Una vez que Adán paseaba por el Jardín del Edén poniendo nombre a las cosas -desde entonces llamamos lobo al lobo y hiena a la hiena- dio con un extraño ser con porte de fauno: cuernos, patas de cabra, olor a azufre. Lo que hablaron, según cuenta Sánchez Espeso en Paraíso, fue del siguiente tenor: “¿Tú quién eres?”, preguntó Adán; “Soy el diablo”, respondió; pero Adán objetó: “Imposible; el diablo es el padre de la mentira; si tú fueras el diablo, me habrías dicho que no lo eres; pero has dicho que lo eres; luego no eres el diablo”; “Tienes razón; no soy el diablo”, dijo el extraño ser, y se marchó. ¡Lo había engañado diciéndole la verdad!
Si Adán hubiera podido contemplar la puesta de Sol fuera del Edén, habría visto que la gran luminaria estaba siendo oscurecida por un cúmulo de nubes densas, casi negras. Habría contemplado un atardecer triste, porque se había pronunciado la primera mentira en un idioma humano.
El arte del engaño, fundado por Luzbel, no ha dejado de tener seguidores. Hoy es, junto a las alianzas y la violencia instrumental, un componente de la estrategia. Ha llegado a cumbres difícilmente superables. Traigo a colación en este artículo -más bien carta a las personas, conocidas o no, que aprecio- las mentiras de Putin en 2014, a modo de ejemplo, mentiras que, según algunos, fueron parte de la más exitosa propaganda de la historia de la guerra. Mentiras que no carecían de una cierta fundamentación filosófica. ¿O habrá que decir religiosa?
En primer lugar, la fundamentación teórica. Dmitry Kiselgov dejó sentado que la guerra de la información es el principal tipo de guerra. El director de RT anunció que no existe la información objetiva. Surkov, responsable de comunicación de Yeltsin y Putin, laboraba para que las gentes vieran como en un espejo y en la oscuridad; el espejo oscuro era la pantalla de sus televisores. Alekséi Volin, viceministro de comunicaciones dijo a los empleados que su trabajo era para el Hombre (así, con mayúscula), que el Hombre les ordenaría lo que tenían que escribir, y cómo hacerlo y cómo no hacerlo; decía también que es posible crear realidad y que cualquier cosa puede ser dicha; concluía que los hechos no son reales, que lo real es el poder.
En segundo lugar, los embustes y su consecuencia: la destrucción de la objetividad. Putin dijo el 28 de febrero de 2014 que su intención no era invadir Ucrania; mintió: la invasión había empezado el 24 de febrero. También dijo que no enviaría tropas a Ucrania; mintió: las había enviado el mes de enero. Los soldados rusos llevaban uniformes sin insignias militares; Putin dijo que no eran soldados rusos y que se trataba de ucranianos que habrían comprado esos uniformes en cualquier tienda; la mentira no podía ser más grosera.
Putin sabía que en su mundo postsoviético no le creía nadie. Sabía también que los mandatarios ucranianos tampoco se lo creían. Y, ante todo, sabía que las mentiras unen a la clase política rusa. Negaba los hechos que todo el mundo conocía, empezando por los periodistas, tanto los rusos como los occidentales. Los primeros desempañaron su papel secundario en la guerra informativa. Los segundos acabaron olvidando que la realidad está por un lado y las opiniones por otro, y que es en estas últimas donde se pueden producir discrepancias. Entonces dejaron de hablar de los hechos y sólo hablaron de las pasmosas mentiras de Putin. Las noticias ya no mencionaron la invasión de Ucrania, sino lo que Putin decía sobre ella. Se había logrado destruir la objetividad. Era la victoria de la campaña putiniana.
El Hombre dicta lo que es y lo que no es. El poder que él detenta es lo real y lo demás debe estar acorde con él. Se habían enredado todos en las palabras sobre las cosas y habían dejado de lado las cosas. Igual que Adán en el Paraíso.