La política según Aristóteles

Los fines de la vida ética no son suficientes para un hombre. Necesitan completarse en la vida política, necesaria para él porque no puede vivir en soledad. Todo hombre nace en alguna clase de comunidad.

1) Clases de comunidad humana

La más antigua y sencilla de las comunidades es la familia, que existe porque un individuo no se basta a sí mismo. La familia es ante todo división del trabajo para satisfacer las necesidades cotidianas del alimento, el vestido, la crianza de los pequeños, la protección, etc. El segundo peldaño en la escala de las comunidades es la aldea, o unión de varias familias, que aparece para atender necesidades no cotidianas de la vida. La última es la pólis, o comunidad de aldeas, que no surge meramente para vivir, sino para vivir bien, porque es el único suelo en que puede arraigar una vida plenamente civilizada y autárquica. Solamente en una pólis bien ordenada pueden los mejores hombres, no las pasivas mujeres, los torpes esclavos o los artesanos y campesinos embrutecidos por el trabajo manual, alcanzar la plenitud de la vida humana.

Congreso de los diputados. Fotografía de Juan J. Martinez

Por esto es la pólis algo natural para el hombre, como también lo es para la semilla de trigo madurar en una espiga. Si existiera solamente la familia, sólo existiría el alimento, la procreación y el afecto, pero un hombre no es esto solo, sino que es además un animal de pólis (zoón politikón). Otros animales son gregarios, se agrupan en comunidades y se afanan sin saberlo por un fin que interesa a todos ellos, pero, dotados únicamente de voz inarticulada, a través de ella intercambian sensaciones de placer y dolor, manifestaciones de su propia subjetividad, de la que no pueden salir. Los hombres, por el contrario, están dotados de palabra, instrumento natural de descubrimiento y expresión de la verdad objetiva. La naturaleza les ha dado el discurso para que ellos digan la verdad natural.

Los animales no pueden abandonar su sueño subjetivo y habitar un reino común, ni siquiera los gregarios. Los hombres en cambio pueden hallar en el discurso el sentido del bien y el mal, elemento indispensable de la vida en común y, en consecuencia, de la pólis. En ésta realizan las artes, las ciencias, la moralidad, el derecho y, en suma, la vida plenamente civilizada, como se ha dicho más arriba.

2) El Estado como naturaleza humana

La pólis está inscrita en el desarrollo mismo de la naturaleza humana y pertenece a ella, lo que no significa que haya de aparecer en todas partes donde haya hombres. Éstos pueden hacer el bien y el mal. Si se inclinan por lo primero pueden adquirir las virtudes éticas, propias del individuo o el grupo, y las políticas, propias del ciudadano (polités). Unas y otras son independientes entre sí, de manera que puede haber quien sea un buen ciudadano y un mal individuo. Esa potencialidad humana puede, como una semilla, germinar y crecer o no, tanto en lo ético como en lo político. Pero, lo mismo que decimos que la naturaleza de la semilla está en la espiga, la del hombre está en la pólis. No importa que los bárbaros, aptos sólo para la esclavitud y no para la libertad, carezcan de ella. También hay semillas que no germinan y animales que no llegan a la edad adulta.

Conclúyese, pues, que la pólis es lo primero, si bien no en el orden cronológico, sino en el ontológico, porque lo es de la misma manera que el árbol es antes que la rama y, en general, el todo antes que la parte. Como una rama desgajada del árbol no es rama, sino leña para el fuego, así un hombre fuera de la pólis no es hombre, sino más que hombre, un dios, o menos que hombre, una bestia, pues ni los dioses ni las bestias tienen necesidad de vida política.

Mas no de toda pólis debe decirse que permite por igual que un hombre lleve a cabo por completo su potencialidad, sino solamente de aquélla en que pueda darse la virtud propia del ciudadano, porque hay muchas en que el gobierno lo es solamente de quienes no saben hacer otra cosa que regir, pero no ser regidos, en tanto que en otras, donde todos son iguales entre sí y ninguno es más que otro, todos han de aprender a regir y a ser regidos. Ésta es justamente la virtud del ciudadano (polités) y por eso no es posible serlo en las ciudades de la primera clase.

