I. La sociedad como un todo
La descripción del mejor de los estados va en Platón ligada a la descripción del mejor y más saludable estado del alma. La analogía es completa: la ética y la política son inseparables, si es que no son lo mismo.
Cuando un grupo social es pequeño y sencillo, la obediencia a las leyes reporta beneficios al individuo tanto como al grupo, pues no se percibe la diferencia entre obligación moral e interés común. Pero la civilización griega había dejado de ser pequeña y sencilla hacía ya bastante tiempo. Se había extendido más allá de sus fronteras, había asimilado costumbres, religiones y saberes ajenos, se había vuelto más compleja en suma. Esa expansión podía convencer a muchos de que el bandolerismo a gran escala, en el que podían incluirse las conquistas militares, o a una escala más reducida, la de los particulares o las bandas de ladrones, era beneficioso. Que la obediencia a las leyes podía convertirse en un peligro. Y que, en fin, lo bueno tiene que ser agradable para uno mismo y que el placer del fuerte es su único deber. Así se resolvía la diferencia entre la ley y la naturaleza.
A esto conducía la argumentación sofística que Platón y Sócrates rechazaban. El segundo insistía en que, si ha de haber placeres, que por lo menos sean inteligentes, pues la búsqueda irreflexiva del disfrute solamente conduce a la desdicha. De esta manera, Sócrates conducía la discusión hacia su tesis favorita: que la virtud es conocimiento y que sin el conocimiento no es posible que el hombre sea feliz.
El propósito de Platón, por el contrario, no era tanto reformar al individuo cuanto conseguir un orden social que sería estable y armonioso solamente a condición de reflejar la constitución inalterable de la naturaleza humana. Si es imposible cambiar los apetitos fundamentales de cada hombre, la solución no es otra que construir un marco social en el que encuentren satisfacción y no constituyan un factor de desorden, sino que colaboren en el logro del orden. En otras palabras, se trata de sacar el mayor provecho de la naturaleza humana tal como se la encuentra en la realidad empírica. El problema, tal como Platón se lo plantea, es, pues, el siguiente: ¿Qué cambios mínimos no hay más remedio que introducir en la ciudad-estado para poner fin a las luchas civiles y armonizar los deseos encontrados de los hombres en un orden justo?
Luego Platón no concebía la comunidad política como algo carente de sustancia, que surge para defender a unos individuos de otros, para impedir que las tendencias destructoras se desborden, sino como algo anterior y superior a los individuos, existente en virtud de las carencias e interdependencias de éstos. La sociedad no es una agregación de átomos particulares sin existencia al margen de éstos; es anterior a éstos, permanece a su través y subsiste cuando ellos desaparecen en las alternancias generacionales.
Por esto no es de extrañar que el ideal de hombre particular sea una réplica fiel del ideal de Estado. En realidad son inseparables el uno del otro. Los deseos individuales de la vida muelle deben estar controlados para que el conjunto no padezca. Es la templanza. La fogosidad debe domarse para trocarse en fortaleza. Y la prudencia debe gobernar el total. Del mismo modo, debe haber temperancia en el acuerdo de los ciudadanos acerca de quién debe gobernarlos y encauzar sus deseos de riqueza dentro de los límites adecuados. Debe haber valor, no cólera, en los guerreros. Y sabiduría en la clase gobernante. La justicia es la buena disposición de cada una de las partes para entregarse a los placeres que les son propios sin usurpar los de los demás. En el individuo es lo mismo.
Con esta doctrina daba Platón por zanjada la discusión acerca de cuál es el mejor y más saludable estado del alma y de la sociedad. Más profundamente, le servía para poner fin a las controversias sobre la naturaleza y la ley. Aportaba como novedad más destacable su estudio de la naturaleza humana, al que hemos hecho referencia en un capítulo anterior. Con él demostraba atenerse a lo que hay, el hombre empírico. Lo que debe haber no es otra cosa que la justicia en el individuo y en la comunidad, siendo en aquél la armonía de las pulsiones. La analogía musical no debe sorprender, pues se trata de una reminiscencia pitagórica en la filosofía de Platón.
