, enviándola en seguida a reunirse con sus parientes, la joven les contó lo que le había pasado con los hombres blancos, y todos acudían ya a cambiar su oro, sus frutas, sus pescados, sus hermosas aves y todo cuanto poseían, por cuentas de vidrio, y hasta por pedazos de platos y de escudillas, que les parecían preciosas joyas, no cansándose de admirar los vestidos y armas de aquellos hombres, a quienes en su rústica sencillez miraban como bajados del cielo e incapaces de hacerles daño alguno. «Venid, se decían unos a otros en su lengua, venid a ver la gente del cielo.» El cacique Guacanagari que mandaba en aquella costa, y era uno de los más poderosos del país, había de indicar a Colón el paraje de la isla en que se encontraba el oro en abundancia, que era un país montuoso que ellos llamaban Ciba, y el almirante entendió ser su apetecida y codiciada Cipango. Mas desgraciadamente cuando iba a dirigirse a aquel sitio ocurrió un desastre lamentable. Por negligencia o ignorancia de un grumete que provisionalmente gobernaba el timón de la capitana, mientras Colón descansaba un rato en su camarote, se estrelló el buque contra un escollo, abriendose por cerca de la quilla, y empezó a hacer agua de tal manera que hubiera perecido toda la gente, incluso el almirante, sin el oportuno auxilio de los de la Niña, y de los indígenas mismos que botaron al agua porción de canoas, merced al cual se logró salvar la tripulación y los objetos de algún valor de la Santa María. Colón se mostró muy agradecido a Guacanagari, el cual lloraba de placer por haber contribuido a salvar al cacique de los blancos.

Quedaba pues reducido el gran mareante a una sola carabela, porque Alonso Pinzón que mandaba la Pinta se había alejado de allí con su nave, por desavenencias ocurridas entre los dos, tal vez porque el marino andaluz, a quien, como a sus hermanos, se debía en gran parte el mérito y resultado de la expedición, sentía que un extranjero se atribuyera toda la gloria, o, según otros, se indispusieron por haber desaprobado Pinzón una de las disposiciones del almirante, si bien después se reconciliaron por intercesión de los otros dos hermanos Pinzones Francisco Martín y Vicente Yáñez en el puerto que de este suceso se llamó de Gracia. La disposición de Colón fue dar la vuelta desde allí a España, así por creerse con poca gente para conquistar países tan vastos como los que se descubrían y proveerse de más hombres y navíos, como por llevar pronto a sus soberanos la noticia del feliz resultado de su viaje, dejando en aquella isla una parte de sus marineros, ya porque no podían venir todos en la Niña, ya también porque fuesen aprendiendo la lengua de los indios y familiarizándose con ellos, lo cual podría ser muy útil para el segundo viaje que pensaba hacer pronto. Contando pues con la buena voluntad del cacique Guacanagari, que le prestó para ello muy gustoso sus súbditos, hizo construir una pequeña fortaleza de tierra y madera, en la cual empleó el tablaje y puso los cañones del buque encallado; mandó disparar algunos tiros de cañón para imponer a los Caribes que decían habitaban una parte de la isla; recibió suntuosos regalos del obsequioso cacique, oro en coronas, en pepitas, en planchas y en polvo, papagayos y otras vistosas aves, hierbas aromáticas y medicinales, y otros objetos; tomó varios indios que quisieron venirse con él; encargó mucho a los treinta y nueve hombres que allí dejaba que no incomodasen a los indígenas, antes procurasen hacerse amar de ellos, y despidiéndose de sus compañeros y del amable jefe de aquellos salvajes, diose a la vela prometiendo volver a verlos muy pronto, y viéndole todos partir con mucha pena, y más los pocos españoles que allí quedaban tan lejos de su patria y aislados de todo el antiguo mundo (4 de enero, 1493). A los dos días de haber perdido de vista las montañas de Haití, se encontró el almirante con la carabela Pinta y con Alonso Pinzón que la comandaba. Explicó Martín Alonso la causa de su separación, asegurando haber sido contra su voluntad, y disimulando Colón su resentimiento, navegaron juntas las dos naves por más de un mes con dirección a España, hasta que se levantó una de aquellas borrascas terribles que suelen poner a prueba en los mares el valor, la serenidad y la destreza delos más esforzados marinos y de los más hábiles y prácticos pilotos. Fue esta tan espantosa y brava, que todos creyeron ser tragados por las olas y que con ellos iba a quedar sepultada la noticia que traían a Europa de la existencia de un nuevo mundo, que era una de sus mayores aflicciones, y ya no tenían más esperanza que en la misericordia de Dios.

Por fortuna, después de muchos peligros, calmó la tempestad, pero las dos carabelas se habían apartado y cada cual siguió separadamente su rumbo a España. La del almirante arribó a las aguas de Lisboa, la de Pinzón a Bayona de Galicia. Cristóbal Colón dio noticia de su arribo al rey don Juan II. de Portugal; este monarca, aunque en vista del resultado de la expedición se acusaba a sí mismo de no haber aceptado las proposiciones y prohijado la empresa del marino genovés, disimuló su pesar y su envidia y tuvo con Colón las más finas atenciones haciendo justicia a sus extraordinarias prendas. Después de descansar allí unos días continuó su viaje el almirante, y entró con felicidad en la bahía de Palos de donde había salido, según dejamos ya apuntado. A las pocas horas llegó también Alonso Pinzón con su carabela. Pero este famoso mareante, que venía ya bastante delicado de salud, temeroso además de que Colón intentara algún procedimiento contra él por las pasadas desavenencias, se encerró en su casa, donde murió a los pocos días, con lo que perdió la marina española uno de sus más diestros y arrojados pilotos.

Lágrimas de placer y de ternura derramaban Fernando e Isabel al escuchar en su palacio de Barcelona la relación que de palabra les hizo el ilustre viajero de estas y otras circunstancias de su expedición. El júbilo embargaba a la reina Isabel cuando le oyó decir que los sencillos habitantes de aquellas islas le parecían muy dispuestos a recibir la luz del Evangelio, y que allí se abría un ancho campo para difundir la salvadora doctrina del cristianismo. Acabada la relación, durante la cual había tenido Colón la honra desusada de estar sentado delante de los reyes de Castilla, prosternaronse estos y todos los presentes para dar gracias a Dios por el éxito venturoso de tan grande empresa. Mientras permaneció Colón en Barcelona recibió las más señaladas y honrosas distinciones de la corte y de los reyes. Fernando hacía gala, cuando salía en público, de llevar a su lado al gran almirante. Confirieronle los monarcas el almirantazgo hereditario y perpétuo; ratificaronle las prerrogativas concedidas el año anterior; ennoblecieron su linaje, dándole el privilegio de usar el título de Don, que, como dice un escritor moderno, no había degenerado aún en palabra de mera cortesía y por último le hicieron el grande honor de autorizarle para poner en su escudo las armas reales de Castilla y de León, mezcladas y repartidas con otras que asimismo le concedieron de nuevo, con un lema o divisa que decía: Por Castilla y por León nuevo mundo halló Colón.

Efecto grande de sorpresa y de admiración causó en toda Europa la noticia del descubrimiento de vastas regiones más allá del Atlántico; todo el mundo envidiaba la gloria del atrevido y sabio cosmógrafo y la fortuna de los reyes de España, al propio tiempo que todos se felicitaban de haber nacido en un siglo en que se había obrado tal maravilla. Continuaba no obstante Colón en creer que las tierras descubiertas eran como una dependencia del vasto continente de Asia, y los más de los sabios contemporáneos, así españoles como extranjeros, adoptaron esta errada hipótesis. Así es que se les dio el nombre que conservan de Indias Occidentales, para distinguirlas de las Orientales, y a los naturales del Nuevo Mundo se los llamó Indios, nombre que aún llevan.

