Es extremadamente difícil desenredar la madeja de las creencias, sobre todo de las propias, como es el caso de las de izquierda, pues todo el mundo se tiene por izquierdista, incluso el que se dice de derechas. Las creencias juegan un papel imprescindible en la interpretación del mundo y del papel de uno mismo en él. Si se pierden, todo vacila y amenaza ruina.
Sin embargo, un hombre que se precie de tal debe distanciarse de ellas y someterlas a análisis.
El procedimiento es sencillo con las de otras gentes, porque entonces es posible aproximarse a ellas con espíritu comprensivo y a la vez crítico. De ello hay múltiples ejemplos en la antropología social. Uno de los más significativos es quizá el estudio de Evans-Pritchard sobre las creencias de los azande.
Los azande habitan el norte de la República Democrática del Congo, el sudoeste de Sudán del sur y el sureste de la República Centroafricana. Sus componentes viven[1] en reinos divididos en provincias administradas por hijos o hermanos menores de los reyes. De la corte central parten caminos radiales hacia las cortes menores de los gobernadores provinciales, de donde a su vez arrancan otros caminos más pequeños y sendas hacia las villas de los delegados menos importantes y las viviendas individuales de las familias. Esto basta para pensar que se trata de un pueblo extenso, organizado en torno a un poder central, que no puede carecer de una maquinaria productiva importante. Por eso no puede tampoco estar desprovisto de un sentido práctico y empírico dominantes. Sin embargo, tiene una profunda creencia en la brujería, el exorcismo, los oráculos y la magia, que no contradice dicho sentido práctico y que utiliza para entender un gran número de cosas que, según nuestro parecer, obedecen a causas mundanas y no místicas.
La brujería es la causante de todo infortunio que pueda suceder a un zande, sea un accidente en el bosque, la acometida de un búfalo, una enfermedad o una herida en el combate. Siempre hay una persona concreta que ha causado el mal. Pero como los brujos abundan y nadie sabe a ciencia cierta quién es y quién no es brujo, es posible abrigar sospechas fundadas sobre cualquier vecino. Por otro lado, si una sospecha se confirma por el veredicto del oráculo del veneno, por ejemplo, que nunca se equivoca, a no ser que el procedimiento para hacerlo sea incorrecto, el veneno se halle en mal estado o por algún otro error semejante, ¿cómo podría el acusado demostrar que es inocente, por mucho que insista? Además, la insistencia excesiva le hace ser más sospechoso todavía, de modo que la mejor salida en estas ocasiones suele ser pagar la multa que se le impone y cerrar el caso. En su fuero interno acabará por convencerse de que hay brujos que lo son sin saberlo, como él, con lo que la fe en la veracidad del oráculo y en la existencia de la brujería no se habrá conmovido. El acusador, por su parte, quedará satisfecho con la resolución de su demanda y también habrá tenido una confirmación de sus creencias. Ambos saben que si no existiera la brujería, siempre secreta y malintencionada, no existiría ninguna desgracia, ni siquiera la muerte. Ésta no es una cosa natural. Cuando sobreviene a alguien, es por la acción de algún enemigo. Nadie niega que la embestida de un búfalo puede causarla y todos, con buen juicio, evitan la ocasión. Pero los búfalos no suelen atacar a las personas. Si alguna vez lo hacen tiene que ser por algún motivo especial. ¿Cómo podría entenderse si no? Cierto es que la persona que ha sufrido la embestida ha muerto por la cornada del animal, pero éste ha tenido que atacar a esa persona por el impulso de la decisión asesina de algún brujo, no por sí mismo. Los cuernos del búfalo son la causa directa, desde luego, pero se trata de una causa secundaria. La causa primera, la auténtica, es la brujería. Si ésta no existiera los azande no sufrirían desgracias, pero la realidad de las cosas es como es y los hombres no pueden cambiarla.
