Diversidad humana

 Si los hombres han hecho de la cultura su naturaleza es porque la naturaleza ha hecho de ellos seres indeterminados e inestables. Han tenido que satisfacer en su mundo abierto los impulsos que los demás animales satisfacen sin problemas en su entorno cerrado. El mundo del hombres es por esto la naturaleza una y otra vez transformada, el resultado de su actividad, de sus siempre cambiantes habilidades, experiencias, conocimientos y tendencias. Es obra suya incluso su ser de primate vertical que ha liberado las manos del desplazamiento para poder hablar con la boca. La evolución natural ajusta cada especie a su medio, que es siempre una selección de características del exterior, y, mediante esa misma selección, ajusta también cada medio a una especie, pero el hombre ha tenido que hacerse cargo de esta doble tarea, suplantando la acción de la selección natural. Por esto es difícil pensar que un ser de esta índole haya podido vivir un solo tipo de vida. Eso es algo que compete a otros animales, no a él. El es el animal que no sólo se entrega a una variedad inabarcable de culturas, sino que estas culturas, una vez aparecidas, parecen irremediablemente destinadas a transformarse en otras. ¿No existirá algún punto hacia el que converge este caudal? El contraste con los otros animales no puede ser más grande. Una golondrina hacía su nido hace 10.000 años igual que ahora. Nuestros antepasados del Neolítico verían lo mismo que nosotros en esta ave, pero entre ellos y nosotros apenas hay algo en común, si se exceptúa un organismo natural inadaptado cuyas obras no parecen llegar a un final estable. Todo indica que el desenvolvimiento de la humanidad no tiene sentido ni dirección. Esto es lo que se discutirá en las páginas siguientes.

– Salvajismo, barbarie y civilización.

El tiempo del hombre actual se mide en unidades cortas, en miles o decenas de miles de años, pero el de otras especies, como las de los dinosaurios, se mide en millones y decenas de millones. En una escala de tiempo largo podría parecer que las especies humanas han creado cosas a una velocidad vertiginosa, pero en la escala humana la velocidad de aparición de novedades no es tan acelerada. La concepción actual, que pone ante nuestros ojos un desarrollo continuo y creciente de las habilidades y los inventos humanos es falsa. El transcurso de las varias especies humanas que han existido está jalonado solamente por tres o cuatro focos. El primero fue la piedra, cuyas variedades apenas destacan sobre un horizonte de más de un millón de años. Después vino el metal, acompañado de la domesticación de animales y plantas, la aparición de las ciudades, la vida sedentaria, la alfarería, etc. Y, por último, llegaron la máquina y la electricidad. Es notable que el curso de este progreso haya sido extraordinariamente lento y discontinuo, tan lento y discontinuo que existen periodos de varios centenares de miles de años en que no existió nada nuevo, lo que quiere decir que, si se atiene uno a la forma de vida que los humanos han tenido casi siempre, debe concluir que estaban destinados a llevar una existencia apenas diferente de la del animal. Durante más de un millón de años no hicieron otra cosa que repetirse, como las golondrinas o las plantas. Como la naturaleza entera, que no parece hacer otra cosa que repetirse. Nada nuevo hay bajo el sol que la ilumina. Gira sobre sí y parece que sólo se esfuerza por mantenerse en su ser frente a las contingencias del devenir.

Pero he aquí que una especie humana, la última de las que han existido, ha roto en la última décima parte de su tiempo la repetición que venía siendo la norma y ha instaurado un orden nuevo, lo que, no obstante, ha sucedido también con lentitud e inseguridad. Esta especie, la nuestra, procede de África, donde pudo adquirir un desarrollo importante entre los 600.000 y los 250.000 años antes del presente. Tal vez empezó más tarde, entre los 300.000 y los 100.000. Sea de ello lo que sea, parece probado que una pequeña población de la especie, compuesta de un mínimo de 500 y un máximo de 10.000 individuos, abandonó a sus congéneres africanos y atravesó el territorio de los actuales Egipto e Israel hace unos 100.000 años. Los genetistas han llegado a esta conclusión por la homogeneidad de los humanos actuales y los paleontólogos la han apoyado con descubrimientos de huesos iguales a los nuestros casi en todo, huesos cuyos dueños habitaron esas tierras en aquellas fechas. El grupo se extendió después por toda Asia y entró en Australia hace unos 50.000 años, lo que no habría podido hacer si no hubiera adquirido entretanto el arte de la navegación, pues Australia ha sido siempre una isla. A su paso por Asia desapareció el Homo Erectus, una especie humana que procedía también de África y se había establecido allí dos millones de años atrás. También se extendió por Europa, hasta llegar a la actual España, donde ya debía estar hace 40.000 años al menos, según indican los restos hallados en Cataluña y Cantabria. Aquí coexistió durante una decena de miles de años al menos con la especie humana autóctona, la del Homo Neandertalensis, que era robusto, alto y evolucionado, disponía de una cavidad craneal superior a la nuestra, carecía de muela del juicio, utilizaba el fuego, enterraba a sus muertos y fabricaba herramientas. Procedía también de África, de donde había pasado a Europa hace más de 800.000 años, según demuestra el yacimiento de Atapuerca, en la provincia de Burgos, y aquí había seguido una línea evolutiva propia hasta hace unos 45.000, fecha aproximada en que se, pese a ser un humano evolucionado, empezó a extinguirse al entrar en contacto con el hombre moderno. Parece probado que era una especie distinta de la nuestra y que no pudo cruzarse con nuestros antecesores, pues ahora no se hallan genes neandertales. Por último, el Homo Sapiens entró en el Nuevo Mundo por el Estrecho de Bering hace unos 15.000 años, poblando a continuación las dos Américas.

Los humanos modernos se hicieron cazadores muy eficaces en el continente euroasiático, donde hallaron grandes manadas de bisontes, renos, mamuts, caballos, etc., que se convirtieron en presas fáciles merced a la utilización del fuego y las armas de piedra, hueso y madera. Durante muchos miles de años pudieron mantener un notable equilibrio ecológico, pero, sea por el crecimiento poblacional, sea por los cambios climáticos del último periodo glacial, que hicieron retroceder los hielos hacia Groenlandia y extenderse los bosques en sustitución de las tierras de pasto, o sea por ambas causas actuando de consuno, lo cierto es que por su causa extinguieron muchas especies animales, entre ellas las del Homo Erectus y el Homo Neandertalensis. Sirva a título de prueba de la capacidad depredadora del hombre moderno y de la forma aproximada en que se extendió por el planeta la siguiente argumentación de Martin, un profesor de la Universidad de California:

Introducimos 100 paleoindios en Edmonton. Los cazadores capturan un promedio de 13 unidades animales anuales por persona. Una persona de una familia de cuatro lleva a cabo la mayor parte de la matanza, a un ritmo de una unidad animal por semana…

La caza es fácil; el grupo se duplica cada veinte años hasta que las manadas locales se agotan y deben explorarse nuevos territorios. En 120 años, la población de Edmonton llega a 5.409 habitantes. Se concentra en un frente de 59 millas de profundidad, con una densidad de 0,37 personas por milla cuadrada. Detrás del frente, la megafauna está exterminada. En 220 años el frente alcanza el norte de Colorado… En 73 años más, el frente avanza las mil millas restantes (hasta el Golfo de Méjico), alcanza una profundidad de 76 millas y su población llega a un máximo de poco más de 100.000 personas. El frente no avanza más de 20 millas anuales. En 293 años, los cazadores destruyen la megafauna de 93 millones de unidades animales. (P. C. Martin, en Harris, M., Caníbales.., páginas 36-37)

El argumento, que es excesivamente exagerado en su conclusión, vale para hacerse una idea aproximada de las habilidades de cazador que adquirió el Homo Sapiens durante la Edad de Piedra, o etapa del salvajismo, y de la expansión consiguiente que no tuvo más remedio que suceder, pero no porque la población creciera al ritmo que expone el Sr. Martin. Sólo con que la tasa de crecimiento poblacional hubiera sido de un 0,5 % anual, la población se habría duplicado cada 139 años y si este ritmo se hubiera mantenido tan sólo durante los 10.000 últimos años del Paleolítico, los humanos habrían alcanzado un número superior a los 600.000 trillones, como cualquiera puede comprobar con su calculadora (V. Harris, Caníbales…, página 31). La tasa de crecimiento poblacional fue muy inferior. Seguramente no pasó del 0,001% para todo el Paleolítico Superior.

El salvajismo duró hasta hace unos 10.000 años, cuando nació una nueva organización social que, lo mismo que las bandas nómadas habían hecho hasta entonces, se extendió y diversificó hasta ocupar todo el globo. La caza y recolección de alimentos silvestres, que había sido la única economía practicada por los humanos durante decenas de miles de años, quedó arrinconada en algunos pocos lugares del planeta, en los desiertos y los polos, donde la naciente domesticación de animales y plantas no tenía posibilidades de éxito. La nueva organización era más potente, porque en los espacios que ocupaba podía organizar más fuerza y producir más recursos. El salvaje prehistórico no tuvo ninguna posibilidad de hacer frente a los nuevos tiempos, por lo que o bien adoptó la domesticación de animales, la agricultura y el resto de las técnicas productivas del Neolítico, o bien, no pudiendo defender su mundo contra los nuevos agricultores y pastores, tuvo que recluirse en los escasos lugares que aquéllos no pudieron colonizar. En ellos subsistió el mundo paleolítico como una estrategia secundaria de organización y producción.

Todo lo cual sucedió a una velocidad vertiginosa en comparación con la que habían tenido hasta entonces las cosas humanas. Las formas neolíticas de vida empezaron en los montes y valles de Oriente Próximo entre el 10.000 y el 7.000 a. d. J. y en el 2.000 ya había sociedades neolíticas en toda Europa y Asia. En el continente americano empezaron algo más tarde, hace unos 5.000 años, pero también allí se extendieron con una rapidez similar.

