Famoso texto de Juan de Mariana, en donde se expresan ideas ampliamente tratadas por él mismo en De mutatione monetae. Este capítulo "VIII. De la moneda" procede de su obra titulada Del rey y de la institución real, "obra quemada en París por mano del verdugo en tiempo de Enrique IV. Versión castellana de Crelion Acivaro, con la biografía del célebre jesuita por el presbítero Don Jaime Balmes", editada por La Selecta, Empresa Literario-Editorial sita en la Calle de San Pablo, número 44, Barcelona, 1880.
CAPÍTULO VIII. De la moneda.
Con efeto de ocurrir á las necesidades públicas que suelen apremiar á un imperio, señaladamente si es de grande estension, algunos hombres astutos y sotiles entendieron quitar á la moneda algo de su peso y ley, en manera que, bien que resultase así el metal adulterado, conservase no embargante su prístino valor. Cuanto se quita á la moneda, quier en peso, quier en calidad, tanto queda en pro del príncipe: lo que no podría no ser maravilloso, si aviniese poder hacello sin daño de los subditos. Maravillosa arte no oculta en verdad, sino saludable, por cuyo medio se allega al real tesoro gran cantidad de oro y plata sin necesidad de imponer nuevo gravamen al pueblo. Por mí, siempre tuve en opinión de hombres vanísimos á los que intentaban trocar por oculta virtud ó medicamento los metales, y hacer del cobre plata y de la plata oro, viniendo á ser así como traficantes que á los mercados concurren. Agora veo que los metales bien pueden aumentar su valor sin trabajo alguno ni otro derretimiento de fundición, y sí solo por una ley del príncipe; lo cual vale tanto como si se les comunicase por un contacto divino una virtud superior. Con esto podrán los subditos recibir del acervo común con toda confianza, cuanto hubiesen tenido antes, y el resto debe de quedar en pro del príncipe, que es como decir que el interese público servirá á los usos que venga en dalle el mesmo príncipe. Y en verdad, ¿quién habrá de ingenio tan enrevesado ó quier sotil, que no vea esta buena andanza de la república, mayormente cuando no ofrece aquello novedad alguna, sino que solo seguimos á las huellas de otros, y cuando fuera desto bien hubo muchos y grandes príncipes que salieron de su penuria con solo haber seguido aquella senda? ¿Quién podrá negar que los romanos, empeñados en la guerra púnica, redujeron los ases, que antes eran de libra, primero á dos onzas; luego a una y aun á media de cobre, con cuyo artificio fué libertada la república? ¿Ignora alguno que Druso, tribuno de la plebe, mezcló con cobre los denarios que eran de plata pura? Harto sabido es aquel dicho de Platón, que decia que las comedias nuevas y malas semejaban a la moneda nueva. Creo que no tengo para qué traer en confirmación de lo susodicho, el ejemplo del pueblo hebreo, linaje de hombres tan supersticiosos y distintos de los demás; mas no embargante, veo en él admetido que el siclo del santuario era de doble valor que el siclo popular, no por otra causa que por haberse quitado en los postreros tiempos á la moneda que usaba el pueblo la mitad de su antiguo y justo peso, agora fuese de un solo golpe, agora poco á poco, como me inclino á creer.
De los demás pueblos no hay para qué decir nada, pues consta de mucho tiempo atrás que no pocas veces algunos reyes hicieron la moneda de baja calidad ó abajaron su valor quitándole á menudo de su peso. ¿Por qué, pues, los sólidos, que eran antes de oro y fueron luego de plata, vinieron á la postre á ser de metal, si no es por el abuso ó licencia recibida de adulterar los metales con extraña mistura? Otro tanto podemos decir de nuestro maravedí, que fué primero de oro, poco después de plata y agora enteramente de cobre. ¿Quién, pues, será osado de vituperar una usanza admetida en todos tiempos y lugares? ¿Buscaremos, por ventura nuestra gloria y nos grangearemos la inane aura popular, reprendiendo las costumbres de nuestros mayores? No negaré, por cierto, que nuestros antepasados hayan adulterado muchas veces la moneda y que puede suceder llegar a un extremo apurado y angustioso, donde sea menester echar mano á aquel remedio. Con todo eso, siempre diré que no todo lo que hacían nuestros mayores estaba exento de vicio, y que debajo de una apariencia de suma utilidad se encubría á las veces la fraude, que producia mayores incómodos así en lo público como en lo privado: de suerte que apenas se podia llegar ó aquel extremo, sin dar en mayores daños y peligros. Dende, siento en primer lugar que el príncipe no tiene derecho alguno sobre los bienes muebles ó inmuebles de sus subditos, en manera que por solo su antojo pueda tomallos para sí, ó traspasarlos á otros sin justa causa. Los que sustentan lo contrario no son sino unos gárrulos y necios aduladores, cuya mala ralea infesta de ordinario los palacios de los príncipes. De lo cual se infiere que el rey no puede echar nuevos.impuestos sin el consentimiento previo del pueblo. Pídalos como quien ruega, más bien que como quien manda, para que no parezca que despoja; mas no pida de contino, no sea que por tal cuesta cayan en la miseria los que poco antes eran ricos y andaban en buena andanza. De otra manera seria obrar como tirano, el cual todo lo acomoda á sus antojos, y no como rey que debe de ajustar su autoridad á las leyes y á las advertencias de la razón sin poder salir nunca de los términos dellas.
