El día de Todos los Santos

La autoestima, el sentirse bien consigo mismo, es quizá el principal valor moral en nuestro presente. Para alcanzarlo es conveniente demostrar por algún medio que se es parte de un grupo oprimido y así poder exigir un reconocimiento por el cual se accede al derecho al resarcimiento de saberse miembro de una colectividad maltratada, de ser portador de una identidad colectiva que se afirma mediante dogmas indiscutibles y reclama derechos que deben ser satisfechos por otros, no deberes que uno tiene que cumplir. Es la terapia de la identidad, que otorga una imagen positiva de uno mismo y la seguridad frente a la duda. Es placer y calor de establo.

Seguridad, reconocimiento, alivio, tranquilidad frente a la duda, bienestar anímico, felicidad entendida como quietud, etc., son, sin embargo, fines que se asocian a la Iglesia Católica. Pero no hay nada más lejos de ella. El cristianismo viene recibiendo ataques demoledores desde hace varios siglos. Muchos tienen que ver, sí, con lo dicho: la posesión de verdades definitivas que se quieren imponer a los demás, la complacencia consigo mismo, que elimina las aristas de la crítica, el letargo de quien no hundirá nunca la piqueta del análisis sobre su forma de vida.

En parte es un ataque acertado. Es verdad que la religión puede evitar la indagación y la duda. Pero también es verdad que puede estimularlas hasta límites intolerables para la mayoría, en particular para los que demandan complacencia con su persona, para los animales de rebaño. Ese ataque no entiende lo más profundo de la fe católica. Desconoce que, desde que existe, viene fustigando al creyente con la necesidad de no satisfacerse con el ritual y de examinar a fondo sus motivaciones. Es más dura con quien tiene fe que con quien no la tiene. No acepta las excusas y obliga a buscar siempre las debilidades. Esta fe religiosa es consuelo, pero también oposición y confrontación: «No he venido a traer la paz, sino la espada», dice el Maestro. Exige disciplina espiritual. Quien se toma en serio la fe sabe que es un combate diario contra la suficiencia, que es más propia del escéptico. Eso es algo que comprendió bien Nietzsche, pese a ser el filósofo que disparó contra el cristianismo los dardos más venenosos. Sólo ha habido un cristiano y lo crucificaron, llegó a decir.

Para cincelar las almas más sutiles que han existido ha sido necesario enseñarles a doblegar el deseo de felicidad temporal y despreciar la fragilidad del cuerpo, como sucede con quien ha nacido para guerrero, que ejerce sobre sí un dominio completo y para quien es un orgullo obedecer. Para llegar a esa altura han tenido que aprender a disfrutar de dos especies contrarias de dicha: la de saberse poderoso y la de ser capaz de renunciar. Percatarse de lo que es estar a un paso de la irrupción de la bestia y dominarla con gracia y sin esfuerzo. Un carácter forjado en este yunque se halla en posesión de un temple de acero y modales suaves. Puede proceder del pueblo y el pueblo sabe que le pertenece, por lo que puede confiarle sus temores y esperanzas con la seguridad de que no será traicionado, pues ha comprobado que no busca su propia ventaja. En él tiene la prueba de la verdad de su fe.

Estas almas veneran la vida por lo que tiene de energía y desbordamiento, que se muestran en la flor que da su fruto, en la mujer que pare un niño, en quien está dispuesto a dar su vida biológica por el prójimo, seres que se trascienden a sí mismos. Para ellas el morir no es morir, sino renacer, la trascendencia suprema para un ser natural.

Nietzsche afirma que con Lutero llegó el envilecimiento y se pregunta si sobrevivirán estos logros de la “belleza y de la sagacidad humanas en armonía del físico externo, del ingenio y de la misión”.

En esas almas de santos estriba ante todo el poder de la Iglesia Católica. Almas que se traslucen en sus rostros espiritualizados. Miradas que penetran hasta el fondo de otras almas y las envuelven.

Esto hay que tener presente al celebrar el día de Todos los Santos.

(Previamente publicado en Minuto Crucial el 01/11/2021)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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