El Neolítico fue el día de las sociedades tribales, o día de la barbarie, como tradicionamente se le ha designado. Pero en la mañana se estaban ya preparando otras formas superiores de cultura, las civilizaciones. Hace 5.500 años existían ya en Oriente Próximo, hace 4.500 en el valle del Indo, hace 3.500 en China y hace 2.500 en América Central y Perú. La sociedad civilizada fue el ocaso de la tribal, como la tribal había sido el ocaso de la salvaje. A su paso se fueron extinguiendo o modificando las formas surgidas del Neolítico. Mucho antes del descubrimiento de América, en 1.492, que marcó la destrucción definitiva de las tribus neolíticas, éstas ya habían sido seriamente dañadas por la expansión imparable de la civilización. Subsistieron algunos grupos en América del Norte, en el Norte de México, el Caribe, la cuenca del Amazonas, algunas zonas del África Subsahariana, otras del Asia interior, Siberia y las islas del Pacífico, incluida Australia. La expansión europea posterior al descubrimiento de América desalojó incluso de estos lugares toda forma de vida tribal y en el presente puede decirse que se han extinguido por completo. Las pocas tribus que pudieron estudiar los etnógrafos durante el siglo XX estaban ya sujetas al dominio de alguno de los imperios europeos, por lo que sus tradiciones no estaban intactas, particularmente sus instituciones guerreras, debido a que la máxima preocupación de las civilizaciones no puede ser otra que la de imponer la paz bajo la ley, como más adelante habrá de verse.

– La sociedad salvaje: la prohibición del incesto.

¿Por qué no sobrevivieron y se extendieron el Homo Neandertalensis y el Homo Erectus como el Homo Sapiens? La respuesta aparece por sí sola cuando se contraponen de nuevo la conducta animal, particularmente la de los simios, y la de los humanos. A excepción del orangután, los simios del Nuevo y del Viejo Mundo son, como el hombre, animales fundamentalmente sociales. Que una especie sea social quiere decir que dos o más adultos son capaces de establecer uniones duraderas, lo que excluye de esta consideración los vínculos que puedan darse entre las madres y sus hijos pequeños. La sociabilidad de los simios existe además para satisfacer necesidades biológicas, razón por la que gravita sobre el sexo, el alimento y la defensa del territorio.

El primer factor de sociabilidad, la atracción sexual, tiene una consecuencia positiva sobre la vida del grupo de simios, la de garantizar su continuidad, y otra negativa, la de ser causa permanente de disputas entre los machos por la posesión de las hembras. Este motivo de tensión, que apenas disminuye durante los cortos periodos de tiempo en que existe un macho ganador que se reserva para sí el acceso exclusivo a las hembras de la horda, hace que la horda misma se halle frecuentemente limitada en sus actividades, debido a que las jerarquías que brotan de cada pelea son poco duraderas y la horda está siempre amenazada por la desintegración.

El segundo factor, el alimento, es motivo del mismo modelo jerárquico de dominio y sumisión. Igual que los machos más poderosos compiten por las hembras, así también compiten por los alimentos. Hay, empero, una diferencia necesaria. En lo tocante al sexo, el macho vencedor sacia su instinto e impide que lo hagan los demás, pero en lo tocante a la comida el macho vencedor y la hembra vencedora, porque somete también a las otras hembras, se sacian y dejan a los demás los restos del botín. Puesto que se puede vivir sin sexo, pero no sin alimentos, el grupo no podría subsistir si la mayoría no tuviera nada que comer. En la alimentación existe la cooperación indispensable para la supervivencia de los individuos.

La cooperación es más activa todavía cuando hay que defender el territorio. Las hordas de primates son grupos sociales cerrados y, excepto algún que otro caso, buscan su comida en un lugar que defienden firmemente contra las incursiones de otras hordas de la misma especie. Pocas veces llega a producirse un combate en toda regla, porque los contendientes son más fanfarrones que valientes, pero las amenazas y los amagos de lucha son constantes, lo que hace saber cada uno de ellos gritando estridentemente y golpeándose el pecho con los puños cerrados como si fuera un tambor.

Esta organización social es esencialmente distinta de la humana. Los simios no son capaces de someter a control las pulsiones del hambre y el sexo, ni saben interponer un freno entre ellas y su satisfacción. Carecen de la contención de sus instintos a que hemos dado el nombre de “alma”, lo que es suficiente para pensar que el hombre actual es una especie aparte, porque se ha liberado de la naturaleza a la que siguen sujetos los animales, incluidos los primates inteligentes y sociales. Esto es algo manifiesto en la organización social humana, en cuyo interior aprenden los individuos a reprimir y canalizar sus pulsiones internas, subordinándolas a los fines generales.

El comportamiento sexual es el paradigma general de muchas otras conductas. Todas las sociedades conocidas han dispuesto algún tipo de prohibición del incesto. En todas se prohiben las relaciones sexuales entre padres e hijos, entre parientes cercanos, entre hermanos y, en muchos casos, también entre primos. Las excepciones a la regla, como la existente entre los faraones del Antiguo Egipto, son sólo aparentes, pues, si bien el faraón podía desposar a su hija, la mujer del faraón no podía desposar a su hijo; luego incluso en este caso había prohibición. El sexo está sujeto a toda suerte de reglas y restricciones, canalizando los impulsos sexuales individuales. Pero, pese a las apariencias, no es la contención individual del instinto lo más importante, sino el hecho de que por su causa las mujeres no están disponibles en exclusiva para el macho que venza en la lucha y en realidad potencialmente disponibles para todos, pues cada uno de los machos de la horda puede aspirar alguna vez a la victoria. Una hembra de primate es solamente una hembra igual a cualquier otra, pero una mujer no es una mujer más, sino una hermana, una madre, una prima, una esposa, una mujer ajena, etc., es decir, es siempre alguien con quien no se deben mantener relaciones sexuales o alguien con quien sí es posible hacerlo. Se trata de la primera distinción intelectual establecida por los hombres entre seres naturales, del primer pensamiento real y práctico que ha existido, porque pensar consiste ante todo en oponer una cosa a otra. Cuando se dice que un triángulo es un polígono de tres lados se está diciendo que no es un círculo, un cuadrado ni cualquier otra figura geométrica. Algo idéntico está implícito cuando un hombre se dirige a una mujer determinada. Es obvio, por otra parte, que la clasificación de las mujeres en accesibles y no accesibles sexualmente, clasificación que sigue a la prohibición del incesto, existe sólo en la cabeza de los humanos, pues desde el punto de vista biológico no hay distinción alguna entre ellas.

El lado negativo de la prohibición del incesto, impedir ciertas conductas sexuales poniendo en práctica la contención y el freno de los instintos, es solamente el principio de la sociabilidad humana. Que un individuo no pueda desposar a sus hermanas es el reverso de dos obligaciones consecuentes que fundan la sociedad, la de permitir que las desposen otros, con los que inevitablemente habrá establecido una relación que no se habría dado de otro modo, y la de desposar a las hermanas de los mismos o de otros distintos, con los que entrará asimismo en relación. La prohibición del incesto es la naturaleza superada porque de ella brota el intercambio. A partir del momento en que existe, los matrimonios son el recurso principal para la estabilidad de las sociedades. Por su medio se crean lazos de parentesco y se sellan alianzas para garantizar la paz entre vecinos que de otro modo serían enemigos.

La prohibición del incesto es, en suma, la sociedad misma. De sus efectos, que son las líneas del parentesco, extrajeron las bandas salvajes del Paleolítico el plan general para el reparto de los alimentos, lo cual resulta imposible a los animales. Los datos de la arqueología ponen de manifiesto que, mientras los simios devoran la comida en el lugar en que la han encontrado, los hombres la llevan al campamento y allí la reparten. El alimento se distribuye, como también se distribuye la satisfacción del sexo, y los fuertes no abusan de los débiles. En la sociedad salvaje no pasa hambre un individuo si no la está pasando todo el grupo. Un abandono semejante es propio de sociedades que se han organizado después de otro modo, pero no de las sociedades salvajes que existieron durante el Paleolítico. La generosidad y la cooperación se impusieron durante ese periodo, pero no por una bondad natural que tampoco entonces existió, sino por los premios y castigos establecidos por los sistemas parentales con el fin de que el comportamiento social resultara más conveniente que el individual. En consecuencia, los alimentos sirvieron también como factor de estabilidad de las sociedades humanas, al contrario de lo que sucede con las simiescas.

En cuanto a la territorialidad, las sociedades paleolíticas manifestaban también una conducta diferente de la de los simios. Las bandas de cazadores y recolectores se definían por lo general en términos del espacio que ocupaban, pero éste nunca se hallaba ocupado de modo exclusivo, pues las alianzas y lazos creados por el matrimonio entre bandas diferentes abrían el territorio a los aliados, lo que se hacía con toda seguridad por resignación y no por inclinación natural.

Luego la diferencia entre la sociedad humana y las de los simios es que en la primera existe el intercambio de mujeres entre los que no son parientes y de bienes y servicios entre los que sí lo son. La prohibición del incesto, acompañada de las reglas matrimoniales y las de residencia, prescriben con qué grupos se deben intercambiar mujeres y con cuáles no. El intercambio de bienes y servicios sigue las líneas trazadas por estos trasvases de personas. Este es el procedimiento que pusieron en práctica las sociedades salvajes para consolidar lazos ya establecidos con los grupos amigos, para establecer alianzas con grupos potencialmente enemigos y para sellar pactos contra otros de los que no se deseaba o no se esperaba amistad alguna.

– La sociedad salvaje: la guerra.

Nuestros antepasados del Paleolítico, fueron, pues cazadores y recolectores organizados en bandas surgidas del parentesco. Sin animales de carga ni máquinas para transportar enseres, no pudieron desear ni poseer más pertenencias que las que pudieran cargar sobre sus espaldas. Fueron ricos porque, de las dos maneras que hay de serlo, una, que consiste en acumular riquezas y nunca se satisface, y otra, que consiste en no desearlas y se satisface pronto, ellos eligieron la segunda. Por esto las bandas no podían ser grandes, no mayores de 50 ó 100 individuos por término medio, una cifra que variaba seguramente según los recursos disponibles, la abundancia de agua y otros factores, pero que en ningún caso igualaba la de un poblado agrícola neolítico. Y en el interior de cada uno de aquellos grupos no existía más diferenciación que la creada por los lazos de parentesco. No había especialistas de la política, hombres de poder, sacerdotes, profesionales del comercio o la industria, abogados, médicos, obreros, etc. Solamente había padres, madres, hijos, hermanos y otros parientes. Eran, pues, sociedades igualitarias, las únicas sociedades igualitarias que han existido.

