Putin y la Gran Guerra Patriótica

El comunismo ruso tuvo una relación accidentada con el tiempo. Los bolcheviques de la primera hora no habían venido a fundar un Estado y no les preocupaba la sucesión en el poder, por lo que no establecieron ninguna norma. Su misión era alumbrar un nuevo mundo, promover un resplandor que iluminaría a la humanidad entera y daría comienzo a la historia de la salvación en este mundo: su año cero sería el 1917, el año de la Revolución. Ellos conocían el camino que conduce al futuro. Solamente había que acelerar el paso para llegar a donde la historia se dirigía por sí misma, según los científicos dictámenes de Marx, Lenin y Stalin.

Pero los profetas se hicieron funcionarios del partido y del Estado, que era la misma cosa que el partido, la esperanza se desvaneció, mutando en melancolía y nostalgia, y, de prometer todo, se pasó a asegurar que todo se había logrado ya. Se había ofrecido el cielo para todos los hombres, pero el cielo, teñido de rojo y sangre, estaba vacío. Entonces no hubo más remedio que fundar un Estado sobre los territorios controlados por ellos. Le pusieron un nombre nuevo: Unión Soviética.

Divisiones administrativas de la Unión Soviética

Luego hubo que recurrir a la tediosa tarea de justificar la existencia de ese Estado y de quienes se arrogaban el poder sobre él. Se recurrió al antiguo esquema de ideas que está en el origen de la democracia: Dios da la autoridad al pueblo, el cual, no pudiendo gobernarse por sí mismo, la delega en el rey. De ahí derivaba el tomismo una justificación para derrocar al rey si se convertía en tirano. Una vez que los revolucionarios suprimieron a Dios de la teoría, quedó el pueblo, ahora sacralizado por su antigua relación con la divinidad, como depositario único del poder.

Pero el poder de la Unión Soviética pertenecía al Partido Comunista porque lo había tomado por la fuerza. No se justificaba por ley alguna de sucesión, sea la que brota de una elecciones libres, sea la que nace de la herencia en una monarquía. Su legitimidad procedía de la gloriosa revolución bolchevique y de las promesas de la utopía.

Aunque parecieron inspirarse en la antigua teoría democrática, los bolcheviques sentenciaron que el dueño del poder no es el pueblo, sino la clase trabajadora, mas ésta no es sabia, por lo que tiene necesidad de la ciencia marxista, ni puede gobernarse a sí misma, por lo que necesita delegar su poder en otro. De ahí que lo delegue en el Partido Comunista, su representante. Éste lo delega a su vez en el Comité Central, que lo delega en el Politburó, el cual finalmente lo delega en Lenin o en Stalin.

Así se fabricaba un déspota en los comienzos del siglo XX.

Pero aún había que jugar con el tiempo. Como enseña Orwell, había que cambiar el pasado por el futuro, el futuro por el pasado y ambos por el presente, según conviniera a las nuevas castas que copaban el dominio de aquel enorme territorio. Los jóvenes revolucionarios fueron envejeciendo con el Estado que ellos habían creado y ya en los años setenta habían convencido a sus pobladores de que no había nada que prometer y nada que esperar, porque el socialismo era real y existente, como pregonaba Leonid Brézhnev, el auténtico sucesor de Stalin después del interludio de Nikita Jrushchov. Se veneraban el presente socialista y a su pasado fundador, Stalin.

Vladimir Putin, educado en la Unión Soviética, como todos los próceres de la actual Rusia, sigue la misma conducta que sus predecesores. Además de venerar el pasado soviético y a Stalin, ni ha accedido al poder bajo un principio de sucesión establecido por la ley ni piensa que el poder del Estado tiene que encaminarse al bienestar de su gente, sino a su propia justificación frente al exterior. De ahí que sólo sepa ofrecer glorias pasadas, que no hacen otra cosa que sujetar el tiempo. Por eso celebra con tanto boato la Gran Guerra Patriótica, una celebración que funda el mito de la resistencia contra el nazismo, que procuró destruir a la Madre Patria. No al socialismo realmente existente, sino a la Madre Rusia. Es el mismo mito que puso en marcha Eisenstein en la película Alexander Nevski, cuyo rodaje fue vigilado por Stalin hasta en  los más pequeños detalles.

(Publicado en Minuto Crucial el 12/05/2022)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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