Los europeos vemos las desgracias de otro modo y procuramos combatirlas por medios exclusivamente racionales, como la medicina o la prevención de accidentes. Los azande no descuidan este aspecto, pero procuran además controlar por medios místicos las fuerzas del mal de la brujería. Uno de esos medios es el exorcismo. El exorcista es un personaje dotado de poderes de adivinación. Se puede recurrir a él para preguntarle por el nombre del brujo causante de algún infortunio sobrevenido a un familiar o a uno mismo. Es evidente la posibilidad de fraude que así se abre y los azande lo saben. De hecho, hay exorcistas embusteros o incompetentes que a veces acusan a quienes les parece o yerran totalmente en sus acusaciones. Pero hay otros que son buenos y todo el mundo habla bien de ellos. En todo caso, muchos azande hablan mal de los exorcistas (como muchos europeos de los sacerdotes) y afirman no creer apenas en ellos o bien alaban a los antiguos, que, según dicen, conocían verdaderamente su oficio. Pese a todo, se apresuran a llamarlos cuando se ponen enfermos. El escepticismo está dentro, no fuera, de la creencia. No es posible perder la fe en el exorcismo sin perderla también en la brujería y los oráculos. Aquél es la afirmación pública de la existencia de éstos.
En esta tela de araña de creencias, cada hilo depende de otro hilo y el zande no puede salir de sus redes porque éste es el único mundo que conoce. La tela de araña no es una estructura externa en la que se encierra, sino que constituye la textura de su pensamiento y él no puede pensar que su razonamiento está equivocado. Sin embargo, sus creencias no son completamente fijas, sino variables y fluctuantes para dar cabida a las distintas situaciones y para permitir la observación empírica e incluso la duda.
Para combatir la brujería cuando la situación empeora están también los oráculos. Unos son más de fiar que otros. El superior es el oráculo del benge y en particular el del benge del príncipe, que es infalible e inapelable, como un tribunal de última instancia. Si un enfermo sana después de haberle pedido a un brujo acusado por el oráculo que retire su influencia, entonces queda demostrado que el oráculo ha funcionado bien y que el individuo en cuestión era un brujo. Si no, también, pues o bien no ha retirado su poder o bien ha intervenido un segundo brujo al que hay que identificar nuevamente, por medio de otra sesión oracular. Pero no hay posibilidad de demostrar empíricamente la falsedad del oráculo. Como por lo general es consultado sobre fuerzas misteriosas de cuya existencia es la única prueba, las sentencias de un oráculo no pueden ser contrarias a la experiencia. Si lo fueran no serían aceptadas por ningún zande. Sobrepasan casi siempre el mundo empírico. ¿Cómo van a poder entonces comprobarse en él?
Es que las doctrinas con que los azande entienden la realidad humana y natural tienen, como todo lenguaje místico, una resistencia invencible frente a la crítica racional y empírica. Son lenguajes no explicitados conscientemente, pero universalizantes, capaces de ocupar todo el universo, de recubrir todo significado concebible, aunque, por no ser rígidos e inflexibles, pueden siempre reestructurarse para dar cabida a las contrapruebas procedentes de la experiencia o del pensamiento crítico y sistemático
Si, como parece, muchos sistemas de creencias tienen una contextura parecida al de los azande, hay que encontrar algún hilo capaza de desenredar el ovillo. Ese hilo puede que sea un componente del sistema emic de la creencia, pero puede también no serlo. En todo caso, es preciso no comprometerse con él para llevar a cabo el trabajo.
El hilo del que aquí se tirará será la idea de razón que ha estado operando en la izquierda desde su fundación. No será la idea de razón que ella esgrime, pues es confusa, sino otra que ya actuaba en las ciencias físico-químicas anteriores.
[1] Se utiliza el presente histórico. Esta descripción no debe tomarse al pie de la letra, sino según las investigaciones que Evans-Pritchard llevó a cabo a partir del año 1926 sobre los azande del Alto Nilo.