Pero no eran pacíficas, como han querido ver los que mantienen la creencia en el buen salvaje, creencia que no pasa de ser una proyección de un cierto irenismo occidental sobre los salvajes reales. Los primeros europeos que los conocieron después del descubrimiento de América ya coincidían en señalar que eran gentes “sin ley, sin rey, sin Dios”, y los etnólogos que han tenido ocasión de estudiar sociedades no adulteradas por Occidente, como los Yanomami del Amazonas, dan fe de su dinamismo guerrero. Por último, un argumento se impone con fuerza: si la población de cazadores y recolectores se mantuvo aproximadamente estacionaria durante el Paleolítico, fue por la práctica generalizada de la guerra y el infanticidio femenino, que era un efecto suyo. Ahora bien, una vez desechada, por irrealizable y fantástica, la idea de que todas las bandas del Paleolítico se hubieran puesto de acuerdo en hacerse la guerra con el propósito consciente de contener el aumento poblacional y hubieran además mantenido vigente dicho acuerdo durante más de 40.000 años, es obligado buscar en otro lado el origen de la guerra.

Clastres menciona tres soluciones a este problema, de las cuales estima que sólo una es verdadera. Las otras dos deben exponerse aquí porque, pese a ser erróneas, son convicciones comunes de nuestro tiempo y es necesario ponerlas en solfa. La primera de éstas es la de quienes creen que el hombre posee una naturaleza asesina que le impulsa a cazar cuando tiene hambre y a matar por diversión cuando no la tiene, un paso extremadamente fácil, según dicen, para el cazador, porque, siendo las mismas las herramientas de caza y las armas de guerra, su mente poco desarrollada apenas hace distingos entre la actividad guerrera y la económica. Pero si esto fuera cierto, si el salvaje confundiera la caza y la guerra, entonces debería dedicarse indistintamente a cazar animales y hombres para comérselos cada vez que tiene hambre, algo que ni siquiera hacen los caníbales. Si el Homo Neandertalensis y el Homo Erectus sirvieron de comida al Homo Sapiens, lo que, por otro lado, no está probado, fue porque éste no los concibió como hombres. Los humanos modernos no mantienen relaciones sexuales con sus parientes ni se comen a sus iguales. Y ninguna de sus sociedades está compuesta de individuos tan imbéciles que no distingan a las mujeres accesibles sexualmente de las que no lo son y a los animales de los hombres. Por otro lado, la agresividad, como los demás instintos del hombre, adolece de la indefinición característica de la especie y es, por tanto, moldeada siempre por las instituciones sociales. El caníbal no captura enemigos para comérselos por hambre sino por motivos rituales. Y si la agresividad es el origen de la guerra entonces, puesto que es la cultura lo que la contiene y la canaliza, hay que concluir que en la cultura está verdaderamente su origen, como más adelante se verá.

La segunda solución errónea es más compleja. Consiste en pensar que las tecnologías de producción están sometidas a un avance más o menos sostenido, pero siempre creciente. El reverso necesario de esta idea es que, dado que el progreso es constante hacia el futuro, pese a todos los obstáculos e interrupciones que de hecho se le interponen de vez en cuando, el retroceso tiene que ser igualmente constante conforme el historiador vaya retrocediendo hacia el pasado, lo que conduce a la conclusión de que en la antigüedad más remota, esto es, en las sociedades salvajes, la capacidad productiva tendía a cero. Y como, además, los hombres siempre han sido muchos y la comida poca, no tenían otra opción, concluye el historiador imbuido de esta convicción, que pelear entre sí para adquirir o conservar lo que ni les regalaba la naturaleza ni les procuraba su primitiva tecnología.

En esta convicción hay al menos dos errores graves. El primero es el del progreso mismo. Sin necesidad de referirse a otras especies humanas, como la del Erectus y el Neandertalensis, cuyos avances técnicos fueron prácticamente nulos durante uno o dos millones de años, la humanidad actual sólo ha experimentado dos progresos significativos, el de la Revolución Neolítica, que es todavía la base de nuestra existencia, y el de la Revolución Industrial del siglo XVIII. Que durante estos 200 últimos años se hayan acumulado las invenciones no autoriza a creer que ha sucedido lo mismo durante los 90.000 años transcurridos desde que nuestra especie pasó de África a Eurasia. Si los progresos habidos se representaran sobre una línea se comprobaría que sólo la última décima parte de la misma mostraría una primera curva ascendente, que se interrumpe pronto, y otra más en la última quingentésima parte, cuyo final todavía no podemos vislumbrar los hombres del presente.

El segundo error de la tesis es lo que ha dado en llamarse “economía de subsistencia”, la imaginada vida de miseria que arrastraron los salvajes durante el Paleolítico. No hay nada más lejos de la realidad. Hoy se sabe que han satisfecho siempre sus necesidades con esfuerzos poco prolongados y poco duros. Todavía en pleno siglo XX los Bosquimanos ¡Kung del desierto del Kalahari empleaban en la producción de alimentos solamente al 65% de su población y este grupo dedicaba a la producción solamente el 36% de su tiempo, lo que representaba dos días y medio de trabajo por semana, a un promedio de seis horas diarias de trabajo. Su “jornada laboral” constaba de 15 horas semanales (V. Sahlins, Economía…, pp. 22 y ss.) Estos Bosquimanos, cuyas herramientas no eran diferentes de las usadas en el Paleolítico, obtenían con ellas todo lo necesario para vivir en un desierto que, según es comúnmente aceptado, es uno de los ecosistemas más pobres de la Tierra. Tampoco eran diferentes las herramientas utilizadas por los antepasados de los indios en las llanuras americanas, lo que no les impidió cazar grandes cantidades de bisontes antiguos, animales que medían 1,80 ms. y pesaban 1.000 kgs. En Folsom, Nuevo México, se hallaron restos de una cacería de hace 11.000 años, en el transcurso de la cual se capturaron más de 193 bisontes de estos. Otros hallazgos del Viejo Mundo revelan la misma competencia productiva de los salvajes paleolíticos. Todo indica que no tenían necesidad de avances técnicos para llevarse a la boca alimentos de los que hoy carecemos nosotros. Sus técnicas de caza, que iban desde el simple acoso a un animal aislado hasta la acción de acorralar con fuego a una manada entera para despeñarla por un barranco, donde era fácil presa de los proyectiles de piedra y hueso de sus perseguidores, eran más que suficientes para lo que necesitaban.

Luego la guerra del salvaje no procede de su peculiar agresividad ni de su peculiar economía. ¿De dónde entonces? De la propia estructura de su sociedad, responde Clastres. Lo mismo que el arco en tensión sólo existe para disparar la flecha, la forma de vida salvaje es una organización para la guerra y sólo subsiste en la medida en que está dispuesta a la guerra. Cada una de las innumerables bandas de la humanidad paleolítica vive en la abundancia y tiende a producir por sí misma, sin depender de ninguna otra, lo que necesita para vivir, por lo que cada una tiende a cerrarse sobre sí misma y a excluir a las demás, procurando no tener relaciones con ellas. Todas rehuyen la dependencia y buscan la autarquía. La segregación de unas por otras y la producción de diversidad entre ellas es la tendencia permanente de su régimen de vida.

La comunidad es ante todo una comunidad territorial. Que la existencia del salvaje sea la de un nómada errante es sólo la apariencia de las cosas, una ilusión óptica padecida por los hombres sedentarios, pues el territorio recorrido por él en sus correrías de caza es siempre el mismo, si bien es inmenso para aquel cuya vida transcurre siempre en un solo lugar, encerrado en los límites hasta donde alcanza su vista. Sobre el territorio que recorre el salvaje, tanto si aplica a todo él su actividad de cazador como si no, establece su dominio y su derecho. Pero su dominio y su derecho lo son contra otros. Aquí, no en el territorio mismo, reside el verdadero germen de la guerra, de la permanente disposición a batallar contra todo aquel que pueda disputárselo.

De hecho, apenas existen incursiones territoriales entre salvajes, de modo que mal podría ser la necesidad de defender el territorio, o el alimento que extraen de él, lo que pusiera en pie de guerra a todos contra todos. El territorio y cuanto contiene es más el pretexto que la causa de esta potencial confrontación generalizada. El derecho que, en cuanto tal derecho, excluye a otros, no podría existir si antes no estuvieran definidos los límites que separan al grupo de cada uno de todos los demás, si no estuviera definida la unidad política a que pertenecemos nosotros y ellos no. ¿Quién o qué han enseñado al salvaje que hay diferencia entre nosotros y ellos? Nada en particular, pues realmente no existe. Es la lógica propia de las cosas humanas: nosotros sólo somos una unidad si los otros quedan excluidos. Unir es separar y distinguir y lo contrario es confundir; donde únicamente existen confusiones entre individuos, como entre los simios, no es posible que broten unidades políticas superiores a los individuos mismos. Los animales siguen siendo individuos incluso cuando viven en hordas, pero los hombres son siempre, inevitablemente, partes de un grupo. Son sociales por naturaleza, en tanto que los animales son, como mucho, gregarios por naturaleza. Y no es la confusión, sino la oposición, lo que forma unidades políticas. Esto es cuanto se quiere decir al decir que la sociedad salvaje es una sociedad para la guerra.