Desde luego se procedió a preparar otra segunda expedición para proseguir los descubrimientos, y con más grandeza y con más medios que la primera. Creóse un consejo de Indias, cuya dirección se dio al arcediano de Sevilla don Juan de Fonseca. Establecióse en Sevilla una lonja, y en Cádiz una aduana dependiente de ella; principio de la casa de la Contratación de Indias. Se prohibió, con arreglo al sistema mercantil restrictivo de aquel tiempo, ir a Indias, ni menos comerciar allí sin licencia de las autoridades puestas por el gobierno; se hizo provisión de caballos, cerdos, gallinas y otros animales domésticos, de plantas, granos y semillas para trasportarlas y ver de aclimatarlas en las nuevas regiones; de mercancías, espejos, cascabeles, y otros dijes y juguetes para traficar con los naturales; se declaró libres de derechos los artículos necesarios para proveer la armada; se obligó a todos los dueños de barcos en los puertos de Andalucía a tenerlos prontos para la expedición; se alistaron artesanos y mineros, para que provistos unos y otros de los instrumentos de sus oficios, ejerciesen y enseñasen las artes, y descubriesen las riquezas subterráneas encerradas en aquellos países. Nunca los reyes, y menos en esto caso, se olvidaban de los intereses de la religión, y así destinaron también doce eclesiásticos, que en calidad de misioneros propagasen la fe, instruyendo en ella aquellos pobres gentiles. Determinóse igualmente enviar los indios que había traído Colón y habían sido bautizados, para que estimulasen a sus compañeros a hacer lo mismo, excepto uno que quedó agregado a la servidumbre del príncipe don Juan, y se recomendó mucho al almirante que procurara fuesen tratados los indígenas de aquellos países con toda consideración y benignidad, y que castigara severamente a los que los vejasen o molestasen en lo más mínimo.

Para autorizar mas la conquista, quisieron los reyes, «aunque para esto no tuviesen necesidad», como dice un cronista contemporáneo, fortalecer su derecho con la sanción pontificia; a cuyo efecto impetraron una bula del papa, que lo era entonces Alejandro VI., el cual no vaciló en otorgarla (3 de mayo, 1493), confirmando a los reyes de Castilla en el derecho de posesión de las tierras ya descubiertas y de las que en lo sucesivo se descubriesen en el Océano Occidental, en atención a los servicios que los monarcas españoles habían hecho a la religión destruyendo en su reino y preservando a Europa de la dominación mahometana. Pero a esta bula siguió inmediatamente otra de una naturaleza bien extraña y singular. A fin de evitar las cuestiones que pudieran ocurrir entre españoles y portugueses sobre derecho de descubrimiento y conquista de las tierras que hubiese en el Océano, trazó el pontífice una línea imaginaria de polo a polo, y declaró pertenecer a los españoles todo lo que descubriesen al Occidente, a los portugueses lo que descubriesen ellos al Mediodía. No podían desechar los portugueses la mortificante idea de haber sido ellos los primeros que pudieron aprovecharse de la ciencia y de los ofrecimientos de Colón, ni ver sin inquietud y sin envidia el engrandecimiento marítimo de la España debido al hombre que ellos habían desdeñado. Y aunque el almirante a su regreso por Lisboa había declarado que su rumbo y su plan y las instrucciones del gobierno de España era de alejarse de todos los establecimientos portugueses en la costa de África, andaba no obstante el político don Juan II. de Portugal discurriendo cómo entorpecer o desconcertar los descubrimientos de los españoles; y si bien había hecho a Colón una buena acogida y no había dejado de felicitar a los reyes por el éxito de su empresa, tampoco dejaba de hacer armamentos que Fernando e Isabel tuvieron por sospechosos, y que los movieron a enviar por embajador a Lisboa a don Lope de Herrera, con órdenes secretas y facultades especiales para obrar según el empleo que los portugueses dieran a aquella armada. El astuto don Juan lo comprendió, y como no le convenía chocar directamente con un enemigo tan poderoso, para disipar sus recelos se comprometió a no dejar salir de su reino escuadra alguna en el espacio de dos meses, y para manifestar su deseo de hacer un ajuste amistoso entre ambas naciones, envió una embajada a Barcelona, proponiendo que la línea divisoria de las pertenencias de España y Portugal fuera el paralelo de las Canarias, de modo que el derecho de descubrimiento hacia el Norte fuese de los españoles, quedando el del Sur para los portugueses.

Durante estas negociaciones avanzaban los preparativos para la segunda expedición del almirante. La dificultad ahora no era encontrar gente que quisiese embarcarse como la vez primera, sino desembarazarse de la muchísima que a competencia se alistaba cada día, ya por el espíritu aventurero de la época, que concluida la guerra de los moros hallaba en las regiones de un nuevo mundo un vastísimo campo en que desarrollarse, ya por la codicia que habían excitado los objetos traídos por Colón, figurándose muchos que iban a países donde no tenían que hacer otra cosa que recoger oro y riquezas, y algunos iban también impulsados sólo por la curiosidad. Entre los alistados se contaban personas de la casa real, caballeros y gente de clase.

Distinguíase entre estos el joven caballero Alfonso de Ojeda, primo hermano del inquisidor de su mismo nombre, hijo de una familia noble de Andalucía, que gozaba ya fama de generoso y esforzado, ágil en sus movimientos, de genio fogoso y vivo, tan fácil en irritarse como en perdonar, siempre el primero en toda empresa arriesgada, hombre que ni conocía el temor, ni reparaba en el peligro, que peleaba más por placer que tenía en la pelea que por ambición ni por vanidad, querido de la juventud por sus prendas personales, y uno de los héroes que por sus hazañas estaban destinados a adquirir gran renombre entre los primeros descubridores del Nuevo Mundo.

Limitóse sin embargo el número de personas a mil quinientas, y la armada se componía de diez y siete buques entre grandes y pequeños. Para ocurrir a estos gastos contrataron los reyes un empréstito, destinando además el producto de los bienes confiscados a los judíos. Dispuesto ya todo, diose Colón a la vela con su grande escuadra en la bahía de Cádiz a 25 de setiembre (1493), facultado hasta para expedir órdenes con título y sello real sin necesidad de acudir al gobierno.

Tan pronto como partió la armada, enviaron los reyes de Castilla una embajada al de Portugal participándole el envío de la expedición, y manifestandole que la línea divisoria de navegación que él proponía no era admisible, ya por ser contraria a la demarcada por las bulas de Alejandro VI., que suponía tirada de polo a polo, y no de Oriente a Occidente, según el cual el Océano Occidental quedaba todo a disposición de los españoles, ya porque el tratado de 1479 sólo se refería a las posesiones que entonces tenía Portugal en la costa de África y a su derecho de descubrimiento en dirección de las Indias Orientales. Recibió el portugués con igual disgusto la noticia de la expedición y la respuesta de les embajadores; y si bien estos ofrecieron someter el asunto a la decisión arbitral de la corte de Roma, o a la de otro árbitro que de acuerdo nombrasen, pareció al principio querer intimidar a los enviados españoles, llevándolos como por acaso a que viesen la brillante caballería portuguesa, dispuesta a salir a campaña. Mas como luego supiese que en la corte española se tomaban medidas enérgicas y se preparaban duplicadas fuerzas para el caso de un rompimiento de hostilidades, con mucha sagacidad procuró desvanecer la idea de que abrigase tal pensamiento. Convencido también, por otras tentativas que ya había hecho, de que el juicio arbitral de Roma no había de serle favorable, optó por que se decidiese la cuestión por medios y conferencias amistosas.

