Y fuera también la Ciencia, entrada en la Filosofía según el frontispicio de la Academia de Platón: “Nadie entre que no sepa geometría” o que no conozca cómo se hace una ciencia, un sistema de verdades demostradas.
Una ciencia es un despliegue irreal de la razón y en la razón. Las verdades demostradas hallan en ella y por ella una unidad entre elementos mentales por ella producidos, un entramado de entes de razón que, una vez logrado, no deja de modificarse. No obstante, reproducirá la estructura de la realidad fuera de la mente. Si tal realidad es la salud, será la ciencia de la medicina, si la energía, será la de la física, si el número, será la de la matemática. Así, una parcela detrás de otra, la mente va tejiendo una red que es un calco perfecto, ordenado, de lo que existe fuera de ella.
Lo que la razón produce no es real ni puede serlo. Sin embargo, será el mapa perfecto de todo. Será, en suma, el alma que se hace todas las cosas, lo más digno de admiración en este mundo. Siempre será un acierto lo que Hegel dijo un día: que los paisajes con sus montañas y su cielo azul no dicen nada y que los conceptos construidos por Kepler, Galileo y Newton son algo infinitamente superior. También Sócrates decía que no gustaba de la compañía de olivos, ríos y encinas, porque no podía entrelazar razones con ellos.
Es la fuerza de la razón, la potencia más grande que existe, a la que nada puede resistir. Su lado subjetivo es un hábito en el individuo, logrado por repetición de actos. En él es una virtud intelectual que predispone a la demostración. No es suficiente saber discurrir. Además, esto es algo que todo el mundo hace. Lo que es necesario es ejercitar esa capacidad, bien por el ejercicio de la lógica, bien por el de una ciencia concreta, que prepara para, saliendo de lo que nace y perece, acceder a verdades estables, duraderas. Platón decía que prepara para acceder a lo que no nace ni perece, a verdades eternas.
Por eso veían algo divino en la razón los filósofos antiguos. Un hábito así completa y perfecciona a un hombre cuanto es posible hacerlo y le otorga una satisfacción accesible sólo a mentes selectas, a aquellas mentes, elegidas entre las mejores, que Platón destinaba en su República, mediante el ejercicio y la disciplina sobre el cuerpo y la mente, a ser los mejores de la ciudad, los guerreros. Entre los cuales también había guerreras. En esa parte de la obra se encuentra el mejor dibujo de personalidad humana que se haya creado nunca.
Los demás son los epsilones voluntarios. A ellos se les vacía primero la mente y luego se les rellena de sentimiento, afecto, sensaciones, percepciones, de todo lo que ocupa al animal sensitivo. Se les enseña a ser resilientes y dialogantes y se les convence de que lo mejor de esta vida es el verde placer del pasto. Una dosis de soma por la mañana y otra dosis de soma al caer el sol. Ellos nunca sabrán que hay una fuerza racional capaz de reconstruir dentro de sí el orden universal. En ese estado permanercerán por propia voluntad: siempre obstinados en su mal.
Entre los epsilones hay que contar a los que nos gobiernan, esos tipos que desprecian la labor del intelecto y no pueden gozar sus frutos. Tal vez no entiendan o no atiendan a esta breve lección de filosofía. Tal vez tengan éxito y logren desterrar toda filosofía del aprendizaje que a todo ciudadano de un Estado debería perfeccionar. Pero no lograrán que desaparezca. Los menos, los que han paladeado estos frutos, hace tiempo que se han retirado y en su aislamiento siguen cultivando el intelecto. Siguen trazando sus redes conceptuales en las que atrapar lo existente. Estos son los auténticos hombres libres.