Todos saben por experiencia propia que hay dos clases de motivos que despiertan el deseo. Uno es el que da placer o dolor al instante. Otro es lo que se cree que se debe querer porque así se descubre al deliberar sobre lo mejor y lo peor. En muchos casos lo que se quiere porque se ha decidido que es lo mejor tras haberlo deliberado no trae placer hoy, pero sí mañana. Y cuando no es así, porque alguien podría, por ejemplo, decidir sacrificar su hacienda o su vida en aras de un bien mayor, también se prescinde de lo placentero y se lo suplanta por otra cosa. Siempre es algo que se quiere después de haber pensado en las consecuencias de lo que se va a hacer. Entonces llega a convertirse en un deber. El deber se muestra al sujeto en la deliberación.
Importa mucho pensar en lo que se hace, pues quien no piensa está dejando que otro lo haga por él y permitiendo que su vida se oriente hacia su propio daño y perjuicio. Esta es la cosa más corriente del mundo. Llevando esto al extremo, un proverbio latino decía que es menester ser cuerdo o tener una cuerda. La falta de cordura es una de las peores desgracias que un hombre puede labrarse por sí mismo, pues por su causa hacen muchos el mal y se perjudican. Éstos se parecen a los niños y los animales por permanecer atados a los deseos del instante en vez de interponer entre ellos y la acción la deliberación sobre lo que es mejor y más conveniente.
La falta de deliberación es el mayor enemigo de la libertad, si bien no de la libertad entendida negativamente como eliminación de trabas para hacer lo que a uno le apetece en cada instante, que no es otra cosa que seguir el placer que entonces brota espontáneo, sino de otra libertad que consiste en hacer lo mejor, siquiera sea lo mejor para uno mismo. Esto introduce además una diferencia grande entre los animales y los niños, por una parte, y los hombres hechos y derechos, por la otra, toda vez que aquéllos están más sujetos a sus deseos momentáneos, en tanto que éstos pueden aprender a interponer entre el deseo y su puesta en práctica una reflexión sobre lo que es mejor para ellos.
Deliberar es más que razonar, porque quien resuelve teoremas matemáticos está aplicando la razón, pero no la deliberación, dado que de sus pensamientos no se siguen acciones. Puede darse además el caso de quien demuestre una capacidad intelectual elevada, pero sea un necio a la hora de tomar decisiones, porque no sepa calcular previamente las consecuencias que se seguirán de ellas.
Evaristo Galois es un magno y trágico ejemplo de esta clase de personas. Fue un gran matemático cuyos descubrimientos se incluyen en una escala que parte de los primeros siglos de nuestra era. Hacía mucho tiempo que se sabía cómo resolver ecuaciones de primero y segundo grado. Tartaglia y Fiore descubrieron cómo resolver las de tercero a mediados del siglo XVI. Cardano resolvió las de cuarto en el mismo siglo. Galois cerró con broche de oro este capítulo de las matemáticas definiendo la región de racionalidad para las ecuaciones de enésimo grado.
Tenía veintidós años. Corría el año 1832. Fue entonces retado a un duelo por dos provocadores para el treinta de mayo. Su contrincante era el campeón de esgrima del ejército francés. Galois aceptó el desafío. La noche anterior dejó escritos para un amigo suyo sus descubrimientos. En un margen de aquel documento anotó lo siguiente:
L’éternel cyprés m’environne.
Plus pâle que le pâle automne
Je m’incline vers le tombeau[29].
Al día siguiente murió. Una inteligencia teórica luminosa se acompañaba de una inteligencia práctica propia de un necio. Muy diferente fue la conducta de Sócrates, quien un día sufrió en silencio un golpe que le dio alguien en la asamblea porque no hallaba argumentos con que rebatirle y que a la pregunta de un amigo que le recriminaba esta actitud respondió:
-¿Y qué quieres que haga si un asno me da una coz? ¿Llevarlo ante la justicia?[30]
Tampoco siguió el código de honor del duelo aquel general romano que, tras recibir un mensaje de un jefe bárbaro en que le retaba a un combate entre ambos para decidir de ese modo la victoria por la que se habían de enfrentar los dos ejércitos, le respondió que si tenía ganas de morir se colgara de un árbol y si lo que deseaba era combatir que le enviaría un gladiador.
Una inteligencia práctica bien formada hace caso omiso de muchas cosas y solo se detiene ante algunas. Pero no todos los hombres la poseen. Solo los que con el tiempo y la práctica han adquirido el hábito de hacerlo. Los otros pueden llegar incluso a perder la capacidad de deliberar por falta de ejercicio, pues sucede en estas cosas lo que con los atletas, que tienen que seguir entrenándose si quieren seguir siendo atletas. Unos son prudentes y sabios, los otros son imprudentes y necios. Los primeros no deliberan sobre lo que no está al alcance de su mano ni cae bajo su poder. No, por ejemplo, sobre la salida o la puesta del Sol, sobre las cosas que dependen de la suerte, como que a uno le toque la lotería, ni otras muchas cosas semejantes a éstas. Ciertamente hay quienes caen en ensoñaciones y se hacen la ilusión de estar ya tomando decisiones sobre cosas que no pueden dominar, sean los premios de la lotería u otras cosas por el estilo, pero una persona prudente no pierde el tiempo en deliberar acerca de ello en cuanto comprende que no cae bajo su poder.
Se reflexiona, en fin, sobre lo que a cada uno le toca hacer, no sobre lo que no le toca hacer, lo cual se aprende con la experiencia, a pesar de lo cual hay hombres cargados de experiencia que no lo han aprendido. Y se reflexiona, en general, en las situaciones cargadas de duda e incertidumbre, en los cruces de caminos. Pero, una vez que se conocen suficientemente esas situaciones, el hombre práctico y prudente ya no necesita apenas detenerse a deliberar, porque se ha convertido para él en un hábito.
Esta clase de hombres no deliberan tampoco sobre los fines que ha de lograr, excepto cuando lo hace como filósofo, lo cual ya no es reflexión encaminada a la acción sino a la comprensión. Un gobernante no se para a pensar si debe hacer buenas o malas leyes, ni un médico si debe curar o enfermar a las personas, ni una madre si debe alimentar o no a su niño. No se delibera sobre los fines, que son el objeto de nuestro deseo, tanto si este objeto ha sido fijado dejándose llevar de lo que es momentáneamente agradable o de lo que es bueno, sino sobre los medios y sobre cómo se han de disponer éstos para alcanzar aquéllos. Si los medios de que se puede echar mano para llegar al fin querido son varios entonces hay que averiguar cuál es el mejor y más apropiado, y si se encuentra uno que es imposible, porque no está en poder de uno practicarlo, porque es inmoral, porque daña a otras personas o a uno mismo, entonces se abandona la deliberación y el proyecto. Al menos así procede el hombre que sabe deliberar.
[29] Cit. en DUPUY, P., La vie d’Évariste Galois, 242: El ciprés eterno me rodea. Más pálido que el otoño pálido me inclino hacia la tumba.
[30] DIÓGENES LAERCIO, Los diez libros de Diógenes Laercia sobre las vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, 93