Conocimiento y realidad en Platón

1. La percepción sensible

De las varias clases de conocimiento, el más fiable, el auténtico, tendrá que ser aquél que no pueda ser puesto en duda razonablemente por nadie. Para ello deberá ser infalible. Pero no sería suficiente: podría tratarse de un conocimiento infalible pero vacío, lo que le impediría ser auténtico. Luego el conocimiento debe ser infalible y tener por objeto lo que es, no lo que no es.

¿Puede la percepción sensible ser esta clase de conocimiento? Para contestar es preciso ver antes si cumple las dos condiciones mencionadas. En primer lugar, si fueran lo mismo la percepción y el conocimiento, de tal manera que no hubiera ningún conocimiento que no fuera percepción, habría otras actividades mentales que no podrían ser utilizadas para conocer. Tal la memoria: debería admitirse que quien ha conocido y recuerda, pero sin percibir en ese instante, no conoce de verdad. Si, por el contrario, se defiende que recordar algo es conocerlo, será porque percepción sensible y conocimiento no son exactamente equivalentes. Luego parece claro que la percepción no es todo el conocimiento.

Por otro lado, un objeto sensible parece en unas ocasiones de una manera y en otras de otra distinta. A cada persona, además, puede parecerle diferente. Es un objeto que fluye. Por esto se dice que parecer es cambiar. Si algo infalible hay en este supuesto conocimiento de la sensibilidad es solamente que para mí, en el momento en que lo percibo, el objeto es tal como yo lo percibo. Es indudable que a mí me parece que es como yo lo veo, pero no puedo decir que sea realmente así. ¿Podría concluirse entonces que la percepción sensible es un auténtico conocimiento sólo por la razón de que en este sentido sí es infalible?

Si se contesta que sí, entonces hay que aceptar que cada hombre tiene su propio conocimiento infalible. Que nadie es más sabio o más ignorante que ninguna otra persona y que, por tanto, nadie está capacitado para enseñar nada a nadie. En este caso el conocimiento auténtico no puede comunicarse y debe desaparecer con cada persona que lo posee.

No es admisible, pues, que la percepción sensible sea un auténtico conocimiento.

Por último, hay muchas cosas que solemos reconocer como verdadero conocimiento y no pueden ser percibidas. Las sabemos por reflexión intelectual: el carácter de las personas, los objetos matemáticos, la irrealidad de los espejismos y las alucinaciones, etc. Tampoco son útiles los sentidos para captar entidades como la igualdad entre objetos, la semejanza o la unidad.

El relativismo de los sofistas es verdadero, pero sólo si se refiere a este terreno de lo sensible. Asimismo es verdadera la doctrina de Heráclito sobre el flujo perenne de las cosas cuando se la entiende referida al mismo nivel. Pero esto no impide que haya cosas de las que se pueda obtener un conocimiento infalible: los conceptos universales, que son estables y constantes.

2. El mito de la línea

Cuando se dice que en una sala hay treinta y cinco personas y el mismo número de sillas o de mesas, pero sin confundir por ello la cifra con los objetos y las personas, es porque tenemos en nuestra mente el concepto de un número, que es el 35, y sabemos que se puede aplicar a diferentes situaciones sin alterarlo. Cuando decimos que una obra de arte es más bella que otra, pero menos que una tercera, o que una cuarta es fea, es porque comprendemos, siquiera sea confusamente, el concepto de belleza, que nos sirve de punto de referencia desde el que medir la belleza relativa y particular de las obras que estamos juzgando. Los ejemplos se podrían multiplicar. Pero no es necesario hacerlo, pues hemos de admitir que sin esos conceptos universales que utilizamos sin cesar, nuestro lenguaje tendría muy escaso sentido, si acaso siguiera teniendo alguno. Aunque las cosas pueden variar y de hecho así lo hacen, los predicados que les aplicamos son constantes gracias a que poseemos estos objetos mentales.