Pero.deste sugeto ya hemos tratado ampliamente en otro lugar deste libro: no embargante, añadiré que destos dos estremos se concluye que el rey no puede por su albedrío y sin que preceda el asentimiento público, adulterar en manera alguna la moneda, la cual no es otro que una especie de tributo que se saca de los bienes de los subditos. Nadie podrá conceder que el oro, en paridad de peso, tenga el mesmo valor que la plata, ó esta que el fierro. Y esto es lo que aviene cuándo se adultera la moneda, que es tanto como dar una pieza de plata por de oro, ú contrariamente, no teniendo sino una partícula ú pequeña cantidad deste metal. Ciertamente al rey será lícito mudar la forma de la moneda en el caso que esté esta contenida en los derechos reales, que la ley imperial concede, y siempre y cuando se conserve el valor della, según su calidad y las leyes anteriores. El valor de la moneda es de dos maneras, á saber: uno natural, sacado de la calidad del metal y de su peso, que llamamos intrínseco; y otro legal ó séase extrínseco, que el príncipe le da por autoridad de una ley, á la manera que suele hacello cuando por virtud de otra ley estatuye y pone precio á otras mercadurías para que se vendan á otro mayor. Necio seria quien separase estos valores en guisa que el legal no fuese á una con el natural; y mas que necio, malvado, quien diese orden que se vendiese en diez, pongo por caso, lo que el vulgo estima en cinco. Los hombres se guian en esto por la estimación común, la cual se funda en las basas de la calidad y de la abundancia ó carestía de las cosas; y en vano será que el príncipe trabaje en arrancar estas basas del comercio, siendo mejor dejallas intactas de grado que atacallas por la fuerza en daño de la multitud. Lo que se hace con las demás cosas de mercadear, eso mesmo debe de hacerse con la moneda: por lo cual debe el príncipe de asentar por una ley el valor della, considerando el justo precio del metal y.su peso, sin excederdesto poco ni mucho, salvo que se aumente lo que monte el dispendio ú gasto de elaboración. Y en verdad, si no queremos subvertir las leyes de la naturaleza, menester es que el valor legal no se diferencie del natural ó intrínseco, lo cual seria un tráfico vergonzoso, y mas vergonzoso aun que el príncipe convirtiese en utilidad propia todo lo que quitase á la ley del metal ó al peso de la moneda. ¿Seria, por ventura, lícito entrar por fuerza en el granero de un subdito, tomar parte del grano y pretender luego compensar el daño dándole facultad para vender el resto por el valor que tenia cuando el montón estaba intacto o sin cosa de merma en su integridad? ¿Quién no clamaría diciendo que era esto un ladronicio, un hurto escandaloso? Lo propio debemos decir de las tiendas, heredades y alhajas, como quier que cosas son del mesmo género.
Allá en los primeros tiempos, no era conocido el uso de la moneda, y por ende permutábanse recíprocamente las cosas, dando, pongo por caso, una oveja por una cabra, un buey por trigo ú otro fruto. Tiempo adelante entendieron que era mas cómodo el trueque del trigo y de las mercadurías por metales preciosos, como el oro, la plata y el cobre; y mas después, para no haber de llevar encima el peso del metal con que nercadeabau ya los hombres, parecióles bien, y fué mal parecelles, dividir en piezas los metales, poniéndoles alguna señal por donde se conociese su peso y su valor respetivos, Y veis aquí el legítimo y natural uso del dinero, como trae Aristóteles en el su primero libro de los Políticos: las demás artes mercantiles y cuestuarias fueron después imaginadas por hombres que de todo se curaban menos de la probidad y la justicia, con el mal presupuesto de despojar mpunemente al pueblo.
