El socialismo era una ideología agonizante mucho antes del 11 de noviembre del año 1989. Ese día preciso, el día de la caída del muro berlinés, debería haberse levantado acta definitiva de su defunción. No fue así, pero tampoco se puede decir que haya sobrevivido, porque en el presente es un muerto viviente que se mueve entre nosotros tras haberse transmutado en un extraño y contradictorio sistema de ideas que mezclan el liberalismo, el homosexualismo, el feminismo, el ecologismo, el cosmopolitismo, la bioideología de la salud, etc. Es una religión nihilista, porque la suma de tales ideas es igual a cero.
Sobrevive como superstición, lo cual es el destino de todas las religiones políticas. Y sobrevive gracias a intereses bien concretos, como la creación de cargos dependientes del dominio que los automentados progresistas mantienen sobre el cine, la televisión, la radio, la prensa y todo el armatoste de producción de dinero de que se ocupan el mal llamado Ministerio de Cultura y todas las consejerías del ramo; de puestos funcionariales diseminados por las administraciones, que han tenido que multiplicarse para intentar saciar una voracidad sin límites, de cargos más o menos legales, de subvenciones, de negocios, etc. Todo ello, claro está, se carga sobre las espaldas del contribuyente, que se resigna a contemplar cómo medran los ineptos.
De este progresismo socialdemócrata participan tanto los partidos que están a la izquierda como los que están a la derecha. Los más hambrientos y menos escrupulosos son seguramente los periféricos. Incluso una organización criminal viene exigiendo su parte del botín. Y la ha conseguido, para vergüenza general.