Cualquiera, particular, individuo, persona

Ser un cualquiera

De la misma manera que en los árboles del bosque no brotan dos hojas iguales así tampoco nacen dos individuos iguales en el género humano. Cada uno es un yo único e irrepetible, un individuo sin copia exacta posible, un ser vivo que no puede clonarse.

Nadie piense sin embargo que ese yo tan íntimo y tan suyo es siempre íntimo y propio de la misma manera, pues le sucede lo mismo que al agua, que sin dejar de ser agua, puede hallarse en tres estados diferentes: sólido, líquido y gaseoso. Si fuera cierto lo que dijo Tales de Mileto, el agua podría hallarse en muchos más estados todavía, porque podría encontrarse como piedra, diamante, matorral o leopardo.

Lo primero que puede ser el yo es uno más entre tantos como existen, un cualquiera, es decir, un don nadie. Este es un estado que se ha generalizado con tal fuerza en nuestra época que todos nos hallamos forzosamente en él en un momento u otro a lo largo de cada día de nuestra. Muchos no se darán cuenta de ello, pero será por lo mismo que el pez en el agua, porque nunca salen de él. De ahí que sean muy pocos los que piensan siquiera en entenderlo y menos aún en evitarlo, cosa que, por otro lado, sería imposible aunque se lo propusieran. Sería además seguramente indeseable, por más que pueda parecer un mal.

Esta fase de ser uno más en una multitud de desconocidos, un cualquiera que apenas cuenta para nada, la fase más común de ser uno mismo en el presente, es una inevitable. Cualquiera puede verlo con claridad con solo pararse un momento a pensar lo que sucede cuando compra una prenda de vestir. Una chaqueta o una camisa de la talla 42 no se han tejido para Don Fulano de Tal y Tal, para alguien diferente de todos los otros, para un yo único con sus señas de identidad intransferibles, sino para todos los que se ajusten a esa medida, que seguramente se contarán por decenas de miles y hasta por millones de iguales, de los que no importan en absoluto sus cualidades personales, a veces ni siquiera las físicas. Con tal de que pueda, mal que bien, enfundarse una de esas prendas, lo demás importa poco o nada. Obsérvese que no se ajusta la prenda al sujeto, sino el sujeto a la prenda. Ya pasó la época de los sastres, que ajustaban el traje a las circunvoluciones del sujeto.

¿Acaso podría subsistir la industria manufacturera si no fuera así, si el aumento de la población no hubiera traspasado un cierto umbral por cuya causa todos hemos pasado a ser gotas de agua iguales y confundidas en un mismo mar? ¿Es que no era necesario dejar de ser alguien y empezar a ser algo para que floreciera la producción de bienes económicos? La industria de la alimentación, la del calzado, las comunicaciones terrestres, aéreas, telemáticas y de toda suerte, la fabricación de coches, la construcción de viviendas, etc., ¿no requieren todas ellas la existencia de millones y millones de hombres con los mismos gustos, inclinaciones, hábitos, ideas y creencias? Ni una sola de esas actividades puede existir en una pequeña población de hombres que tienen como único programa de vida el ser diferentes.

Las formas de alimentarse, sentir, pensar, vestirse, relacionarse, creer y otras muchas más descienden de manera natural a una medianía uniforme cuando todos nos convertimos en unos cualesquiera, en unos don nadie. Una vez dado este paso, no hay retorno posible. Querer volver atrás equivale a desear que casi toda la población pase hambre, que vuelva el analfabetismo, que se extinga el sistema democrático, que una inmensa mayoría carezca de techo, etc. Además, es querer algo imposible. Las aguas del río nunca remontan su cauce.

No es lo mismo alimentar a diez individuos que alimentar a diez millones. La comida no puede tener el mismo gusto. Pero se gana mucho con esto, pese a los agoreros, pues se consigue que diez millones no pasen hambre.

