En el capítulo sexto de su magna obra De rege et regis institutione, Juan de Mariana muestra el carácter de los antiguos republicanos romanos que amaban su libertad y su patria por encima de todo, estando dispuestos a liquidar al tirano que las viniera a oprimir. Quisiera él que su doctrina se extendiera e hiciera común, de manera que los príncipes tuvieran siempre presente que si obran en contra de su pueblo pueden ser muertos no solo con derecho, sino también con gloria, y que fuera regla en ellos sentir temor para gobernar sin oprimir a su pueblo.
No vendrán mal estas consideraciones a todos los que se dejan llevar por las ideas divulgadas en los actuales medios de comunicación, tan sumisos al poder y poco dados a examinar razones que pudieran dañar los débiles sentimientos de sus lectores u oidores; de éstos pocos habrá que lean con agrado los argumentos del padre Juan de Mariana y menos todavía los que se dejen convencer por ellos, pero, por si el azar pudiera hacerles dudar al menos un instante de sus convicciones, adquiridas seguramente sin juicio, y decidieran ponerse a pensar en cosas que acaso juzguen crueles y hasta criminales, aquí se los dejo.
Capítulo VI. ¿Es lícito matar al tirano?
Tal es el carácter del tirano, tales sus costumbres. Podrá aparecer feliz, mas no lo será nunca a sus ojos. Aborrecido de Dios y de los hombres, sus propias maldades le sirven de tormento, porque el alma y la conciencia quedan laceradas por la crueldad y el miedo del mismo modo que el cuerpo por los azotes y los demás castigos. A los que son objeto de la venganza del cielo, precipita el cielo a su ruina, quitándoles la prudencia y el entendimiento. En la historia antigua, como en la moderna, abundan los ejemplos y las pruebas de cuán poderosa es la irritada muchedumbre cuando por odio al príncipe se propone derribarle. Tenemos cerca de nosotros, en Francia, uno muy reciente, por el que podemos ver cuánto importa que estén tranquilos los ánimos del pueblo, sobre los que no es posible ejercer el mismo dominio que sobre el cuerpo. ¡Triste y memorable suceso! Enrique III, rey de aquella monarquía, yace muerto por la mano de un monje con las entrañas atravesadas por un hierro emponzoñado. ¡Qué espectáculo! Repugnante a la verdad y en muy pocos casos digno de alabanza. Aprendan, sin embargo, en él los príncipes; comprendan que no han de quedar impunes sus impíos atentados. Conozcan de una vez que el poder de los príncipes es débil cuando dejan de respetarle sus vasallos.
Intentaba aquel, por carecer de descendencia, dejar el reino a su cuñado Enrique, manchado desde su tierna edad con depravadas doctrinas religiosas, maldecido por los pontífices, despojado entonces del derecho de sucesión, por más que ahora, cambiadas las ideas, sea rey de Francia. Sabida esta resolución, gran parte de la nobleza, después de haber consultado a otros príncipes nacionales y extranjeros, toma las armas por la religión y por la defensa de su patria, recibiendo de todas partes cuantiosos socorros. Guisa va al frente de los sublevados; Guisa, ese duque en cuyo valor descansaban en aquel tiempo las esperanzas y la fortuna de la Francia. Los reyes no mudan nunca de propósito; deseando Enrique vengar los nobles esfuerzos de los próceres, llama a Guisa a París con la seguridad y el intento de matarle y, cuando ve que no puede llevar a cabo su obra porque, enfurecido el pueblo, toma en contra de él las armas, deja precipitadamente la ciudad; finge poco después que ha mudado de pensamiento, y anuncia que quiere deliberar con todos los ciudadanos sobre lo que conviene a la salud del reino. Convocadas y reunidas ya las clases del estado en Blesis, ciudad que bañan las aguas del Loira, mata en su propio palacio al duque y al cardenal de Guisa, que no habían vacilado en asistir a la asamblea, fiando en lo sagrado de las palabras de su Príncipe; y luego, para colmar tanta injusticia, imputa a los que son ya cadáveres crímenes de lesa majestad, de que no pueden defenderse, llevando el escándalo hasta el punto de aparentar que han sido muertos en virtud de la ley de alta traición, es decir, con razón y por el rigor del derecho. No contento aun, prende a otros muchos y, entre ellos, al cardenal de Borbón que, aunque de edad muy avanzada, tenía la justa esperanza de suceder a Enrique, fundada en el derecho de la sangre.