En un Estado de la segunda clase obedecen todos la ley, él único poder que debe estar por encima de cualquier otro poder, porque en caso contrario, cuando los súbditos se ven forzados a dejar en manos de otros su responsabilidad, éstos imponen su arbitrio sobre aquéllos, reinan los intereses y las pasiones particulares y el gobierno es despótico o está a punto de serlo. Por esto es por lo que la ley, razón desprovista de pasión según Aristóteles (Política, 1287 a), debe regir tanto al magistrado como al súbdito para que ninguno esté sometido al otro, para que ambos obedezcan por voluntad y no por coacción y para que permanezcan siendo libres e iguales. Este es el gobierno civil o, según se dice hoy, Estado de derecho, que existe por un interés público, no por el de una sola clase de particulares, es regido por las leyes, no por las decisiones arbitrarias de nadie, y se edifica sobre la obediencia voluntaria, no sobre la fuerza.

3) Fines y medios de la pólis

Un régimen así puede estar en condiciones de propiciar la vida mejor para todos los ciudadanos y éste debería ser su fin principal. La vida mejor consiste para un particular en poseer las tres clases de bienes que hay: los externos, como la riqueza y el buen clima, los del cuerpo, como la salud y el vigor físico, y los del alma, como las virtudes éticas y dianoéticas. Al revés de lo que creen algunos, a quienes bastan unos pocos bienes de la tercera clase y exigen abundancia de los de la primera, Aristóteles insiste en que deben tener un límite los de la primera y abundar los de la tercera. Para la pólis es lo mismo (Política 1323 a – 1324 a) la vida mejor que para el hombre particular y a ella debe tender.

Éste es el fin del gobierno civil. Falta saber cuáles son los medios de que hay que servirse para lograrlo. Éstos pertenecen a la realidad política existente de hecho, que el filósofo debe haber comprendido de tal manera que sea capaz de saber qué puede esperarse de ella y qué debe hacerse en cada uno de los regímenes para sostenerlo y fortalecerlo si es preciso. El filósofo debe ser como el maestro de gimnasia, que no solamente hace de sus alumnos buenos atletas cuando hay en ellos buenas cualidades, sino que sabe también prescribir ejercicios adecuados a los enfermos y los heridos. Del mismo modo, él sabe cuál es el mejor gobierno de todos cuando nada impide realizarlo, pero sabe también lo que debe hacerse en circunstancias adversas, que suelen ser las reales.

La más apremiante de estas circunstancias reales es que, en aparente contradicción con la igualdad que debe existir entre los ciudadanos, alguien tiene que ejercer el mando sobre los demás. Esto es inevitable siempre que se produce un cuerpo compuesto. Es así con el hombre particular, donde el alma es el rector y el cuerpo lo regido, y lo es también con la pólis, que es asimismo un cuerpo compuesto, pues no se trata de una muchedumbre cualquiera, sino de una comunidad autárquica, para lo que debe tener alimentos, oficios, armas para combatir las rebeliones internas y repeler las agresiones exteriores, cierta abundancia de recursos, atención a la religión y autoridad que juzgue lo conveniente y justo entre los ciudadanos. Todo esto hace necesario y conveniente que alguien mande y alguien obedezca, pues la igualdad en este terreno sería perjudicial (v. Política, 1328 b.)

Dependiendo del menor o mayor número de gobernantes, existen tres tipos justos de régimen político o constitución (politeia), a cada uno de los cuales corresponde una forma injusta o corrompida:

Régimen justo Régimen injusto
Monarquía: gobierno de uno solo Tiranía: desviación de la monarquía
Aristocracia: gobierno de los mejores Oligarquía: desviación de la aristocracia
Democracia: gobierno del pueblo Demagogia: desviación de la democracia

Aristóteles observa que es prácticamente imposible encontrar hombres virtuosos para regir el Estado, sea bajo la forma de monarquía, sea bajo la de aristocracia. Asegura, por otro lado, que la tiranía, pese a existir en muchos sitios, no es en realidad un tipo de constitución, sino un régimen que carece de ella, ya se trate de la ejercida por quien ha usurpado el mando bajo la fuerza de las armas ya de quien lo ha hecho por demagogia, halagando al pueblo para hacerle creer que gobierna, siendo él mismo quien lo hace realmente. La consecuencia de esto es que los regímenes políticos se reducen en realidad a dos: la oligarquía, que todos entienden como gobierno de los menos, los ricos, y la democracia, que todos entienden como gobierno de los más, los pobres.