Pero bien que el rey no tome nada de las demás mercadurías, si rebaja el de la moneda á las veces, no deja de haber culpa en ello y perversión y agravio de las leyes de la naturaleza; sino que de manera tal engañan las malas artes y las razones cautelosamente aparejadas, que los mas hombres no aciertan a darse cuenta del engaño. Qué mal hay, dicen estos, qué mal hay en que el príncipe tome para sí una mitad ó una cuarta del dinero, dejando libertad á los particulares para que no corra sino con el mismo valor que antes tenia? Tú, pongo por caso, compras el pan y el vestido lo mismo que antes: luego no hay mal ninguno en esto, dado que el dinero no tiene otro uso que el de allegar y adquirir las cosas necesarias. Desta manera se engaña al pueblo para que pase por alto la adulteración de la moneda. Fuera desto, el príncipe tiene mas autoridad sobre la fabricación de la moneda que sobre las demás cosas de comercio: tiene oficinas y casas de acuñación, empleados peritos en las mismas y operarios que entienden en la fundición, todos los cuales están debajo de su inmediata autoridad. ¿Quién puede impedir que mezcle los metales y meta moneda nueva en lugar de la antigua con grabado un nuevo signo? Pero esto no es justo en manera alguna, y vale tanto como sí se tomasen por fuerza sus bienes á los subditos.
Preguntaráse acaso qué deberá de hacerse cuando nos amague soberbio y poderoso enemigo, ó bien cuando la guerra sea obstinada y fieramente reñida, y la victoria, tan dudosa por falta de dinero, de fuerzas y de todo linaje de recursos, que no haya quien asiente plaza de soldado debajo de nuestros pendones, temerosos todos que no se les pague la soldada. En mal trance ¿se acetarán como bien venidos los daños que vengan, antes que tocar á la moneda para adulteralla? Yo, por mí, entiendo que antes de adulterar la moneda hase de recurrir á todos los medios y remedios de que pueda echarse mano. Agora bien, si la penuria es tal, y tal el apremio, que esté en peligro la salud pública en manera que ni aun los ciudadanos á quien importa el negocio de que se trata, pueden ayuntarse para dejar proveido lo que mas convenga, en este caso, así como puede el príncipe aplicar los bienes de los subditos á los usos públicos para subvenir á la extrema necesidad de la patria, asímesmo puede también mezclar los metales pecuniarios y amenguar el peso de la moneda, siempre y cuando acabe con la guerra semejante facultad, y no venga á ser contino el abuso; y á mas desto, que la moneda mala que trujo la necesidad, se inutilice luego de pasada ésta, y se dé en su lugar otra legítima y buena á los que poseyeren de buena fe. Tenia cercada Federico Augusto, segundo de este nombre, la ciudad de Favencia, en lo mas recio de un invierno asaz de crudo, y faltábale dinero para pagar las soldadas, por cuya razón los combatientes desertaban sus banderas. Levantar el cerco era deshonroso, amen de arriesgado, y mantenerlo, punto menos que imposible; y en tan angustioso trance hubo de apelar al recurso de hacer moneda de cuero, dándole valía de un escudo de oro, con cuyo artificio pudo salir en bien de su ahogo. Pero luego de haber tomado la plaza vitoriosamente, cumplió su promesa de trocar los escudos de cuero por otros de parejo valor de oro. Así lo trae Colenucio en el libro cuarto de su Historia de Nápoles. El ejemplo se ha seguido en casos de apuros semejantes, habiéndose hecho muchas veces monedas de cuero, y aun de papel alguna vez, y ciertamente sin daño vituperable. Si, empero, el príncipe juzgase que está á su albedrío adulterar la moneda, fuera destos casos tan premiosos, serian de temer males gravísimos y perjuicios sin cuento, como si por el mismo medio quisiera subvenir á la escasez del real erario, cuyo mal siempre existe, mas ó menos grave; demás que el beneficio que desto resulta nunca puede ser duradero, según y como prueban los ejemplos siguientes: Primeramente que á este abuso ha de seguir por fuerza la carestía de los víveres, guardando paridad con el valor que se quite á la ley de la moneda, como quier que los hombres no estiman el dinero si no es por su calidad, bien que quiera evitar esto con leyes rigurosas. Segundamente, engañado el pueblo con aquella vana apariencia, ha de lamentarse al ver y tocar que la nueva moneda que á sustituir viene la antigua, no tiene el valor desta, necesitando por ende mucho mas que antes para sustentar á sus familias.