Conmovieron grandemente estos sucesos los ánimos de gran parte de la Francia y se sublevaron muchas ciudades, destronando a Enrique y manifestándose dispuestas a pelear por la salud de la república. La principal fue París, que aventaja a todas las de Europa por sus riquezas, por su saber, por sus medios de instrucción y, sobre todo, por su grandeza. Considerable fue el incendio; pero los movimientos de la muchedumbre son como los torrentes; crecen con rapidez, duran poco tiempo. Estaban ya muy debilitados los ímpetus del pueblo y, acampado Enrique a cuatro millas de París, no sin esperanza de lavar con sangre la mancha que sobre su lealtad había caído, cuando la audacia de un solo joven fue a fortalecer de nuevo los abatidos ánimos, cambiando de repente la faz de los sucesos. Llamábase ese joven Jacobo Clemente; era natural de una aldea de Autun, conocida con el nombre de Serbona, y estaba a la sazón estudiando teología en un colegio de dominicos, orden a que pertenecía. Habiendo oído de los teólogos que era lícito matará un tirano, se procuró cartas de los que pudo entender estaban pública o secretamente por Enrique y, sin tomar consejo de nadie, partió para los reales del Rey con intento de matarle el día 31 de julio de 1589. Admitido sin tardanza por creerse que iba a comunicar al Rey secretos de importancia, le fueron devueltas las cartas que había presentado citándole para el siguiente día. Amaneció el 1.° de agosto, día de San Pedro Advíncula, celebró el santo sacrificio y pasó a ver a Enrique, que le llamó en el momento de levantarse cuando no estaba aún vestido. Luego que, cruzadas de una y otra parte algunas contestaciones, estuvo ya Jacobo cerca de su víctima, finge que va a entregarle otras cartas, y le abre de repente una profunda herida en la vejiga con un puñal envenenado que cubría con su misma mano. ¡Serenidad insigne, hazaña memorable! Traspasado el Rey de dolor, hiere con el mismo puñal el ojo y el pecho de su asesino, dundo grandes voces de: «Al traidor, al parricida».
Entran en esto los cortesanos conmovidos por tan inesperado suceso y se ceban con crueldad y fiereza en multiplicar las heridas del ya postrado y exánime Clemente que, sin proferir una palabra, dejaba ver en su semblante cuán alegre estaba de haber ejecutado su intento, de evitar penas para las que hubieran sido quizá débiles sus fuerzas y dejar, por fin, redimida con su sangre su infortunada patria y la libertad del reino. Herido el Rey, captóse el monje gran fama por haber expiado la muerte con la muerte y, sobre todo, por haberse ofrecido en sacrificio a los manes del duque de Guisa, pérfidamente asesinado. Murió siendo considerado por los más como una gloria eterna de la Francia; murió cuando sólo contaba veinte y cuatro años. Era de modesto ingenio y de no mucha robustez de cuerpo; mas, indudablemente, una fuerza superior aumentó la suya y fortaleció su alma. Llegó el Rey a la noche con grandes esperanzas de salud y sin recibir por esta razón los sacramentos, y exhaló su último suspiro a las dos de la madrugada, pronunciando aquellas palabras de David : «He aquí pues que en la iniquidad fui concebido y en el pecado me concibió mi madre». ¡Qué lástima! Hubiera podido ser este Rey feliz si sus últimos actos hubiesen correspondido a los primeros, y se hubiese manifestado tan buen príncipe como se cree que lo fue bajo el reinado de su hermano Carlos, siendo general en jefe de las tropas del Rey contra los rebeldes, conducta que le sirvió de escalón para subir al trono de Polonia por voto de los magnates de aquel reino. Mas cambiaron desgraciadamente sus hechos, y los crímenes cometidos en sus postreros años hicieron olvidar las glorias de su edad primera. No bien murió su hermano, fue llamado otra vez a su patria y proclamado rey de Francia; todo lo convirtió en juguete de su poderío. ¡Ay, no pareció sino que le habían levantado a la cumbre de la grandeza para que fuese mayor su caída! Así juega la fortuna o una fuerza superior con las cosas de los hombres.
