No abrigo intención alguna de quitar brillo a la festividad de la Epifanía del Señor, llamada también de los Reyes Magos. No haría nada que pudiera borrar la sonrisa de los labios de un niño o atenuar el brillo de su mirada. Mi intención es mostrar otro aspecto de la tradición católica.
La noticia que tenemos sobre los tres Reyes Magos visitando al Niño Jesús en Belén viene sólo en Mateo 2, 1-12, donde no se dice que fueran reyes ni que fueran tres, sino solamente que “unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén”. Averiguar que tampoco eran magos requiere detenerse un tanto.
Es harto dudoso que el Niño Dios se manifestara a unos magos, porque ya en el Levítico se manda no ir a hacer preguntas a magos ni adivinos, porque son enemigos de Dios y porque la Iglesia, siguiendo ese dictamen, ha tenido siempre por falsas la magia, la astrología, la brujería y otras prácticas semejantes. De hecho, todas ellas fueron erradicadas cuando imperaba el ethos cristiano. Ahora que éste ha decrecido, vuelven esas prácticas entre nosotros, si bien se disfrazan con otros ropajes.
La argumentación de este asunto es más o menos como sigue. El punto de partida, o primera premisa, es que Dios no se manifiesta según Él es, cosa imposible, sino según son aquellos a quienes se manifiesta. Lo cual sucede también así también en otros asuntos: del mismo modo que a un hombre acostumbrado a los razonamientos matemáticos no debe mostrársele la verdad de un teorema sino por medio de razones matemáticas, a uno acostumbrado sólo a los objetos corporales debe mostrársele por medio de cosas corporales, visibles y tangibles. Por eso se mostró a los pastores, acostumbrados a lo sensible, a través de ángeles que ellos pudieran ver, a Simeón y Ana por “interior instinto del Espíritu Santo” (Aquino, ST, III, q. 36, a. 5), y a los magos por medio de una estrella. Y aquí radica el nudo de nuestro problema.
Para complicarlo un poco más, conviene advertir que no parece propio de Dios que se mostrara por un signo incierto, como una estrella que aparecía y desaparecía, se ocultaba al llegar a una ciudad, era visible de día, seguía la dirección Norte-Sur, cuando las estrellas van del Este hacia el Oeste, etc. Pero lo hizo. No se manifestó según es Él, sino según eran ellos. Ahora bien, no son los magos los que conocen la posición de las estrellas en el firmamento, ni quienes se percatan de que alguna no ocupa su posición con respecto a las demás, que lleva una trayectoria distinta, etc. Son los astrónomos, hombres versados en las matemáticas, individuos hechos al estudio del curso de las estrellas. Esta es la segunda premisa, que, como puede verse, remite a un hecho de todos conocido.
La conclusión es que no se mostró a magos ni hechiceros, sino a sabios matemáticos, a astrónomos, que entre los persas y los caldeos tenían escuelas antiguas. El rey que ellos buscaban no era un rey al uso. Hallaron en un portal a un niño sin majestad regia, porque su majestad era de una clase mucho más elevada, pues se trataba del Verbo o Lógos encarnado, de la razón del mundo, en el cuerpo visible de un lactante. Por eso lo adoraron como a Dios y le ofrecieron oro, como a un rey de una majestad suprema, incienso, que solo se ofrece en un sacrificio sagrado, y mirra, el producto con que se embalsamaban los cuerpos, significando con ello la resurrección de aquel niño una vez que hubiera vencido a la muerte.
Sea este razonamiento de estilo medieval mi humilde ofrenda a la fiesta del seis de enero, cuando los que colaboramos en este joven y prometedor periódico estaremos celebrándola y descansando.
(Previamente publicado en Minuto Crucial el 30/12/2021)