Pero en esto se había dejado trascurrir el resto de aquel año. Al siguiente cada corona nombró sus representantes para tratar el asunto. Reuniéronse éstos en Tordesillas (7 de junio, 1494), y después de conferenciar algún tiempo firmaron un tratado, por el cual se ratificaba a los españoles el derecho exclusivo de navegación y descubrimiento en el Océano Occidental, y estos, en atención a que los portugueses se quejaban de que la línea del papa reducía sus empresas a muy estrechos límites, convinieron en que en lugar de tirarse a las cien leguas al Occidente del Cabo Verde y las Azores, según la bula pontificia, se extendiese a las trescientas setenta. Cada nación había de enviar a la Gran Canaria dos carabelas con hombres científicos, que dirigiéndose al Occidente hasta la expresada distancia, designasen la línea de partición, poniendo señales de distancia en distancia. Esto último no llegó a verificarse; pero la ampliación de la línea con arreglo al tratado, que ratificaron ambos monarcas, sirvió después a los portugueses para fundar las pretensiones al imperio del Brasil. «Así, dice Vasconcelles, esta gran cuestión, la mayor que se agitó jamás entre las dos coronas, porque era la partición de un nuevo mundo, tuvo amistoso fin por la prudencia de los dos monarcas más políticos que empuñaron nunca el cetro.»

No seguiremos a los descubridores y conquistadores del nuevo Mundo en los interesantes pormenores, sucesos y aventuras de sus viajes de exploración y de conquista, porque sería embarazar el curso de nuestra historia con interminables episodios, que dan copioso y digno asunto para determinadas y particulares historias que de ellos se han hecho, y donde pueden verse. Expondremos sólo los principales resultados de éstas y otras sucesivas expediciones, y las consideraremos en su índole y carácter, y en el influjo que iban ejerciendo en la condición de España.

Sin las inquietudes, hijas de la desconfianza de la vez primera, y sin otro contratiempo que alguna pasajera, aunque imponente borrasca, siguiendo desde las Canarias el rumbo de sudoeste, y con intención de encontrar las islas de los Caribes, de que tanto habían hablado a Colón los indios de la Española, en la tarde del 2 de noviembre vio el almirante señales de estar cerca de tierra; y en efecto, al día siguiente toda la flota divisó con regocijo y arribó con entusiasmo a una isla cubierta de verdes florestas, a la cual llamó Colón la Dominica, por ser domingo aquel día. No viendo en ella proporción de buen anclaje, pasó a otra que les pareció desierta, y de que tomó posesión en nombre de sus soberanos, según costumbre, llamándola Marigalante, del nombre de su buque. Forman estas islas parte del grupo de las Antillas. Continuando su exploración descubrió otra, que nombró Guadalupe, en cumplimiento de una promesa que había hecho a los religiosos del convento de este título en Extremadura. En ésta hallaron pequeñas y rústicas poblaciones, cuyos habitantes huían a su vista, abandonando hasta sus propios hijos. Grande fue el asombro y el terror de los españoles cuando al reconocerla hallaron en las chozas huesos y cráneos humanos, al parecer como si les sirvieran de vasos y utensilios del servicio doméstico. Esto y las explicaciones de algunas mujeres que cogieron, les convencieron de que estaban en una isla de caribes, de aquellos que hacían largas expediciones en sus canoas contra los de otras islas, a quienes aprisionaban y destinaban para pasto en sus feroces festines. Algunas de las mujeres aprehendidas por los españoles eran de estas infelices cautivas, y otras se les presentaban pidiéndoles amparo. Por lo mismo fue mayor el sobresalto de Colón y de sus compañeros al observar que Diego Márquez, capitán de una carabela, que con ocho hombres se había internado por la isla, no pareció en los días siguientes. En vano fue disparar cañonazos en los bosques y en la playa, destacar partidas que sonaran trompetas, y hacer otras llamadas y señales. En vano el intrépido Alonso de Ojeda, seguido de algunos de los más resueltos, recorrió hondos valles y elevadas montañas descargando arcabuces y haciendo resonar clarines. Ojeda volvió con el desconsuelo de no haber hallado vestigios de Márquez y sus compañeros, y ya todos los suponían muertos y devorados por los fieros caníbales. La flota, que sólo por ellos había esperado muchos días, estaba ya para darse a la vela, cuando con universal alegría se vio aparecer a los extraviados, cuyos macilentos y descarnados rostros revelaban los trabajos que habían sufrido. Traían consigo algunas mujeres y muchachos: hombres no habían visto ninguno, pues por fortuna suya habían salido a una de sus expediciones predatorias.

Deseaba mucho Colón volver a encontrar la Española, y saber los progresos que había hecho la colonia del fuerte de Navidad que allí había dejado en su primer viaje. Al efecto navegó costeando al Noroeste de la Guadalupe. Sin empeñarse en ensanchar sus descubrimientos, fue poniendo nombres a las islas que en aquel hermoso archipiélago al paso se le aparecían, como Monserrate, Santa María la Redonda, Santa María de la Antigua, San Martín, Santa Cruz y otras. Aquí sostuvieron los nuestros un combate con una canoa de feroces caribes, armados de arcos y flechas envenenadas. Las mujeres peleaban lo mismo que los hombres. El aspecto de aquellos salvajes era fiero y horrible, y los colores con que se pintaban la circunferencia de los ojos daban a sus rostros una expresión siniestra y repugnante. Vencidos, prisioneros y atados por los españoles, conservaban aquellos salvajes una impavidez imponente. Una carabela enviada por Colón hacia unas islas que se divisaban, volvió diciendo que se descubrían al parecer más de cincuenta. A la mayor del grupo le puso Colón Santa Úrsula, y a las otras las Once mil Vírgenes. Dejando su reconocimiento para otra ocasión, continuó su rumbo hasta llegar a una isla grande, revestida de hermosas florestas y circundada de muy seguros puertos. Era la patria de los cautivos hechos por los caribes que se habían refugiado a los buques, y casi siempre estaban con ellos en lucha. Gobernabalos un cacique, que vivía en una casa grande y regularmente construida, pero todo estaba desierto, porque los naturales habían huido a los bosques al divisar la escuadra. Daban ellos a su isla el nombre de Boriquen: el almirante la llamó San Juan Bautista, y es la que hoy se denomina Puerto Rico.

A los dos días de estancia en aquella isla, y acabando así el crucero por entre las Caribes, diose de nuevo a la vela la escuadra, y el 22 de noviembre arribó a otra isla, que desde luego se reconoció ser el extremo oriental de Haití o la Española, que con tanta ansiedad buscaba el almirante. Sin hacer mucho caso a algunos indios de aquel país de agradables recuerdos, que se presentaron a convidarle de parte de uno de los caciques a ir a tierra ofreciéndole mucho oro, continuó su rumbo con la impaciencia de encontrar el puerto de la Navidad, a cuyo frente llegó al anochecer del 27. Aquí comenzaron las halagüeñas esperanzas de Colon y las doradas ilusiones de los expedicionarios a convertirse en tristes y fatídicos presentimientos. Los cañonazos que aquella noche dispararon desde el buque, no fueron contestados por la colonia que había quedado en la fortaleza. Ni se veía luz en la costa, ni se percibía ruido, ni se advertía señal alguna de vida, todo era silencio y oscuridad. ¿Qué se habría hecho la gente del fuerte? Crueles sospechas empezaron a agitar el ánimo de Colón y de todos los españoles. Las noticias vagas que por algunos indios adquirieron al día siguiente, no hacían sino aumentar su perplejidad y su amargura. Un bote que envió a reconocerla silenciosa y solitaria costa, que creyó encontrar rebosando de animación y de alegre bullicio, volvió con la nueva fatal de no haber hallado sino ruinas y huellas de incendio en el fuerte, y a su inmediación cajones y utensilios rotos y girones de vestidos europeos. Más y más alarmado Colón, saltó él mismo a tierra. En su afanoso reconocimiento halló las mismas señales, con más diez o doce cadáveres semienterrados, que por algunos retazos de ropa que aún se descubrían mostraban haber sido españoles. ¿Habían perecido los treinta y ocho infelices que Colón dejó allí en su primer viaje para que recogieran y almacenaran el oro de la isla, y civilizaran a los indios, y los hicieran amigos y les enseñaran su lengua aprendiendo ellos la suya? Tiempo es ya de que sepamos la historia de aquella primera colonia europea en las regiones del Nuevo Mundo.