Sobre la hazaña del monje no todos opinaron de una misma manera. Muchos la alabaron y le juzgaron digno de la inmortalidad; otros, más prudentes y eruditos, le vituperaron, negando que un particular pudiese matar a un rey, proclamado por consentimiento del pueblo y ungido y consagrado, según costumbre, por el ólio santo. Importa poco, decían, que las costumbres de este Rey se hayan depravado; importa poco que haya degenerado su poder en tiranía; los libros sagrados, la misma historia del cristianismo, manifiestan que no hay nunca razón para matar a los reyes. ¡Cuánta no fue en los antiguos tiempos la maldad de Saúl, rey de los judíos! ¡Cuán libertina no fue su vida, cuán depravadas sus costumbres! Agitada su frente por infames pensamientos, no vacilaba sino cuando obraban con fuerza en él los remordimientos de su conciencia. Destronado él, había de pasar la corona a David, y David, no obstante, a pesar de saber cuán injustamente reinaba, a pesar de verle sumergido en la locura y en el crimen, a pesar de tenerle una y otra vez bajo su poder, a pesar de que parecía asistirle cierto derecho, ya para vindicar el mando, ya para defender su salud propia, contra la cual estaba aquel atentando de mil modos sin tener jamás motivo, a pesar de que le veía siempre siguiendo con mala intención sus pasos, no sólo no se atrevió nunca a matarle y le perdonó siempre sus injurias, sino que hasta mató como impío y temerario al joven amalecita que le asesinó viéndole vencido en la batalla, echado sobre su propia espada y deseando que otro acabase de quitarle su enojosa vida. No por ser Saúl un tirano, creyó este prudente Rey que era digno de perdón el que se atrevió a atentar contra un príncipe consagrado por la mano de Dios desde el momento de haber sido ungido. Es, además, sabida la crueldad que desplegaron los emperadores romanos en los primeros tiempos de la Iglesia contra los que profesaban la religión de Cristo. Hacían horrorosas carnicerías en todas las provincias, agotaban en el cuerpo de los fieles el mayor lujo posible de tormentos, se cebaban en ellos como fieras acosadas por el hambre. ¿Quién, empero, creyó jamás que hubiese derecho para vengarse ni para enfrenarles con las armas? ¿No se sostuvo, por lo contrario, que era preciso oponer la resignación a la crueldad, al crimen la obediencia? ¿No dijo san Pablo que resistir a la voluntad de un magistrado era resistir a la voluntad de Dios? Y, si no se consideraba lícito poner las manos en un pretor por inicuo y temerario que fuese, ¿ha de serlo matar a los reyes por estragadas que sean sus costumbres? ¿ignoramos acaso que Dios y la república los han colocado en la cumbre del imperio para que sean respetados por sus súbditos como hombres de condición superior, como divinidades de la tierra? Los que intentan, además, mudar de príncipe ¿saben acaso si en lugar de procurar un bien a la república le procuran mayores y más terribles males? No es fácil derribar un gobierno sin que haya graves alteraciones y sean muchas veces los mismos autores de la rebelión las víctimas. Los ejemplos históricos abundan. ¿De qué aprovechó a los siquimitas la conjuración fraguada contra Abimelech para vengar, según querían, a los setenta hermanos que éste había sacrificado impía e inhumanamente, movido por la terrible y perniciosísima ambición de mandar, a pesar de ser poco menos que bastardo? La ciudad fue completamente destruida, sembrado de sal el territorio que ocupaba, muertos de un solo golpe todos los ciudadanos. ¿De qué sirvió a Roma la muerte de Domicio Nerón sino para llamar al trono a Otón y a Vitelio, dos tiranos que fueron tan perniciosos como él para la salud de la república? Si se logró que fuesen menos sus estragos fue a costa de la vida misma del imperio.
Creen, pues, muchos, en vista de tantos y tan terribles ejemplos, que justo o injusto debe sufrirse al príncipe reinante y atenuar con la obediencia los rigores de su tiranía. La clemencia de los reyes y de todos los jefes del Estado depende, dicen, no sólo de su carácter, sino también del carácter de sus súbditos. Si el rey de Castilla, don Pedro, llegó a merecer el nombre de Cruel no fue tanto por su culpa como porque, intolerantes los magnates y ávidos de vengar a diestro y siniestro las injurias recibidas o impuestas, le pusieron en la dura necesidad de reprimir tan temerario atrevimiento. Mas tal es la condición de las cosas de esta mundo. Las desgracias de la virtud las atribuimos al vicio y acostumbramos a juzgar siempre de las cosas por sus resultados. ¿Qué respeto podrán tener los pueblos a su príncipe si se les persuade de que pueden castigar las faltas que cometa? Ora por motivos verdaderos, ora por motivos aparentes, se turbará a cada paso la tranquilidad de la república, el don más apreciable que podemos recibir del cielo. Caerá sobre nosotros todo género de calamidades, se disputarán bandos opuestos el poder con las armas en la mano, males todos que ¿quién no creerá que deban evitarse, a no ser que esté falto de sentido común o tenga el corazón de hierro?