4) Oligarcas y demócratas

Los partidarios de ambos regímenes esgrimen su derecho al mando. Unos los demócratas, porque se debe considerar solamente el bienestar para el mayor número posible de ciudadanos y cada uno de ellos debe contar solamente como uno y nadie como más de uno; otros, los oligarcas, porque deben considerarse los derechos de propiedad, la posición social y la buena educación, por lo que es un error contar a cada uno sólo como uno.

Siendo iguales en algo, el demócrata insiste en que hay que serlo en todo. El oligarca, por el contrario, en que siendo desiguales en algo hay que serlo también en todo. Según Aristóteles, los dos yerran de un modo y aciertan de otro, uno porque no es cierto que haya igualdad en todo y el otro porque no lo es que en todo haya desigualdad. Además de esto, los regímenes que ambos defienden caen fácilmente en la tiranía: la oligarquía cuanto más pequeño sea el número de los que gobiernan, que tenderán a hacerlo según sus intereses, y la democracia por ser terreno fértil para la demagogia. En todo esto yerran cada uno de ellos. Aciertan sin embargo cuando, por un lado, el oligarca defiende la superior dignidad y mejores dotes de algunos, lo cual es una fuerza política que no puede desdeñarse, y el demócrata, por el otro, cuando dice que es preferible un gobierno de todos porque es imposible corromper a todos y que cualquier decisión gubernativa afecta a un número grande de personas.

Unos querrían poner todo en igualdad y otros todo en desigualdad, porque los inferiores quieren ser iguales y los iguales superiores. Por esto suceden todos los desórdenes y revoluciones en las ciudades. No siempre estos deseos son injustos. En ocasiones hay quienes tienen más honra y propiedades que otros de manera injusta, pero en otras de manera justa, y siempre, ya sea de una u otra manera, los afectos resultantes de esto empujan a los hombres a rebelarse contra el Estado:

En las oligarquías, pues, amotínanse los muchos como gente agraviada por no participar en las cosas igualmente, y en las democracias, los más ilustres, porque les hacen vivir en igualdad, no siendo iguales (Política, 1303 b)

Los principales motivos por los que alguien delinque tienen que ver también con esto. Según Aristóteles (v. Política, 1267 a), son tres: carecer de lo necesario, desear más de lo necesario y querer gozar de placer sin dolor. El primero se combate con fortuna y trabajo moderados, el segundo, que es origen de los mayores delitos, pues nadie se hace tirano para no pasar frío, con una educación adecuada por medio de leyes, y el tercero por medio de la filosofía, a condición de que el placer buscado no necesite el concurso de otros.

5) La clase media

Un régimen político evitará en lo posible los desórdenes y la delincuencia si reduce la masa de pobres, pues por la pobreza se cometen la mayor parte de los delitos, y evita que sea muy reducida y demasiado adinerada la de los ricos, pues por ambición se cometen los delitos mayores. No debe haber riqueza excesiva ni excesiva pobreza. Lo mejor es que haya una clase media grande, compuesta de hombres cuyas posesiones no sean tan escasas que tengan que vivir degradados, y sí lo suficientes como para poder ser desprendidos, desinteresados y selectos, de modo que puedan evitarse por igual los males del gobierno de los más, reducidos a pobreza, y los del de los menos, poseedores de grandes riquezas. Las clases medias salvan a los Estados, pues están dispuestas a obedecer las leyes, como corresponde a la mayoría, con tal de que sean estables, y a participar en el gobierno sin dejarse llevar de la ambición, lo cual debe ser propio de la minoría.

Así se sustituye para los más la virtud por la propiedad y para los menos la moderación por la ambición ilimitada, que el exceso de riqueza infunde en los ánimos. Un Estado que logre esto se acerca cuanto es posible hacerlo a la justicia, pues la justicia es una cierta clase de igualdad que puede propiciar el régimen civil, construyendo un gobierno duradero y sometido a la ley, donde los principios opuestos de la igualdad y la desigualdad se equilibran y contrapesan.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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