El amor cristiano

 

Tintoretto: Magdalena penitente

Dice Nietzsche que el amor cristiano es la más fina flor del resentimiento, una flor que habría germinado en suelo judío, en un pueblo siempre vencido y oprimido por sus vecinos y que, no pudiéndose vengar de ellos por causa de su debilidad, proyectó en el cielo un “Jehová vengador”, trocando así su frustración en desquite imaginado. Es un ejemplo de vida descendente heredado por el cristianismo, cuya “fina flor del resentimiento” es una máscara de amor con que disimular el odio real de quien no puede actuar contra una realidad que le supera y domina.

La tesis de Nietzsche es profunda y digna de ser tenida en consideración por haber traído a debate una idea fértil. De ahí que, al estudiarla se comprenda que es falsa, como afirma Max Scheler.

Sabemos bien lo que era el amor para los antiguos. Una fuerza que sube de lo malo a lo bueno, de lo imperfecto a lo perfecto, de lo informe a lo informado, del no ser al ser, de lo aparente a lo real, del no tener al tener, de la ignorancia al conocimiento. Es filósofo, amante del saber, declara Platón, el que reconoce su carencia. El dios no lo desea porque es sabio. Eros mismo es hijo de Penía, la miseria. Por eso es amor, porque carece de todo. Por eso quiere, desea y ama. Nadie aspira a lo que tiene ya.

En la filosofía de Aristóteles, que se cierra con su teología, culmina aquella gélida metafísica de trasfondo religioso. Dios mueve todo hacia sí “como el amado al amante”, limitándose a existir y ser perfecto, despreocupado de cuanto existe y sin saber siquiera que existe. La realidad toda es una cadena cuyos eslabones no vuelven la mirada hacia atrás y apuntan solo hacia arriba y hacia adelante. Arriba del todo, en la cúspide, está el Ser Perfecto atrayéndolos hacia sí, pero Él ya no puede ser tocado por el dios del amor. Estas nociones fueron en parte una sublimación de las relaciones amorosas entre los hombres, porque la amistad y el matrimonio se concebían como una relación entre un amante y un amado, siendo el segundo el modelo para el primero. El primero era menos noble y perfecto.

Pero el amor cristiano es el reverso del antiguo. Ya no hay aquí una muchedumbre de seres que son atraídos por Dios, adelantándose unos a otros en su camino hacia la perfección, sino de criaturas que se vuelven al que está más alejado de Él con el fin de ayudarle. En eso precisamente se parecen al Dios que buscan. Ahora el amor se muestra en el acto por el que el que es bueno se acerca al que lo es menos, el noble al innoble, el bello al feo, el santo al pecador, en la seguridad de que el que así actúa no se infecta ni se vuelve innoble, sino que en su pérdida de sí mismo halla a Dios.

De lo que se trata en puridad es el propio acto de amor. El bellísimo soneto español de autor desconocido que empieza “No me mueve mi Dios para quererte” lo expresa de modo sublime. Ni el temor al castigo en el infierno ni el deseo de bienaventuranza en el cielo mueven a quien ama a Dios, sino el simple hecho de amarle. He aquí una idea del amor que cambia la idea del Ser Supremo y su relación con las cosas del mundo. Incluso la idea de la creación para gloria de Dios, de que hablan algunos teólogos, es una reminiscencia de la antigua teología pagana. Más propiamente cristiana es la creación por amor, por desbordamiento de la divinidad.

Estas nociones pudieron parecer contradictorias para la Antigüedad, sí, pero la contradicción se cumple cuando Dios desciende hasta los hombres y se hace uno de ellos. Valgan estas líneas como felicitación de Navidad a todos y como advertencia y recuerdo de lo que este día significa.

(Previamente publicado en Minuto Crucial el 23/12/2021)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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