La misma operación lógica que opone a las mujeres no prohibidas sexualmente con las que están prohibidas opera aquí oponiéndonos a nosotros y a ellos. Si la oposición desaparece, la unidad política pierde entidad, se diluye y olvida. El salvaje antiguo, como el civilizado actual, sólo sabe ser y pensarse como único por contraposición a los demás. Que uno aplique esta lógica al territorio y el otro a otras cosas, como la libertad, el progreso o la democracia, es una diferencia de matiz que no borra la identidad esencial del procedimiento. El salvaje pone el origen de la guerra en la afirmación de su propia diferencia, lo que hace que la violencia real y efectiva salte al menor incidente. Sus sociedades son sociedades en guerra, lo que no significa que estén siempre batallando, sino que están siempre dispuestas a ello, como decía Hobbes. Tampoco hay tormenta todos los días en que el cielo aparece cubierto de nubarrones, sino solamente amenaza de tormenta. Si las bandas salvajes hubieran estado en guerra real de todos contra todos, habrían acabado como acaba toda guerra, con un vencedor y un vencido, y, por ende, con un amo y un siervo, lo que habría sido el fin de sus agrupaciones autárquicas e igualitarias. Y ahora sabemos que no fue así, sino que existieron durante el periodo más largo de la existencia del Homo Sapiens.

La organización política de la Edad de Piedra comprende un Yo y un Otro o, mejor, un Yo contra un Otro. El primero encubre que el segundo es también un humano y proyecta sobre él características que lo presenten ante sí como un ser distinto y opuesto. En el extremo lo expulsa de la humanidad para que la oposición sea decisiva. Los indios Guaraníes se llaman a sí mismos “Ava”, “los hombres”, los Guayakí, “Aché”, “las personas”, los Waika, “Yanomami”, “la gente”, los Esquimales, “Innuit”, “los hombres”; se dice que algunos conquistadores de América llegaron a creer que los nativos no tenían alma y, como contraste, los indios hirvieron alguna vez en agua a prisioneros españoles para comprobar si eran dioses u hombres; unos correos capturados en una ocasión por los soldados de Pizarro llevaban a su cacique un mensaje de otro cacique en que se aseveraba que los españoles eran mortales; los griegos y los romanos llamaron “bárbaros” a los que no eran griegos ni romanos, seguramente porque las lenguas extranjeras sonaban a sus oídos como los balbuceos de los niños; el significado de la palabra española “algarabía” es un derivado del árabe y significa en ese idioma “la lengua árabe”; los árabes, por su lado, despreciaron siempre a los cristianos por politeístas. La lista, que es interminable, enseña siempre lo mismo, que los hombres de cada sociedad se piensan a sí mismos como los hombres y los demás como menos, y ocasionalmente como más, que hombres.

Una cosa es segura, pese a todo: que el Otro no es otro realmente, sino sólo culturalmente, socialmente. El Otro, por su lado, es también un Yo que se comporta de modo idéntico. Así fueron todas y cada una de las centenares de miles de sociedades que debieron existir durante la Edad de Piedra. El proceder fue universal. El salvaje clasificaba a todos los que no fueran él en amigos y enemigos. Buscaba aliados contra los segundos intercambiando mujeres, bienes y servicios con los primeros. Es obvio que cuando los enemigos no existen no es preciso hacerse amigos. Pero existen. Luego no es posible la endogamia y la autarquía puede esfumarse. Además, los amigos y los enemigos son tornadizos, lo que obliga a crear alianzas nuevas a cada paso y a reforzar o cambiar las antiguas. Proteger la propia identidad exige estar alerta, pues la amenaza puede venir de cualquier lado. No hay más remedio que dar y recibir mujeres, no porque se desee, sino porque hay que resignarse a ello, por la necesidad de la situación. Si pudiera, el salvaje recibiría sin dar, según ponen de manifiesto las incursiones de captura de mujeres, como la guerra de las Sabinas, emprendida por los primeros habitantes del Lacio. Pero es una táctica demasiado peligrosa y a la larga está condenada al fracaso. Queda entonces el mal menor: el intercambio obligado por la prohibición del incesto.

De la contención del instinto sexual viene la prohibición del incesto y ésta es utilizada como estrategia para la supervivencia política. Un grupo salvaje no necesita, por lo general, buscar mujeres ni bienes económicos, pues ya tiene. Busca preservar la unidad y permanencia de la propia banda. El intercambio matrimonial y el intercambio económico tienen funciones políticas. No de otro modo actuaron César y Pompeyo en los comienzos del Imperio Romano y las monarquías europeas durante más de 1.000 años.

Todo lo cual indica que la sociedad salvaje fue profundamente conservadora, reaccionaria incluso, como diríamos hoy. En su interior existieron únicamente las diferencias establecidas por el parentesco. Aquella sociedad no fue una horda de simios que practicaba la promiscuidad sexual. Eso es un reflejo de la visión morbosa del europeo. Las sociedades simiescas sí son promiscuas, pero no las humanas. Los miembros de la sociedad salvaje eran esposos, padres, hijos, hermanos y otros familiares, por un lado, con todos los cuales no estaba permitido el matrimonio, y, por el otro, individuos no pertenecientes a la propia estirpe, con los que sí era posible casarse. No había labriegos, abogados, pastores, industriales, médicos, comerciantes, políticos u otros grupos profesionales. Al compararlas con las actuales resaltan su simplicidad y su igualdad internas. Tendían a un centro, el ocupado por el ancestro familiar del que procedía cada grupo. Eran, pues, centrípetas. En su exterior, por el contrario, eran centrífugas. Todas procuraban igualmente impedir las injerencias de las demás. La identidad interior y la diversidad exterior eran la cara y la cruz de la misma moneda.

Fueron sociedades retardatarias por su organización. Trataban de resistir el paso del tiempo y, pese a que no lo lograban, pues todas las sociedades están en el tiempo y experimentan cambios, su misma estructura social fue un sistema ideado para evitarlos. Que no podían tener éxito es evidente en cuanto se considera que un grupo de cazadores no puede ser grande y que el aumento de población, por muy lento que sea, no puede sino inducir a esta clase de sociedades al establecer divisiones internas al cabo de los años, divisiones que daban lugar a otras bandas, que acababan oponiéndose a las anteriores, y así sucesivamente. A diferencia de las otras especies humanas, la del Neandertalensis y la del Erectus, cuya organización fue simiesca, la de los humanos modernos generaba incesantemente nuevos focos centrífugos, que fueron la causa original de su expansión por todo el planeta, hasta que esta organización en bandas llegó a su ocaso con el tribalismo.

– La sociedad tribal.

Las tribus entran en escena durante el entreacto que separó a las sociedades paleolíticas de las civilizadas. Una tribu es un progreso en complejidad sobre una banda de cazadores, pero su organización política reposa todavía sobre el parentesco. Pese a seguir siendo una organización esencialmente primitiva, fue capaz de generar núcleos políticos grandes y poderosos. Los reinos africanos de Timbuctú y Benin, así como las monarquías medievales de los castellanos, los leoneses y los francos de Carlomagno son buenos ejemplos de esa capacidad. Aparecidas durante el Neolítico, estas sociedades humanas bárbaras aprendieron a aprovechar los recursos del suelo mucho mejor que los cazadores anteriores. El resultado fue una transición general hacia el sedentarismo, la agricultura, el pastoreo, la mayor densidad de población, las ciudades, etc., y, por último, la preparación del terreno para el advenimiento de las civilizaciones. El tamaño relativamente reducido de sus agrupaciones, la relativa baja densidad de población y la eficacia de sus técnicas de alimentación les permitieron existir todavía como sociedades simples que no tenían necesidad de los niveles de integración propios de las sociedades estatales.

Por eso pudieron utilizar la misma lógica expansiva del parentesco de las sociedades salvajes anteriores. Si el padre de un hombre y el hermano de su padre son iguales para él en autoridad, posición social y capacidad de decisión sobre todas las acciones importantes del grupo a que pertenece, entonces el hijo del hermano de su padre es igual a su hermano. También son lo mismo el padre de su padre y el hermano del padre de su padre. Luego considerará también como padre al hijo del hermano del padre del padre de su padre y como hermano al hijo de este hombre. Si, como suele suceder en las sociedades tribales, se lleva esta lógica hasta el final, todos los varones del primer escalón de la línea ascendente de un individuo son sus padres, los del segundo sus abuelos paternos, los del principal sus hermanos, y así sucesivamente.

Los primeros exploradores, misioneros, funcionarios públicos y soldados que conocieron la vida tribal creyeron que las gradaciones de parentesco eran solamente lo que aparentaban ser, gradaciones absurdas, sobre todo las de algunas tribus, como los aborígenes australianos, que las habían llevado hasta el extremo de que los etnógrafos no podían comprenderlas si no hacían uso de fórmulas matemáticas complejas. Un europeo no podía entender que eran formas de organización política, pues se lo impedía su propia presencia. Un soldado, un funcionario gubernamental o un misionero no podían hallarse entre nativos si no era porque antes se les había impuesto una organización estatal extraña, por cuya causa las nomenclaturas de parentesco habían quedado reducidas a meras supervivencias desgajadas del pasado, como un miembro separado del cuerpo que le da vida. Pensar, como algunos pensaron, que los primitivos no sabían quién era el padre biológico de cada cual porque desconocían cómo se engendran los hijos, fue sólo una muestra de estupidez propia de quienes no entendieron nada.

Lo importante es que la lógica expansiva de los linajes da lugar a una especial integración, a un conjunto de reglas y costumbres útiles para decir de qué individuos y grupos cabe esperar colaboración y de cuáles no, y para indicar quién puede sobresalir por encima de los demás en honores y autoridad y quién no. En una tribu cada grupo puede normalmente apañárselas por sí mismo sin contar con los demás. Se recurre a ellos en caso de emergencia. Los Tiv de Nigeria incorporan más de 800.000 personas a una genealogía común que se remonta a un único antepasado por línea paterna. Los linajes que proceden de dicho antepasado y pertenecen al mismo escalón se oponen entre sí, pero forman una unidad superior solidaria frente a otros grupos cada vez que hay conflictos y guerras. La pertenencia a la línea directa de descendencia del ancestro fundador suele servir para que un individuo goce de prestigio ante los demás. Lo mismo sucede entre los Tanala de Madagascar, que otorgan más honor a quienes se hallan más cerca del ancestro. Ese honor dura toda la vida. En otros casos, como el de los indios Comanches, se reconoce autoridad y honor a los varones que están en la plenitud de su fuerza viril y a las mujeres que están en la plenitud de su fecundidad. Cuando pasa ese momento pierden honor y autoridad. Los comanches tienen también una organización parental, lo que no impide que se ponga por delante un principio militar.El parentesco es una estructura flexible. Puede favorecer indistintamente los principios militares, los religiosos, los económicos, etc.