En democracia tienen que valer lo mismo la opinión de Agamenón y la de su porquero: cada hombre un voto. Esto es inevitable, piense lo que piense Agamenón o piense lo que piense su porquero. Los nobles, los notables, solo pueden serlo entre inferiores. La democracia solo funcionará si nivela a todos rebajando a los nobles hasta la altura de los plebeyos. Por eso hubo de extinguirse en la antigua Atenas, porque entonces los individuos sobresalían demasiado. Los hombres libres no pasaban de treinta o cuarenta mil y eran los únicos que tenían derecho a hablar en la boulé, a proponer y votar leyes, a ser designados jueces o estrategas, es decir, eran los únicos que tenían derechos políticos. Los demás, o sea las mujeres, los esclavos, los metecos, los extranjeros, los menores de dieciocho años y los delincuentes no contaban para la política.

Es obvio que si la masa de partícipes aumenta el sistema no puede seguir siendo el mismo, pues entonces aparecen fenómenos nuevos, de la misma manera que al aumentar el número de moléculas de un gas aparece la presión. Cien o doscientas moléculas no lo consiguen. Es necesario que se cuenten por grandes cantidades, por billones e incluso trillones. Tiene que haber algún umbral que, una vez traspasado, haga que el conjunto sea diferente. Lo mismo ocurre en política. No es lo mismo un sistema democrático para treinta mil individuos que para cuarenta y cinco millones. Dar el mismo nombre a la forma de regirse que tuvieron los atenienses durante casi dos siglos y a la que tenemos en el presente es engañarse vanamente. O alimentar ilusiones vanas por parte de los demagogos para adormecer mejor a la gente.

Aquella democracia genuina, que prohibía los partidos porque eran una amenaza para las individualidades, no ha vuelto a darse nunca. Creer que la nuestra es continuación suya o que se le parece en algo es como creer que se está bebiendo un buen vino por haberse servido un vaso de un tonel de agua de diez mil litros donde antes se ha derramado una botella de Jerez. Es seguro que en el vaso hay algunas moléculas de vino, pero sabe a agua. En la democracia actual no puede haber demasiadas moléculas de genialidad política, porque le habría llegado su final. Para asegurar su futuro tiene que haber una inmensa masa de ciudadanos que no pasen de ser unos cualesquiera y que voten, callen y no molesten demasiado. A ninguno de ellos se le debería pasar por la cabeza que se tenga en cuenta su voto particular como expresión única y razonada de opiniones políticas. Su voto tiene más bien que perderse en la enumeración estadística de los ordenadores del Ministerio del Interior. Estas cosas son así forzosamente.

La ciencia que se trata de ilustrar a todo el mundo mediante planes generales de enseñanza programados por leyes de nombre pomposo tampoco puede ser lo mismo cuando la ponen en marcha diez o quince sabios en el siglo XVII, que cuando, comprimida en manuales fáciles de digerir, transmitida en sesiones mecánicas por dictámenes ministeriales, estructurada y domesticada en programas o curricula, se muestra a una masa de individuos que apenas tienen interés en ella y no pueden verla más que como una dedicación tediosa. La mente del común de los mortales no soporta más que unos pocos gramos de aprendizaje exigente y continuado. Hay que darles poco y en pequeñas dosis. Y hay que decirles además que ese poco es mucho, no sea que se sientan inferiores en vez de iguales, lo cual podría ser peligroso.

A cambio de esta mediocridad en el conocimiento, la política, el arte, la alimentación, etc., la mayoría de la gente puede vestirse, no pasar hambre, oír algo que llama música, tener algunos conocimientos, pero no demasiados, etc. Es lo que se obtiene por ser cada uno un cualquiera en todas estas cosas. Lo malo no es esto. Lo malo es no ser otra cosa que un cualquiera.

Un particular

Otro estado en que puede hallarse un hombre es el de ser miembro o parte de un todo, bien entendido que este todo no puede extenderse más allá de la línea del horizonte a que alcanza la vista. No es fácil determinar dónde se halla exactamente esa línea. Lo que importa es que uno se vea a sí mismo como parte o partícipe de un grupo humano. Por eso este estado es el del particular, por formar o pensar que se forma parte de algo mayor.

El todo que tenemos más al alcance de la mano es el de la familia. Es un pequeño grupo dotado de una red de sentimientos, obligaciones y derechos que asigna a cada uno un puesto preciso en relación a los demás, lo cual es posible solo si la familia no es demasiado grande. Un jeque árabe con cien esposas, cuatrocientos hijos, otros tantos yernos y nueras, mil nietos, una multitud de sobrinos, etc., no es parte de un todo familiar, porque un grupo de ese tamaño no puede ser un todo vivo y activo.

