La filosofía no nació en Grecia como negación o abandono de la mitología, sino como especulación sobre temas tradicionales presentes en la mitología, desde otra perspectiva. La relación entre ambas no fue de oposición, como tantas veces se ha dicho. No hubo enfrentamiento entre la religión y el pensamiento racional, ni se abandonó la primera y se entró en el segundo, como si la razón fuera una entidad envolvente, a la manera del alma del mundo de que habló Plotino, en la que se puede entrar o de la que se puede salir.
Esa supuesta oposición ha sido del todo negada después de crítica de la tesis de Lévy-Bruhl, el autor que postuló la existencia de una mentalidad que llamó prelógica, aunque no irracional, anterior al pensamiento racional y diferente de él, una mentalidad que, en lugar de seguir el principio de contradicción, seguía el de participación. El empeño de Lévy-Bruhl fue el que mejor diseñó un supuesto pensamiento no racional o científico, pero fue un empeño inútil, como él mismo reconoció, dando muestras de una honradez intelectual nada común. Lévy-Bruhl fue el mejor crítico de Lévy-Bruhl. Encontró que su teoría era inadmisible y que, en consecuencia, no puede trazarse una línea que ponga el pensamiento científico racional a un lado y al otro el religioso o mítico.
Aplicado al nacimiento de la filosofía, esto quiere decir que los primeros filósofos griegos no originaron un nuevo tipo de investigación porque su falta de fe religiosa les empujase a expulsar a los dioses de sus tronos para verse luego en la necesidad de buscar nuevas razones con las que entender lo que anteriormente explicaban dichos dioses. A decir verdad, ni siquiera hacía falta proceder a ese destronamiento, pues las divinidades aquellas estaban tan individualizadas y separadas de los procesos de la naturaleza, que no podían servir ya para interpretarla. Eran divinidades tan humanas que habían empezado a ser agentes de desorden, pues estaban dotadas de voluntad irresistible y eran caprichosas e imprevisibles, como los propios hombres. La misma evolución religiosa había borrado su función interpretadora de la realidad. La acción de los filósofos no consistió en hacer algo que ya estaba hecho, sino en rescatar una estructura del mundo que era más antigua que los propios dioses. Y también más firme, pues era de tal manera superior a ellos que nunca habrían podido modificarla. Se trataba de un orden intangible e inexorable que sobrevivió a la desaparición del Olimpo y que los filósofos convirtieron en su propia materia de reflexión.
Cornford ilustra esta idea mediante el análisis del caso de Anaximandro, que él encuentre paradigmático:
«Mueren les cosas en aquellas otras de las que nacieron. Tal como ha sido ordenado, pues una a otra se pagan reparación y castigo por su injusticia según el orden del tiempo».
He aquí una expresión moral de problemas ontológicos. Este universo nuestro empieza a existir porque usurpa un estado de cosas anterior a él. Fue transgredido el orden que existió en un principio, lo que significó iniquidad. Esta a su vez sólo podrá ser redimida cuando todo vuelva a su estado primigenio, cuando se restaure el orden que ha sido traspasado. La justicia está en el morir. Haber nacido es un delito que requiere compensación.
La ontología de Anaximandro es pesimista, por entender que el desorden y la injusticia nacieron de una situación primitiva ordenada y justa. Es una concepción contraria a la de Hesíodo, en cuya obra la organización cósmica brotó de un caos primero. Pero, siendo posiciones contrarias, las dos se sitúan sobre un mismo plano, pese a que uno es filósofo y el otro mitólogo.
Hay que añadir además que la doctrina de Anaximandro no teoriza sobre entidades, naturales o no, que estén presentes a los sentidos y puedan ser halladas por observación directa. Si esto mismo se puede aplicar al resto de los milesios, lo cual es harto probable, estaría claro que la filosofía no empezó por lo más obvio, si es que puede juzgarse obvio lo sensible, ni tuvo tampoco su origen en invenciones de la mente de Anaximandro o de cualquier otro pensador, pues el esquema de sus ideas está presente ya en los anteriores mitólogos. No hay aquí, por el momento, novedad alguna que haya traído la filosofía. Si los filósofos y los poetas operan sobre un mismo esquema básico, ¿por qué ha de ser considerado Anaximandro como filósofo y no como mitólogo?