Si no hay más remedio que contar con las inclinaciones humanas; si éstas están enraizadas en lo profundo de su portador y no pueden serle extirpadas, entonces no hay sino aceptar que la virtud y la felicidad de la vida confortable deben ser cosas complementarias y no opuestas. El gobernante no debe perder esto de vista. Con una dieta adecuada de mitos y creencias bien dosificados debe mantener a los hombres en un estado aceptable de salud mental y moral convenciéndoles precisamente de esta complementariedad.
Pero la finalidad primordial del gobernante no será en ningún caso procurar la felicidad del individuo, pues no existe la sociedad para satisfacer los fines de los particulares, sino los suyos propios. Entre ellos no se cuenta el de la igualdad y, por tanto, ésta no debe ser buscada. Por otro lado, hay un escollo insalvable: que los hombres son desiguales por naturaleza, por sus diferencias temperamentales. Una pedagogía igualitaria está condenada al fracaso. El camino verdadero no es el de borrar las diferencias y equiparar a todos según un mismo modelo, que por fuerza resultará siempre falso, sino procurar que el armazón social dé cabida a todos y garantice a cada uno su contribución a la vida comunitaria sin sacrificar la satisfacción de sus deseos primordiales. La solución no es, por tanto, convertir a todos a un tipo igual, sino reclutar a los de cada tipo para el puesto que se les asigne y asegurarse, por la persuasión o por la fuerza, de que permanezcan en él cumpliendo el cometido propio de dicho puesto.
Cada cosa existente tiene una función que cumplir, un fin que es para ella lo mejor. El mejor estado para cada cosa es, por tanto, aquel en que puede ejercer su función de la mejor manera posible. Pero esto requiere organización, que unas cosas se definan como medios y otras como fines. El total formará de este modo un conjunto en que las partes estarán subordinadas al todo. El espíritu del hombre, como cualquier otra cosa, también tiene su fin propio, que es la deliberación acerca de lo que está bien y mal y del gobierno de sí para decidir en consecuencia. El mejor estado del hombre será asimismo aquél en que se cumpla esta función de la mejor manera posible. En eso consistirá la justicia. Si ésta se ha de defender por sí mismo y no por la reputación y los honores que procura el aparentarla, tanto en el presente como en el futuro, tanto en la tierra como en el cielo, entonces hay que desdeñar las consideraciones ajenas a ella. Los sofistas y los poetas predicaban que lo justo es no hacer daño solamente para evitar el tener que sufrirlo. Pero esto no es más que un insulto a la justicia verdadera, pues si alguien lograra engañar a los dioses y a los hombres haciéndoles creer que ha vivido rectamente, no siendo así, entonces habría que considerarlo justo. Pero la justicia no es sino el mejor estado posible para que el hombre pueda ejercer su fin. Por eso vale por sí misma, al margen de los premios o los castigos y de la buena o la mala reputación.
II. La sociedad justa
Esto interesa particularmente al filósofo, que busca la verdad y aspira a ser justo. ¿Cómo poner en práctica estos ideales? La multitud no es filósofa, no aspira a la verdad ni a la justicia, lo que impide que él pueda llegar a serlo. Si hubiera alguna forma de organización política en la que la degeneración del filósofo fuera imposible o muy difícil, habría que esforzarse por hacerla real. Tal forma política debe estar regida por el bien. Pero el único capaz de hacerla real es aquel que conoce lo que es el bien propio del hombre, el sabio perfecto que posee la verdad. Sin embargo este argumento parece incurrir en una circularidad. Si el sabio solamente será perfecto en una comunidad perfecta y ésta sólo se podrá poner en práctica si la organiza un sabio, entonces ¿habrá de depender del azar que aparezca un sabio que sea rey o un rey que sea sabio? Platón responde que no, que el hombre que ha salido de la caverna y ascendido hasta el Sol de la verdad sigue viviendo a su pesar entre las sombras y que no tiene otra opción que instaurar en medio de ellas la verdad y la justicia si no quiere dejar de ser sabio y justo.
