Mito y razón

  1. El milagro griego

La explicación usual de la historia de la filosofía da por sentado que ésta nació en Grecia hacia el siglo VI antes de nuestra era, concretamente en las ciudades jónicas del Asia Menor. Destaca además un acontecimiento y una fecha como indicadores de la aparición de esta nueva forma de pensar: la correcta predicción, en el año 585 a. C., de un eclipse de sol por el filósofo Tales de Mileto, a la sazón el primer representante de la más primitiva escuela griega de ciencia. La razón del hecho no habría estado en que Tales hubiera hecho una buena predicción, sino en que fue un hombre que había adoptado una nueva actitud intelectual: en lugar de consultar al oráculo, observó y calculó las trayectorias de los cuerpos celestes[1]. Tal actitud, se concluye, obedecía a una diferente concepción del universo, a una aceptación de la existencia de leyes por las que éste se rige. Esta novedad, este gran acontecimiento con que se inicia la historia de la filosofía y la ciencia de la tradición europea, no puede ser explicado si no es aludiendo al «milagro griego».

NASA: Eclipse del 28 de mayo de 585 a. C.

Pero esto no puede ser cierto. Por más importante que fuera para el conocimiento del sistema solar, este hecho no fue un milagro ni abrió una nueva era en el pensamiento.

Las explicaciones que recurren al milagro presentan la predicción de Tales y, en general, la aparición de la filosofía en la escuela de Mileto y su posterior expansión a otras partes de la Hélade como la aparición del pensamiento racional. Con esta nueva forma de pensamiento humano se accedió, según esas explicaciones, a una nueva etapa de aplicación del pensamiento lógico o racional a la interpretación del mundo físico, por oposición a la antigua forma contenida en las descripciones religiosas, que, en virtud de dicha oposición, habrían sido sólo mitos irracionales. Según esto, el mundo circundante habría dejado de ser entendido como objeto de representación mítica, como resultado de la acción de las poderosas deidades presentes en los relatos de Homero y Hesíodo, para convertirse en un todo natural, guiado por modos de acción propios que la razón humana es capaz de descubrir, ya que no de intervenir en su curso.

2. Continuidad de mythos y lógos

Pero esta explicación yerra en un punto fundamental: el paso de la religión a la filosofía no significó la aurora de la razón porque las raíces del pensamiento filosófico se hundían en el pasado anterior a él. Por muy diferente que parezca el tratamiento que cada una da a sus problemas, la religión, la ciencia y la filosofía no son corrientes de pensamiento total y absolutamente excluyentes, como nos ha hecho creer el positivismo comteano. Ello es especialmente claro en este primer período de la especulación filosófica griega. Las ideas del pitagorismo, por ejemplo, estaban estrechamente emparentadas con la religión órfica, de la que el propio Pitágoras fue promotor. Y la escuela jónica de filosofía, que era más antigua en el tiempo y no profesaba una religión definida, también presentaba analogías muy estrechas con el tipo de narración mitológica que venía siendo tradicional en aquel entonces.

Aunque no entraremos aquí en el análisis de las semejanzas y diferencias entre estas tres aplicaciones del intelecto, hay que dejar indicado por ahora que entre la religión y la filosofía antiguas no existe ningún hiato; antes al contrario, el paso del mito al lógos no representa sino el tránsito desde una visión predominantemente clerical y antropomórfica del mundo hacia una progresiva secularización de éste último. El pensamiento mítico tradicional cedió su lugar a un pensamiento más sistematizado y positivo cuando el mundo dejó de ser en la mente de aquellos primeros filósofos algo presidido por un poder sobrenatural, envuelto en la maraña de los mitos, y se convirtió en un orden natural, inmutable y sometido a sus propias leyes, aunque se trataba de un orden rescatado del anterior estado de cosas.

