Puede parecer un retorno a la firmeza, pero es un camino untuoso y cómodo
Hay un murmullo que atraviesa las estanterías de las librerías modernas, un eco de antiguas promesas revestidas con palabras nuevas, un soplo de sacralidad laica que no se atreve a decir su nombre. Se disfraza de consejo útil, se presenta como método, se imprime en papel satinado y adopta con frecuencia la forma de manual de autoayuda. Se diría que no hay altar más frecuentado hoy que el de la voluntad, aunque no se le llame templo, y que no hay rito más reiterado que el de hacerse, cada mañana, un hombre de acción.
Este culto encubierto, porque no es uno, sino una constelación de ellos, se manifiesta en el arte de gestionar las veinticuatro horas, en el dominio de la concentración, en el rendimiento laboral entendido como propósito vital, en la ingeniería de la eficacia personal. Lo mismo inspira al ejecutivo que aspira a ascender, que al autor que promete fórmulas para “superar inhibiciones” o conquistar la energía. La voluntad se ha hecho, así, no sólo virtud o capacidad, sino objeto de veneración. Ya no basta con tenerla. Hay que cultivarla, ejercitarla, perfeccionarla como quien afila un instrumento sagrado. El esfuerzo ya no es medio, sino fin; no es camino, sino altar.
En este nuevo santuario no se exige penitencia sino programación. Ya no se aprende inglés por carta ni se perfecciona la caligrafía en tardes silenciosas; ahora se “entrena la voluntad”, y esa práctica difusa, elástica, infinita, reemplaza a cualquier concreción. Porque aprender una lengua requiere tiempo y fatiga, y sólo ofrece un fruto concreto, limitado y modesto. En cambio, el dominio de la voluntad promete todo: el éxito, la claridad, la serenidad, el dominio de sí, la riqueza, el amor y la sabiduría. Cada cual puede tomar de ese árbol lo que desee, sin necesidad de inclinarse verdaderamente a ninguna rama. Es, en su fondo, una forma de seducción que libera de elegir, y que transforma el sacrificio en simulacro.
A simple vista, parecería un elogio de la dureza, un retorno al carácter, a la antigua firmeza estoica, para lo cual se recurre también a los estoicos, muchos de los cuales aconsejaban el suicidio cuando no es posible cumplir con el deber moral. Pero no. Es un camino cómodo, untuoso, sin polvo ni piedras. El sendero de los hombres de acción se ha convertido en un camino de libros de autoayuda, de cursos sobre productividad, de charlas sobre liderazgo transformacional. Y detrás de cada fórmula, una promesa, y detrás de cada promesa, un nuevo oráculo: el coach, el formador, el motivador de almas desorientadas.
El espectáculo se completa cuando uno dirige la mirada hacia los oficiantes. Se parecen más de lo que quisieran a esos vendedores de sistemas infalibles para la ruleta, la bolsa o el blackjack que reparten folletos en las estaciones balnearias. También ellos prometen que se puede ganar siempre, si se sigue la secuencia adecuada. Pero hay una pregunta que no puede acallarse: si sus métodos son tan eficaces, ¿por qué no son ya ricos, serenos y sabios? ¿Por qué, en lugar de disfrutar en silencio del fruto de su voluntad entrenada, lo ofrecen por unos pocos billetes a los demás? ¿Por qué, en suma, no son testigos de su propia doctrina, sino comerciantes de ella?
Nada impide que haya entre ellos algunos sinceros, incluso apasionados, hasta convencidos. Pero la estructura permanece. Hay una doctrina que se propone como salvación y una comunidad de fieles que la practica con fe más que con crítica. Y eso, sin decir su nombre, sin proclamar su dogma, sin invocar a ningún dios, es ya una religión.
La voluntad, cuando se disfraza de medio, puede ser virtud; pero cuando se alza como ídolo, se convierte en caricatura de sí misma. Lo que era impulso hacia lo alto se vuelve círculo cerrado. Y la humanidad, en vez de liberarse de sus servidumbres, se halla sometida a una nueva cadena, más brillante y más ligera, pero no menos férrea.
Así avanza esta religión encubierta, no con procesiones, cánticos e incienso, sino con listas de tareas, con gráficos y con algoritmos. No obstante, en su fondo late la misma angustia antigua, la misma necesidad de sentido y el mismo anhelo de redención. Pero lo que se presenta como libertad no siempre lo es, y lo que se ofrece como voluntad puede ocultar, muy adentro, el más delicado de los sometimientos.