¿Pero es acaso factible una sociedad perfecta? Poco importa que lo sea o no. Basta con que sea pensable para que sirva de modelo y orientación a las que existen realmente. En la confección de ese modelo pensable, ideal, pero no simplemente imaginario, de sociedad, habrá que partir de una previa clasificación de los hombres según sus apetitos dominantes. Tal clasificación es la que había ya sido aludida por una antigua parábola, de la que ya se había servido Pitágoras. Es como sigue. A la Olimpíada van hombres de tres clases. Unos, los atletas, acuden por afán de competir y obtener gloria con el triunfo. Otros aprovechan la concentración de personas que se produce y se agregan a ella con el fin de establecer contactos para sus negocios e intercambios. Los últimos son los espectadores. Únicamente pretenden asistir al espectáculo y gozar de él.
Así sucede también en la vida. Hay hombres, la inmensa mayoría, a los que solamente mueve el deseo de ganar dinero. Son los hombres del mercado, la industria, la producción económica, etc. Otros buscan ante todo obtener fama y gloria y honores. Les apasiona la victoria, el poder, la influencia sobre los demás. Son los individuos de espíritu fogoso y combativo, los hombres de las armas y la política, es decir, de la guerra con armas y la guerra con palabras. Otros, en fin, son partidarios de la contemplación y el saber, amantes del conocimiento.
En la sociedad actual ocurre que estos tipos no se mantienen en su lugar. Los ambiciosos y emprendedores, los hombres de dinero, son los que consiguen adueñarse del poder y dirigirlo hacia los bienes que ellos valoran. Pero si éstos ocupan el poder entonces el deseo de riqueza se realiza a costa de los demás. Incluso si estos hombres actúan con altruismo, dirigirán el timón del Estado hacia un punto que no es el mejor, sea por ignorancia o por desconocimiento del fin propio de la vida política. El poder político no debería ser jamás para ellos, sino para aquellos que puedan seguir su inclinación básica sin perjudicar a nadie, es decir, para los filósofos, porque la adquisición de saber que les mueve no se hace a costa de nadie. Antes al contrario, cuanto más saber tenga un hombre, tanto más podrá favorecer a sus compatriotas. De ahí la proposición central de La República: que los reyes sean filósofos o los filósofos sean reyes.
Pero la figura del filósofo no se corresponde con la del individuo inseguro, despreocupado de los problemas que afectan a su mundo y entregado a fútiles problemas especulativos, como se decía de Demócrito. No. La filosofía es conocimiento de la verdad y conocimiento de los valores, comprensión de la realidad y del bien y el mal. Saber es conocer lo que al hombre le vale la pena vivir. Aquí reside el secreto de la felicidad, que sólo puede ser alcanzado por un pequeño número de hombres. Saber es también distinguir los verdaderos objetos de deseo y, por tanto, entender que ni la riqueza ni el poder son las auténticas metas del Estado y del individuo.
Todas estas ideas justifican la división en clases de la sociedad platónica. No se olvide que el principio básico es que, puesto que los deseos que mueven a la acción no se pueden desarraigar, deben obtener en la comunidad ideal una satisfacción que sea legítima. Por aquí se empieza a solucionar de un golpe el problema de la redistribución de la riqueza. Esta no se ha de repartir por igual entre todos, pues no todos la desean por igual, e incluso algunos no la desean en absoluto o son capaces de renunciar a ella con tal de perseguir otros fines. ¿Qué sentido tendría entregar posesiones a éstos? Los bienes materiales han de ser solo para quienes tienen sed de ellos. Habrá que impedir, no obstante, que haya exceso de riqueza en unos o de pobreza en otros. Pero, dentro de esos márgenes, que son amplios, las gentes deseosas de dinero obtendrán su satisfacción en el disfrute de la propiedad y de paso podrán subvenir a las necesidades económicas de todos. Formarán, pues, una clase cuya función consistirá en proveer a las necesidades de la vida dedicándose a la agricultura, el comercio y la industria. Ellos, que tienen preferencia por las cosas de los sentidos, obtendrán en la propiedad privada, su satisfacción. Serán felices y útiles a la sociedad.
