Diferencia específica del hombre

Al buscar la naturaleza del hombre damos en seguida con un problema: siendo los hombres tan distintos ¿existe un concepto esencial que los comprenda a todos? Por otro lado, ¿podremos nosotros, portadores de concepciones, doctrinas y creencias propias de un determinado momento histórico y de una sociedad particular, dar uno que no se limite a la idea de hombre de nuestro lugar y momento? Éstas son dos cuestiones que es preciso tener en cuenta antes de abordar nuestro intento.

A) Primer problema: ¿puede hallarse una diferencia específica común?

Sobre la primera hay que decir ante todo que un concepto esencial cualquiera tiene que poderse aplicar a todos los miembros de una clase y sólo a ellos. Un concepto así es propiamente una definición, una delimitación de caracteres o rasgos que identifique a unos seres en algo y en algo los distinga. ¿Qué sería del concepto de línea recta si no sirviera para excluir la curva? Pensar es identificar y distinguir. Cualquier otra cosa no es pensar.

Un concepto esencial, una naturaleza bien delimitada, tiene que poder darse en todos y cada uno de los elementos del conjunto a que da lugar. Pero los rasgos de tal naturaleza seguramente no se podrán observar directamente y de inmediato en una gran cantidad de casos. Muy al contrario. En una gran cantidad de casos lo que puede observarse no pertenece a la naturaleza de que se trate, a la realidad de ésta, sino a su apariencia. Pertenece a lo que se nos aparece o muestra, no a lo que es. Esto no significa, desde luego, que lo aparente no exista o sea irreal, sino solamente que no debe encuadrarse en la diferencia específica del objeto.

Si, por ejemplo, se toma el lenguaje como rasgo esencial de lo humano cabe dudar de que el lactante sea hombre, o de que lo sea en el mismo sentido que un adulto. Deberíamos decir quizá que son análogamente hombres, pero que no lo son de modo idéntico. Solamente podría admitirse una identidad de naturaleza en el plano de la capacidad de que ambos disponen, si bien en el adulto está puesta en práctica y no en el niño. Un orangután, por el contrario, quedaría desplazado de lo humano por no tener esa capacidad.

Una solución semejante podría darse cuando uno se refiere a otras variedades filogenéticas y culturales de lo humano. Según los paleontólogos, existen hombres desde hace unos dos millones de años o más, desde que pueden trazarse diferencias claras con los antropoides. Parece que en aquellos humanos antiguos se dio también la capacidad atribuida al lactante, por lo que habría que reconocer que son hombres de pleno derecho. Pero, lo mismo que pasa con el niño en relación con el adulto debería entonces pasar con el hombre antiguo en relación con el actual, que las manifestaciones lingüísticas, técnicas, comportamentales, etc., serían análogas, permaneciendo idéntica la naturaleza de hombres tan diferentes.

Esta tesis es negada desde dos posiciones. La primera sostiene que no existe una naturaleza propiamente humana, sino solamente manifestaciones análogas progresivamente escalonadas, como la técnica, el lenguaje o la conducta. La segunda que hay una única naturaleza dada desde el principio y que todas las manifestaciones pertenecen a una única categoría.

1) Primera antítesis

La primera antítesis tiene a su favor el argumento según el cual el paso de lo animal a lo humano hubo de ser tan imperceptible que no cabe abrigar esperanza alguna de fijarlo con nitidez. Según eso, habría que abandonar todo intento de establecer una diferencia específica entre el hombre y los antropoides, contentándose con las diferencias aparentes que ha ido produciendo la evolución.

Esta argumentación ha convencido a muchos de que no hay diferencia esencial alguna entre el hombre actual, por un lado, y los chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos, por el otro. Entre los convencidos se encuentran los promotores del Proyecto Gran Simio, quienes, en su declaración de principios, que ellos llaman DECLARACION DE LOS GRANDES SIMIOS, como si fueran éstos mismos quienes la hicieran, dicen, entre otras cosas, lo siguiente:

Hoy sólo se considera miembros de la comunidad de los iguales a los de la especie Homo Asapiens (sic). La inclusión, por primera vez, de animales no humanos en esta comunidad es un proyecto ambicioso. … Ante la objeción de que los chimpancés, los gorilas y los orangutanes no serán capaces de defender sus propios derechos dentro de esa comunidad, respondemos que sus intereses y sus derechos deben ser salvaguardados por guardianes humanos, del mismo modo en que se salvaguardan los intereses de los menores de edad y de los discapacitados mentales de nuestra propia especie.
Nuestra exigencia se produce en un especial momento de la historia. Nunca anteriormente ha sido, tan penetrante y sistemático el dominio que ejercemos sobre otros animales. Sin embargo, es también el momento en el que, dentro de la misma civilización occidental, que de tan inexorable modo han extendido ese dominio, ha surgido una ética racional que pone en tela de juicio el significado moral de la pertenencia a nuestra propia especie. El desafío busca conseguir una igual consideración para los intereses de todos los animales, humanos y no humanos… La noción «nosotros», por oposición a «los demás», que, cual una silueta que se hace cada vez más abstracta, ha ido adquiriendo, en el transcurrir de los siglos, los contornos Ade las fronteras de la tribu, de la nación, de la «raza», de la especie humana, y que la barrera de especie había congelado y vuelto rígida durante un cierto tiempo, ha cobrado nueva vida y se ha convertido en algo apto para nuevos cambios. (http://www.proyectogransimio.org/declaracion.php. Subrayado nuestro)

 Si los que promueven proyectos semejantes a estos estuvieran en lo cierto, habría que concederles sin duda que los mismos deberes y derechos éticos y morales que hay entre humanos deben también existir entre humanos y antropoides, debido a que tales deberes y derechos se fundan en la igualdad de naturaleza.

Esta consideración obliga a pensar que el concepto esencial de hombre tiene que incluir elementos morales y no limitarse únicamente a los fenómenos que aparecen. A la filosofía moral corresponde, pues, establecer que existe verdaderamente una normatividad moral objetiva y que ésta tiene que arraigar en la naturaleza humana.

Esta primera antítesis acierta cuando dice que es prácticamente imposible saber cuándo releva el hombre al animal. Pero ¿no es posible pensar que no ha existido nunca ese relevo y que nada nuevo se ha producido en el paso de un estadio al otro? ¿Por qué no pensar que lo humano ya venía existiendo desde estadios anteriores? ¿Por qué no podría admitirse esta idea una vez que parece estar claro que es mayor la distancia que separa al hombre de los demás seres vivos que la que separa a todos ellos y la materia anterior?

2) Segunda antítesis

La segunda antítesis parte del prejuicio que consiste en creer que las manifestaciones de un hombre serán siempre humanas y las de un no-hombre nunca lo serán. Hay muchos que se dejan llevar de esta creencia y piensan que la técnica o el lenguaje, por ejemplo, son específicamente humanos y que, en consecuencia, no es posible hallarlos entre los animales.

Se trata de un prejuicio que habrá que abordar en su momento, pero que ahora abre una vía interesante. Si son igualmente humanas todas las manifestaciones del animal humano desde que éste existe, entonces lo serán por igual un palo musteriense utilizado para excavar la tierra y buscar raíces, un arado romano y un tractor de 300 c.v. guiado por ordenador. El objetivo de estos tres utensilios es el mismo, lograr alimentos, pero, dado que es manifiestamente más eficaz el segundo que el primero y el tercero que los otros dos, cabe pensar que el progreso en esas realizaciones muestra la presencia de un hombre más realizado y completo que los anteriores. No hay que dejarse llevar, sin embargo, de esta idea sin advertir que la luz de esas manifestaciones puede estar ensombrecida por un alto grado de oscuridad. Pero, hecha esta advertencia, nada impide tomar seriamente en consideración la idea de la realización progresiva de lo humano.

Aunque resulte difícil e incluso imposible situar en una escala todas esas realizaciones, parece que es mejor inclinarse por la idea de que existe realmente una escala en la realización de la esencia humana, lo que nos fuerza a admitir que solamente es posible conocer ésta cuando ha logrado un cierto nivel de desarrollo.

Hoy sabemos que el buen salvaje de Rousseau, el supuesto animal solitario que vivía en paz y armonía con la naturaleza al margen de toda sociedad, el hombre antiguo que nos precedió, era en realidad un antropófago y que no parece admisible poner en él la diferencia específica que nos ha hecho hombres. Si no hay más remedio que optar entre aquel animal del Paleolítico Inferior y otro que se ha desarrollado en sociedad hasta adquirir la forma predominante en nuestro tiempo, un tiempo que abarca unos 8.000 años aproximadamente, el buen sentido obliga a inclinarse por este último.

B) Segundo problema: ¿podemos nosotros hallar una diferencia específica común?