Cuando adquiere conocimientos, nuestra mente puede hallarse en dos estados: el de opinión (dóxa), que es mutable y poco seguro, y el de conocimiento propiamente dicho (epistéme). Ambos estados se diferencian ante todo por la diferente especie de objetos a que se refieren. En tanto que la opinión recae sobre imágenes (eikónes), el conocimiento lo hace sobre arquetipos originales (arjaí).

El tránsito de uno a otro estado no es imposible. Puede sucederle, por ejemplo, a un hombre cuando se percata de que lo que estaba tomando por verdades firmes no eran sino menguadas representaciones de lo auténticamente verdadero. Un hombre así ha sustituido una mera opinión por un saber.

Dentro de cada estado hay otros dos. El más bajo de los que pertenecen a la opinión (dóxa) es la imaginación (eikasía), que toma por cosas reales las imágenes, las sombras, los reflejos en el agua, etc.: tal sería la confusión de quien creyera, no ya que la justicia es lo que dice una buena constitución, sino lo que predica un buen demagogo. Un hombre así no vería lo justo, sino su brillo lejano sobre la tersa superficie de un lago. Si en vez de ello creyera que lo justo son los hechos de un hombre bueno o los dichos de una buena ley, entonces se hallaría en el segundo peldaño de la opinión, el de pístis, o creencia. Los objetos de la creencia no poseen tan poca entidad como los de la imaginación, pero siguen siendo imitaciones. Son los animales y personas que nos rodean y todos los seres de la naturaleza y el arte. Su conocimiento no es científico, porque son reflejos. En consecuencia, los objetos de la imaginación (eikasía) son reflejos de reflejos.

Otro ejemplo ayudará a comprender esto. Un hombre justo trata de realizar la justicia. Un dramaturgo lo convierte en personaje teatral. Un espectador toma al personaje por modelo de justicia. El espectador se encuentra en estado de imaginación (eikasía). El dramaturgo de creencia (pístis).

El verdadero saber no guarda relación con estos objetos visibles, sino con otros inteligibles. Pero también dentro de él se pueden distinguir dos estados o etapas: el pensamiento (diánoia) y la inteligencia (nóesis).

En el primer estado se halla el geómetra, que se sirve de imitaciones, imágenes, figuras e hipótesis, y se preocupa por llegar a una conclusión, no a un primer principio. Son representaciones visibles de triángulos, esferas y otras figuras que no interesan por sí mismas, sino en cuanto ayudan a ver con los ojos de la mente y no con los del cuerpo.

Estos objetos, y los que son como ellos, son inteligibles, aunque no son todavía los arquetipos originales, formas o ideas. Además su conocimiento es hipotético, no en el sentido de que se tomen por verdaderas cosas que pueden no serlo, sino en el de que se aceptan juicios que son condición de sí mismos, dejando a un lado su conexión con el ser.

Con respecto al caso particular de la geometría, el conocimiento que con más evidencia se clasifica como pensamiento (diánoia), es necesario insistir en que su saber lo es de objetos puros del entendimiento, no de las figuras que se dibujan para entender. En todo caso, sus conclusiones no se refieren a esas figuras, sino a universales. Un geómetra no es el hombre que se preocupa por los aros de los toneles o las cuerdas paralelas de las guitarras. Sin embargo, no llega a los verdaderos objetos del saber, porque no lo son los universales sobre los que él hace ciencia. ¿Dónde está la diferencia entre unos y otros?

Según Aristóteles, la opinión de Platón en este punto era que el matemático no tiene en cuenta que solamente hay un uno, un dos, un tres, etc., pues opera con una multitud de ellos. Cuando dice que dos más dos equivalen a cuatro, o cuando teoriza sobre la intersección de dos círculos, pone ante sí una pluralidad, no el dos o el círculo. Dicho de otra manera: los objetos de su saber existen y son inteligibles, no sensibles. Pero no son universales, a pesar de que están por encima de los objetos sensibles particulares.