Gente la mayor parte indócil, turbulenta y soez la que había dejado allí Colón, como casi toda la que había llevado la vez primera, tan pronto como se vio sin el freno de la presencia del almirante, olvidó sus prevenciones y consejos, menospreció la autoridad de Diego de Arana su lugarteniente, comenzó a cometer todo género de desórdenes y malos tratamientos con los indios; cada cual pensó en satisfacer su avaricia y su sensualidad, a pesar de haber dado el cacique Guacanagarí dos mujeres a cada uno, no estaban libres de sus brutales pasiones las mujeres ni las hijas de los isleños, como no estaban seguros de su rapacidad sus adornos, y los infelices indios que se veían maltratadosy despojados, no acertaban a comprender cómo unos hombres a quienes habían creído bajados del cielo, se entregaban a tales excesos y demasías. Perdida y relajada entre ellos la disciplina, ansiando llenar cada cual de por sí su cofre de oro, dividiéronse en facciones, abandonaron los más de ellos el fuerte, inclusos los otros dos jefes Pedro Gutiérrez y Rodrigo de Escobedo, que con una partida de diez hombres y algunas mujeres, se internaron la isla adelante en busca del oro de las ponderadas montañas de Cibao. Dominaba allí el cacique Caonabo, que quiere decir Señor de la casa de oro, caribe de nacimiento, tan feroz como valiente, que aprovechando la ocasión de vengarse de aquellos extranjeros que iban a apoderarse de sus riquezas, armó secretamente a sus súbditos, y cayendo de improviso sobre los españoles, los degolló a todos. Seguidamente, concertado con el cacique de Marion o Maireni, atravesó silenciosamente las montañas, sorprendió el fuerte de los cristianos, donde solo había quedado Arana con otros diez hombres, y casi todos fueron horriblemente despedazados, y los pocos que huyeron al mar perecieron en él. El buen Guacanagarí peleó con sus súbditos en defensa de los españoles, pero derrotados por sus salvajes vecinos, herido él mismo en una pierna de una pedrada lanzada por el feroz Caonabo, presenció la muerte de muchos de los suyos, y su misma residencia fue incendiada y destruida. Tal es la trágica historia del primer establecimiento europeo que hubo en el Nuevo Mundo.

Aunque Colón, invitado por Guacanagarí, pasó a visitar a este cacique su antiguo amigo, y le halló efectivamente herido y en cama, y aunque Guacanagarí lloró al verle lamentando el desastre dela guarnición española, casi todos sospecharon alguna traición de parte de aquel cacique, menos Colón que nunca dudó de su lealtad, y a pesar de las sugestiones del padre Boil contra el jefe de los indios, no quiso el almirante malquistarse con un aliado que aún era poderoso en el país, y de quien tantas finezas y tantas pruebas de amistad había recibido la vez primera. Sin embargo, ni ya los indios miraban con tanto respeto a sus celestiales huéspedes y a los símbolos de su fe, ni los españoles se fiaban ya de las amistosas demostraciones de Guacanagarí y sus isleños: había una oculta y recíproca desconfianza, nacida en los unos del mal comportamiento de los primeros colonizadores, en los otros del misterio que envolvía la lamentable tragedia de la guarnición del fuerte de Navidad.

Determinó, no obstante, Colón, dejar fundado en aquella isla un establecimiento formal, una ciudad que asegurara su posesión, y en que aprovechar los muchos elementos de colonización que había llevado en la escuadra y que se estaban ya deteriorando. Con este objeto reconoció varios lugares y comarcas de la isla, hasta que halló uno que ofrecía cómodo puerto, en clima suave y feraz, no lejos de las apetecidas montañas de Cibao, donde se encontraban las ricas y abundantes minas de oro. Mandó, pues, aproximar allí las naves, y comenzó el desembarque de la gente de tierra, de los artesanos, menestrales y labradores, de los instrumentos de cada oficio, delos animales, plantas y semillas, de los cañones y provisiones de todas clases para la defensa y mantenimiento de la colonia. Con mucha diligencia y actividad se emprendieron los trabajos de construcción, levantaronse casas de piedra, madera y otros materiales, se erigió un templo, se hicieron almacenes, se edificó, en fin, una población con sus calles y sus plazas, y quedó fundada la primer ciudad cristiana del Nuevo Mundo. Colón le dio el nombre de Isabela, en honra de la reina de Castilla, su regia patrona.

Pero pronto comenzaron a desarrollarse enfermedades en los nuevos colonos; las privaciones que habían sufrido en una navegación larga, la dura vida que habían hecho a bordo y a que no estaban acostumbrados, la mala calidad de algunos alimentos, los trabajos de edificación y de plantación de huertas, las exhalaciones de un suelo virgen y de un clima húmedo y cálido, multitud de causas físicas y morales contribuyeron al desarrollo de enfermedades, de que no se libertó el mismo Colón, el cual se vio obligado a pasar algunas semanas en cama, si bien su espíritu no se abatió nunca ni dejó de atender a los cuidados de su gobierno. Era menester ya enviar a España la mayor parte de los buques. Se necesitaban medicinas, ropas y alimentos de España. Hacían falta armas y caballos para imponer sumisión a los indios; trabajadores mecánicos, mineros y fundidores para los metales que se esperaba obtener. ¿Pero qué enviaba a España para mantener vivo el entusiasmo de los reyes y de los pueblos por los descubrimientos y conquistas del Nuevo Mundo? ¿Qué dirían los españoles si en vez de los cargamentos de oro que esperaban, veían regresar los bajeles vacíos, con más la triste nueva del asesinato y degüello de la guarnición que había quedado en la Española? Todo esto angustiaba el ánimo de Colón, y resuelto a no enviar así la escuadra, despachó a los dos jóvenes e intrépidos caballeros Ojeda y Gorbalán a explorar las doradas montañas de Cibao, que distaban sólo tres o cuatro días de viaje.

Estos dos emisarios partieron por distinta dirección, y después de haber trepado elevadas sierras, y cruzado hondos y oscuros valles, atravesando el imterpérrito Ojeda el país que gobernaba el terrible Caonabo, hallando en una parte cabañas desiertas, en otras indios que le recibían con extraña y sospechosa amabilidad, vadeando auríferos ríos, y pasando por desfiladeros y rocas resplandecientes de oro, volvieron a Isabela con sus respectivas comitivas, no sólo haciendo maravillosas descripciones de la riqueza que encerraban las grietas y senos de las montañas, sino trayendo piedras jaspeadas con ricas venas de oro, cantidad de polvo del mismo metal regalado por los indios, y hasta pedazos grandes de oro virgen hallados en los cauces y lechos de los torrentes, alguno hasta de nueve onzas de peso. Esto reanimó el abatido espíritu de los colonos y del mismo almirante, que ya tenía nuevas muestras que enviar a España de sus prometidas riquezas, con que ir manteniendo y alimentando las esperanzas públicas. Con esto, y sin perjuicio de ir personalmente a visitar las minas y formar allí un grande establecimiento, despachó a España nueve de sus buques, haciendo también embarcarse en ellos los hombres, mujeres y niños cogidos en las islas de los caribes, para que se los instruyese en la fe, y pudieran ser después intérpretes y misioneros para propagarla en sus propios países. La flota se hizo a la vela el 2 de febrero (1494), y su arribo a España volvió a exaltar el entusiasmo público, halagados unos con la idea de las grandes riquezas que esperaban ver llegar de las nuevas regiones, otros con la más noble de ver difundida por los españoles la civilización y la fe cristiana por los ámbitos de un nuevo mundo, otros con la de la dominación en extensas y dilatadas naciones, y cada cual, en fin, con lo que lisonjeaba más su imaginación y sus gustos.