No ensueños, sino hechos son los que vamos á referir, sacados de nuestros mas auténticos anales. Luego que Alonso de Castilla, dicho el Sabio, ciñó las ínfulas y empuñó el cetro del reino, puso, en lugar de los pepiones, moneda corriente á la sazón, otra llamada burgalesa, no muy buena en puridad, y para remediar la carestía que luego siguió á esta mudanza, vino en poner nuevos precios á todas las mercadurías; sino que el remedio hubo de ser peor que la enfermedad, pues acrecentó el mal de tal manera que nadie mercadeaba por la demasía del precio. Con esto, no hay para que decir que la tasa cayó debajo de su propio peso, y que el mal continuó espacio de luengo tiempo. La mala ley de la moneda fué, por cierto, la causa capital de que se exasperasen los ánimos y le volviesen la espalda los subditos, en optación de poner en su lugar sobre el trono á su hijo Sancho, sin esperar á su muerte de aquel: ca tal y tanto afirmábase de suyo hasta en el errar, que no bien contaba el seteno año de reinado, cuando trocó la dicha moneda burgalesa por la negra, así llamada por la mala color del metal, que no era en verdad nada bueno.
Alonso el onceno, olvidando las calamidades que trajeran los errores de su bisagüelo, quiso también introducir otra nueva moneda de ínfimo metal, que llamaron coronados y novenas. Al mesmo punto bien procuró evitar que no subiesen el trigo y demás géneros á mas precio que denantes, vedando que el marco ó pié de plata no tuviese mas valor que el de ciento y veinte y cinco maravedises. Pero fué vano su empeño, y toda advertencia inútil; como quier que la carestía fué en aumento, creciendo al mesmo tiempo el valor de la plata.
Enrique el segundo, hijo deste Alonso, habiéndose asentado en el trono de Castilla, luego de matado su hermano el rey Pedro, hubo también de echar mano del mesmo remedio. Con efecto, para ver de pagar los estipendios prometidos á los propios y á los soldados extranjeros, á quien debia su salvación y corona, mandó fabricar dos clases de moneda, reales y cruzados, de mas valor sin duda que el metal, después de haber agotado los tesoros públicos y particulares, estrechado por la extrema escasez del numerario. Vimos á la vez los reales de Enrique y de Pedro: los de este eran verdaderamente de plata de ley ni mas ni menos que la que se usa hoy en Castilla; mas los de aquel, de bien negra color por la demasía del cobre de la mezcla, trujeron necesanamente la carestía de todos los géneros; así que para evitar las quejas y lamentos de sus subditos se vio obligado á dar otra ley disminuyendo dos tercios del valor de ambas á dos monedas. Desta manera sucede las mas veces que aquello que se cree útil, aun astuciosamente imaginado, viene á la postre á ser dañoso por la poca precaución ó mucha ceguedad de los hombres.
Á Juan, hijo de Enrique, sucedió lo propio como así consta de sus mesmas leyes. Asaz quebrantado por las guerras que riñó, primero con los portugueses y después con los ingleses, hubo de fabricar otra especie de moneda que se llamó cándida ó blanca, para ver de pagar el préstamo que le hiciera su rival, el duque de Lecester. Era, pues, necesario que, como siempre, siguiera la carestía á la mudanza; y para remedialla se vio luego obligado á reducir el valor de la moneda nueva á cuasi una mitad del que le había señalado, y entonces cesó la carestía, como ,él mismo confesó en las Cortes de Burgos, el año de gracia de 1388.
¿Para qué habernos de mentar mas reinados, cuando bien vemos quie en todos el mesmo vicio trujo siempre los mesmos resultados? Hasta agora solo habemos tratado de la carestía y escasez de las cosas; mas de aquellas vienen también hartos perjuicios: destos principalmente se resiente el comercio, del que viene en gran parte la riqueza pública y privada, como quier que se hace dificultoso por causa de la mala moneda, ca se retraen en recelo así el mercader, como el comprador ante la moneda adulterada y la carestía que forzosamente arrastra la tal fraude. Y bien que el príncipe tase el precio de las mercadurías por autoridad de una ley, en lugar de conseguir el remedio que intenta, no hará sino aumentar el mal; porque nadie habrá que quiera vender al precio inferior, siempre que se compare con la apreciación común. En ruinas por esta causa el comercio, no habrá ya calamidad que no venga sobre el pueblo, y los naturales del país caerán necesariamente extenuados por dos maneras diversas. La primera porque cesará el logro por efecto del escaso trueque de compra y venta, con lo que vivia una gran parte dellos, á los que seguirán en la misma suerte señaladamente los artífices, como aquellos que vinculan su sustento y esperanzas en el cuotidiano trabajo de sus manos. La segunda, porque obligado el príncipe á evitar la causa deste mal, ó bien retirará del curso la moneda mala, ó bien fabricará otra peor, reduciendo su valor primero, según hizo Enrique el Segundo, que tuvo que rebajar del valor de su nueva moneda nada menos que dos tercios; siguiéndose de todo esto que aquellos en cuyas manos estaba aquel dinero nuevo, halláronse de súbito con trecientos escudos de oro, pongo por caso, que no eran sino ciento.