– Origen y esencia de la sociedad civilizada.

Las sociedades civilizadas son el último adelanto en complejidad y riqueza cultural. En ellas no tienen ya vigencia las agrupaciones parentales, que quedan desplazadas a un segundo término, siendo ocupado su lugar por las agrupaciones profesionales, que, una vez que existen, tienden a extenderse y diversificarse. Platón ha explicado mejor que nadie cómo sucede esto. Los pasajes 369 b á 374 e de La República presentan a Sócrates procurando convencer a Glaucón y Adimanto de que es inevitable que la pólis crezca al ritmo de la satisfacción de las crecientes necesidades de los individuos. El punto de partida es que un hombre no se basta a sí mismo, por lo que que tiene que tomar a uno para cubrir una necesidad y a otro para cubrir otra. De ahí nace la comunidad humana. Si se supone que el alimento, el vestido, el calzado y el cobijo son las necesidades más elementales, hay que conceder que la comunidad más simple constará de un labriego, un tejedor, un zapatero y un albañil, cada uno de los cuales habrá de dedicar todo su tiempo a los demás, excepto si es factible que el labrador, por ejemplo, dedique una cuarta parte de su tiempo a su alimento, otra a su vestido, otra a su calzado y otra a construir su casa. Adimanto dice que no es posible, debido a que cada hombre trabajará mejor dedicando todo su tiempo a un solo empleo, y Sócrates concluye que en ese caso la diversidad en el trabajo es inevitable, pues cada hombre tendrá que ordenar sus aptitudes con vistas a una sola ocupación. Ahora bien, los cuatro oficios elementales exigen algunos más, porque si cada uno de los hombres que los ejercen tienen que dedicarles todo su tiempo, necesitarán que alguien les prepare las herramientas con que han de trabajar en ellos y será preciso que haya, además de los elementales, otros dos más, el del carpintero y el herrero; pero entonces habrá tres más, el del ovejero, el del boyero y el del pastor, porque los labradores necesitan bestias de carga, los zapateros cuero para zapatos y los tejedores lana para vestidos.

La comunidad ha crecido pero aún no llega a satisfacer las necesidades propuestas como elementales. Sócrates encuentra que hace falta todavía importar productos de otras poblaciones, cercanas o lejanas, lo que no puede hacerse si no se exportan otros, por lo que el número de oficios debe aumentar de nuevo, pues ha de haber navegantes, comerciantes, mercaderes, gentes que conduzcan caravanas, asalariados, etc.

Esta multitud de oficios sólo alcanza, sin embargo, para que la población disponga de trigo, vino y pescado, para que nadie vaya desnudo o descalzo ni tenga que vivir a la intemperie. Sócrates defiende esta clase de vida por su austeridad, pero Glaucón objeta que no sería una vida de hombres, sino de cerdos, en lo cual acierta, añadimos nosotros, porque la alimentación o el vestido no son para los hombres una simple satisfacción del hambre o una simple defensa del frío. Un humano cualquiera exige siempre comida superior a la de Imo y ropa bien tejida. La satisfacción de la mera necesidad le aproxima peligrosamente al animal. Sócrates aparenta resignarse a la exigencia de Glaucón y responde que entonces hace falta más, mucho más, porque habrá que darles muebles de todas clases, alimentos apetecibles, perfumes, cortesanas y otras cosas, lo que no puede hacerse si no se traen orfebres, músicos, poetas, bailarines, maestros, peluqueros, médicos y otros oficios. El resultado es que el país quedará pequeño para tantas cosas como habrá que producir y habrá de apoderarse de otras tierras para más cultivos y más pastos, por lo que tendrá que prepararse para la guerra, porque los vecinos no cederán de grado esas tierras que se les exijan. Y la ciudad tendrá que ser otra vez más grande para dar cabida en ella a los ejércitos, cuyos hombres habrán de ser guerreros también todo el día y no dedicar una parte de él a la alimentación, otra al calzado, otra al vestido y otra al calzado. ¿O acaso este oficio puede desempeñarse en los ratos que dejen libres las demás ocupaciones y será el único que no exige una dedicación completa?

Hasta aquí Platón, que acierta en lo fundamental. La austeridad, o vida de cerdos, como él la llama, es propia de la vida salvaje. Solamente hemos de borrar de su descripción ese insulto y comprender que aquella sociedad supo mantener una excelente integración política, de la que han carecido las que han venido después, para apreciarla en su verdadero valor. Como contrapartida, apenas desarrolló lo que nosotros ahora vemos como complejidad cultural. Las civilizaciones han actuado en sentido contrario. Las técnicas neolíticas de producción acabaron con el nomadeo e impusieron el sedentarismo, lo que contribuyó decisivamente al aumento poblacional, que se había mantenido relativamente estable durante la Prehistoria. El sedentarismo y el aumento poblacional trajeron consigo la diversificación profesional. Y todo junto provocó la estratificación social. La igualdad paleolítica se perdió para siempre y se ganó un desorden siempre latente. La propiedad estimuló el robo. Los oficios decorosos propiciaron la envidia. El ascenso de unos trajo el descenso de otros. La sociedad ya no pudo dejar de producir diferencias internas. A los restos de las antiguas afinidades y exclusiones del parentesco añadió las de las ocupaciones, las tendencias políticas, las creencias religiosas, los intereses individuales, etc., en el interior, y, en el exterior, siempre tuvo que estar preparada para la guerra.

La civilización no puede subsistir si no regula el desorden. Por ser tan grande, estratificada, internamente dividida y externamente acosada, debe poseer algún medio eficaz de integración, pues el parentesco ya no basta. Cuando se permite que cada grupo y cada individuo disponga a su gusto de todo aquello a que llega su fuerza, el sistema se fragmenta en facciones enfrentadas y desemboca en la guerra civil. Donde todo está permitido nada está permitido.

En un estado de total libertad para disponer de la propia fuerza y el propio poder no podría existir ninguno de los oficios mencionados por Platón. La riqueza cultural propia de la civilización exige que el derecho se imponga sobre el poder, porque éste, dejado a su sola tendencia, destruye la sociedad y, con ella, la vida de los hombres. Civilización y guerra son contrarias. La civilización es un tipo de organización humana obligada a someter a control la fuerza de la sociedad mediante la fuerza de la ley. Pero someter a control no es suprimir ni erradicar, sino canalizar y dirigir. Es la ley, no la escritura, la técnica, la vida ciudadana, etc., lo que diferencia a una banda o una tribu de una civilización. La diferencia esencial, en definitiva, no es otra que el Estado.

En una civilización existe siempre un gobierno: 1.- auténtico, 2.- público, 3.- soberano, 4.- territorial y 5.- separado del resto de la población.

1.- Es auténtico porque se admite por todos que es el único órgano social capacitado para dictar órdenes.

2.- Es público por ser reconocido y admitido por todos, de grado o por fuerza, como auténtico.

3.- Es soberano porque la acción gubernativa es detentada por una minoría que se sitúa por encima de la mayoría y viene obligada a la defensa de los intereses comunes. La mayoría le presta su consentimiento, pues no puede haber gobierno donde ésta, que es la que realmente posee la fuerza, no consiente ser mandada por aquélla. Es corriente, por otra parte, que las minorías se hallen enzarzadas en luchas, a menudo sangrientas, por el poder, pero esto, lejos de debilitarlas, contribuye más bien a fortalecerlas, como ha sucedido siempre en el despotismo oriental. Soberanía significa, por tanto, apropiación exclusiva y legal de la fuerza por un cuerpo social organizado, de manera que los demás sólo puedan disponer de ella si éste se lo permite o se lo ordena.

4.- Es territorial porque el dominio se ejerce sobre los individuos que habitan un territorio, sean de donde sean. Esta es la diferencia existente entre Alarico, rey de los godos, y Felipe II, rey de España.

5.- Por último, el gobierno está separado del resto de la población porque ésta pasa a convertirse en la masa de los súbditos.

Lo mismo que el sistema nervioso central con respecto a los demás órganos es el Estado con respecto a los demás cuerpos de la sociedad. Tiene que estar compuesto de individuos especializados en la acción política y administrativa, a la que dedican todo su tiempo, con el fin de garantizar la seguridad de la sociedad en el interior y de asegurar sus fronteras contra el exterior. Esta peculiar organización de los hombres no pudo aparecer hasta que en las sociedades humanas no se dio un grado de complejidad superior a la del Paleolítico y los primeros tiempos del Neolítico. Lo mismo sucede en la biología, donde el sistema nervioso central sólo es posible cuando la evolución produce cierta complejidad en la conformación de los seres vivos.

– La universalidad real: los imperios.

Las sociedades primitivas mantuvieron un índice estable de fecundidad, crearon organizaciones políticas que tendían a la permanencia y se dotaron de una vida modesta, más cercana incluso a la satisfacción de las necesidades animales de lo que Glaucón observó en la pólis elemental propuesta por Sócrates, pero que tenía la virtud de no empujarles a destruir los recursos naturales. Su modo de vida fue un mecanismo ideado para que no sucediera nada nuevo o para que, si sucedía, quedara integrado en lo viejo y no alterara el orden. Como las estructuras biológicas de los dinosaurios, eran organismos sociales que poseían instrumentos para existir durante todo el tiempo a condición de que no hubiera variaciones en el medio exterior. Su tendencia era la preservación de su ser. Eran, en fin, extraordinariamente conservadoras. El orden social del presente fue siempre para ellas una herencia del pasado más remoto, al que había pertenecido el antepasado fundador, rememorado en sus mitos y leyendas. Sus creencias y costumbres, que les hablaban del orden del mundo y de la sociedad instaurados desde el principio del tiempo, eran suficientes para interpretar todo acontecimiento nuevo e integrarlo en su orden propio de modo que éste no sólo no se alterara sino que, más bien al contrario, saliera fortalecido. Estas sociedades, que fueron siempre jóvenes, no se extinguieron por envejecimiento, sino por el enorme poder de absorción y destrucción de las civilizaciones.