Dejemos ahora al famoso descubridor engolfado en su nuevo mundo, que tantos misterios encerraba para él todavía, y que había de ser ancho teatro de grandes e interesantísimos sucesos, y volvamos ya la vista al interior de nuestra España, y veamos la marcha política que en su gobierno seguían los dos esclarecidos monarcas Fernando e Isabel.

(Capítulo IX. Cristóbal Colón. Descubrimiento del Nuevo Mundo. Tomo III, Parte II (Libro IV: Los Reyes Católicos), de la Historia General de España de D. Modesto Lafuente)

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Ciudadanía

Puesto que todos somos miembros de la pólis, del Estado, todos somos políticos. Lo somos además en un sentido más real y auténtico que los que pertenecen a la “clase política”, aquellos que han hecho un oficio de su dedicación a la conquista del poder. Los verdaderos políticos, o, como les gusta decir a ellos para halagarnos, los ciudadanos, estamos interesados en el buen orden de la pólis por encima de cualquier otra cosa para podernos entregar con tranquilidad y seguridad a nuestras actividades económicas, familiares, religiosas, sociales, deportivas, etc. Para entregarnos a ellas con la tranquilidad de quien sabe que no será importunado en ninguna y con la seguridad de quien tiene a su favor la fuerza del Estado para protegerle de quien trate de impedírselo. No otra es la paz social. Ese es nuestro máximo interés, que es más bien una necesidad básica de nuestra pertenencia al Estado y no puede ser, por tanto, más general. No es el mismo interés el que mueve al político de profesión. Es que lo nuestro es necesidad general y lo suyo es demasiadas veces interés particular.

El político de profesión ordena sus afanes a la conquista y ejercicio del poder sobre la sociedad. Forma grupos, partidos o secciones que estima por encima de todo y se apoya en la capacidad de presión de que dispone sobre el resto de los individuos para acaparar las magistraturas del Estado. Dice que busca dirigir la nave a buen puerto y organizar las cosas en orden al bien, pero esto es algo de cuya verdad o falsedad hemos de juzgar nosotros y no es él quien debe anunciarlo con demagogia para que le prestemos nuestro consentimiento y nuestro voto. Su interés suele ser interés de partido o de sección, no interés del conjunto de los ciudadanos. Alguien podría decir incluso que es interés sectario por esto mismo. No es su pertenencia a esos grupos lo que debería inclinar el juicio del ciudadano a su favor, sino el trabajo bien hecho. Se le debe juzgar por lo que hace, no por lo que dice.

Es inevitable, desde luego, que haya hombres dedicados a la tarea de mandar a los demás, a administrar el poder político. En todo cuerpo compuesto alguien tiene que regir y alguien ser regido y el cuerpo social es compuesto: de oficios, religiones, valoraciones morales, grupos de interés, etc.

La desigualdad entre gobernantes y gobernados es, pues, necesaria, pero debe limitarse al máximo obligando a que los que ocupan cargos del Estado no perduren en ellos más de un cierto tiempo, a que se vean obligados a rendir cuentas de su actuación al frente de ellos, a que existan mecanismos de control y de poder que sirvan de contrapeso a su poder, a que éste se halle dividido, pues su superioridad, aunque sea temporal, es peligrosa para los individuos y con excesiva facilidad limita o suprime la libertad de éstos.

Ellos arriesgan nuestras las libertades. Podemos pasar sin darnos cuenta de ser ciudadanos a ser súbditos, lo que es intolerable para todo aquel que no esté dispuesto a abandonar su criterio en manos de otro ni a aceptar injerencia alguna en su vida, para todo aquel que haya decidido ser el único juez de su persona.

La primera libertad que está hoy perdiéndose, si es que no se ha perdido del todo, es la de pensamiento. En un tiempo en que los individuos se pierden entre la muchedumbre amorfa y en que es la opinión de ésta, transformada en opinión pública, la que gobierna todo, los políticos de profesión hacen gala de una enorme habilidad para aglutinar en su persona y su partido los impulsos y querencias de la muchedumbre. Saben ponerse al frente de ella, adivinar sus movimientos antes de que se produzcan, orientarla y, por medio de una pléyade de profesionales de la comunicación, hablar en su nombre sobre lo divino y lo humano, etc. Así se forma un magma de ideas que lo impregna todo y al que es casi imposible resistirse. Ese magma no solo se hace intolerante con cualquier atisbo de originalidad e individualidad, sino que se introduce en el alma misma de todo hombre, de modo que ninguno se atreve, no ya a expresar ideas diferentes, sino ni siquiera a concebirlas.

Todos oyen lo mismo, ven lo mismo, leen lo mismo, tienen los mismos deseos, anhelos y temores, gozan con lo mismo. Todos se han asimilado entre sí y forman un cuerpo único de opinión. Antes de ponerse a pensar, cualquiera de ellos se cuidará ante todo, sin que ya nadie tenga que imponérselo, de que lo que a él se le ocurra no se salga del camino que todos siguen.

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La filosofía

En sus Disputaciones tusculanas, V, 3, 8-9, guardó memoria Cicerón de un hecho que había recogido Heráclides Póntico, discípulo de Platón y hombre de grandes conocimientos: que Pitágoras llegó en cierta ocasión a Fleunte y habló allí tan bien y con tanta elocuencia ante León, el príncipe de los fliasios, que éste, admirado de ello, quiso saber qué oficio profesaba, a lo que respondió Pitágoras que él no profesaba oficio alguno, sino que era filósofo.

Extrañado León de aquel nombre, que se pronunciaba entonces por vez primera, preguntó de nuevo que a qué se dedicaban los filósofos y en qué se diferenciaban del resto de los hombres. Pitágoras contestó que él veía la vida de los mortales muy semejante a lo que pasa en una olimpíada, a la que unos concurren para alcanzar gloria y celebridad después de un duro entrenamiento, otros por ver si ganan algún dinero comprando y vendiendo mercadería, pues aprovechan así la gran cantidad de gente que se congrega con ocasión de una feria semejante, y otros, por último van allí solo para observar y ver lo que sucede y cómo sucede, porque es lo único que les importa, dándoles igual el dinero y la gloria. Y que de la misma manera que todos estos van a la olimpiada movidos por esos intereses, hemos venido nosotros a esta vida, unos para servir al dinero y otros a la gloria, pero que hay algunos, los menos, que tienen en poco ambas cosas, pues lo que ellos quieren por encima de todo es ser sabios. Estos se llaman a sí mismos amantes del saber, que eso es lo que significa la palabra “filósofo”, y, lo mismo que pasa en la feria, donde el más noble es el que se limita a comprender la naturaleza de las cosas, sin buscar nada para sí, igual ocurre en la vida, pues el conocer y el pensar son superiores a todo lo demás. Este y no otro es el significado de la palabra “filósofo”, concluyó Pitágoras ante León.

Platón encontró más tarde que la palabra “filosofía” incluye otro significado no menos importante que el que Pitágoras halló en ella. En El banquete explicó que el amor no puede ser bello, sino feo, pues se ama lo que no se tiene y es bueno, pero no puede ser llamado se llamado bello el carecer de algo que es bueno, y que esto es así porque el dios Amor es hijo de Poros, el Recurso, y de Penía, la Pobreza, y que por eso es privación, miseria, carencia de hogar, rudeza y terquedad. Por ello asimismo tiene que ser filósofo, pues, no siendo bello, desea ardientemente las cosas bellas y el saber es una de ellas. Los dioses no son filósofos por el motivo opuesto, pues son sabios. Tampoco los ignorantes, para su mal, que consiste justamente en creerse sabios no siéndolo.