El saber matemático no es el saber, la nóesis, por más que se acerque a él más que ningún otro. Es el puente necesario para llegar a él, pero el verdadero saber no hace uso de imágenes, sino de razonamientos abstractos. Sus objetos son los primeros principios, las formas.

El filósofo llega más lejos que el matemático porque utiliza el pensamiento puro para alcanzar los objetos inteligibles universales. Para ello su mente no necesita salir de sí misma, sino solamente volver a sí, pues se encuentran en su interior. Estos objetos son innatos, aprióricos. Han sido contemplados de frente antes de esta vida y ahora sólo es necesario recordarlos.

3. Final

En este aspecto de su teoría del conocimiento la doctrina de Platón es ciertamente peculiar. Seguía a Sócrates, por un lado, que constantemente había aconsejado a sus discípulos que atendiesen ante todo a los cuidados del alma. Esta recomendación era la menos apropiada para un griego corriente, tan realista y poco interesado por los asuntos del alma, cuya consistencia y realidad veía tan poco claras que mal podía aceptar que mereciera más atención que el cuerpo. Seguía, por el otro lado, a los órficos y a los pitagóricos, que habían mantenido la creencia en la reencarnación del alma. En ella vio Platón un puente entre la tierra sensible y el cielo inteligible. Si el alma inmortal ha vivido en esta tierra muchas vidas, cuya ventura o desgracia han dependido de su conducta, si entre una y otra vida permanece, desligada del cuerpo, en la región de lo inteligible, donde habitaba ya antes de que comenzara a girar para ella la rueda de las reencarnaciones, y si después es arrojada a este cuerpo, tumba insoportable en donde pierde la memoria de lo vivido, es admisible que esta vida sea auténtica muerte y la muerte vida verdadera. A veces los sentidos iluminan el alma con tenues destellos de lo real, que despiertan en ella la memoria de lo ya vivido anteriormente. A veces, sin necesidad de ellos, merced a un esfuerzo continuado y a una disciplina rigurosa, el hombre consigue que despierte lo que duerme en él: el verdadero conocimiento de lo real. Este es recuerdo, anámnesis. Así son útiles los sentidos, aunque sólo sea ocasionalmente. Y, en todo caso, son el inicio de este camino que el filósofo debe abandonar en cuanto se pone en marcha. Lo que significa que todo el cuerpo debe doblegarse a los fines superiores del alma. La filosofía es una preparación para la muerte, una muerte en vida.

Estas creencias en la existencia real de lo ideal, la reencarnación e inmortalidad del alma y el conocimiento como recuerdo apenas pueden sustentarse en pruebas razonadas. Ni, por lo que parece, Platón se esforzó en hacerlo. Él decía que con la razón no se puede ir más lejos, que con los medios de que el hombre dispone, el percibir y el discurrir, no se puede acceder a esas regiones celestes, reservadas exclusivamente para hombres de temple poético o religioso. Platón mismo era uno de esos hombres.

Extraigamos por nuestra parte las conclusiones de lo dicho hasta aquí. La primera, de donde ha partido todo lo demás, es que con los sentidos no se adquiere el verdadero conocimiento, pues el concepto de verdad exige de su objeto una constante identidad consigo mismo, algo que no puede otorgar lo sensible, que es flujo incesante. Es más: las percepciones sensibles no se entenderían si en ellas no entraran conceptos que no proceden de ellas: sabemos que dos leños son iguales porque les aplicamos el concepto de igualdad, que la naranja no está en su sabor cítrico, su color o su redondez, sino en un concepto que es previo, etc. Esos conceptos no pueden provenir de lo sensible, porque para ejercer esa abstracción sería necesario antes el concepto de comparación, que antes todavía exige saber lo que es uno y muchos. La experiencia sensible está, en realidad, supeditada a la Idea y es posible por ella.

La segunda es que las Ideas, Formas, Arquetipos Originales o Conceptos Universales, son lo que sea debe conocer. Si son objetos reales o simples ideas del pensamiento es lo que habrá que dilucidar a continuación.


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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