El salero invisible

Antes de ser símbolo, fue cosa, y antes de ser condena, fue recipiente de sal

En cada calle, detrás de cada ventana, junto a cada lámpara de noche que vela los sueños de los hombres, vive un pensamiento único, un filamento incandescente que se ha tragado el mundo. Así empiezan las religiones encubiertas: con una sola vela ardiendo en la oscuridad, convencida de que basta su llama para iluminar el universo entero.

Son monomanías necesitadas de tratamiento, sin duda, pero vestidas con la túnica del profeta, el disfraz de lo absoluto. Cogen una verdad, una sola, una chispa de certeza, y la inflan como un globo aerostático hasta que cubre el firmamento entero, y todo lo demás se vuelve sombra, o alimento para la llama. Su magia no está en su mentira, sino en su media verdad. Eso las hace funcionar. Y eso las hace peligrosas.

El que cae bajo su hechizo, el devoto de la idea única, no ve el mundo, sino que lo moldea. Cada objeto que toca, cada conversación, cada mínima partícula de realidad que se atreve a cruzarse en su camino, es absorbida, digerida, redirigida hacia su único altar. El mundo entero se convierte en espejo de su creencia. ¿Un salero sobre la mesa? ¡Ah!, dice el hombre del mundo oculto, eso tiene que ver con los judíos. Con las salinas. Con el engaño ancestral. Con la conspiración milenaria. Los judíos ya habían engañado a todos con el negocio de la sal en Fenicia ¿No lo ves? Y no lo vemos, claro que no. Porque el salero se ha ido. Ha sido borrado por la obsesión. Para él, ya no existe como objeto, ni siquiera como símbolo: es simplemente un nodo más en la vasta red de su locura iluminada.

Pero no creáis que está loco. No, está iluminado por una luz que no viene del sol ni de ninguna lámpara humana, sino por un sol artificial, como esos planetas de ciencia ficción con atmósfera inventada y gravedad prestada. El fanático ve el mundo como nuevo, desde luego, pero es un mundo de cartón piedra. El religioso verdadero ve un mundo nuevo también, pero lo ve con ojos dilatados de asombro, como si Dios lo hubiera creado en ese instante solo para él. El fanático lo ve como si él lo hubiera fabricado para Dios.

Hay un momento, una grieta, donde esto puede verse con claridad. Haced la prueba: hablad con alguien, con un antisemita, un anticapitalista, un antiglobalista, un anti-lo-que-sea, y mencionad cualquier cosa. Basta un utensilio de cocina, un pájaro o un recuerdo de infancia. En tres frases estaréis de nuevo en su altar. Todo es señal para él, todo es prueba de su delirio, todo es, en fin, parte del Mapa del Todo. La realidad es solo un tablero más para su ajedrez invisible.

También existen los especialistas. Ah, los humildes expertos, los artesanos del conocimiento. El oftalmólogo que sólo mira ojos, pero no los convierte en claves de la psique. El sinólogo que habita la quinta dinastía sin tragarse China entera. El ingeniero de turbinas que aún admira los aviones sin desear destruirlos. Estos, aunque miren desde una rendija, no niegan las otras ventanas del mundo. Porque su conocimiento es concreto, limitado, ¡real! Y, por eso, conocimiento profundo.

El monomaníaco, por el contrario, se traga las galaxias. En vez de profundizarse, su saber se expande como una neblina tóxica. Todo lo que no encaja, lo deja de lado. El monomaníaco tiene un estómago colosal, un estómago pantagruélico. Puede digerir contradicciones sin pestañear. Puede creer que perdió porque quiso, o que el otro ganó porque lo engañaron, y decir ambas cosas en una misma frase, sin sentir que hay algo roto en su lógica, porque en su discurso no hay lógica, sino liturgia.

¡Qué firme es en sus convicciones! Y no es tanto porque las ama, sino porque aborrece las opuestas. No venera su idea, sino que odia todo lo que no es ella. El pacifista no canta himnos de paz, sino que describe los horrores de la guerra con delectación fúnebre. El comunista no se arrodilla ante la justicia, sino que se retuerce de odio ante el banquero. El vegetariano no exalta la brizna de lechuga, sino que vomita ante el carnicero. La religión encubierta no se basa en el entusiasmo, sino en el aborrecimiento. Su himno es una negación y su misa es un juicio.

Y de este modo, en un rincón de la mesa, el salero ha desaparecido. Ya no es salero, ya no brilla, ya no pesa ni condimenta. Ha sido devorado por el mundo oculto, y sólo el iniciado puede señalarlo con el dedo y decir: «¡Allí está el culpable!» Y el resto de nosotros, con los ojos aún humanos, decimos: «¿Dónde?» Y él responde: «Ahí, donde tú ves un objeto sin alma, yo veo el espíritu del mal».

Y entonces, querido lector, es cuando hay que encender una bombilla, una sola bombilla y mirar solamente el salero, recordando que, antes de ser símbolo, fue cosa, y antes de ser condena, fue recipiente de sal. Y quizá, si Dios nos concede la gracia, podamos volver a ver el mundo no como un eco de nuestros miedos, sino como una mesa puesta para cenar. Como un lugar donde aún puede vivirse sin devorarnos.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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