Amor a la vida y virtud

Quiero referirme a la conexión de la idea de suicidio con la ontología y la ética, lo que me obliga a deshacer previamente algunos equívocos presentes en las palabras y los conceptos que acompañan a esta idea.

Para empezar, digo que el suicidio es en realidad lo contrario de lo que aparenta ser.  No es odio a la vida, sino amor por ella, amor incluso desesperado y violento. Si al que se quiere matar se le quitara la causa de su desesperación, si se le evitara todo sufrimiento, él mismo se precipitaría con ansiedad en el gozo de vivir. Lo que él odia es la forma dolorosa y mísera con que se le presenta, pero él quiere la vida de modo más firme y consciente que la mayoría.

Éste es un hecho incontestable. Se diría que ha arraigado en nosotros un misterioso y potente instinto de cuyo influjo no es posible evadirse. Más que ocultarlo, el infortunio lo muestra en toda su fuerza y vigor. Cuando una cierta forma de vida se convierte en un tormento se desea acabar con esa forma, pero no con la vida misma, aunque en ocasiones parezca que hay que acabar con la segunda para liquidar la primera.

En todo lo que acompaña a este hecho, sus motivos y su forma de entenderlo se cometen varias falacias de abstracción.

En Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, hay un gato capaz de sonreír que llama la atención de Alicia. El animal se esfuma poco a poco en el aire, hasta el momento en que sólo queda su sonrisa y entonces Alicia exclama: “Había visto muchos gatos sin sonrisa, pero nunca una sonrisa sin gato”. Ahí está la falacia, descrita con agudeza por Carroll, que era profesor de lógica y matemáticas: el gato no es una cosa y la sonrisa otra, sino una sola, un gato que sonríe.

Del mismo modo, yo no soy yo por un lado y mi vida por el otro, sino un yo viviente, de modo que si dejo de vivir deja de haber un yo. Toda cosa es un ser, es decir, una unidad, casi siempre una unidad de composición. Decidir suicidarse es decidir descomponer esa unidad. Pero no son los componentes los que se extinguen, sino el compuesto, el yo o persona humana. Morir no es, pues, más que la disolución de una unidad viva en sus partes, que vuelven a la naturaleza inorgánica.

Pensar que esas partes componentes vuelven a ensamblarse alguna vez y dar lugar de nuevo al yo es una necedad que algunos creen que puede extraerse del materialismo atomista. Puesto que los átomos son siempre los mismos y toda cosa existente es una cierta configuración atómica, parece que, una vez disuelta esa configuración, cabe la posibilidad que por un juego del azar, vuelva a recomponerse. A eso hay que responder que, en el caso sumamente improbable, por no decir imposible, de que tal cosa sucediera, el compuesto no sería el mismo, de la misma forma que si un niño hace un muñeco de nieve y luego lo deshace para volverlo a hacer de nuevo, el nuevo muñeco, aunque ha sido rehecho con la misma nieve, no es el mismo de antes, por mucho que se parezca a él.

Por lo demás, toda cosa trata de mantenerse en su unidad, que es lo mismo que decir que toda cosa se mantiene en el ser. Esto es cierto también de los seres vivos, pero ellos tienen que esforzarse para lograr lo que en los minerales es, por así decir, un dejarse llevar. Los hombres, por su lado, dotados como están de inteligencia o razón, tienen además que hacer uso de ella para producir sus propios alimentos, para distribuirlos, para procrear, etc., lo que no es sino esfuerzo continuado por conservar su ser.

A la luz de este principio ontológico es posible entender la realidad y prescindir de las apariencias y ambigüedades que se han tejido sobre la decisión de vivir o de morir. Mencionaré sólo tres a modo de ejemplo.

Una es que en rigor no hay vida digna ni indigna, buena ni mala, sino un existente humano que se ha vuelto digno o indigno, bueno o malo por motivos éticos o morales, no por los que exhibe impúdicamente la ley de eutanasia; morir y estar muerto tampoco es algo digno ni indigno, sino simplemente no ser. Así se lo hizo saber el gimnosofista a Alejandro Magno cuando éste le preguntó si eran más los vivos o los muertos, a lo que respondió que los vivos, porque los muertos ya no son.

La segunda es que quien dice haberse cansado de vivir se habrá cansado en todo caso de sí mismo, porque existir o vivir no es algo distinto de él.

La tercera es que quien dice que Dios da la vida no cae en la cuenta quizá de una contradicción. En rigor, para dar algo a alguien, éste tiene que existir antes de recibir el don, pero darle la existencia es creer que existe antes de existir, cosa imposible. Lo que Dios hace es poner en la vida o existencia a alguien, es decir, crearlo a partir de la nada.

De modo parecido, habla con ambigüedad y contradicción el que dice que es dueño de su vida. Lo único que sin duda puede querer decir es que es libre de matarse o seguir viviendo. En lo cual tiene razón. La libertad es la idea principal a que hay que referirse.

Ahora bien, hablar de libertad es, por razones que ahora no pueden tratarse aquí, hablar de fortaleza o fuerza de voluntad. Ésta es libertad positiva o moral, no negativa o física. Y la fortaleza, dice Espinosa (Ética, Parte III, proposición 59, Escolio) con acierto, se divide en firmeza y generosidad.

La primera consiste en esforzarse por conservar el ser propio según el dictamen de la sola razón. Según esta virtud, no puedo hacer con mi cuerpo lo que quiera. La falta de atención a la salud, las mutilaciones y correr riesgos innecesarios pueden ser delitos contra la firmeza y, por tanto, males éticos. El suicidio es el mal principal contra la firmeza. Por el contrario, la sobriedad de ánimo, la templanza, la entereza ante los peligros, etc., son prácticas virtuosas.

La segunda, la generosidad, consiste en esforzarse por ayudar a los demás hombres y en estrechar lazos de amistad con ellos también según el dictamen de la sola razón. El mal principal contra la generosidad es el asesinato, pero también son males la mentira, la doblez, la traición, etc. La clemencia, la modestia y otras acciones semejantes son virtudes derivadas de la generosidad.

Un ejemplo sencillo de firmeza en este tiempo de pandemia por el virus de China consiste en ponerse la mascarilla y vacunarse, porque uno se protege a sí mismo. También lo es de generosidad, porque contribuye a proteger a los demás.

La medicina es un ejemplo de generosidad porque el médico consagra su vida al servicio de la humanidad, no al servicio de los individuos de este o aquel grupo, sino al de todo hombre, sea quien sea. Luego es también una virtud ética. Así debió comprenderlo Hipócrates de Cos, un griego de tiempos de Sócrates y Platón, pues en el texto de su juramento consta que el médico debe ejercer su profesión con inocencia y pureza para preservar la vida ajena. De ninguna otra profesión, excepto del sacerdocio, se dice ni se espera algo parecido.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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