Así hablan los que defienden al tirano; mas los patronos del pueblo no presentan menos ni menores argumentos. La dignidad real, dicen, tiene su origen en la voluntad de la república. Si así lo exigen las circunstancias, no sólo hay facultades para llamar a derecho al rey; las hay para despojarle del cetro y la corona si se niega a corregir sus faltas. Los pueblos le han trasmitido su poder, pero se han reservado otro mayor para imponer tributo; para dictar leyes fundamentales es siempre indispensable su consentimiento. No disputaremos ahora cómo deba éste manifestarse, pero conste que sólo queriéndolo el pueblo se pueden levantar nuevos impuestos y establecer leyes que trastornen las antiguas; conste, y esto es más, que los derechos reales, aunque hereditarios, sólo quedan confirmados en el sucesor por el juramento de esos mismos pueblos. Es preciso, además, tener en cuenta que han merecido en todos tiempos grandes alabanzas los que han atentado contra la vida de los tiranos. ¿Por qué fue puesto en las nubes el nombre de Trasíbulo sino por haber libertado a su patria de los treinta reyes que la tenían oprimida? ¿Por qué fueron tan ponderados Aristogitón y Harmovio? ¿Por qué los dos Brutos, cuyos elogios van repitiendo con placer las nuevas generaciones y están ya legitimados por la autoridad de los pueblos?Conspiraron muchos con éxito desgraciado contra Domicio Nerón: ¿quién reprende su conducta? Han merecido, por lo contrario, la alabanza de todos los siglos. Cayo, monstruo horrendo y cruel, sucumbió a las manos de Quereas; Domiciano a las de Esteban; Caracalla a las del yerno de Marcial, Heliogábalo, prodigio y deshonra del imperio, que al fin expió sus crímenes con su propia sangre, a las lanzas de las guardias pretorianas. Y ¿quién, repetimos, vituperó jamás la audacia de esos hombres? El sentido común es en nosotros una especie de voz natural, salida del fondo de nuestro propio entendimiento, que resuena sin cesar en nuestros oídos y nos enseña a distinguir lo torpe de lo honesto.
Añádase a esto que el tirano es una bestia fiera y cruel que, adonde quiera que vaya, lo devasta, lo saquea, lo incendia todo, haciendo terribles estragos en todas partes con las uñas, con los dientes, con la punta de sus astas. ¿Quién creerá sólo disimulable y no digno de elogio a quien, con peligro de su vida, trate de redimir al pueblo de sus formidables garras? ¿Quién que no se han de dirigir todos los tiros contra un monstruo cruel que mientras viva no ha de poner coto a su carnicería? Llamamos cruel, cobarde e impío al que ve maltratada a su madre o a su esposa sin que la socorra; y ¿hemos de consentir en que un tirano veje y atormente a su antojo a nuestra patria, a la cual debemos más que a nuestros padres? Lejos de nosotros tanta maldad, lejos de nosotros tanta villanía. Importa poco que hayamos de poner en peligro la riqueza, la salud, la vida; a todo trance hemos de salvar la patria del peligro, a todo trance hemos de salvarla de su ruina.
Tales son las razones de una y otra parte. Consideradas atentamente, ¿será acaso difícil explicar el modo de resolver la cuestión propuesta? En primer lugar, tanto los filósofos como los teólogos, están de acuerdo en que, si un príncipe se apoderó de la república a fuerza de armas, sin razón, sin derecho alguno, sin el consentimiento del pueblo, puede ser despojado por cualquiera de la corona, del gobierno, de la vida; que siendo un enemigo público y provocando todo género de males a la patria y haciéndose verdaderamente acreedor por su carácter al nombre de tirano, no sólo puede ser destronado, sino que puede serlo con la misma violencia con que él arrebató un poder que no pertenece sino a la sociedad que oprime y esclaviza. No sin razón Ayod, después de haberse captado con regalos la gracia de Eglón, rey de los moabitas, le mató a puñaladas; arrancó así a su pueblo de la servidumbre que pesaba sobre él hacía ya cerca de veinte años.