Por donde se ve que el filósofo está entre el saber y el no saber, entre el dios y el ignorante. El segundo no sabe que lo es, por eso nunca será sabio, para su mal, que no es otra cosa que su incurable ignorancia. Un ignorante así es malo. El filósofo, por el contrario, ha descubierto sus errores, que antes había tomado por verdades, y los ha destruido o procura hacerlo. Por ello puede aprender algo, pues el que cree que sabe es imposible que salga de ahí. Ni los dioses ni los ignorantes pueden cambiar en este punto, unos para su bien y otros para su mal.

¿Qué cosas hay que saber? Seguramente muchas, pero hay una que debe ser la primera, al menos según decía Sócrates una y otra vez a quien quisiera escucharle: vivir bien. Es lo primero de todo. Lo demás puede esperar hasta que esto se haya logrado.

Para vivir bien es necesario ser justo y para ser justo deben estar bien ajustadas entre sí las inclinaciones y tendencias del propio temperamento. La justicia no es en realidad algo diferente de la armonía, que consiste en general en el equilibrio entre las partes de un todo, lo que hace que el todo sea bello. Justicia y belleza son, pues, inseparables, y un hombre será justo y bello si da a cada uno de sus impulsos el lugar que le corresponde por naturaleza.

Al final de una larga serie de razones que Sócrates y sus discípulos desgranan en otro pasaje de La república, se concluye que las tendencias básicas de cualquier humano coinciden con las mencionadas por Pitágoras, y son el amor al dinero, el amor al poder y el amor al saber, además de que cada una se aloja en algún lugar del cuerpo. Están en guerra constante entre sí y, según se alce con la victoria una u otra, su dueño será de una u otra manera y tendrá una vida acorde con su elección. El hombre está compuesto de elementos tan contrarios como el fuego y el agua, por lo que está en guerra consigo mismo desde que nace hasta que muere. En esas victorias o derrotas es donde se decide cómo es su vida.

En la parte baja del tronco se aloja el afán de dinero, con que se da satisfacción a dos impulsos principales, el del hambre y el del sexo, dos impulsos buenos en sí, pues uno sirve para la perpetuación de uno mismo y el otro para la de la especie, pero que arrastran a la mayoría de los hombres más allá de lo necesario. Ambos están ligados a la vida. Si esta parte se impone sobre el total, no se estará liberando otra energía que la encaminada el comer, el fornicar y otras cosas aparejadas a éstas. Un hombre así ha dejado crecer su vientre y su bajo vientre a expensas de lo demás.

En la sección de en medio anida la parte fogosa de todo individuo. Ahí está el asiento del orgullo, la fuerza de voluntad, el amor propio, etc. Esta parte mueve todo, pero puede inclinarse por la de abajo y se trocará entonces en principio de un hombre esclavizado, o por la de arriba, y será el principio de un hombre libre.

En la parte superior, por último, se encuentra la razón, lo que el hombre tiene de divino e inmortal. Es la capacidad de pensar, que debería gobernar la vida entera para que ésta pudiera vivirse bien.

El que logra la armonía entre estos tres estratos del alma es justo y bello y no es posible que sea infeliz, por lo que carece de sentido preguntarse, como hacían los sofistas, si favorece más al hombre la justicia que la injusticia. Pero, como ya había advertido Pitágoras, los filósofos son los menos, en tanto que los que buscan el placer a costa de lo que sea, por lo que muy a menudo se dan de frente con el dolor, son los más. A lo largo de más de dos milenios, y muy en particular durante los siglos XIX y XX, otros han concluido que el predominio de la muchedumbre, compuesta de individuos que son esclavos de sus pasiones, no es otra cosa que la aceptación de la tiranía de quien no aspira a la justicia y la felicidad. Tienen por dios a su vientre y a su bajo vientre.

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Manuel J. Castellano

Ayer tarde me visitó Manuel J. Castellano, que, como todos saben, es un joven bachiller inteligente, algo descuidado y poseedor de un amor al estudio no mayor que su descuido. Venía a contarme lo que había tenido ocasión de oír aquella misma mañana, una mañana jerezana fría, lenta y luminosa como pocas. La rutina diaria le había llevado hasta una de las aulas de la Escuela de Arte, casi esquina entre la Ponce y la Porvera, justo a lado de la Iglesia de la Victoria. Aquel día quería que le vieran por allí. El programa había prefijado que se examinara el concepto de libertad y alguna otra idea aneja a éste, como la de educación o la de moral, uno de tantos asuntos estériles y vacíos que los planes gubernamentales reservan a los jóvenes encomendándolos a la desidia de algún funcionario de enseñanza. El tema prometía una hora más de tedio, pero ya era tarde para evitarlo sin desdoro de las buenas maneras de Manuel, pues el viejo profesor encargado de la materia había ya cruzado la puerta de entrada. No había más remedio que hacer de la necesidad virtud y disponerse a prestar atención por si su buen hado le deparaba algún minuto de entretenimiento que pudiera destilarse de la hora larga que se avecinaba.

Libertad no es elegir entre varias opciones, comenzaba a decir aquel profesor, antes al contrario, el tener que elegir es un obstáculo, no una condición, de la libertad. Ésta se contiene en solo tres palabras: querer, poder y saber.

En seguida hizo mención de un caso extraído de algún libro medieval que acaso nadie haya leído jamás. Se trataba de un galgo que perseguía a una liebre por un sendero hasta que éste se bifurcaba por el cruce con otro y se perdía el rastro de la liebre. Sucedía entonces lo previsible: que el galgo olisqueaba veloz el ramal primero, no hallando en él señal alguna de la liebre, luego el segundo, por donde tampoco había huido, y a continuación se lanzaba como una centella por el tercero, sin detenerse ya a examinar nada.

Así en nuestra vida, siguió diciendo, pues no somos de estirpe distinta de la del galgo. Las más de las veces no optamos por lo que más queremos, sino que nos contentamos con lo que detestamos menos. Mas no se crea que termina aquí el parecido, como podrá comprobar el que quiera averiguar ahora en qué momento fue libre el galgo, si cuando perseguía a la liebre o más bien cuando, perdido su rastro, pero no su impulso, se vio forzado a elegir uno de los tres ramales.

Está claro que en el primer momento hacía lo que quería hacer. ¿Qué otra cosa habría de querer un animal así, una máquina perfecta de instinto y velocidad producida por la naturaleza para el único fin de cortar el viento con una flecha y capturar la liebre?

También es obvio que en el segundo se interpusieron la zozobra y la ansiedad entre su deseo y el objeto de su deseo. En eso no puede consistir entonces la libertad. Esta no es puede ser elegir algo, sino quererlo y lograrlo sin que nada se interponga entre lo uno y lo otro. La elección es más bien interposición e impedimento.

Me dijo Manuel también que en este punto sintió la comezón de la duda. No le pareció verosímil que aquellas cuatro palabras sobre un galgo disolvieran el parecer de la mayoría de la gente sobre el tema de la libertad, pues todos creen que consiste en elegir entre varias opciones. Me dijo además que apenas tuvo tiempo de formular para sí la duda, porque aquella voz había vuelto a tomar aliento tras una breve pausa y no parecía dispuesta a descansar hasta llegar al final que se había marcado.

Además, continuaba alegando, si ser libre fuera lo mismo que elegir, los ricos serían libres, y tanto más cuanto más ricos fueran, y lo pobres, por el contrario, serían tanto menos libres cuanto más pobres fueran. Esto no tendría más remedio que ser, pues unos tienen más cosas que elegir que los otros.

Parecía como si hubiera previsto la duda de Manuel. El tiempo de éste se deslizaba con lentitud inexorable hacia un desenlace que no adivinaba. Decidió dejarse llevar de él sin oponer resistencia a su desarrollo.

