Las ideologías, entendidas como lo que son, como construcciones de ideas de un grupo para combatir a otro, priman el pasado o el futuro, nunca el presente. En este certamen de unas contra otras un extremo engendra usualmente su contrario. Llegado un cierto momento, una ideología que dirige su flecha hacia el futuro la dirige de pronto hacia el pasado.
Todos los socialismos que en este mundo han sido, sea el marxismo o el nacionalsocialismo, enfilaban el porvenir. Su fe de conversos al mesianismo milenarista los seducía con la promesa de un mundo feliz que habría de llegar por sí solo. El tiempo inexorable se presentaría sin que nadie hiciera nada para que, uno tras otro, se cumplieran los tres tiempos. Es la marcha de la historia en tres etapas, según han creído siempre los milenaristas. La primera es el primer Reich o primer comunismo originario. La segunda un pecado original que mató alguna inocencia primera y expulsó del paraíso a sus moradores; el pecado pudo ser el judío, que corrompió la sagrada cultura germana o pudo ser el perverso capitalismo, que destruyó la propiedad común del comienzo de la humanidad; es esencial que haya un culpable del maligno presente. La tercera es el Tercer Reich, para los nacionalsocialistas, o la igualdad feliz del final de los tiempos, para los demás socialismos.
En el trasfondo subyece la teología del Primer Testamento, regido por el Padre, el Segundo, por el Hijo, y el Tercero, que lo estará por el Espíritu Santo y será un reino de amor, sin guerras ni discordias. Esta fue una doctrina formulada por Gioacchino da Fiore, aquel buen abad del siglo XIII. Luego fueron las etapas de toda utopía, etapas que, según sus adeptos, han de recorrer las sociedades. A esta fe no ha sido del todo ajena la confianza en el mercado como creador de instituciones que configuran lo social y lo político. Si el porvenir es inevitable no hay nada que hacer. Tal vez sólo alentar la esperanza en su llegada: la esperanza, virtud teológica mutada en espera mundana. Tampoco hay nada que pensar. Es, pues, la anulación de toda idea. O, mejor, el sostenimiento de una sola con exclusión de cualquier otra.
En un momento dado es patente y obvio que el porvenir no llega o que, si llega, es tan gris como el presente o tal vez negro. Es el instante en que hacen su acto de aparición las neolenguas y la transmutación de los conceptos, porque los fieles no pueden quedar al albur de la desesperanza y la desilusión. Se hace necesario, pues, fortalecer su fe y entonces se produce el gran prodigio mendaz: el porvenir ya está realmente entre nosotros. No hay que desfallecer, sino alegrarse. Pero ya no se trata de esperar, sino de preservar.
Del futuro ha nacido entonces el pasado. La espera se trueca en recuerdo. Son los enemigos de ese tesoro nuestro los que tratan de apoderarse de él. Pretenden destruir la pureza de un sueño hecho realidad. La cuerda del arco se tensaba antes apuntando la flecha hacia el porvenir. Ahora apunta al pasado. Las ideologías suelen pasar por estos dos momentos. Puesto que son ficciones, es inevitable que sea así, porque las ficciones se muestran tarde o temprano como lo que son: quimeras nada más.
Hay múltiples ejempos de este viraje. Uno de menor importancia es el del PSOE. Sin solución de continuidad, este partido pasó de prometer un futuro socialista a defender su posicion en la República y la guerra civil. El motivo era fútil: el adversario podía ganarle las elecciones y las promesas carecían ya de valor ante esa realidad amenazante para la oligarquía formada bajo las siglas del socialismo español. Defendió entonces una II República inmaculada que habrían mancillado los antecesores del potencial ganador. El colofón de este cambio ha sido la exhumación del cadáver de Franco. Fue su acta notarial de ese trueque del futuro por el pasado, acta firmada por la Ministra de Justicia, Notario Mayor del Reino.
Pero esto es una fruslería al lado de la gran mutación que tuvo lugar en la Unión Soviética, modelo y comienzo de todas las demás. Cuando se cansaron de matarse entre sí para heredar el poder, los miembros del PCUS decidieron que había que preservar lo logrado por Lenin y Stalin en lugar de prometer el paraíso en este mundo. En adelante, no hubo más promesas de futuro. Se defendía la Madre Rusia, la Rusia inocente, que los enemigos pretenden mancillar. Este es el sendero que siguen los ideólogos rusos actuales, que han descubierto algo obvio: que la preservación del alma de Rusia exige un redentor en quien encarne. Ese redentor es Putin, dicen abiertamente.
Pero éste es otro asunto.