Una aldea de Castilla lo fue en el pasado, pero si en unos cuantos siglos creció hasta contar con una población de cinco millones de habitantes, dejó de serlo, por más que éstos insistan en engañarse manteniendo el mito de su descendencia común a partir del tótem originario. La Iglesia Primitiva pudo serlo en sus comienzos, cuando los pocos cristianos que entonces había se conocían por su nombre, pero no lo es ahora que reúne a mil millones de fieles. También lo fue el grupo de los primeros científicos del siglo XVII, que se escribían entre sí para comunicarse sus ideas, pero no lo es ahora que la ciencia se ha convertido en un procedimiento institucionalizado en miles de laboratorios, facultades, escuelas, centros de investigación, etc., repartidos por todo el planeta. Entre la ciencia de los principios y la actual apenas hay algo en común; tal vez no más que lo que hay entre una botella de buen vino y el agua del estanque donde se ha derramado un vaso de esa misma botella.

El vino de la botella es vino: de tal añada, tal región, tal denominación de origen, tal bodega… Vino con “talidad”, como decían los escolásticos. Derramado en el estanque, se diluye, se confunde con las moléculas de agua de alrededor y pierde su “talidad”. No tiene ya nombre propio y nadie lo reconocerá como distinto de los elementos del medio.

Del mismo modo todo cambia para un sujeto humano que vuelve a casa, porque en cuanto cruza la puerta es padre, madre, hijo, esposo, esposa, etc. Es alguien, no algo, un ser que juega un papel único y necesario en el conjunto. Se ve a sí mismo imprescindible y lo es en gran medida. Así es como pasa de ser uno más, uno de tantos, algo que no se distingue del medio, a ser un particular. Cruzando la puerta de su casa.

Más sobre la familia

Pido que se me permita una anotación más sobre la familia, por lo que pudiera valer, que tal vez no sea poco.

Decía que para que una familia se mantenga como tal y para que sus miembros se vean y se comporten como miembros de la misma es imprescindible que el número de éstos no sea grande. Una familia corriente actual se compone de uno o dos hijos y los padres. Súmense, como mucho, los abuelos. Lo que arroja un número no superior a ocho o diez personas como promedio. Más allá de estas tres generaciones podría correrse el riesgo de la disolución, como el de la botella de vino en el estanque. Ese grupo está formado por los contemporáneos, los que viven en un periodo de unos ochenta o cien años nada más. ¿Qué pasaría si viviéramos mucho más tiempo?

Supóngase que en lugar de morirnos hacia los ochenta años, como suele suceder ahora, viviéramos doscientos, trescientos o mil. Si en cada siglo conviven tres generaciones, en diez convivirían treinta. Un hombre tiene dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, etc. La generación ascendente dobla siempre el número de los de la descendente. ¿Cuántos serían los componentes actuales de una familia si convivieran todos ellos durante diez siglos o treinta generaciones? No es difícil averiguarlo:

1 1
2 2
3 4
4 8
5 16
6 32
7 64
8 128
9 256
10 512
11 1.024
12 2.048
13 4.096
14 8.192
15 16.384
16 32.768
17 65.536
18 131.072
19 262.144
20 524.288
21 1.048.576
22 2.097.152
23 4.194.304
24 8.388.608
25 16.777.216
26 33.554.432
27 67.108.864
28 134.217.728
29 268.435.456
30 536.870.912

La columna izquierda indica el número de generaciones, la de la derecha el número de miembros de una familia durante ese periodo. La última cifra (536.870.912) dice cuántos serían los miembros de una familia de treinta generaciones en lugar de las tres actuales. Un número tal de individuos humanos no existía seguramente sobre el planeta hace mil años. Los cruces habidos entre los existentes realmente a lo largo de ese tiempo explican la incongruencia.