Cierto es que no ha existido una sola sociedad sin cambios. En todas ellas ha habido hombres que han vivido, han trabajado, han luchado, han sufrido, han gozado y han amado durante decenas de miles de años. Desde esta perspectiva todas son igualmente antiguas y ninguna se ha detenido en el tiempo ni es infantil o atrasada. Lo que sucede es que unas no conservan recuerdo del pasado y otras sí, que unas han dejado pasar su tiempo sin acumular hallazgos e invenciones para edificar civilizaciones poderosas y otras no, que unas han puesto en la quietud su ideal de vida y otras en el cambio. Pero todas han cambiado.

El conservadurismo de las sociedades antiguas reposa sobre el particularismo más extremo. Cada una de ellas se piensa como humana en sus ritos, costumbres, mitos y formas de ser y concibe a la otra como bárbara o extranjera. Dado que el animal nunca es un extranjero, ha de suponerse que todos los hombres pertenecen a un solo plano en la creencia y en el ser de cada sociedad, pero esta pertenencia no se traduce nunca en un reconocimiento universal de la humanidad. La naturaleza igual de los hombres ha estado siempre diseminada en innumerables culturas, cada una de las cuales ha optado igualmente por encerrar el universal en los estrechos límites de su religión, su lenguaje, su costumbre, etc. Más allá de esta diversidad nunca se ha manifestado un elemento común que haya hecho volver a los hombres al mismo ser, por lo que hay que pensar que este ser universal, perteneciente a todos los hombres por igual, se reduce hasta el día de hoy al ser del animal que ha resultado de la evolución natural de las especies. En la práctica real de los hombres no pasa de ser la animalidad del primate, no más que una abstracción sin realidad, incluso cuando se muestra como aspiración utópica de algunas religiones e ideologías políticas, aspiración que, en cuanto utópica, es inexistente y, en cuanto inexistente, carece de fuerza para guiar el curso de los acontecimientos humanos.

El desarrollo real de las sociedades civilizadas también ha sido siempre el desarrollo de unidades sociales empeñadas en la diferenciación, en lo cual siguen siendo salvajes. Hoy, como ayer, no se es hombre en abstracto, sino español, chino o turco. Es indudable que las civilizaciones han creado unidades muy superiores en tamaño a las prehistóricas, pero a costa de producir oposiciones entre unas y otras y entre los mismos grupos de que están compuestas, oposiciones que han impedido y siguen impidiendo que aparezca algún elemento universal a todos los hombres. El universal humano es todavía una abstracción sin contenido real, insuficiente para hacer girar las aspas del molino de la historia. El viento de este molino no son los sueños y fantasías de los hombres, sino sus intereses reales. Por este motivo no se deben tener en cuenta meramente los deseos de universalidad que algunos hombres sienten, sino las realizaciones prácticas universalistas que han existido en la historia.

El estoicismo fue la primera filosofía que postuló una naturaleza humana universal. Todos los hombres, decía el esclavo estoico Epicteto, tienen en común la razón y la palabra, que les ordena lo bueno y les prohíbe lo malo, lo cual es suficiente para considerarlos como miembros de un solo Estado mundial, regido por la eterna ley de la naturaleza, la única digna de seguirse, pues es la única acorde con la esencia humana. En el Estado universal no hay distinción entre hombres y mujeres, libres y esclavos, emperadores y mendigos, sino que todos poseen una naturaleza igual, que le manda ayudarse mutuamente y no perjudicarse nunca. En ese Estado las cosas están ordenadas a los hombres y los hombres a sí mismos. El emperador Marco Aurelio, también estoico, dejó dicho que en cuanto Antonino su ciudad y su patria era Roma, pero que en cuanto hombre era el mundo. Zenón de Citio, el fundador de la escuela, había dicho antes que lo mejor de todo sería que los hombres no estuvieran gobernados por estados o naciones particulares, sino que todos formaran una sola unidad, de manera que la vida humana, que es una sola, estuviera regida por un solo orden.

Estas ideas son bellas, sin duda, pero no producen realidad, porque les falta todavía lo más importante, una fuerza en acción capaz de hacer que nazca lo que no existe más que en el pensamiento y que necesariamente ha de consistir en que una de las partes de la humanidad impone a las demás su idea de humanidad. Esa fuerza fue la empresa imperial de Alejandro Magno, según advirtió el mismo Zenón de Citio, para quien lo importante de las conquistas de aquél fue que quiso ser un juez y no un déspota para las naciones sometidas, lo que equivalía a poner por delante la ley y el derecho y a presentarse como el ejecutor de las tendencias más profundas de la filosofía política griega, las de Platón y Aristóteles, que crearon la noción de Estado justo como Estado sometido a la ley, a la “razón desprovista de pasión”. La idea de una ley común a todos, ya fueran griegos, macedonios o persas, convertía a los individuos en ciudadanos del mundo y miembros de una comunidad universal, en hombres desligados de grupos particulares cerrados, en seres libres para construir los cimientos de su propia autarquía individual.

El imperio de Alejandro Magno, que quiso ser un tránsito de la pólis griega al Estado mundial, empezó después de que la filosofía hubiera descubierto que en cada hombre habita el mismo dios escondido, el dios capaz de despertar el amor por la humanidad y desarraigar a su portador del suelo de la raza, de los ancestros y del grupo de pertenencia, de aquella estupidez que huele a rebaño, y llevarlo a conquistar su individualidad libre y universal. Un desapego semejante era la ruptura de las ataduras tradicionales, de las leyes impuestas por el antepasado fundador de la grey, y fue también la búsqueda de otras leyes que impidan toda diversidad entre hombres y entre grupos de hombres.

A la muerte de Alejandro, el día 13 de Junio del año 313 a. d. J. en Babilonia, se fragmentó su Imperio en varios trozos, que se repartieron los diádocos, o herederos: en Egipto los Ptolomeos, en Macedonia los Antigónidas, en Mesopotamia los Seléucidas, etc. Los diádocos constituyeron una clase de griegos y macedonios que gobernó al resto de la población, de composición pluriétnica. Fue la clase que continuó en cada reino la obra civilizatoria emprendia por Alejandro. Este había unificado el sistema monetario, favoreciendo con ello la aparición de una enorme área comercial, había fundado unas setenta ciudades para albergar guarniciones y extender la civilización griega, había construido muchas carreteras y obras de riego, había concedido igualdad de derechos a los persas y a los griegos, había impuesto el griego, enriquecido por la adquisición de palabras orientales, como lengua común (koiné). De la mano de los soldados, los comerciantes y los artesanos, que habían marchado a Oriente, reemplazó el antiguo localismo de la pólis griega por su opuesto, el cosmopolitismo helenístico. Los diádocos heredaron y continuaron, con mayor o menor fortuna, la empresa civilizatoria. Crearon organismos públicos docentes, reunieron a los sabios en la Biblioteca de Alejandría y en la de Pérgamo, favorecieron el arte, la poesía, la elocuencia, la filosofía y la ciencia. En torno a las instituciones creadas y mantenidas por ellos aparecieron hombres como Eratóstenes (280-200 a. d. J.), que calculó correctamente el diámetro terrestre, Euclides (200 aprox.-?), que sistematizó las matemáticas griegas, Arquímedes (280-212), que determinó el peso específico de los cuerpos, Aristarco de Samos (320-250), que propuso el heliocentrismo y los movimientos de rotación y traslación de la Tierra, Hiparco de Nicea (190-120), que creó la trigonometría, etc.

El periodo helenístico transcurrió sin que el esfuerzo civilizatorio emprendido por Alejandro penetrara en la masa de la población, por lo que cada vez que las castas gobernantes se debilitaban crecía la amenaza de retornar al localismo étnico. El Imperio romano apareció entonces como fiador de la civilización, unificando de nuevo el mundo bajo un solo dueño. Según Polibio (203-120 a.C.) , un griego que había viajado a Roma en calidad de rehén después de la batalla de Pidna (?) y perdió al instante su patriotismo local, la organización política de Roma era perfecta y técnica militar inigualable, lo que hacía de ella una nación privilegiada, la única capaz de incluir las historias de las demás en una sola. Roma, no los diádocos, fue, según él, la auténtica heredera de Alejandro, la única que podía aspirar no solamente a la supremacía militar y política, sino también a la universalidad. Dicha unificación universalista no se produjo, sin embargo, sin grandes conflictos internos, porque los romanos antiguos despreciaron, en primer lugar, a los extranjeros y luego provinciales romanizados, los griegos se tenían por superiores a los asiáticos y muchos pueblos sometidos odiaban a Roma, la bestia del Apocalipsis, la ciudad corrompida por los vicios y el pillaje. Pero hubo una clase social, fuertemente penetrada del estoicismo, étnicamente diferente, pero culturalmente homogénea, que se extendió por todo el territorio, asegurando su unidad y la universalidad de sus gentes. La justicia, el orden y la paz asegurada por la lex romana constituyeron la base imprescindible sobre la que desarrolló sus actividades. El Imperio de Roma representó para los espíritus del momento toda la tierra habitable, que, interpretada a la luz de la filosofía estoica, equivalía al único mundo existente para los hombres, mundo que tenía que ser gobernado, por tanto, por una sola potencia. El civismo cosmopolita, reforzado posteriormente por la religión cristiana, perpetuó durante siglos la creencia en la unidad del género humano, hasta que el patriotismo étnico vino a fragmentarlo nuevamente.

