El octavo mandamiento ordena decir la verdad (“No levantarás falsos testimonios ni mentirás”). Hay varias clases y grados de mentira. Una, por ejemplo, es la mentira oficiosa, que se dice a alguien con el fin de agradarle, otra la piadosa, para que no se entristezca, etc. Es de suponer que hay varias clases y grados en el vicio, también debe haberlos en la virtud, y, por tanto, en la verdad, que es la virtud opuesta a la mentira. En ella, en efecto, hay dos clases principales. Una es la referida a la vida individual, que es la rectitud de quien vive conforme con la ley moral, y otra la referida a la justicia, que guarda relación con las otras personas. Sobre esta última pido que se preste atención un momento.
Puesto que no nos resulta posible vivir si no es en sociedad, no tenemos más remedio que obligarnos a aquellos actos que sostienen y fortalecen los lazos sociales. Es decir, estamos obligados unos con otros, y no por solidaridad, amor, etc., sino por nuestra naturaleza. Con esa naturaleza nuestra tiene que ver la virtud de la justicia, que consiste en dar a cada uno lo suyo.
Dicho de otra manera: un hombre debe a otro todo lo que es necesario para que la sociedad se mantenga, y no se lo debe por gracia, caridad o solidaridad, sino por una necesidad natural de vivir en sociedad, la cual es suya y también ajena. Será justo si se lo da e injusto si se lo niega.
Dado que la convivencia de los hombres no puede existir si unos no se fían de otros, habrá que convenir en que todos tienen la obligación de decirse la verdad para no faltar a la justicia, porque donde reina la mentira se pierde la confianza y corren grave riesgo los lazos sociales sin los que no les resulta posible sobrevivir.
He aquí cómo la honradez de quien no miente no debe verse simplemente como virtud personal o individual, porque no se entiende si no es referida a las demás personas. En otras palabras: la virtud de decir la verdad no es más que una parte de la justicia.
Luego el hombre que miente es injusto y malo. Y no lo es solo en su persona y vida privada, como podría ser si se tratara de otro vicio, sino con los demás, pues no les da lo que les debe. Es por esto un agente de desorden social y más aún si el que miente es un individuo cuya profesión es la política. Éste no solo miente a sus iguales de profesión, sino al pueblo en general. Miente a todos. Su falta de veracidad es doblemente perniciosa por proceder del alto sitial que ocupa, pues está en él para servir de guía y orientación por medio de leyes. Al menos las gentes así lo esperan.
Este es el juicio que debe emitirse sobre esos individuos que, según dice la prensa estos días, han dicho mentiras tan grandes en sede pública. El mal que causan es ante todo un mal social. Son un grave peligro del cual es preciso proteger a la sociedad en que todos tenemos que vivir.
(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el día 25/04/2012: Archivo sonoro)