I.- Utilidad de las armas
Las armas siempre han sido un medio con respecto a algún fin. Unas veces han procurado el dominio de unos hombres sobre otros, otras la venganza, otras tal vez la libertad… Una apresurada enumeración puede hacerlo ver. Casi con toda seguridad empezaron siendo herramientas de trabajo: los pueblos cazadores combaten con los mismos útiles con que logran su sustento. Su actividad productiva es un entrenamiento para el combate y sus acciones guerreras les adiestran, inversamente, en las técnicas de la producción. Otras épocas han podido ver algo bello en toda esa parafernalia del asesinato en masa. ¿No debieron ser hermosas, a la par que terribles, las armas que los dioses fabricaron para Aquiles? La guerra percibida como arte produjo de sí, o justificó, la literatura caballeresca medieval, la estética militar samurai del Japón…, y hasta consiguió engarzar el sentimiento amoroso en la lógica de la destrucción como en su lugar más propio: la guerra de Troya se libró por la hermosura de Helena, tras las disensiones del triunvirato romano se ocultaba la irresistible atracción de Cleopatra, en la memoria y el corazón del guerrero medieval latía la imagen de su dama mientras daba muerte a su enemigo. Por último, ha sido también posible ver las evoluciones de los ejércitos en el campo de batalla como una inmensa partida de ajedrez: satisfacción racional de la guerra trocada en juego.
Estas y acaso otras muchas utilidades han tenido las armas. Siempre mensajeras de muerte que los hombres se han esforzado en justificar, han sido siempre un artificio homicida. Nadie se engañe: la guerra y las armas son artificio, no naturaleza. Si la naturaleza nos hubiese impulsado al crimen, nos habría dado garras, colmillos y sentimientos más apropiados, pues los que tenemos son más un obstáculo que un acicate para la violencia. El fusilero que tiemble de cólera falla el tiro, el verdugo furioso no acierta el golpe y el general que olvida su arte y su serenidad pierde la batalla. La guillotina fue más eficaz que el hacha por ser mejor máquina, más artificial, por ser más humana y menos espontánea. Lo importante en la guerra es no dejarse llevar de lo natural.
II.- Utilidad del arma atómica
De ahí que pueda definirse cualquier arma como un instrumento creado por el hombre en estado social para conseguir algún propósito, ya sea éste el de la conquista de territorio, la satisfacción artística, la liberación de la esclavitud… Justificables o no, sus fines han sido múltiples. Pero, de todos ellos, ninguno es aplicable a la bomba atómica. Ni siquiera es útil para satisfacer al sádico más perfecto que quepa imaginar. Un atroz personaje de una obra de Sade se lamenta de tenerse que contentar con reducir a polvo doce o catorce organismos humanos cada año, cuando lo que él apetecería es contemplar el estallido del planeta con todos los seres dentro de él. La nueva arma satisfaría sobradamente este deseo, pero impediría la contemplación.
¿Qué utilidad tiene entonces este nuevo ser? ¿Qué es ? Ante todo, es preciso comprender que no es un ser, sino el símbolo de un ser. El animal humano cruzó el umbral que separa la naturaleza de la cultura cuando empezó a distinguir entre cosas y símbolos. La naturaleza, que es eterna y por todas partes la misma, uniforme y permanente, empezó entonces a disgregarse en trozos dispersos. El viejo y el joven se hicieron distintos, como el macho y la hembra, la luz y la penumbra, tú y yo… Innumerables pequeños abismos produjeron la ilusión de las diferencias. Es el poder del simbolismo. Con él apareció la humanidad.
En cuanto objeto, el arma atómica es la destrucción total. Tal vez el retorno a lo uniforme y lo indiferenciado en que consiste la naturaleza originaria. Pero en ese aspecto no es un objeto real, o de papel. Mientras tanto hay que ver en ella otra cosa, preguntarse a qué remite.
III.- El estado de guerra
Hobbes, que pareció ver el mundo cuando todavía cada ser estaba en su lugar, descubrió anticipadamente la solución de este problema. Según él (Leviatán. 1ª, XIII y XIV), los hombres tienen por naturaleza idénticas facultades físicas y mentales, lo que hacía que, siendo iguales sus esperanzas de gozar las mismas cosas, tengan que convertirse unos en competidores de otros y debe nacer entre todos la discordia y la sospecha. Los hombres se comportan como gladiadores que tienen la mirada fija en los ojos del contrario para prevenir y defenderse violentamente ante cualquier ataque, o para agredir también con violencia al adversario se puede preverse que uno mismo quedará a salvo. La condición humana es de guerra de todas contra todos.