La admiración que sentía Polibio por la constitución política romana no debe ocultar que el Imperio era en realidad un Imperio esclavista que extorsionó y explotó a centenares de miles de hombres y se dedicó a estraer sistemáticamente de las regiones dominadas las materias primas que la Ciudad necesitaba. Ciernamente la grandeza de Roma no consistió en esto, sino en que para cumplir sus objetivos hubo de construir vías de comunicación a lo largo de un inmenso territorio, edificar por todas partes ciudades que eran una fiel réplica de la propia ciudad de Roma e imponer una sola ley, hecha ciertamente a medida de los dueños del Imperio, pero que sirvión de racionalización de la justicia y de superación de los particularismos tribales para las gentes que habitaban las tierras sometidas. Estos tres factores convirtieron pronto a las colonias en provincias, que fueron en poco tiempo el punto de partida de movimientos políticos que afluían hacia el centro, lo que explica, por ejemplo, que un hispánico de Itálica, Marco Ulpio Trajano, fuera primero gobernador de la Alta Germania y luego emperador, entre los años 98 y 117, o que Adriano, también oriundo de la Bética, le sucediera entre el 117 y el 138, después de haber sido gobernador de Siria. El derecho de ciudadanía concedido por Caracalla en el año 212 a todos los provinciales libres consagró una situación de hecho que venía de más atrás.

Roma nunca se propuso, como Alejandro, rodear la Tierra entera, sino sólo limitarse o ponerse fronteras alrededor de lo que para sus ciudadanos era la tierra conocida y habitable, la de los paises de las riberas del Mediterráneo. Fueron las iglesias cristianas las que, una vez convertidas en sólidas instituciones del Imperio, particularmente a partir del Edicto de Milán, promulgado por Constantino el año 313, se propusieron llegar a todos los hombres del planeta, una tarea que, por supuesto, no habrían podido ni siquiera pensar en poner en práctica si no hubieran contado con aprovechar y extender las vías de comunicación del Imperio y la protección jurídica que su poder les otorgaba. Eusebio (260-337), obispo de Cesárea, se encargó de proporcionar las ideas políticas y teológicas que la situación requería. El Dios del Universo, decía, impone a la historia del mundo la racionalidad universal a través de su Hijo, el Verbo, Lógos o Razón, que ejerce su reinado a través del Emperador. El Imperio es, pues, reflejo del universo entero y no ya un mero habitáculo que circunda el Mediterráneo, y en manos de la Iglesia, es el instrumento eficaz de una pedagogía universalista.

Esta teología política, que salvaguarda la autoridad imperial mucho mejor que el paganismo anterior, sustituye las corrientes estoicas y neoplatónicas y prepara una lína de pensamiento político que habrá de tener hondas repercusiones en la historia posterior de las naciones europeas. La teología política ha sido el  fundamento doctrinal del poder político hasta que la Revolución Francesa introdujo en ella una profunda renovación al cambiar la fuente del poder: en lugar de situarla en Dios, como empezaron haciendo Eusebio y, antes que él, San Pablo, los revolucionarios franceses ponen la fuente de toda soberanía en la nación, entendida como el Pueblo francés, constuido por todos los individuos que habitan en el interior de las fronteras del Estado, independientemente de su origen. Por causa de esta asociación religiosa goza el Pueblo y la Nación del respeto y la sacralidad que hoy se le atribuye. Con todo, fue un cambio fundamental, pues dio origen a las naciones políticas, que se diferencian por estos conceptos de las étnicas.

Después de la extinción del Imperio romano en el año 476 no volvió a existir en Europa ningún otro Imperio hasta el siglo XVI. El Imperio Romano de Oriente mantuvo sus dominios e incluso sus propósitos, nunca logrados, de reconstruir la unidad anterior, hasa el 25 de junio de 1453, día de la toma de Constantinopla por los turcos. El Sacro Imperio Romano Germánico, que pretendió nacer en la Navidad del año 800, cuando el Papa Leó III coronó a Carlomagno y le dio el título de Romanum gubernans Imperium, fue durante toda la Edad Media un Imperio fantasma, que se recluyó pronto a los actuales territorios alemanes y nunca llegó siquiera a unir bajo un mismo mando a sus habitantes, hasta su desaparición final por obra de Napoleón en 1806. Exceptuando el efímero Imperio de Napoleón, hay que esperar hasta el siglo XX para que aparezca de nuevo algún Imperior con pretensiones sobre Europa, el III Reich (reino) nazi, pero éste no merece nuestra consideración, porque en sus propósitos no estaba el interés de los hombres en cuanto tales, sino el de los alemanes en cuanto arios. Algo semejante debe decirse de los Imperios extraeuropeos de Inglaterra y Holanda, que fundaron colonias en América o Africa con el fin de servir exclusivamente a los ingleses o a los holandeses, no a los hombres en general. El régimen de la extinta Unión Soviética, por el contrario, debe encuadrarse entre las entidades imperiales con propósito universalista, pues su finalidad no fue edificarse como “patria del proletariado”, sino hacer que se realizara la sociedad humana sin distinciones de clase. Otra cosa es que realmente llegara a ser tal y no una continuación del antiguo Imperio zarista.

Después de Roma, el siguiente Imperio de finalidad universal que ha brotado en suelo europeo ha sido el español, el cual, después de un largo periodo de ocupación de los dominios del Imperio islámico, adquirió forma, contenido y expansión definitivas, a la vez que mostró los primeros síntomas de decadencia, en los siglos XVI y XVII. Los restos del reino visigodo, recluidos en Asturias y hostigados sistemáticamente por los musulmanes que habían invadido la península desde el año 711, se vieron en el dilema de desaparecer o pasar a la ofensiva para seguir existiendo. Fue el nacimiento del primer reino hispánico, el embrión de España, cuyo impulso primero, dadas las circunstancias, no podía ser otro que el de enfrentarse a una fuerza contraria para excluirla y ocupar su lugar. Con él nace una nueva entidad política, que ya no es romana ni visigótica, y que llega al punto álgido de su ideal expansionista y universal, católico, durante el reinado de Fernando e Isabel. Que los Reyes Católicos culminaron el movimiento que había empezado en el siglo VIII se observa en su decisión de tomar Granada con el fin de “lanzar de todas las Españas el señorío de los moros y el reino de Mahoma”, según la Crónica de Fernando del Pulgar (V. Bueno, G. España, p. 44), de expulsar a los judíos y de enviar la expedición de Colón a las Indias Orientales, no a América, una vez que había fracasado la empresa africana, buscando atacar al Imperio turco por la retaguardia. La sustitución del “señorío de los moros y el reino de Mahoma” por un Imperio universal católico era ya un hecho consumado en aquellos años, pero, en cuanto empresa de propósito universal, no podía fijarse límites por sí misma, sino que debía tender a un fin imposible, in-finito, el de extenderse por toda la Tierra, organizando el mundo según la ley de Dios, que es válida, según el catolicismo, para todos los hombres, sin distinción de origen. La conquista de América y la organización de sus tierras según los mismos principios aplicados a la organización de los territorios peninsulares era sólo un corolario de este proyecto. Nunca se dividieron las tierras de América en colonias, sino en virreinatos, provincias, capitanías generales, municipios, arzobispados, obispados, etc., y se crearon allí las primeras universidades en muy poco tiempo: en Santo Domingo en 1538, el mismo año que se introdujo la imprenta, en Lima en 1551, en México en 1553, en Bogotá en 1592, en San Antonio Abad – Cuzco en 1598, en Caracas en 1642. Se estimularon los matrimonios mixtos, de lo cual es una prueba el actual mestizaje de Hispanoamérica, que está ausente en América del Norte, y se prohibió la esclavitud de los indios por la Junta de Teólogos de Burgos en 1512, etc.

Todo lo cual no sucedió, desde luego, sin que al mismo tiempo se dieran grandes y frecuentes episodios de pillaje y explotación favorecidos por las circunstancias. Como muestra de ello valga decir que no se prohibió la esclavitud de los negros, por lo que empezó a afluir a América desde las fortalezas costeras portuguesas en Africa un río de personas que no cesó hasta el siglo XIX. Según algunos cálculos, durante todo ese tiempo los portugueses, ingleses y franceses exportaron a América unos 22 millones de individuos, la mitad de los cuales murió en las bodegas de los barcos antes de llegar a la otra ribera del Atlántico. Esta y otras atrocidades no oscurecen la comprensión de la realidad. Una cosa es el objetivo interesado que se formulan los particulares y otra muy diferente lo que se acaba cumpliendo, muchas veces a través de esos mismos objetivos e intereses particulares. De la misma forma que el universal humano sólo puede existir cuando una parte impone a las demás su idea de humanidad, tampoco puede hacerlo sin que los individuos hagan entrar en escena sus acciones, las cuales están movidas siempre por su interés. Al margen de estas actuaciones no hay una humanidad que pueda decirse que es real. En verdad la humanidad universal no es nunca sujeto ni objeto de acciones, sino sólo las culturas particulares.

– Dinámica civilizatoria.

El hecho de que muchos individuos sigan soñando, convencidos de que están a punto de llegar a la sociedad universal, la sociedad en que habrán de desembocar los particularismos pasados y presentes, no es sino la trampa de que dispone el durmiente para no despertar, el sueño reparador que tranquiliza su conciencia moral presentándole una buena imagen de sí mismo. Estos buenos soñadores son a veces filósofos de oficio, como Ortega y Gasset, que aseguraba que las generaciones acumulan sus experiencias en una memoria común, la memoria de la Humanidad, según es de creer, como si la Humanidad fuera algo que existe. Otras veces son teólogos que proyectan los cambios habidos en las sociedades humanas hacia un punto de confluencia cercano a Dios. Y otras veces es el común de la gente, de cuya boca brotan espontáneamente palabras y expresiones tales como “desarrollo”, “modernidad”, “estancamiento”, “avance”, “retraso” y otras muchas de la misma índole y significado, todas las cuales manifiestan la misma creencia ¿O no demuestra todo aquel que hace uso de estas categorías su creencia en que las sociedades están situadas en una misma senda que asciende a lo alto de una montaña y que unas están más arriba y otras más abajo con respecto a la cima? Lo corriente es, por ahora, poner a los Estados Unidos de Norteamérica cerca de la cumbre, a Europa un poco más abajo, a Japón unos pasos atrás, o tal vez a la misma altura, a Rusia bastante más allá, mucho más lejos a la India, a Africa en la lejanía casi invisible, etc.

