El ecologista

Otoño (Meinolf Wewel)

El ecologista sería un ser entrañable y cálido, por ingenuo, si no fuera tan peligroso. Tiene el ecologista una visión beatífica de la naturaleza. Es para él tan perfecta y pura que no debe cambiar lo más mínimo. Hay que dejarla sola en su desenvolvimiento, que la lleva a la perfección. Nada puede completarla. Reside en su plenitud divina y solo cabe guardarle respeto, sumisión, admiración y tal vez adoración. El ecologista es un hombre muy piadoso. Cuando se va al extremo, sobre todo si se declara ateo, es un hombre muy religioso. Adora una única divinidad, la naturaleza, de la que, como buen creyente, no sabe nada.

El hombre no es un ser natural, según cree. Llega hasta a predicar que lo deseable es que desaparezca. Se hace eco de la simpleza maligna del Duque de Edimburgo, esposo de la Reina Isabel II de Inglaterra, cuando declaró el año 1988 al Deutsche Press Agentur que si se reencarnara le gustaría hacerlo en un virus mortal para acabar con el problema del excesivo número de humanos. También se ha deslizado por esta vía algún ilustre teólogo. Al ecologista le parece inadmisible ese texto bíblico que dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y mande en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra”. Y también este otro: “El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo”.

La religión con religión se combate. La fe del ecologista contra el Antiguo Testamento. Pero el Antiguo Testamento sabe mejor que él qué es el hombre, un ser natural que no puede vivir si no es alterando de mil formas todos los seres y dándoles un nuevo sentido. Nada es igual cuando el hombre entra en la escena natural. Un arroyo es un arroyo -sobre todo para quien idealiza la naturaleza-, agua que fluye hasta perderse en el agua salada del mar. Si no hay hombres todavía, nadie sabe lo que es el mar ni lo que es un arroyo. Pero un poblado desvía su cauce para regar los huertos y ya no es un arroyo, sino un canal de irrigación. Un palo tampoco es un palo, sino una herramienta para escarbar en el suelo en busca de raíces. Arroyo y palo se integran en las actividades de un grupo humano y dejan de ser lo que son para ser otra cosa. Esta es la misión del hombre, este ser natural.

Pero esto es sólo el comienzo, que se ha perdido en un pasado oscuro. Ahora se sabe con bastante precisión qué es la naturaleza en su conjunto: E=mc2. Ahora ya no se trata de un canal de irrigación o de un palo para escarbar el suelo, sino de una central nuclear o de una bomba atómica. Algo divino hay en este ser natural que es el hombre, algo terrible y deslumbrante. Para comprenderlo hay que desprenderse de esas nociones estáticas sobre lo natural que abriga el ecologista y también de las objeciones estáticas a esas nociones. El ecologista objetará: “¿Y la belleza natural? ¿No se pierde acaso la belleza de la naturaleza cuando irrumpe el hombre con sus designios?” Sigue sin entender nada. El canto del jilguero no es una canción para el jilguero, sino una advertencia o una amenaza para otros machos de la especie. Dice algo así como: “Sépase que estoy aquí y me dispongo a defender este sitio”. Ese canto es música sólo para el hombre.

La música empezó a existir en este mundo cuando él desarrolló un sentido musical. Una vez que esto sucedió escogió unos sonidos naturales, como el poblado primitivo escogió el arroyo o el palo, los sometió a las pautas de los pentagramas y compuso las maravillas que tanto nos gusta oír. Lo mismo sucedió con el olor de las flores, la belleza de las estrellas en el firmamento, y otros muchos deleites, que no son otra cosa que el desarrollo de tendencias humanas.

Fuera de estas tendencias, lo que queda es una naturaleza ciega, sorda y mostrenca.

(Publicado en Minuto Crucial)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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