Esta imagen tenebrosa, que Hobbes aplicaba al estado de naturaleza, es iluminadora si se aplica a la naturaleza del estado que nosotros conocemos, un nuevo Leviatán cuya carne es la carne de estados menores. La situación provocada pro el arma nuclear no es distinta de la guerra de todos contra todos. Pero guerra no es aquí batalla, sino disposición a batallar, que ocurre durante el tiempo en que no hay garantía de no agresión. El tiempo restante es paz. Tampoco un chubasco pasajero es un temporal, pero no puede decirse lo mismo de los nubarrones que oscurecen el día y amenazan una terrible tormenta, aunque no llegue a producirse. En un tiempo así no hay otra seguridad que la propia fuerza y la propia inventiva, pues nada puede esperarse del prójimo. Al contrario: de éste hay que temerlo todo y por eso hay que estar en constante alerta y acechanza. Todo amenaza ruina. No pueden desarrollarse ni existir las artes, las letras, ni la sociedad, sino solamente el miedo incesante y el riesgo de una muerte violenta, y “para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” (Leviatán, 1ª, XIII).
No hay un poder común que atemorice y obligue a todos. Las Naciones Unidas han fracasado en un intento similar, y U.S.A., la primera potencia, única al principio que poseyó el arma atómica, tenía que perder con el tiempo el papel de árbitro que creyó poder asegurar con ese instrumento destructor. Al no haber gobierno común a todos los estados, no hay ley que impida el uso de la muerte y mantenga a todos en concordia. Y si no haya ley tampoco hay justicia o injusticia, ni nociones de bien o de mal entre ellos. Todo está permitido con tal de no perecer. De ahí las dos virtudes cardinales del estado de guerra: la fuerza y el fraude. De ahí también el crecimiento paralelo, disuasorio, de los contendientes: la disposición a la violencia y la capacidad de utilizarla por parte de un rival es siempre copia exacta de las del otro. Es un espejo que multiplica imágenes iguales. O un dios que organiza el universo: “Padre es de todos Guerra / de todos rey, y a unos nombra dioses / a los otros hombres, a unos ha hecho esclavos, libres a los otros” ( Heráclito. 53).
IV.- El significado del arma nuclear
He aquí, pues, el significado de las nuevas armas, tal como yo he querido interpretar a Hobbes. No son cosas, según ya ¡he dicho, sino símbolos. Como el cetro de los reyes, cuyo origen más remoto debió ser una maza para golpear al enemigo, pero cuya utilidad en ese sentido es ahora nula, el arma nuclear probó su capacidad para el golpe en Hiroshima y Nagasaki, pero ahora ya no sirve para ello, simplemente porque no se ha vuelto a utilizar con ese fin. Es signo de fuerza que los estados usan para amedrentarse, porque en tiempo de guerra no existe ley que impida su utilización, pero no es fuerza efectiva. Es un nuevo cetro que todavía no llega a serlo, pero tampoco es violencia desatada. Y, como enseña también Hobbes, esta etapa de transición violenta, pues es de guerra, conduce a dos posibles alternativas. O bien se sigue una ley fundamental de la razón, que es la de esforzarse por la paz si hay esperanza fundada de obtenerla, y, si no la hay, se deben aprovechar todas las ventajas de la guerra alternativa que parece ser la de nuestro momento, o bien, por el contrario, cada rival se dispone, en la misma medida en que tenga conocimiento de idéntica actitud por parte de los demás rivales, a renunciar a su propio derecho a la violencia y a contentarse con tener para sí tan poca libertad contra los otros cuanta él concedería a los otros contra sí. Lo cual es un contrato, pues todo contrato es una transferencia de derechos, y con él el nacimiento de una nueva sociedad civil.
La primera posibilidad, en la que ahora vivimos, no puede prolongarse indefinidamente. Debe acabar en paz o en destrucción, ya sea que esta última la produzcan directamente las armas o ya sea que la produzca indirectamente la fabricación de armas. La segunda es la pérdida definitiva de la libertad y de toda esperanza de ella, porque, siendo cierto que “sin la espada los pactos no son sino palabras, y carecen de fuerza para asegurar en absoluto a un hombre” (Leviatán. 2ª, XVII), se vuelve necesaria la existencia de una nueva espada que obligue a los estados a cumplir el contrato. La guerra nuclear parece que aspira a convertirse en espada o cetro de ese nuevo Leviatán cuya imagen espantosa a veces se adivina en el horizonte.
En conclusión, si la amenaza nuclear se hace efectiva significará la pérdida de la vida, pero si no se hace efectiva, mas permanece hasta desembocar en un nuevo orden político, significará la pérdida de toda esperanza de libertad. Solamente hay una escapatoria de este callejón que casi no tiene escapatoria: elegir nuestro destino para que no sea él quien nos elija a nosotros.