No es, pues, cierto lo que en innumerables ocasiones se nos ha dicho, a saber, que los primeros filósofos griegos fundaron una nueva intelección de lo real porque les impelía a ello la necesidad de hallar otras razones con las que iluminar un mundo al que el destronamiento de los refulgentes dioses homéricos había sumido en la oscuridad. No fue la pérdida de la fe lo que propició el advenimiento del pensamiento racional, como tampoco fueron los primeros sistemas filosóficos un forcejeo contra el mito irracional o el dique levantado contra el oleaje de un misticismo que se hubiera enseñoreado de la mentalidad de las gentes. La verdad es muy otra: la razón no necesitó siquiera librar batalla alguna contra unas divinidades olímpicas tan individualizadas y alejadas ya de los procesos naturales que apenas tenían ya utilidad alguna para pensarlos. Los dioses habían devenido seres humanos engrandecidos, dotados de una voluntad irresistible y un capricho sin freno y habían llegado por ello a ser tan imprevisibles como sus modelos, los hombres. Es imposible que esta situación fuera aceptable para un pensamiento que no puede renunciar a ver orden en la realidad.

El pensamiento que no puede prescindir del orden fue un desarrollo natural de una religión que, sin necesidad de los ataques de la descreencia, había desembocado en la pérdida de su función interpretadora de lo real. Los filósofos, pues, no ocasionaron el derrumbamiento del mito para poner a la filosofía racional en su lugar, sino que asistieron a su envejecimiento y muerte y se impusieron la tarea de rescatar para el intelecto una estructura universal más antigua y más firme que la de los dioses homéricos, cuyas veleidades humanas los habían convertido en agentes de desorden. Aquella estructura estaba por encima de los dioses. Era un orden intangible e inexorable, que sobrevivió a la ruina del Olimpo y fue convertido por los filósofos en su primera materia de reflexión: el orden de la Moira[2].

Ribelles: Edipo y Antígona

Ningún hombre ha tenido nunca la posibilidad de encarar un estado puro del universo para empezar a pensar sobre él libre de todo influjo. Ninguno ha podido asistir a ese espectáculo tras haberse desgarrado el velo de algún templo. Un individuo que piensa no puede hacer otra cosa que reflexionar sobre las concepciones propias del lugar y tiempo en que tiene que vivir. Esta sujeción, por otro lado, no solamente afecta a las ideas filosóficas, sino a toda forma de acercamiento a lo natural, ya sea estética, industrial, política o científica. Los filósofos griegos en particular creyeron en la existencia de contrarios que interactúan y se cometen injusticia, aceptaron una lógica de complementariedades y oposiciones, porque era el legado intelectual heredado por ellos, un legado cuyo origen se remontaba a una arcaica organización tribal de clanes contrarios relacionados a través del matrimonio[3]. Las representaciones conceptuales de los sistemas de Hesíodo, Anaximandro y otros repetían a su modo la estructura sexual de la antigua tribu. La contradicción manifestada por los clanes exogámicos, enfrentados entre sí como el macho y la hembra, pues unos proporcionaban al marido y otros a la esposa, se resolvía mediante el casamiento que una norma consciente imponía preferentemente entre miembros de fratrías contrapuestas. Ese juego de alianzas matrimoniales era la manifestación del principio exogámico, que un poderoso tabú volvía inviolable y que iba acompañado de intensas emociones religiosas y morales. Un esquema de comportamiento y de organización social nacido para las agrupaciones humanas y extendido al mundo animal merced al totemismo acabó así cubriendo bajo su red el universo entero[4].

El primer pensamiento filosófico fue, pues, hijo de concepciones antiguas que habían cristalizado en la propia organización social y expresaban a su manera las relaciones habidas entre Dios, el grupo humano y la naturaleza, que son las mismas relaciones que después se establecerían entre la realidad última y el variado mundo sensorial. Luego la filosofía no fue una ruptura, sino una continuación, por otros derroteros, de un plan intelectual antiguo que la decadente religión olímpica estaba destruyendo.

Este cambio revela, por otro lado, una inclinación del intelecto por la especulación pura y simple. Quiérese expresar con ello que el pensamiento comenzó en aquellas fechas a verse libre de las pesadas trabas impuestas, no por el pensamiento religioso, sino por la acción. Éste sí fue un verdadero cambio.

