El fuego del hombre

El matrimonio existe para regular la vida pasional y poner límite al torbellino

El instinto puramente animal no existe en el hombre. Si existiera, lo arrastraría como un río desbordado, sin diques ni cauces, hasta perderlo. No podría dominarlo, porque sería difuso, errante, propio de una criatura descentrada, una sombra a la que la evolución darwiniana no dio un lugar bajo el sol. Si obedeciera a las mismas leyes que los otros animales, el animal humano se habría extinguido ya, si es que hubiera llegado a nacer.

Y, sin embargo, sigue vivo. Aprendió a encender hogueras con ese torbellino. Aprendió a domeñarlo, a hacerlo servir como viento que hincha las velas. Allí donde a los otros seres les bastó el azar de la selección natural, el hombre tuvo que levantar artificios, que eran redes de palabras, normas, vínculos, compromisos, rituales, mitos y ceremonias.

El aprendizaje no fue obra de un individuo solitario, sino de una multitud de generaciones que, sin saberlo, tejieron con sus manos invisibles una urdimbre. A esa urdimbre silenciosa y prolongada la llamamos sociedad.

El matrimonio -no el ideal, el que debe ser, sino el que es- es uno de sus hilos más antiguos. Nació para contener la llamarada del deseo, para ordenar aquello que en su origen no habría conocido más ley que la del impulso del momento. Pero la civilización lo cargó de símbolos, de esperanzas, de ideales a lo largo de los siglos, hasta que el fuego quedó entrelazado con sentimientos y principios que lo hicieron irreconocible. Hoy -este hoy abarca cientos de siglos, desde que el hombre es hombre- el instinto puro no existe, como no existe la chispa aislada sin la hoguera. El amor, incluso el amor carnal, pertenece más al orden de la mente que al de la sangre.

Quizá al principio, un principio imaginario, pura proyección de nuestra fantasía, fue sólo el fulgor de un deseo, pero pronto se vio envuelto en velos morales y estéticos, en canciones, poemas y promesas. El hombre no posee instintos sin espíritu. Todo lo suyo arde con esa doble llama. Decir espíritu no es decir elevación, bondad y dignidad. También el diablo es un espíritu, como el ángel.

Por eso el cuerpo no gobierna por sí mismo. Si lo hiciera, los hombres se unirían como los animales, obedeciendo al calendario oculto de la carne. Pero no es así. Basta un perfume, una mirada, una palabra al oído para despertar pasiones que confunden sus objetos y se desbordan hacia otros ámbitos. El instinto en el hombre es un resorte disperso que necesita ser contenido.

Puesto que la naturaleza no lo sujetó, hubo de sujetarlo la sociedad. Así nació el matrimonio, para regular la vida pasional, para poner límite al torbellino. Y entre todas las formas posibles, la monogamia fue la más eficaz. Es como una cerradura sobre el deseo, porque fija su fuerza en un solo objeto y clausura su horizonte.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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