Si el príncipe, empero, fuese tal o por derecho hereditario o por la voluntad del puebla, creemos que ha de sufrírsele a pesar de sus liviandades y sus vicios mientras no desprecie esas mismas leyes que se le impusieron por condición cuando se le confió el poder supremo. No hemos de mudar fácilmente de reyes si no queremos incurrir en mayores males y provocar disturbios, como en este mismo capitulo dijimos. Se les ha de sufrir lo más posible, pero no ya cuando trastornen la república, se apoderen de las riquezas de todos, menosprecien las leyes y la religión del reino y tengan por virtud la soberbia, la audacia, la impiedad, la conculcación sistemática de todo lo más santo. Entonces es ya preciso pensar en la manera cómo podría destronársele, a fin de que no se agraven los males ni se vengue una maldad con otra. Si están aun permitidas las reuniones públicas, conviene, principalmente, consultar el parecer de todos, dando por lo más fijo y acertado lo que se estableciere de común acuerdo. Se ha de amonestar, ante todo, al príncipe y llamarle a razón y a derecho; si condescendiere, si satisficiere los deseos a la república, si se mostrare dispuesto a corregir sus faltas, no hay para qué pasar más allá ni para que se propongan remedios más amargos; si, empero, rechazare todo género de observaciones, si no dejare lugar alguno a la esperanza, debe empezarse por declarar públicamente que no se le reconoce como rey, que se dan por nulos todos sus actos posteriores. Y, puesto que, necesariamente, ha de nacer de ahí una guerra, conviene explicar la manera de defenderse, procurar armas, imponer contribuciones a los pueblos para los gastos de la guerra, y, si así lo exigieren las circunstancias, sin quede otro modo fuese posible salvar la patria, matar a hierro al príncipe como enemigo público y matarle por el mismo derecho de defensa, por la autoridad propia del pueblo, más legítima siempre y mejor que la del rey tirano. Dado este caso, no sólo reside esta facultad en el pueblo, reside hasta en cualquier particular que, abandonada toda especie de impunidad y despreciando su propia vida, quiera empeñarse en ayudar de esta suerte la república.
Se preguntará, quizá, qué debe hacerse cuando no hay ni aun facultad para reunirse, como muchas veces acontece; mas, suponiendo que esté oprimido el reino por la tiranía, existe siempre la misma causa y, de consiguiente, el mismo derecho. No por no poderse reunir los ciudadanos debe faltar en ellos el natural ardor por derribar la servidumbre, vengar las manifiestas e intolerables maldades del príncipe ni reprimir los conatos que tiendan a la ruina de los pueblos, tales como el de trastornar las religiones patrias y llamar al reino a nuestros enemigos. Nunca podré creer que haya obrado mal el que, secundando los deseos públicos, haya atentado en tales circunstancias contra la vida de su príncipe. Hemos dado ya para esto una multitud de razones y creemos que éstas razones bastan.
Resuelta ya así la cuestión de derecho, no debe atenderse sino a la de hecho, es decir, a cuál merece ser tenido realmente por tirano. Temen muchos que, con esta teoría, no se atente a menudo contra la vida de los príncipes; mas es necesario que adviertan que no dejamos la calificación de tirano al arbitrio de un particular ni aun al de muchos, sino que queremos que le pregone como tal la fama pública y sean del mismo parecer los varones graves y eruditos. Es, por otra parte, aquel temor completamente infundado. De otro modo irían los negocios de los hombres si entre éstos se encontrasen muchos de grande esfuerzo dispuestos a despreciar su salud y su vida por la libertad de la patria; mas, desgraciadamente, detiene a los más el deseo de salvar sus días, deseo que se opone a la realización de grandes y nobilísimos proyectos. Entre tantos tiranos como existieron en la antigüedad ¿cuántos podemos contar que hayan muerto bajo una espada regicida? En España apenas uno que otro, si bien debe esto atribuirse a la lealtad de los súbditos y a la clemencia de los príncipes que ejercieron humana y modestamente el poder que le confiaron el consentimiento público y el derecho. Es siempre, sin embargo, saludable que estén persuadidos los príncipes de que, si oprimen la república, si se hacen intolerables por sus vicios y por sus delitos, están sujetos a ser asesinados, no sólo con derecho, sino hasta con aplauso y gloria de las generaciones venideras. Este temor, cuando menos, servirá para que no se entregue tan fácilmente ni del todo a la liviandad y a las manos de sus corruptores cortesanos, para que, cuando menos por algún tiempo, ponga freno a sus furores. Podrá contenerle mucho este temor y, aun más que este temor, la persuasión de que siempre es mayor la autoridad del pueblo que la suya, por más que hombres malvadísimos, sólo para lisonjearle, afirmen lo contrario, A lo que se objetaba sobre el rey David, debemos contestar que no tenía éste una causa bastante poderosa para matar a Saúl, pudiendo, como podía, apelar a la fuga; que siendo Saúl un rey establecido por el mismo Dios, si David le hubiese muerto para defenderse, hubiera debido atribuírsele a impiedad, no a amor a la república. Ni fueron, por otra parte, tan depravadas las costumbres de Saúl que oprimiese tiránicamente a sus súbditos y quebrantase escandalosamente las leyes divinas y humanas, y se apoderase de la fortuna de los ciudadanos. Es cierto que la corona había de pasar a David, pero cuando Saúl muriese y sin que esto le diese derecho para arrebatar al que aun reinaba el imperio junto con la vida. Ignoramos en qué podía fundarse san Agustín cuando en el cap. 17 de su libro contra Dimano estableció que David no quiso matar a Saúl, a pesar de serle lícito.