Para lo que quiero decir no es necesario afinar más el cálculo. Lo que importa es mostrar que un grupo familiar de muchas generaciones diluye a sus miembros en un magma donde no pueden reconocerse como distintos unos de otros. Que un grupo así no es una familia, por mucho que alimenten el mito de la procedencia de un tótem epónimo. El requisito fundamental es que la familia se distinga de las demás, lo que es imposible en este supuesto. En conclusión: no podrían existir familias si tardáramos demasiado tiempo en morir, excepto si dejáramos de reconocer a todos los que estén más allá de la segunda generación ascendente y descendente como familiares nuestros.

Individuo

Dejado ya el asunto de los todos familiares, en los que uno puede ser y reconocerse como un particular, pasemos al siguiente grado en los estados del sujeto humano.

Que se es individuo porque se es indivisible es algo que no hace falta decirlo siquiera. La filosofía clásica definía el concepto por medio de dos nociones que parecían redundantes pero que se pueden entender como contrarias. Decía que es “indivisible en sí” (indivisum in se) y “dividido de cualquier otro” (divisum ab alio). La unidad del individuo procede de que sea uno en sí mismo o bien de que se distinga de los demás. Son dos formas distintas de ser uno mismo.

Y así es en verdad, según reza la clásica definición. La unidad interna puede venir causada por el exterior, al que se opone el sujeto con el fin de afirmarse a sí mismo, porque no encuentra otra manera de hacerlo. Es el espíritu que dice no, como Mefistófeles en El Fausto. Pero en esto mismo revela estar vacío y no ser distinto de nadie.

Cada habitación de mi casa tiene un volumen único definido y delimitado por los tabiques que la separan de las otras. Cada una se define por lo que la separa de las demás habitaciones. Quítense esos separaciones y se comprobará que forman el mismo hueco y son un solo y único volumen.

Así son muchos individuos. Cada uno de ellos es un yo real, pero tiene alma de cántaro, bien rodeada por el barro endurecido, pero sin nada dentro. Se rodean de paredes y vallas para tratar de ese modo de ser un yo. Se revisten de mitos que dicen identitarios, pero que no dotan a nadie de identidad real, adoptan tradiciones inventadas hace poco o hace mucho y las mantienes como arietes contra los otros. Son un yo a fuerza de no ser otro.

Pero de cada uno de ellos hay un ejemplar único en la realidad. Tal vez sea que unos lo viven como una carga insoportable y otros como una tarea sin fin. Los primeros en forma negativa y en forma positiva los segundos.

Burla burlando, ya tenemos tres maneras de ser uno mismo lo que le corresponde ser: la de ser uno más, la de ser miembro de una comunidad viva y la de ser alma de cántaro.

Persona

Otra forma de ser uno mismo es la de no tener que negar a los demás con tal de afirmarse a sí mismo, debido a que ya va cargado de suficiente riqueza propia como para tener que hacerlo. Unamuno llamaba persona a este tipo positivo e individuo al tipo negativo, y decía que entre los españoles había muy pocos de la primera clase y demasiados de la segunda. En este momento nuestro, a casi ochenta años de distancia de Unamuno, es seguro que hay que admitir que decía verdad, pero no solamente de los españoles.

Un individuo, afirmaba, es como una tinaja: duro por fuera y vacío por dentro. O como un cántaro… Si da contra la piedra o la piedra da contra él, malo para el cántaro, dice el refrán. Pero en este caso es al revés, porque la que se rompe es la piedra. El español tiene una testa tan dura que puede estrellarla una y otra vez contra la misma roca sin aprender nada. No hay piedra que se le resista. Sus paredes son, entre otras, el localismo. Lo decía hace tiempo Antonio Pérez, el secretario traidor de Felipe II, a la reina de Inglaterra: España no será nunca un pueblo grande porque padece la enfermedad incurable del localismo. Si decía verdad o no, júzguelo el lector por sí mismo.

Un hombre con personalidad no huele a rebaño. Es como una vasija de finas paredes elásticas que puede expandirse sin cesar para dar cabida a ideas religiosas, valores estéticos, principios morales, conocimientos, etc. Un hombre con personalidad desarrollada al máximo abarca el universo. Mejor dicho: es el universo en persona, un microcosmos, como gustaban de decir los antiguos renacentistas.


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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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