“Procesión” es el nombre mejor que puede darse a estos rituales de la Semana Santa. Viene de “proceder”. En teología trinitaria se aplica a acciones que, partiendo de Dios, en Dios quedan, como el Hijo, o Lógos, que viene de Él y queda en Él, y como el Espíritu, que viene de los dos y también queda en la sustancia divina.
Una procesión de Semana Santa procura imitar a la Trinidad a su manera sensible, no intelectual. También imita el nacimiento y muerte de Cristo. Y los nuestros, por la fe. Una procesión sale de un templo, casi siempre por una angosta apertura que pone a prueba la habilidad de los costaleros, como si recordara el parto, y vuelve a él. Es el renacer, pieza fundamental de la actitud religiosa. Así se consuma y cumple la procesión. Luego queda la esperanza de salir del sepulcro.
Una procesión es exaltación de los sentidos por el colorido, la música, los olores, las vestimentas de los cofrades, las imágenes santas que ellos llevan a desfilar por largas avenidas, por calles estrechas del casco viejo, por calles anchas del nuevo, en un ritual del que participa toda la comunidad, tanto la creyente como la no creyente. Esto es, en compendio, una procesión de Semana Santa. Todo es sentir. El intelecto queda en suspenso. La ciudad toda se convierte en templo para escenificar la pasión, muerte y resurrección del Salvador en una obra de arte total, porque el arte antecede, acompaña y señala el camino hacia la espiritualidad. De hecho, las imágenes más seguidas, veneradas y admiradas son las de mayor alcance estético.
Es un camino circular religioso y también cívico, pues involucra a las autoridades políticas. Todo deviene sagrado en la espacio de la ciudad y el tiempo que duran las celebraciones. El orden no visible de la realidad, el más real, se hace visible en la barroca simbología religiosa, proclamación de la necesidad de ajustarse armoniosamente a él.