Ahora estaba hablando del rey David y de cómo sintió un deseo incontenible de poseer a Betsabé, la esposa del hitita Urías, un buen capitán de su ejército, y de cómo, obcecado por su lujuria y su poder, lo envió a la muerte para poder disfrutar libremente de ella. Grande debió ser el atractivo de aquella mujer para que todo un rey perdiera la cabeza y la honra por su causa. A lo cual añadió que el mismo David, siendo ya viejo y avanzado en días, no se calentaba por más ropas que ponían en su lecho para cubrirle y que sus siervos creyeron hallar la solución trayéndole a la mujer más hermosa de toda la tierra de Israel, a la sunamita Abisag, una joven virgen, para que durmiera a su lado y así entrara en calor el cuerpo del anciano rey, pero que éste “no la conoció”. Así se narra en el libro de Samuel.

Por causa del atractivo de Betsabé cometió David adulterio y homicidio, un doble crimen por el que le perseguiría el remordimiento toda su vida. Pero el atractivo de Abisag, que era sin duda mayor, no le impulsó a poseerla, lo que le estaba permitido. Ni siquiera la tocó, satisfaciendo el único deseo que sentía por ella, el de que le diera el calor que su cuerpo anciano había ya perdido.

Piénsese más despacio en esto. ¿Qué hace el rey cuando una mujer le atrae con fuerza? Apoderarse de ella si está en su mano. ¿Y cuando no le resulta atractiva? Entonces no hace nada. ¿Por qué una le atrae y no la otra? ¿De dónde procede esa fuerza que arrastra al hombre? Una única respuesta se impone: de él mismo. En David reside la potencia del atractivo de Betsabé, a la que no hay otra fuerza que se resista dentro de él. Por eso hubo de poseerla. Es el deseo del rey, un deseo que nunca duerme, pero que unas veces apunta a un objeto y otras a otro, el que tiñe con el color de la atracción las personas y los objetos a donde se dirige. El querer no descansa jamás y siempre se inclina por una cosa antes que por otra. Y no hay duda alguna sobre lo que hará quien se halla poseído por el querer, que somos todos: si puede se tendrá que apoderar de la primera y si no puede se resignará a la segunda. Pero nunca serán ambas iguales. Nunca habrá dos opciones de idéntico atractivo.

Querer y poder. En estas dos palabras se cifra casi todo el misterio de la libertad. Falta una tercera, que brotará por si sola en cuanto se avance un poco más, pero véanse antes estas dos. ¿Qué cosas queremos? Las que se nos presentan como buenas. Para el galgo era bueno capturar a la liebre, para el rey poseer a Betsabé o no pasar frío. Una vez que algo se quiere se tiene que hacer, excepto si otra fuerza se interpone. ¿Qué otra cosa habían de hacer el galgo o David salvo llevar adelante el deseo de que se hallaban poseídos, si es que estaba en su poder hacerlo?

Además de esto, al animal se le presentó el cruce de caminos porque estaba sano y era veloz. Si hubiera estado enfermo y cojo no habría sentido el deseo, no habría llegado al cruce y no habría tenido que elegir ningún ramal del mismo. Los cruces de caminos solo se ofrecen a los capaces. El tener que elegir entre varias opciones se presenta solo a los fuertes, no a los ricos ni a los indolentes. También el rey hubo de decidir si mataba o no a Urías para disponer libremente de Betsabé porque tenía poder. Un vasallo suyo no habría tenido ocasión de llegar a ese cruce. Sin embargo, no se trata aquí en verdad de esa clase de fuerza física que exhibió el rey, sino de otra más grande de la que careció.

No puede suceder otra cosa que la que sucede una vez que el animal o el hombre ponen en marcha su deseo, uno por la liebre y por la mujer el otro. Cuando alguien quiere algo lo hace si puede. Es así de sencillo y aquí no hay nada más que entender. El centro del asunto está, pues, en el querer. También en el poder. En ambos consiste por ahora la libertad. Pero aún falta una tercera cosa. Para hallarla véase de nuevo cuál es el objeto del querer, que es siempre algo que se presenta como bueno.

Como bueno se presenta siempre, por ejemplo, el seguir vivo, pues es imposible detestar la vida. Algunos dicen que prefieren morir, pero no es creíble. Ellos no detestan vivir. Lo que detestan es vivir así. Pese a todo, puede ocurrir que algo parezca mejor que seguir vivo, como el deber al que sirvió Tomás Moro en contra de su rey.

Que una unión sexual es vista como algo bueno nadie lo dudará. Este no es el problema. El problema es que alguien no vea nada superior, como la vida ajena, la propia o el respeto a un igual en la persona de una mujer. El que no comprende esto es un necio y puede incluso ser un homicida, como el rey David, que se inclinó por un bien a costa de otro superior, que destruyó. Su necedad y su crimen brotaron de una mente que no supo entender qué es lo mejor, presentó a su voluntad como un bien lo que no era tal, sino la destrucción de otro mayor, y no dispuso de una fuerza que pudiera oponer a su deseo lujurioso. Por eso fue un hombre débil, un imbécil moral.

No tuvo la clarividencia de Tomás Moro, el cual, pese a tener la vida por un bien, comprendió que era inferior al servicio a Dios que él mismo había decidido. Entendió que la vida es inferior a la libertad y actuó en consecuencia. Una vez que un hombre es así, actúa del modo que es y no de cualquier otro. ¿Qué otra cosa es posible que haga?

Pensar como se debe, pensar bien, era entonces la tercera idea que faltaba. Añadida al querer y al poder completa la de libertad.

David se inclinó por lo peor porque no pensó como debía y por causa de ello creyó que era bueno lo que no era. Ese es el motivo de que deseara poseer a Betsabé, de manera que, una vez que lo quiso lo hizo, puesto que tenía poder para ello. Si su conciencia hubiera sido más clara, su deseo habría sido otro y se habría inclinado por él. Él mismo habría sido entonces la fuente de un deseo superior, como el que tuvo Tomás Moro. No lo fue porque su mente estaba oscura, de lo que solo él era responsable. En una palabra: David habría sido más fuerte y más libre de lo que fue si hubiera pensado bien lo que tenía ante sí, si hubiera nacido de ahí su deseo y si, por último, lo hubiera ejecutado. En ese caso habría sido dueño de su lujuria, en vez de que la lujuria fuera dueña suya, como sucedió en realidad. Habría tenido más poder que la mera fuerza de que abusó por ser el rey, pues habría sido dueño de sí. Por eso fue esclavo de su deseo y le prestó obediencia. ¿Qué otra cosa podía haber sucedido siendo él como fue? El hombre es su propio destino.

La libertad es determinación de uno mismo, capacidad de decidir por sí y no por otro una vez que se ha pensado lo que es mejor y más conveniente. Lo demás es un falso sucedáneo suyo.

De aquí que uno de los negocios más importantes de la vida consista en ser libre. Esto eleva a un hombre por encima de sí mismo y es lo más bello y elevado que cualquiera puede adquirir. Decidir por uno mismo, sin equivocarse, qué es lo bueno y lo mejor y ejecutarlo: no hay nada que esté por encima de esto. Cierto es que no se adquiere en un instante, pero otorga los mejores goces conforme se va adquiriendo.

En aquel momento preguntó uno de los asistentes por la relación que aquellas ideas tenían con la educación de los jóvenes, pues al principio se había dicho que había que mostrarla. La respuesta fue inmediata:

Pensar correctamente lo que es bueno y conveniente, tomar la decisión de ejecutarlo y  actuar en consecuencia, es decir, ser libre, es el fruto maduro de una buena educación, porque un hombre bien educado es el que se dule y se complace como es debido. Por este motivo es una de las mejores adquisiciones que un hombre puede lograr, pues sirve para determinar por sí mismo qué es lo mejor y para trazar los planes necesarios para alcanzarlo. Por esto no debería educarse a los jóvenes para el juego y la diversión de hoy, pues a su edad el aprendizaje va necesariamente acompañado de esfuerzo sin recompensa, sino para el recreo en el saber y en el decidir de mañana, cuando sean hombres hechos y derechos. La libertad de mañana es disciplina de hoy.