La segunda cuestión apuntaba a una dificultad real: aun aceptando que no es imposible hallar un concepto esencial aplicable a todos los hombres, ¿será posible tal vez que lo hallemos nosotros, europeos españoles del siglo XXI impregnados de una tradición judeo-cristiana, romana y griega, la cual, pese a su amplitud, es una más entre las que han existido y no parece poder reclamar para sí la universalidad de lo humano? Podría darse el caso de que, procediendo con la máxima objetividad y cautela, diéramos lugar a un concepto que pudiera ser objetado seriamente por quienes han heredado otras tradiciones.

Para no chocar contra este escollo unos van a parar al etnocentrismo y otros al relativismo. El etnocentrismo consiste en creer que una y solo una entre todas las tradiciones es la sustancia portadora de valores auténticos que todos acabarán aceptando cuando la historia haya progresado suficientemente.

Casi todos los filósofos ilustrados adoptaron esa segunda tesis. Creían que la historia de la humanidad había llegado a condensar en su siglo lo más específico del hombre, una cumbre a la que todas las demás sociedades estaban tendiendo. No es de extrañar que esta actitud sirviera de justificación del colonialismo y el imperialismo del siglo XIX.

Algo semejante, pero sin contar con la idea de progreso histórico implícita en las creencias de los ilustrados, han mantenido la mayoría de las sociedades llamadas salvajes, que suelen creer que lo humano corresponde a cada una de ellas, algo que se detecta en el nombre que se dan a sí mismas y en la actitud que guardan con los extranjeros. Los indios Guaraníes se llaman a sí mismos “Ava”, “los hombres”, los Guayakí, “Aché”, “las personas”, los Waika, “Yanomami”, “la gente”, los Esquimales, “Innuit”, “los hombres”; se dice que algunos conquistadores de América llegaron a creer que los nativos no tenían alma y, como contraste, los indios hirvieron alguna vez en agua a prisioneros españoles para comprobar si eran dioses u hombres; unos correos capturados en una ocasión por los soldados de Pizarro llevaban a su cacique un mensaje de otro cacique en que se aseveraba que los españoles eran mortales; los griegos y los romanos llamaron “bárbaros” a los que no eran griegos ni romanos, seguramente porque las lenguas extranjeras sonaban a sus oídos como los balbuceos de los niños; el significado de la palabra española “algarabía” es un derivado del árabe y significa en ese idioma “la lengua árabe”; los árabes, por su lado, despreciaron siempre a los cristianos por politeístas. La lista, que es interminable, enseña siempre lo mismo, que los hombres de cada sociedad se piensan a sí mismos como los hombres y a los demás como menos, y ocasionalmente como más, que hombres. Estas organizaciones comprenden un Yo y un Otro o, mejor, un Yo contra un Otro. El primero encubre que el segundo es también un humano y proyecta sobre él características que lo presenten ante sí como un ser distinto y opuesto. En el extremo lo expulsa de la humanidad para que la oposición sea decisiva.

El relativismo es todavía menos insostenible que el etnocentrismo. El relativista da a todos la misma validez e importancia y predica la tolerancia. Él puede ser tolerante, sin duda alguna, pero porque quien acepta todo como bueno es porque a él le resulta todo indiferente. En realidad no tiene respeto alguno por los que son diferentes de él ni por sí mismo, por lo que no hace justicia a las posiciones ajenas ni a la propia.

Y es que puede haber una gran cantidad de perspectivas humanas y de sujetos que las mantienen, pero no puede haber en nuestra investigación antropológica una distancia insalvable respecto a la que existe, por ejemplo, en la investigación matemática. Puede haber también una gran cantidad de sujetos que se dedican a hacer matemáticas, pero en lo tocante a lo que toman como verdadero y a los procedimientos de prueba son un solo sujeto todos ellos. Lo cual no significa que todos trabajen al compás ni que tengan las mismas opiniones. Muy al contrario, sus investigaciones seguirán vías distintas y sus puntos de vista serán frecuentemente contrarios. Es precisamente de esas diferencias y oposiciones de donde brota la verdad. No sería sensato, en consecuencia, eliminar la diversidad, porque podría equivaler a destruir la investigación misma.

La confrontación de razones engendra la verdad. La guerra es padre de todas las cosas, decía Heráclito. Aquí por lo menos es así. Sin diferenciar y oponer puntos de vista con el fin de destruir y abandonar los más débiles, no puede accederse a la verdad. No otra cosa debe ser lo que otros llaman diálogo.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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