Antes de que Grecia alcanzara su esplendor intelectual había ya en Egipto y Babilonia una cosmología, una astronomía y una matemática rudimentarias. Se sabe que Tales aprendió en Egipto ciertas reglas agronométricas y que extrajo de los babilonios el conocimiento del ciclo de las lunaciones, lo que pudo servirle para predecir el eclipse de sol antes mencionado; pero, por evidente y grande que sea el legado oriental en la filosofía y la ciencia griegas, los grandes sistemas que veremos sucederse desde Anaximandro no son productos de la especulación oriental. La ciencia griega se origina en el momento en que el intelecto se desembaraza de problemas prácticos, por mucho que éstos constituyan en un primer momento un serio acicate para su aparición. Es este gusto por la especulación y por los problemas teóricos, por lo perfectamente inútil en sentido vulgar, que, dicho sea de paso, requiere un alto grado de prosperidad económica y consiguientemente de ocio para una parte al menos de la población, lo que posibilita el nacimiento de la actitud científica en Occidente; aunque, paradójicamente, será ese prejuicio por lo manual lo que habrá de ocasionar más tarde la paralización del desarrollo científico, requiriéndose, por ejemplo, unos 2.000 años para confirmar las especulaciones de Aristarco de Samos sobre la hipótesis heliocéntrica.

Al finalizar el período helenístico la controversia filosófica permanece en un nivel de abstracción sumamente elevado, sólo accesible a determinadas mentes educadas. No es más que una muestra de eso mismo el hecho de que para el hombre normal, como lo explica Aristófanes en Las Nubes, la figura del filósofo se traduzca en un personaje grotesco e inútil, enfrascado en disquisiciones abstractas y carentes de sentido, si no fuera porque se sospecha que atentan contra la moral y la religión vigentes. Es la contrapartida siempre presente a la actividad intelectual económicamente improductiva. ¿Hace falta decir que la burla de Aristófanes no ha cesado con el paso de los siglos? ¡Hasta tal punto fueron los griegos precursores de nuestros hábitos que también lo fueron de lo que nos mueve a risa y menosprecio!

No obstante, el umbral establecido por los griegos entre ciencia y filosofía, términos usados indistintamente hasta aquí, no coincide con el actual. La ciencia preeminente, que designaban con el término epistéme, correspondía para ellos a las matemáticas, pues solamente éstas, en razón del tipo de objetos inmutables y perfectamente definidos que las componen, son capaces de establecer verdades necesarias y de proporcionar así al hombre un auténtico conocimiento. Toda la filosofía griega, incluida la de Aristóteles, se halla presidida por el modelo de conocimiento suministrado desde la geometría. Sobre la base de ese modelo se intentará obtener un conocimiento igualmente cierto de los objetos del mundo físico, que ni son inmutables ni pueden tampoco ser definidos con exactitud por estar sujetos al cambio.


[1] El 28 de mayo del año 585, según el calendario juliano, tuvo lugar un eclipse total de Sol, que duró seis minutos y cuatro segundos y describió una sombra de unos 271 kms. de ancho, lo que fue un hecho asombroso y temible para quienes tuvieron ocasión de verlo. Considerado como una advertencia divina, los medos y lidios, que estaban librando una dura batalla aquel día, bajaron las armas y acordaron la paz.
El eclipse sumió en la oscuridad una franja que se extendió por América Central, Francia y algunos países del Mediterráneo. El eclipse parcial que le siguió se extendió a algunas partes de las dos Américas, Europa, el norte de África y el noroeste de Asia.
Éste fue probablemente el eclipse que Tales de Mileto había predicho de antemano. Así lo atestiguan Herodoto en sus Historias, I, 74, I, 103, y Plinio en su Naturalis historia, II, 53.

[2] V. Cornford, F. M., De la religión a la filosofía, trad. de A. P. Ramos, Ariel, Barcelona, 1984, págs. 58 a 60.

[3] V. Vernant, J. P., Mito y pensamiento en la Grecia antigua, trad. de J. D. López Bonillo, Ariel, Barcelona, 1973, pág. 339.

[4] V. Cornford, F. M., o. c., pág. 89.


 

Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Historia de la filosofía. Guarda el enlace permanente.