Si un instituto de bachillerato sirviera solo para lograr una pequeña parte de este fin ya estaría justificada su existencia.

El tiempo se había acabado. El funcionario de educación advirtió que todo lo que había dicho era una introducción a las ideas de Santo Tomás de Aquino y que en los días venideros habría que adentrarse en las mismas.

Aquí se detuvo el relato de Manuel. Había fatigado su memoria cuanto había podido para no dejar nada importante sin decir. Y como deseaba repensar lo que había oído, salió a la calle y al pasar por la puerta de la Iglesia de la Victoria dedicó un recuerdo a Santo Tomás.

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La impostura de Agamenón

¿Habrá que llamar libre al que solamente tiene una oportunidad de obrar? ¿No merece esto más bien el nombre de fatalismo? De ninguna manera. Es más bien su negación. La coartada fatalista está presente por doquier en la poesía y en el mito, donde no ha carecido de una gran belleza. No es otra cosa que creer que las cadenas del hado sujetan de tal manera la acción de un hombre que no puede evitar lo que hace por más que lo intente. No otra fue la justificación de Agamenón cuando en la asamblea de los aqueos admitió haberse apoderado injustamente de Briseida, la bella esclava que pertenecía a Aquiles. Estas fueron sus palabras:

No fui yo, dijo, la causa de aquella acción, sino Zeus, y mi destino y la Erinnia que anda en la oscuridad: ellos fueron los que en la asamblea pusieron en mi entendimiento fiera ate (locura) el día que arbitrariamente arrebaté a Aquiles su premio. ¿Qué podía hacer yo? La divinidad siempre prevalece[21]

La indefensión frente a lo divino, el saberse señalado por los dioses, la admitida ausencia de libertad, etc., todo colabora para concluir que el protagonista es inocente. Los hombres, se cree, son como las figuras del ajedrez, que piensan que hacen lo que quieren y se empeñan en tomar decisiones por sí mismos pero no advierten que un ser detrás de ellos está jugando la partida. Así lo versifica Borges:

No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino.
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueños y agonías?[22]

Si dejamos atrás la poesía de Borges y la Ilíada y volvemos a la prosa de la vida cotidiana observaremos cuán cándidos fueron los que creyeron las palabras de Agamenón y los que siguen aceptando disculpas iguales a aquellas, disculpas que llevan consigo el supuesto falso de que un hombre se transforma en un autómata cuando interviene lo divino y ya no tiene, en consecuencia, que rendir cuentas por lo que hace, pues ha sucedido en contra de lo que él quería.

Hoy no creemos ya en Zeus, el destino o la Erinnia que anda en lo oscuro, pero tenemos fe ciega en las pastillas, los genes y las circunvoluciones cerebrales. La justificación de Agamenón sigue viva, pero despojada de poesía y revestida de ropaje científico, el más oscuro y potente de todos los ropajes, porque otorga a sus acólitos una seguridad inapelable. Ya no son los dioses, y menos aún el Dios del catolicismo, que hizo al hombre libre y responsable de su conducta, quienes encadenan las acciones humanas, sino algunas sustancias que inhiben ciertos circuitos cerebrales, genes que impulsan a sus dueños en contra de lo que ellos querrían hacer, traumas infantiles que emergen cuarenta años después, la educación, la sociedad, la cultura, el sistema político, el poder de la prensa, etc.

Todo coopera para hacer de los hombres autómatas inconscientes e involuntarios, seres poseídos de algo que no son ellos y que actúa en contra de ellos. Y todo se acepta de buena gana como fuerza externa irresistible con tal de no tener que cargar con el fardo pesado de la responsabilidad, que es un efecto de la libertad. La asamblea de los hombres actuales es más crédula que la de los aqueos que destruyeron Troya.

Esas excusas son inaceptables ¿Significa esto que Agamenón pudo hacer una cosa distinta que la que hizo? La respuesta es que no, pero para verla con claridad hay que examinar antes las tres perspectivas siguientes:

  1. Lógica.- Solamente es posible lo que no es contradictorio. No es posible, por ejemplo, hacer y no hacer una cosa en el mismo momento y lugar. Agamenón no pudo raptar a Briseida y devolverla a Aquiles al mismo tiempo. Desde esta perspectiva sí fue posible que hubiera hecho otra cosa.
  2. Natural.- No es posible que suceda algo que viole una ley natural. Lo mismo que una fuerza superior impide que el río remonte su curso, Agamenón se impuso a Aquiles y le robó la esclava. Luego también desde esta perspectiva pudo haber actuado de otra manera.
  3. Psicológica.- Es imposible que alguien no haga lo que quiere hacer si nada se lo impide. Alguien que no fuera Agamenón seguramente habría hecho algo diferente en circunstancias idénticas, pero no él, pues lo que él quería era raptar a Briseida.

En consecuencia, el lógico y el naturalista no tienen nada que oponer si alguien dice que Agamenón pudo hacer otra cosa. Pero no basta con ello. Todavía hay que tener en cuenta el carácter del personaje. En casi todos los momentos de nuestra vida, si no en todos, hacemos lo que hacemos porque así lo queremos. Examine el lector si una mala acción de la que ahora se arrepiente volvería a ejecutarla en idénticas circunstancias, con el mismo estado de ánimo y las mismas esperanzas por lo que viniera más tarde. Es seguro que contestará que sí.

Luego Agamenón no pudo hacer otra cosa que robar a Briseida, porque cuando un hombre quiere hacer algo tiene que hacerlo, excepto si desea otra cosa con más fuerza, en cuyo caso hará esto otro, o se le opone una barrera infranqueable, y entonces abandonará su pretensión y hará también algo distinto. Nunca suceden los actos por la fuerza superior de los dioses, sino por la propia voluntad. Si el deseo de humillar a Aquiles fue más fuerte que su previsión de lo que sucedería tras el ataque de Héctor ¿qué otra cosa podía hacer que seguir el impulso más fuerte? Cuando un deseo supera a los demás se impone sobre ellos y desemboca en la acción.

Todo se le puede arrebatar a un hombre menos su voluntad. Cuando ésta se oscurece, lo que ocurre en muy contadas ocasiones, el hombre es otro ser. Está fuera de sí y no es él quien obra. Y si no se le puede arrebatar al hombre la voluntad, entonces tampoco la libertad. Parece ser que a un tirano que aseguraba ser dueño de todo respondió Epicteto que él, sin embargo, era libre:

–¡Cómo! ¿Tú libre?
–Sí, me ha libertado la Divinidad y no pienses ni remotamente que ella consintiese que uno de sus hijos pudiera estar bajo tu yugo. Hagas lo que hagas conmigo, lo más que llegarás será a ser dueño de un cadáver; pero sobre mí, sobre mí no tienes ni tendrás nunca poderío[23].

 Era verdad. Se puede ser dueño de un hombre convertido en cosa, no de un hombre que tiene voluntad, salvo si ésta decide doblegarse. Y esto sólo puede hacerlo voluntariamente. Luego nadie puede hacer que otro actúe contra su voluntad. Ni siquiera el mismo individuo puede, pues sería absurdo. Todos somos responsables de lo que hacemos y a todos se nos pueden imputar nuestros actos.

[21] HOMERO, Ilíada, XIX.
[22] BORGES, J-L., Obra poética, 125
[23] Atribuido a EPICTETO. V. VV. AA, Los estoicos: Epicteto, Séneca, Marco Aurelio, 32.

(Extraído de Sobre la libertad, cap. 9)

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