Un examen detenido de las razones que alegan los defensores de un progreso que conduce a todos los hombres a un punto igual es sumamente instructivo no sólo para descubrir algunas de las graves confusiones en que han incurrido, sino también para comprender con bastante aproximación cuáles son los motivos por los que algunas sociedades han experimentado ciertas innovaciones.

La civilización occidental se diferencia de las sociedades prehistóricas y de otras civilizaciones, como la china o la islámica, en que ha erigido el futuro en norma de vida, lo que significa, entre otras cosas, que la introducción de innovaciones tecnológicas revoluciona sin cesar las aptitudes humanas y acelera la aparición de nuevos oficios, que ya no se agregan a los antiguos, como había pronosticado Sócrates para su pólis imaginaria, sino que los desplazan o los destruyen, para ser a su vez desplazados o destruidos por los oficios venideros. “Mira los pies de los que te han de enterrar”, se dicen unos a otros, como en los Hechos de los Apóstoles. Esta huida obsesiva del pasado se manifiesta con claridad en el registro tecnológico, pero está presente por todas partes, en las ideas políticas y morales, en la religión, en las costumbres y hasta en el vocabulario común. Ser anticuado o conservador equivale a estar en un error. La esencia de la civilización occidental es un ávido deseo de cambio que induce al olvido de las reglas de funcionamiento que siempre habían asegurado la estabilidad. Durkheim llamaba “pasión de infinito” a este desarreglo que Europa ha convertido en regla. El pasado ha perdido la veneración que había merecido en las sociedades anteriores, sociedades que solamente cambiaban por acontecimientos externos, como la guerra o el hambre, en tanto que la civilización occidental ha hecho del ímpetu transformador de sí misma su orden propio. Esta sociedad cree que subsiste en la medida en que se transforma y que si no se transforma se extingue: “o cambias o mueres”.

Este proceder ha obligado al Viejo Continente a desarrollar al máximo sus potencialidades y ahora parece estar forzando a toda la humanidad a seguir la misma vía. El éxito está asegurado, según creen muchos, porque la industrialización se está extendiendo por todo el globo y con ella se imponen por todas partes las mismas convicciones políticas, idénticas formas de gobierno, iguales normas éticas, los mismos o parecidos gustos musicales, la misma indumentaria, las mismas diversiones, las mismas inclinaciones, etc.

Este optimismo progresista reposa sobre una falacia hurdida en gran parte por la enseñanza vulgar de la historia. El relato del pasado que hace el historiador no es ni puede ser espontáneo u objetivo. La cantidad de hechos sucedidos antes de ahora es inmensa e inabarcable, lo que hace que, en lugar de la imposible tarea de hacer memoria igual de todos ellos, él seleccione aquellos que permiten ser colocados a lo largo de una línea continua que conduce sin interrupciones, o con interrupciones que son superadas a la larga por la supuesta marcha ascendente de la humanidad, hasta la propia sociedad del historiador, es decir, hasta la Europa actual, la cual se utiliza, sin más razones que ese alineamiento arbitrario de sucesos, como justificación moral de todo lo que ha pasado. Así se concluye explícitamente en lo que no era sino la premisa implícita: que lo sucedido ha valido la pena con tal de llegar hasta el presente.

Lo cual sirve para justificar la actualidad o, dicho de otra manera, es un servicio prestado por la enseñanza vulgar de la historia a la convicción etnocéntrica europea, una empresa incapaz de percibir como una idea fantástica que la sociedad europea del siglo XX sea el fin universal al que han estado tendiendo desde siempre todas las sociedades pretéritas, a contar desde las miles de sociedades salvajes que han existido desde hace por lo menos 50.000 años, pasando por las tribales del Neolítico desde hace 10.000, muchas de las cuales han subsistido hasta el siglo XX, en que se han contado unas 4.000 o más, y por otras civilizaciones, como China, la India, Egipto, el Islam, etc., hasta el tiempo en que escribe el historiador. Quien mire más de cerca observará que en esto es en lo que nuestra sociedad civilizada se asemeja más a la salvaje porque, igual que ella, se concibe como humanidad única y completa, para lo cual ha tenido que negar esa cualidad a las demás. Identificar es excluir; así ha sido siempre y así seguirá siendo. La identificación es brindada en nuestro tiempo por la historia, que hurde líneas de sucesión de las sociedades, y por la religión y la filosofía, que proponen utopías como final del movimiento general de las sociedades. Los salvajes hallaban su identificación en sus mitos, pero el resultado es el mismo, la afirmación de sí mismo negando al otro.

Se objetará que los progresos actuales han aparecido en Europa y que este solo hecho incontestable debería ser suficiente para probar que Europa tiene algo de lo que carecen las demás, que en ello consiste su esencia propia y que, dado que sus innovaciones se han extendido a todo el planeta, es justo pensar que están borrándose las diferencias que hasta hoy separaban a las sociedades, lo que no es sino otro modo de decir que todas ellas están convergiendo en un tipo común, el de la civilización europea. A lo que se debe responder que la primera parte de la objeción contiene algo de verdad, pero no así la consecuencia que pretende extraerse de ella. Es evidente que en el orden técnico-industrial la superioridad está de parte de Occidente y procede de Europa, pero sólo si tal superioridad se mide por la cantidad de ingenios y máquinas de que dispone el hombre medio de esta civilización. Si, en lugar de ello, se midiera por la diferencia entre la energía invertida y la obtenida, entonces estaría por debajo de sociedades de cazadores como la de Folsom, y si se midiera por la cantidad media de energía que la producción técnico-industrial pone a disposición de cada individuo, estaría junto a las sociedades del Neolítico, porque los avances logrados por ellas fueron decisivos para Occidente. La Revolución Industrial, que tuvo lugar después de más de 2.000 años de estancamiento técnico, supo agregar a la Revolución Neolítica algunos inventos importantes, como la escritura, la matemática y la ciencia natural, que hicieron crecer la antigua semilla, pero tales avances no habrían tenido lugar sin el Renacimiento del siglo XVI y el desarrollo científico del XVII. Ahora bien, esos dos siglos cruciales fueron una extraordinaria combinación de elementos procedentes de la antigüedad greco-romana, del Islam, de China, la India, los descubrimientos geográficos de los españoles y los portugueses y las tradiciones germánica y anglosajona. La ciencia clásica, por ejemplo, tiene su origen más claro en el siglo XVI, con Copérnico, Kepler y Galileo, experimentó a continuación un extraordinario empuje en Italia, se desarrolló casi exclusivamente en Inglaterra durante el siglo XVIII y posteriormente en Francia durante el XIX, para pasar más tarde a los Estados Unidos de América, después a la Unión Soviética, Japón, Corea, etc. Además, no podría haber nacido si durante la Edad Media y el Renacimiento no se hubiera recuperado la tradición científica de la antigua civilización griega, que había sabido integrar los conocimientos adquiridos en Egipto, Asia Menor y el Lejano Oriente, y si no hubiera recibido el álgebra de los árabes, que también habían transmitido a la Europa medieval muchos conocimientos procedentes de China y la India. La Revolución Industrial ha sufrido una suerte parecida: vio la luz en Europa, pasó pronto a los Estados Unidos, a la Unión Soviética, a Japón, al Sudeste Asiático, etc., y, según es de esperar, aparecerá pronto en otros puntos del planeta.

No ha sido, pues, la evolución aislada de una pretendida esencia europea negada a las demás sociedades lo que la ha convertido en portadora de un progreso que ahora se estuviera extendiendo a toda la humanidad. Los progresos no se generan porque una sociedad particular siga una línea de cambios diferente de las demás, sino porque en algún momento confluye en ella una serie casual de elementos que proceden de otras, por lo que no puede admitirse que existen sociedades que por sí mismas sean más avanzadas que las demás, puesto que ellas solas nunca habrían conseguido sus avances, avances que, por otra parte, suelen ser asimilados prontamente por el resto de las sociedades, lo que acaba por hacerlas tan iguales que apenas tiene importancia saber por dónde empezaron. Carecería de sentido atribuir el mérito de la Revolución Neolítica a una sociedad cualquiera porque ahora se descubriera que empezó en ella 200 años antes que en las demás, pues es seguro que si no hubiera empezado en ella habría empezado en otra.

Que cada progreso sea el resultado de una conjunción de culturas no implica que hayan de aparecer progresos siempre que hay conjunción de culturas. Esto sólo ocurre cuando cada una de ellas contiene algunos elementos que puedan formar con los de las demás el conjunto adecuado para que se produzca el avance, lo cual es obra del azar.

Parece claro que la necesaria confluencia de elementos procedentes de culturas distintas será más rica cuanto más diferentes sean las culturas de origen. Las diferencias pueden ser internas, como ocurrió en las dos revoluciones que venimos mencionando, la Neolítica y la Industrial, pues con la primera aparecieron los estados, las castas y las clases, que eran desigualdades desconocidas por las anteriores sociedades, y con la segunda apareció el proletariado y la explotación del trabajo humano; quienes creen que el progreso técnico es un progreso moral deberían tener en cuenta esta circunstancia. Otras veces son externas, como sucedió en la Grecia clásica, cuyas técnicas procedían en su mayor parte de Asia, como también algunas de sus creencias religiosas. En cualquier caso, es difícil concebir que sin ellas se dé un progreso.

Este hecho entraña una contradicción. Siempre que se produce una feliz coincidencia de ciertos elementos, la diversidad cultural conduce a un progreso, pero los progresos conducen tarde o temprano a una homogeneización de las culturas participantes, y la homogeneización, por último, hace que los progresos sean menos probables e incluso inexistentes. Todo aquel que defienda la igualdad esencial de los seres humanos y crea simultáneamente que la diversidad de culturas es preferible a la homogeneización tendrá que oscilar entre un particularismo erróneo, que atribuye siempre a una cultura o una raza determinada la supremacía sobre las demás, y un universalismo imposible, que se cree autorizado para ampliar a toda la humanidad las soluciones que sólo valen para una parte de la misma.


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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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