Únicamente habrá que procurar que no gobiernen. Probablemente no sentirán deseos de hacerlo, pero no bastará: habrá que conseguir que no los sientan. Para ello, para que sean incompatibles la autoridad estatal y la posesión de riquezas, quienes deseen ambas cosas a la vez habrán de elegir una y renunciar a la otra. Por esto los gobernantes no poseerán nada. Así no querrán gobernar los ambiciosos.
Esta es la primera clase. La segunda es la de los gobernantes, que, según se ha dicho, no poseerán nada, con el fin de hacer desagradable la función del gobierno a los comerciantes e industriales y de que puedan dedicarse en cuerpo y alma a su tarea. Ni siquiera tendrán hijos, esposas o esposos. Así no sólo se conseguirá que las inclinaciones a la vida familiar o los desvelos por la hacienda dejen de obstaculizar los trabajos propios de la milicia y la ejecución de órdenes, sino que además se evitará que algo que la gente aprecia en demasía, la propiedad y el sexo, se interponga en la camaradería que deben sentir y practicar unos hacia otros los guerreros que constituyen la segunda casta. No es necesario afirmar que esta casta estará cerrada a la de los comerciantes e industriales.
Suyos serán el valor y la fiereza, encauzados hacia la estabilidad social. De ellos surgirán los gobernantes, que representan la inteligencia y el gobierno de la comunidad. Con toda probabilidad no querrán gobernar, pero comprenderán forzosamente que es preciso que lo hagan, pues ellos son los únicos capacitados. Serán también los únicos a quienes se negará la satisfacción de su inclinación primordial, pero gracias a ello la sociedad estará bien organizada y será perfecta.
Esta es la manera en que puede construirse un Estado sabio, porque conoce el bienestar de la ciudad, y justo, pues la justicia lo gobierna todo. Esta no es sino la armonía, que integra los elementos del conjunto porque está regida por la razón.
El que es político por ambición no está preparado para conducir la sociedad, pues, a diferencia del filósofo, habita el mundo de las sombras, de la opinión, que es ciego para los principios inmutables del pensamiento.
Esta solución aportada por Platón no fue del todo original. Al idearla tuvo presente la antigua sociedad aristocrática, donde la religión y la política formaban un todo unitario. Al socavamiento de los fundamentos religiosos del Estado habían contribuido en no poca medida el escepticismo, los avances de la ciencia jonia y la poesía. La crítica de las leyes, de la necesidad u obligación de obedecerlas y la ausencia de respeto por los gobernantes significaban el desmoronamiento de la antigua pólis. La organización de los tiempos aristocráticos debió de enseñar a Platón que los hombres no pueden estar dispuestos a obedecer más que aquello en lo que reconocen algún tipo de sanción sobrenatural. La masa se desorienta cuando pierde el apoyo religioso y tiene que enfrentarse a sí misma. Surge además el miedo a la libertad. Por esto la defensa de la estabilidad social no puede ser solo política. Lo grave del asunto era que no podía ya restablecerse el antiguo panteón homérico en el seno de una comunidad ilustrada e inteligente como lo era la ateniense del siglo V antes de Cristo. Homero mismo y los poetas eran los culpables de ello, por tratar a los personajes míticos de modo irreverente, por presentarlos como seres humanos engrandecidos, con las mismas pasiones y debilidades. Habría que prohibir a los poetas hablar de estas cosas, porque las gentes necesitan religión y porque, en consecuencia, hay que restaurar las creencias de manera que la mayoría de las personas pueda dar rienda suelta a sus instintos irracionales, pero controlándolos por medio de la fe religiosa emanada del poder político. Magia y religión para los más, racionalismo para los menos, ésta es la solución platónica.
Esto quiere decir que el intelectualismo socrático, reinterpretado pitagóricamente y ampliado hasta comprender todo el universo, se trueca ahora en una religión cuyas verdades más altas solamente son accesibles al más ejercitado filósofo, que deberá gobernar a sus conciudadanos. La religión se realiza en una sociedad política adecuada. Religión y política vienen a ser lo mismo. Como también es lo mismo la ética.