No es tampoco necesario esforzarse mucho para destruir la objeción de los emperadores romanos. Con la resignación y la sangre de los fieles se echaban entonces los cimientos de la grandeza de la Iglesia, que ha llegado a extenderse hasta los últimos límites del orbe; cuanto mayor era la opresión, cuantas más eran las víctimas, tanto más iba creciendo por un favor especial del cielo. No convenía, por esta razón, en aquellos tiempos, que los fieles atentasen contra la vida de los príncipes; no convenía que hiciesen ni aun lo que estaba permitido por derecho y venía establecido terminantemente por las leyes; y, aun refiriéndonos a aquellos tiempos, hallamos que el noble historiador Zozoma, haciéndose cargo en el cap. 2.° del lib. VI de si era cierto que un soldado hubiese muerto al emperador Juliano, dice claramente que, a serlo, merecía por éste sólo hecho el aplauso de las gentes.
Creemos, por fin, que deben evitarse los movimientos populares para que con la alegría de la muerte del tirano no se entregue la muchedumbre a excesos y sea de todo punto estéril un hecho de tanto peligro y trascendencia; creemos que, antes de llegar a ese extremo y gravísimo remedio, deben ponerse en juego todas las medidas capaces de apartar al príncipe de su fatal camino. Mas cuando no queda ya esperanza, cuando estén ya puestas en peligro la santidad de la religión y la salud del reino, ¿quién habrá tan falto de razón que no confiese que es lícito sacudir la tiranía con la fuerza del derecho, con las leyes, con las armas? Ejercerá, quizás, en algunos mucha influencia el hecho de haber sido condenada por los padres del concilio de Constanza la proposición de que cualquier súbdito debe y puede matar al tirano, valiéndose, no sólo de la fuerza, sino también de las asechanzas y del fraude. Este decreto, empero, no fue aprobado ni por el pontífice Martín V ni por Eugenio ni por sus sucesores, de cuyo asentimiento depende la fuerza legislativa de los concilios eclesiásticos; este decreto fue dado en una época de trastornos para la Iglesia, en una época en que tres pontífices a la vez se disputaban la silla de San Pedro; este decreto fue motivado por la exagerada doctrina de los husitas, según la cual cabía destronar a los príncipes por cualquiera crimen que hubiesen cometido y tenía cualquiera facultades para despojarles del poder de que injustamente disponían; este decreto fue extendido finalmente con la idea de condenar la opinión de Juan le Petit, teólogo de París, que pretendía excusar él asesinato de Luis de Orleans por Juan de Borgoña, sentando que es lícito que mate un particular a un rey que está ya cerca de la tiranía, cosa insostenible, sobre todo cuando hay de por medio un juramento y no se espera, como no esperó aquel, a que se pronuncien otros en contra del monarca.
Este es pues mi parecer, hijo de un ánimo sincero, en que puedo, como hombre, engañarme. Si alguien supiese más y me diese en contra de él mejores razones, se lo agradeceré en el alma. Pláceme empero concluir este capítulo con las palabras del tribuno Flavio que, convencido de conspirador contra Domicio Nerón y preguntado cómo pudo olvidar su juramento: «Te aborrecía, dijo; no tuviste un soldado más fiel que yo mientras mereciste ser amado; empecé a odiarte después que fuiste parricida de tu madre y de tu esposa, después que te hiciste auriga, cómico e incendiario». ¡Alma verdaderamente militar y de varonil esfuerzo!