Dijo Nietzsche que el hombre de ahora es el del nihilismo pasivo, un ser de cultura amplia que se preocupa de su salud, el último hombre.
Tanto la idea de cultura como la de salud tiene muy distintos sentidos. Habrá ocasión de tratar los de la primera, pero ahora hablaré de algunos de la segunda. Seguramente Nietzsche no habría adivinado bajo qué aspecto se habría de presentar la preocupación por la salud en el siglo XX, pese a que en alguna medida hundía sus raíces en su sistema filosófico.
La salud se dice en varios sentidos, tantos que no es fácil tenerlos todos en cuenta. Se dice, por ejemplo, que un hombre está sano y que un cierto clima es también sano, pero el vocablo no tiene el mismo significado en ambos casos. Al segundo se le aplica por analogía con el primero, siendo éste el analogado principal porque es el sujeto del que con toda propiedad se predica la salud o la enfermedad y del otro solamente en referencia al primero. Se habla también de salud reproductiva, salud del planeta (¿se llegará a hablar de salud del sistema solar?) o de salud digital. Durante una gran parte del siglo pasado se habló de salud del grupo biológico, salud mental, salud de la sociedad, salud de la especie, salud de la nación o salud de la raza.
Este último concepto, la salud de la especie, concretado en la salud de la raza, adquirió una importancia grande a principios del siglo XX, cuando muchos médicos, científicos, psiquiatras y simples charlatanes de la prensa escrita y hablada decían estar convencidos de que la especie humana sufría una degeneración biológica. La causa, según ellos, residía en la conducta antisocial de muchos individuos, en el alcoholismo, la delincuencia, la debilidad mental o la subnormalidad. Todas esas taras eran vistas como claros indicios de degradación del plasma germinal, que estaba debilitando al género humano. El concepto de plasma germinal, que hoy llamamos simplemente genes, procede del biólogo alemán August Weismann (1834-1914), hijo del teólogo August. Dedicar recursos médicos y asistencia social a los portadores de tales defectos era actuar contra la selección natural y no dar lugar a que los problemas se acabaran por sí solos. Los avances científicos, en suma, no mejoraban la situación, sino que la empeoraban.
Esta convicción se convirtió en un movimiento político y social a favor de la eugenesia, un movimiento que echó raíces en primer lugar en Inglaterra a fines del siglo XIX. Allí cobró presencia institucional y política alentada por muchos hombres de ciencia convencidos de la conveniencia de no frenar la selección natural darwiniana y de colaborar con ella criando sólo a los mejores con el fin de proteger al Reino Unido de la degeneración biológica.
Fueron varios los intentos de instaurar políticas eugenésicas como la esterilización, pero resultaron fallidos. En ello tuvo mucho que ver la denodada lucha de Chesterton, que enarbolaba las convicciones de dos millones de católicos ingleses. En otra ocasión mencionaré esa lucha, de la que da cuenta un libro suyo que ha vuelto a ser traducido hace poco al español: La eugenesia y otras desgracias. También contó el hecho de que los funcionarios no tenían demasiado respeto por la ideas de los científicos, que juzgaban un punto estrafalarias. En Alemania, por el contrario, los profesores de las nuevas ciencias que tenían que ver con la eugenesia gozaban de mucho prestigio.
El movimiento cruzó el Atlántico y llegó a Estados Unidos, donde encontró tierra propicia para su florecimiento. Allí se crearon muchas instituciones eugenésicas y en muchos estados se promulgaron leyes de esterilización. Desde allí volvió a Europa con fuerza redoblada, no antes de haberse extendido por algunos países de América Central y del Sur.
A las taras mencionadas se fueron añadiendo otras conforme se extendia la ideología eugenista. En Islandia y Suecia, por ejemplo, se tomaba en consideración la tartamudez, procedente, según creían, de cruces consanguíneos, las actividades antisociales de los tártaros y otras.
También adquirió importancia la amenaza exterior, sobre todo la existencia de pueblos más prolíficos que el propio, lo cual se consideró una lacra peligrosa. En Francia se temía la tasa de natalidad de las gentes del Este, en Alemania la de las hordas eslavas, en todas partes la inmigración, una fuente de angustia eugenésica porque parecía comprobarse que se estaba perdiendo el tipo de gente buena y crecía el de la mala. En Estados Unidos los anglosajones veían con temor la llegada de europeos pobres del sur y el este y la fecundidad de la “basura blanca pobre” indígena, causa de la debilidad de la raza blanca frente a los negros americanos procedentes de África. Los escandinavos lamentaban a su vez que se marcharan a Norteamérica los tipos nórdicos. Algo parecido sucedía en China, que veía en el mestizaje el origen de sus males y pedía eliminar a los elementos no aptos. También en Brasil y la India.
La eugenesia era la nueva ética progresista, una tendencia científica que se extendía sin apenas oposición. No era propia de izquierda o derecha, sino de ambas, como tampoco de hombres o mujeres, sino de todos. Entre los eugenistas había antisemitas, socialistas, judíos socialistas, etc. Sus adeptos la aceptaban con la convicción de un fanático religioso. La credulidad doctrinaria en los poderes profilácticos de la ciencia llevó incluso a muchos socialistas a querer controlar las formas de vida proletarias que no se ajustaban a su ideal de clase obrera.
La ideología eugenista llegó al máximo delirio y radicalización con el partido nacionalsocialista alemán, que acabó con la vida de millones de personas en su busca de la perfección racial y la evitación de la degeneración de la especie, lo que se debió a características propias del momento por el que pasaba Alemania después de la Primera Guerra Mundial y la posterior de la República de Weimar. La brutalidad de la contienda y las condiciones de vida que le siguieron hicieron que primara la idea de que son los sanos los que deben vivir. Era un cambio en la concepción del ser humano. Cuando se descubrieron los horrores del nazismo el movimiento eugenésico perdió apoyo científico, político y social, pero no desapareció.
En el presente ha vuelto con tanto vigor como antes de la mano de la biotecnología, la nanotecnología, los diagnósticos genéticos, la ingeniería genética, la investigación con células madre, etc. Unos legitiman su uso sobre el hombre con la finalidad de perfeccionarlo. Son los llamados posthumanistas. Otros, los bioconservadores, los rechazan.
Han sido importantes los cambios terminológicos. Ahora se prefiere hablar de la salud y el bienestar de los ciudadanos, procurando evitar referencias directas a la eugenesia, la cría de los mejores o la selección racial, pero los científicos y filósofos discuten, hoy como ayer, sobre si es conveniente o no imponer la eugenesia por parte de ley.