La Moira y la filosofía

Es difícil exagerar la importancia de la Moira, una categoría de pensamiento de la que brotaron grandes ideas que pervivieron en distintos campos de la actividad intelectual cuando ella misma ya había desaparecido. Puede decirse incluso que su influencia no se ha apagado, por más que creamos hoy habernos librado de ella. La Moira era por derecho propio el tema central del politeísmo griego.

Por exigencias lógicas, cualquier politeísmo riguroso, si ha de permanecer tal, debe concebir un universo carente de propósito definido que pueda proceder de alguna inteligencia. Menester sería que fuera una inteligencia divina, omnipotente, para ser capaz de dotar de finalidad al universo entero y al resto de los mismos dioses, pero entonces no sería un estricto politeísmo, pues esa personalidad todopoderosa estaría a un paso de eliminar al resto de las divinidades y engendrar así un monoteísmo. Pero entre los griegos no ocurrió tal cosa. Los dioses tenían repartidas las esferas de poder del mundo y a ninguno de ellos le era permitido apoderarse del plan general. Zeus, el dios que más derechos podría haber alegado para declararse único, no pasaba de ser uno más, a pesar de su título de padre de los dioses y los hombres. No podía irrumpir en la parcela de poder que sus hermanos Poseidón, el dios de las aguas, y Hades, el dios de abajo, tenían asignada y, en última instancia, se le podía si acaso reconocer como el poder máximo del momento presente del universo, pero las gentes sabían de la existencia de otros dioses, oscuros pero tan poderosos como ellos (los Titanes, Cronos. . .), a quienes pertenecía el gobierno de otros mundos futuros y había ya pertenecido el de otros áureos tiempos pretéritos.

En todo caso, fue la filosofía, ya firmemente asentada, la que se impuso la tarea de sistematizar la existencia de un dios único, que no era creador sino ordenador del universo, si es que no se identificaba con el mismo orden cósmico, lo que pudo constituir un alarde de independencia con respecto a las intencionalidades humanas, pues eliminaba la idea de un creador a cuyo poder se adjudican las bondades y justicias cotidianas y a cuya inescrutable sabiduría se atribuyen las injusticias y sufrimientos. Un creador así no es la idea que el cristiano tiene de Dios.

Fue la Moira, en un estado prácticamente puro, lo que la filosofía rescató de la ruina religiosa; la Moira, dotada de un poder por encima de todo otro poder, moral aunque no benevolente, que no respeta los intereses y deseos humanos y tampoco tiene previsión ni designio. Estas actitudes son demasiado humanas, y por extensión divinas, cuando la religión es antropormización, por lo que no pueden corresponder a un ser que es diferente de hombres y dioses. Sus actitudes, si es que se les puede llamar así, son el automatismo y la fuerza ciega. Concede libertad a las voluntades dentro de límites bien fijados, pero se venga inevitablemente de cualquier transgresión. No es una persona, pues no tiene propósito ni es definible, ni es tampoco un dios poderoso, aunque la ordenación completa del mundo es obra suya. Es la justicia y, a la vez y confundida con la justicia, es la necesidad en la disposición de la naturaleza. Es el lapidario «así es y así esté bien que sea». Dice Platón que

«Es lo que hacemos nosotros con los rebaños y con todos los ganados mansos: no ponemos a unos bueyes a gobernar a los demás bueyes, ni a unas cabras a las otras cabras, sino que los señoreamos nosotros mismos, que somos de linaje mejor que el suyo».

Es opinión de Cornford que este poder que la Moira representa llegó a ser no menos científico que religioso, pues la ley natural llegó a reinstaurarlo después de que Anaximandro lo introdujera en su sistema como reacción frente al creciente poder de los dioses. Hay bastante verdad en ello, y la situación moderna podría constituir un apoyo en favor de esa tesis. Hume formuló una crítica al concepto de necesidad científica que bastantes teóricos de la ciencia, como Popper, siguen teniendo hoy por irrefutable. En ella demostraba que la ciencia natural, pues no es de índole matemática ni lógica, es decir, no consiste en relaciones de ideas, no debe ser aceptada más que como una expectativa que brota de la costumbre humana. Los filósofos que no han aceptado esta crítica se han visto forzados a postular una necesidad de otro estilo, pues no podían asimilar las ciencias físico-químicas a la lógica y la matemática. Si lo hubieren hecho, tendrían que haber explicado por qué las ciencias de la naturaleza no operan deductivamente, sino que recurren a la experiencia. Pero como ya el filósofo escocés había también comprobado que no existe más necesidad que la de las ciencias formales, cualquier otra que fuera propuesta debía ser. . . mística, religiosa, es decir, la que se está atribuyendo a la concepción griega del destino. He aquí, pues, cómo el científico vuelve inadvertidamente a la Moira.

Creo que ésta es una prueba suficiente de cómo alguno de los conceptos más importantes de la ciencia ha sido heredado por ella directamente de la religión. En este caso sin apenas sufrir transformación alguna, salvo que tal vez se ha abstraído el contenido moral que comportaba el concepto religioso. Un contenido que, sin embargo, estaba muy presente en la idea del Destino, pues éste era una limitación, seguramente más moral que física, de todas las voluntades y fuerzas del universo. Imponía más obligatoriedad que imposibilidad natural. Era una ley confeccionada primordialmente para su ineludible cumplimiento en sociedad, pero se había ampliado su fuerza a los elementos mismos de la naturaleza. Fue, por decirlo así, la primera o más fuerte humanización conocida de las fuerzas naturales, y de ese modo lo entiende Cornford, para quien la Moira se convirtió en la fuerza suprema de todo el mundo físico porque antes había sido la fuerza más imponente de toda la sociedad. Sin embargo, la expresión no es totalmente correcta, pues supone que ya en aquellas antiguas fechas se empieza por concebir la naturaleza física como un ser inanimado e inerte, y la sociedad humana como el reino de lo animado, cuando lo más probable, como lo atestiguan otros pueblos primitivos, fuera que la sociedad y la naturaleza formaran un continuo indistinguible en elementos, de manera que cualquier entidad que fuera sentida como superior lo fuera en cualquiera de las partes. De ese modo se explica mejor la aseveración de Cornford acerca de que las mores del grupo lo eran de todas las cosas, y la Moira no podía ser una fuerza cuya acción se restringiera únicamente a los hombres.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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