Hay otro punto al menos en que la filosofía y la teología griegas no pueden considerarse distintas: en que las dos conciben un universo dividido en dominios diferentes, bien hayan brotado de un ápeiron primero o bien sean ellos mismos primordiales. La novedad reside, para el caso de Anaximandro, en que éste, a pesar de que restaura el orden antiguo de la Moira, pues no otra es la herencia común a que nos estamos refiriendo, prescinde sin embargo resueltamente de lo sobrenatural, es decir, transforma en natural el contenido de la expresión «tal como ha sido ordenado», que antes se refería el designio inmutable del Destino. La necesidad inalterable del orden no procede ahora de aquella entidad impersonal, sino que ha sido convertida en una característica esencial de una causa natural, el movimiento eterno.
Pero esta diferencia, pese a ser real, no basta para separar tajantemente los dos supuestos reinos de la filosofía y el mito. No es la última vez que la naturaleza ocupa el puesto que antes se atribuía a lo sobrenatural. Incluso parece tener cierta tendencia a convertirse en el dios particular de los filósofos. En la Ilustración europea del XVIII hay ejemplos conocidos de esto mismo. Sea como fuere, lo cierto es que no hay motivos que obliguen a dejar de considerar el pensamiento mítico y el filosófico como modos de pensamiento tradicional que están sujetos, al igual que las restantes partes de la cultura humana, al transcurso histórico, y, por lo mismo, es lícito verlos como etapas del desarrollo de un mismo ser.
Los físicos jonios, lo mismo que cualquier hombre en cualquier sociedad, no tuvieron la oportunidad de enfrentarse a un imposible estado puro del universo y de hacerle frente con nuevas herramientas conceptuales, sino que tuvieron que pensar sobre determinadas concepciones acerca de la naturaleza que eran las propias de Grecia en el tiempo que a ellos les tocó vivir. Lo cual es cierto no sólo con respecto a las ideas filosóficas y científicas, sino también con respecto a todas las formas de acercamiento a lo natural, ya sean estéticas, industriales, políticas o científicas. Los filósofos griegos en concreto aceptaban la existencia de contrarios que interactúan y se cometen injusticia, de una lógica de contraposiciones y complementariedades, cuyo origen se situaba en la estructura tribal más arcaica, hecha de clanes opuestos pero relacionados entre sí matrimonialmente. Suposición esta que, de ser cierta, lleva a concluir que las representaciones de los sistemas de Anaximandro, Hesíodo… repetían a su modo la misma estructura sexual de la tribu arcaica, pues la contradicción que manifestaban los clanes exogámicos enfrentados como el macho y la hembra (de uno procede el primero, del otro la segunda) se resolvería mediante el matrimonio, que se efectuaba preferentemente entre miembros de fratrías contrapuestas. El principio exogámico, que un tabú poderoso volvía inviolable, estaba a su vez acompañado de intensas emociones religiosas y morales. Todo lo cual hacía que ese esquema de comportamiento y de organización social, válido para la sociedad de los hombres, y extendido a la de los animales merced al totemismo en que cobra cuerpo, se extendiera por analogía el resto del universo. La aparición del pensamiento filosófico fue la herencia de concepciones que pertenecían a las relaciones establecidas entre Dios, el grupo humano y la naturaleza, y su transformación subsiguiente en relaciones entre la realidad última y el variado mundo sensorial.
Según Vernant y Thomson, la estructura social (tribal) arcaica habría trasladado su orden a la cosmogonía, al mito. Posteriormente, la filosofía se hizo cargo del mismo orden, convirtiéndolo en el objeto principal de su actividad.