Sobre la nueva forma de la política

Hemos asistido a la muerte del siglo XX, pero, en vez de aprender sus lecciones más importantes, el XXI está viendo nacer una nueva forma de entender la política generada a partir de dos formas anteriores.

La primera era la capitalista. Confiaba en las instituciones del mercado. La convicción corriente era que la actividad natural de los hombres engendra el mercado, que produce las instituciones, que a su vez traen la paz y el bienestar. El proceso había sido más tortuoso en la Europa Westfaliana, que se enzarzó en guerras intermitentes, que dieron lugar a la nación, la cual aprendió que era mejor la paz que la guerra y se decidió por la integración. El éxito no fue pequeño. Había sido capaz de concentrar en una unión inestable, pero bastante eficaz, los fragmentos de antiguos imperios y así pudo alcanzar la que es tal vez la mayor economía del planeta y una región democrática que debe contarse entre las mejores: la Unión Europea. Todo caminaba, según esta convicción, hacia un mundo mejor. Solamente había que dejarse llevar.

La segunda fue la de la Unión Soviética, de signo comunista. También allí se creía que todo llevaba hacia un mundo mejor, pero por otro camino. Siguiendo a Marx, se creía que la actividad natural de los hombres engendra la tecnología, que engendra la división del trabajo y el cambio social, que conduce a la revolución y ésta a la utopía. Cuando se comprendió que esto no era verdad y que el socialismo no llegaba, se optó por predicar que ya había llegado y que lo que debía hacerse era defender lo existente… hasta que lo existente se pensó que era Rusia, la madre Rusia. Stalin fue el primero en dar ese paso fundamental. Se pasó de defender lo que había de ser a lo que era ya, del futuro al pasado.

Pero la primera sigue actualmente la vía de la segunda. Defendía la etapa final de la historia y ahora defiende la inicial, ambas imaginarias. Defender lo que se ha sido es quedarse fijo, añorar las esencias nacionales y, cuando llegan el malestar y la desdicha, culpar al exterior. No puede ser de otro modo cuando se está convencido de que un país, sea Rusia o cualquier otro es un bien en sí que todos tienen el deber de preservar.

Esto es echar el ancla hasta el fondo de piedra y allí permanecer fondeado, inmóvil para siempre, como una estatua, porque de piedra es el pasado inmutable. ¿Qué hilo de acero une al pueblo con él? El jefe, el caudillo, que encarna en su persona la nación y las instituciones, toda la vida política, arrancada a Dios y a las gentes. Las instituciones que ponen en contacto al pueblo con el poder, se dice entonces, son corruptas y deben ser abolidas, sobre todo las instituciones de las urnas y las votaciones, porque acostumbran a los individuos a pensarse fuera del grupo, como si los embriones pudieran elegir la especie a la que pertenecer. El voto secreto, individual, privado, desata al votante de sus ligaduras vitales con el pueblo, le enseña a pensar que es alguien por sí mismo. Es la democracia liberal. Los filósofos del Kremlin añaden que es judaica.

Otros, en fin, ponen su mirada en la historia. Como Tucídides, no atienden a las razones de espartanos ni atenienses y procuran aprender del presente. Saben que las instituciones se corrompen o pueden corromperse, pero comprenden la necesidad que tienen de ellas. Piensan que deben perdurar y que los gobernantes tienen que desaparecer uno tras otro. Esa y no otra es la estabilidad a que llamamos Estado: lo que está firme, lo que sigue existiendo en medio del cambio que no cesa. Las imperfectas instituciones aseguran la sucesión sin turbulencias.

Éstos aman lo imperfecto porque aman la realidad y saben que en esta realidad, la única, la suya, no hay paraísos. Sabemos además que el agua pasada no mueve el molino, y que España, lo que más nos importa a nosotros, cumplió su ciclo histórico y ahora es algo otra cosa que lo que fue. Estamos convencidos de que en el futuro no hay nadie esperando. Así que no seguimos la primera ni la segunda alternativa. Nos quedan las oportunidades que brinda el presente y pensamos que hay que hacer cuanto esté en nuestra mano para aprovecharlas.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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