Contra lo que suele pensarse, la transición solamente duró el tiempo transcurrido entre la muerte de Franco y la promulgación de la Constitución, una verdadera Carta Otorgada por las oligarquías políticas que se repartieron el poder del déspota. En aquellos años hubo quienes se inclinaban por la ruptura del régimen anterior, pero fueron silenciados invocando el peligro de un nuevo enfrentamiento. Ellos no buscaban la destrucción de la nación española, sino la restitución de las libertades políticas. Pero las oligarquías partidarias entonces en ciernes se pusieron de acuerdo entre sí y tomaron el camino del continuismo, que se resuelve actualmente en una falta de libertades políticas no muy diferente de la anterior. Este es el resultado del tan cacareado consenso, que ha manifestado abiertamente estos años su inclinación al despotismo y su odio a España.
El gobierno del PSOE es la vanguardia. No ha habido disidentes en el interior del partido mientras han mantenido el gobierno. La disidencia no pasó de anecdótica y habría que preguntarse si los dos o tres revoltosos que surgieron no contribuyeron más bien a que el resto apretara las filas. Sea como fuere, lo cierto es que todos sus miembros estuvieron apiñados alrededor de un hombre limitado cuya única idea política (mejor: antipolítica) era la paz, la paz infinita. La paz fue el tema central de la propaganda soviética, cuya finalidad era producir el miedo y la cobardía para así adormecer a Occidente. En manos de Zapatero era más consigna que idea, pues la repetía a cada paso para que calara. Este individuo se ha comportado como Edipo, que a cualquier cosa que se le preguntara respondía siempre lo mismo: “Es el hombre”. Así era inevitable que acertara alguna vez.
A todo le llamaba paz, a la complicidad con Eta y a la decisión de enviar soldados al Líbano para proteger a Hizbulá de Israel. Luego se dijo que los asesinos de nuestros soldados probablemente eran de Hizbulá, lo que podría ser verdad. Al Qaeda podría ser solo una coartada. “Ansia infinita de paz”, dijo con una cursilería insoportable y ridícula en el Congreso. Para adobar ese ansia su corte apelaba a Kant y a su mito de la paz perpetua, desconociendo que las recetas kantianas son una vía casi segura para la guerra perpetua. Aquellos alegatos eran pura propaganda vacía de contenido.
Se equivocaron, por otro lado, los que creían que caía en confusión y se escondía cada vez que ocurría algo grave, como el atentato de la T-4 en diciembre o la muerte de los seis soldados. No es cierto. Fue cálculo propagandístico, promoción de su imagen, para lo que necesitaba alejarla de aquellas situaciones en que se la pudiera asociar a la violencia, aunque fuera a la violencia institucional, de la que él, como presidente de la nación, tiene el monopolio legítimo. ¡Qué valor tan grande tiene la pantalla de TV!
Lo asombroso fue que el hombre limitado no acertó nunca. Su idea antipolítica le acabó costando a su partido las elecciones y la pérdida de miles de puestos para sus seguidores. Valga como castigo por aquella esceba bochornosa posterior al atentado del 30-D. Entonces se vio que todo el partido estaba dispuesto a entrar en la complicidad de Eta. Explotaron luego el fin de la organización asesina, un final pactado quizá hasta en los documentos de la banda, según está viéndose estos días, pero la gente les ha dado la espalda. Ya no les resulta rentable defender su miserable discurso de paz, un discurso que les llevó a negar a los soldados españoles que murieron hace unos años en Líbano una condecoración que el propio gobierno libanés no les regateó, y todo con tal de no cambiar de palabras, todo con tal de no decir “guerra” donde ahora dice “paz”. ¡Cuán grande es el poder de la semántica, pues así le siguen todos sus paniaguados y corifeos! Un buen déspota procura siempre adueñarse de ella antes que de cualquier otra cosa. Este fue solamente un aprendiz.