No sino parece que referimos cosas de juego ó pasatiempo. Pero dejemos ejemplos antiguos. Enrique VIII, rey de Ingalaterra, desde que se apartó de la obediencia de la iglesia, se precipitó en una reata de males, siendo uno dellos haber adulterado la moneda de plata; como quier que la que tenia una oncena parte de mezcla de cobre fué poco á poco reduciéndose h'asta llegar á tener el valor de una sesta parte de plata. Por un nuevo edicto arrebató a sus vasallos la moneda antigua y la mudó en otra nueva inferior de igual peso y medida. El pueblo calló, receloso de la crueldad de un hombre tan malvado, á quien servia de entretenimiento y diversión la sangre de sus vasallos. Pero luego que murió aquel maldecido rey, su hijo Eduardo vino en conceder el valor de aquella moneda á una mitad; y de allí á poco, asentada en el trono su hermana Isabel, quitó la otra mitad que habia quedado á la moneda debajo de Eduardo: con esto sucedió que los que tenian en esta especie de moneda cuatrocientos escudos de oro, rebajadas aun aquellas partes del su valor, hallaron que quedaban reducidos á ciento los dichosos cuatrocientos. Empero no paró aquí todo el mal, sino que invalidada luego esta moneda, no hubo quien resarciese el daño de tan infame ladronicio. Así lo trae, al final del primero libro del cisma de Inglaterra, el docto Sandero, amigo mió en otro tiempo. Parado así y cuasi suprimido el comercio, y por ende reducidos los naturales á la indigencia, forzosamente han de sufrir mermas y atrasos los impuestos reales, viniendo así el rey á arrostrar las malas consecuencias de un logro pequeño y pasajero. No es bueno ni conviene al rey que padezca el reino, como si fuera l1 cuerpo humano, pues viniendo á menos los subditos no podrán pagar los tributos, ni los recaudadores llevarán por las mercadurías las alcabalas que- denantes. Siendo en minoridad Alonso el Onceno, rey de Castilla, fueron llamados á cuentas los recaudadores del fisco y hallaron los procuradores que todas las rentas reales del año montaban solo á un cuento y seiscientos mil maravedíes; y maguer que aquellos maravedíes eran mayores que los que agora corren, dado que cada uno valia por diez y siete de los nuestros, con todo eso era bien exigua y ridicula aquella suma. El que escribió las gestas deste príncipe, entre las causas que de aquella gran penuria trae á cuento, pone como primera y principal la adulteración de la moneda hecha por muchos reyes.
Con efecto, reducidos á la miseria los subditos por la mala andanza del comercio, no podían en manera alguna allegar ál fisco lo que allegar solian, cuando las cosas seguían su sosegado curso natural. Pero, ¿quién no ve los grandes incómodos desto? ¿Quién no ha de convencerse de que la malquerencia que traen puede acabar en desdicha de todos con el suplicio del mesmo príncipe? Mejor es que el rey sea amado que temido: todos los errores y desaciertos públicos imputa siempre el vulgo á la cabeza del reino. Teniendo esto en cuenta, Felipe el Hermoso, rey de Francia, ya á las puertas del sepulcro, hubo de confesar que no sino por haber adulterado la moneda fué objeto del odio de su pueblo. Así que en las postreras palabras que enderezó á su hijo Luis, le encomendó mudase luego la mala moneda, como trae Roberto Gaguin.
Si cumplió ó no el rey Luis el preceto de su moribundo padre, no lo sabemos: solo se sabe que los rebullicios y disturbios populares siguieron sin cesar hasta tanto que públicamente fue castigado Manrique Enguerrano, dador de tan mal consejo, mereciendo esta justicia no ya solo el aplauso del pueblo, sino también el pláceme de gran parte de la nobleza. Con todo eso, ni este ejemplp ni el de las calamidades públicas tuvieron á raya á Carlos el Hermoso, ni á Felipe de Valois, su tio, sucesores en el trono, dado que siguieron el empeño de adulterar la moneda, causando turbulencias y calamidades en él pueblo.
Acabaremos este capítulo, amonestando a los príncipes que, si quieren tener sosegada y segura la república, se guarden muy bien de falsear las primas basas del comercio, cuales son las pesas, las medidas y la moneda; ca debajo de la apariencia de una utilidad del momento, se esconde siempre la fraude.