Nicolás Maquivelo nació el día tres de mayo de 1469 en Florencia. Se cumplen hoy 543 años. Sus ideas pueden insertarse en la corriente humanista que en aquellos momentos dominaba la filosofía en Italia. Se trataba de comprender lo humano desde una perspectiva mundana, como algo distinto de lo divino y de lo natural, como la esfera de un ser racional y finito que, pese a sus limitaciones, tiene en su mano la llave de su porvenir. Lo cual no era oposición a la interpretación religiosa propia de siglos anteriores, porque el renacentista no niega el más allá, tal vez porque no fue un tiempo de razón, sino de acción. No es el pensamiento moderno lo que nace con los siglos renacentistas, sino el hombre moderno. La filosofía que se habría de hacer cargo de este hecho vendría más tarde, somo siempre sucede.
El Renacimiento es ante todo sentido práctico desbordado a todo lo que hacen los hombres. Por eso se reactivó la ética como ideal de construcción de la propia personalidad, la política como reglas de construcción del Estado, la economía como instrumento de administración de la casa, etc. Es tiempo de artistas, conquistadores, exploradores y hacedores de Estados a ambos lados del Atlántico. Entonces fue más importante hacer cosas que comprenderlas.
Nicolás Maquiavelo fue también un hombre activo. Si, estando entregado a la política, dejó sus pensamientos sobre el papel fue porque tuvo que abandonarla. Entonces puso en orden sus ideas sobre la mejor manera de dar consistencia y estabilidad a las unidades políticas del momento y se convirtió en el espejo que mostraba al poder que entonces amanecía en Europa su propia imagen, una imagen cruda y realista que no se regía por los ideales medievales, una imagen naturalista que inundaba de luz los rincones más oscuros de la política y se desprendía de consideraciones sobrenaturales a la hora de describir sus entresijos. Para ello recurrió al estudio de los antiguos.
Desde su exilio forzoso en Sant’Andrea in Percussina escribe a su amigo Francesco Vettori una carta en que cuenta cómo devanaba sus días:
En mis tierras me estoy, y desde mis últimas desventuras no he permanecido, juntándolos todos, ni veinte días en Florencia…Me levanto con el sol y me voy al bosque mío que están talando, donde paso dos horas, inspeccionando los trabajos del día anterior y conversando con los leñadores, que siempre tienen algún pleito entre ellos o con sus vecinos…
Vuéltome del bosque, me voy a una fuente y de allí a una pajarera que tengo. Llevo conmigo un libro, o Dante o Petrarca, o uno de esos poetas menores, como Tibullo, Ovidio u otros; leo aquellas amorosas pasiones de ellos y con sus amores recuerdo los míos; y me distraigo un tanto en estos pensamientos. Me vuelvo luego por la una calle camino a la hostería: hablo con los que pasan, les pregunto sobre las novedades de sus pueblos, escucho muchas cosas y voy conociendo sus gustos y caprichos. A esto llega la hora de almorzar; allí con mis amigos me devoro ciertas comidas que en este pueblo cuestan poco. Apenas he comido, regreso a la hostería. Corrientemente allí están el mesonero, el carnicero, el molinero y dos panaderos. Con ellos me instalo todo el día a jugar a las cartas y al triquetrac, y en el juego se producen mil riñas y palabras gruesas, peleándose por un centavo… Así mezclado entre estos piojosos, remuevo el moho de mi cerebro y libero la amargura de mi suerte.
Y cuando llega la tarde, vuelvo a casa y entro en mi escritorio; y en el umbral me despojo de mi ropa cotidiana, llena de fango y de barro y me pongo mi ropa forense y real; revestido adecuadamente entro en las antiguas cortes de los hombres antiguos donde, recibido por ellos amorosamente, me nutre ese alimento, que es sólo mío y para el cual nací. Allí no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles acerca de la razón de sus actos; y ellos me responden con benevolencia; y por cuatro horas no siento fastidio alguno, olvido mis cuitas, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte: entero me transfiero a ellos.
“En las antiguas cortes de los hombres antiguos” aprendió a penetrar la verdad desnuda y a prescindir de la apariencia. La apariencia no consiste en otra cosa sino en las inexistentes repúblicas y principados donde ocupan el sitial más alto la justicia y la felicidad. La verdad desnuda es que quien quiera conquistar y fortalecer el poder político deberá prescindir de esas fantasías y contar con lo que de verdad existe, porque cuando se trata de dar estabilidad al Estado –palabra inventada por Maquiavelo- o preservarlo de su destrucción es muy peligroso detenerse en consideraciones sobre lo que es justo o injusto, cruel o piadoso, bueno o malo. Además, si el príncipe consigue salvarlo y fortalecerlo los medios de que haya hecho uso se darán por buenos, sean cuales fueren.
La verdad política es pura potencia del poder. Esto es lo real. Lo demás es mera apariencia, ya se trate de la moral, la religión, etc. Los propósitos píos del alba bella deben ser ignorados y debe señalarse lo obvio. Esto no es inmoralidad, sino lógica pura y atrevida que se aplica al hecho del Estado.
Si se miran así las cosas habrá de verse que la virtud es en política algo diferente de lo que es en moral. Los gobernados la tendrán cuando subordinen sus intereses privados a los públicos porque así colaborarán en la libertad y el fortalecimiento del Estado. Los gobernantes cuando tengan el talento y la energía necesarias para conquistar y mantener el poder, para cuyo fin les vendrá bien a veces mostrarse magnánimos y bondadosos, pero otras será mejor que sean crueles y malos. Deben aprender del centauro, que es mitad hombre y mitad bestia. De ese animal político hay una semblanza en la Política de Aristóteles -1315 b-, donde el autor aconseja que
en cuanto lo que toca a las costumbres de tal manera se trate que, o sea hombre dotado de virtud o al menos medio bueno, y que no sea mal hombre sino, cuando mucho, medio malo.