Fernando III el Santo

En los procesos inquisitoriales del reino de Aragón el juez podía suavizar la pena si los arrepentidos eran muchos, pero no estaba en su mano librar de la prisión a los predicadores y heresiarcas. Si alguno admitía en confesión su herejía antes de iniciarse contra él un proceso podía quedar libre de pena temporal si el confesor mismo lo declaraba y si éste le había impuesto una penitencia pública el reo tenía que justificar que la había cumplido aportando dos testigos.

El hereje que no se arrepentía era entregado al brazo secular. Si era un heresiarca o predicador de la herejía, le correspondía la pena de prisión perpetua. Los simples herejes afiliados a la secta tendrían que hacer penitencia solemne y asistir descalzos y en camisa –in braccis et camisia- a los actos religiosos del día de Todos los Santos, el primer domingo de Adviento, el día de Navidad, el de la Circuncisión, la Epifanía, Santa María de Febrero, Santa Eulalia, Santa María de Marzo y los domingos de Cuaresma para allí ser reconciliados y sometidos a disciplina por el obispo o por el párroco de la iglesia. Los jueves tenían que asistir a la iglesia, de donde se les expulsaba durante la cuaresma, debiendo asistir a los oficios desde la puerta. Estaban obligados a hacer esta penitencia toda su vida.

Si eran relapsos, quedaban sujetos a las mismas penas por diez años. Los vehementissime suspecti eran condenados a la misma pena durante cinco, pero no debían cumplirla todos los días señalados para los primeros. Por último, todos estaban obligados a asistir fuera de la iglesia a los actos religiosos durante la Cuaresma. Si se trataba de mujeres, tenían que ir vestidas.

Este código penal, surgido de un concilio, era duro, pero mucho más duras eran las disposiciones de los reyes, como se ha visto a propósito de las que adoptó Pedro II. Por otro lado, las ocasiones de aplicarlas fueron escasas.

Peor suerte tuvieron los herejes de León y Castilla, donde no había Inquisición que frenara los castigos de los reyes.

Aunque no eran muchos en España, los albigenses habían llegado hasta su interior. Hay crónicas autorizadas que así lo indican, entre ellas la de Don Lucas de Tuy. Se hallaba a la sazón este tal Don Lucas, obispo de Tuy, en Roma, donde tuvo conocimiento de las artes que practicaban y de los estragos que ocasionaban los herejes, lo que le movió a regresar a España, donde logró poner freno a sus actos. Escribió algunas obras de teología y filosofía poco importantes, pero una de ellas tiene el mérito de haber recogido para la historia los errores de los albigenses de León, que eran en resumen los siguientes: creer que Jesucristo y sus santos no asisten al justo en la hora de su muerte y que las almas salen de los cuerpos sin dolor, que antes del juicio final ni los buenos van al cielo ni los malos al infierno, que el fuego del infierno no es corpóreo, que este lugar se sitúa en la parte alta del aire por ser la esfera del fuego, que allí sufren todos por igual, sin diferencia de penas por sus diferentes pecados, que tales penas son temporales, que el purgatorio no existe, que las indulgencias no tienen valor alguno, que las almas pierden conciencia y memoria después de la muerte, que ni los santos entienden a los hombres ni los demonios los tientan, que las imágenes debían ser destruidas, etc.

A veces irrumpían estos herejes en las celebraciones religiosas con cánticos lascivos, en los días festivos gustaban de vestirse con hábitos de frailes y monjas, entregándose a bailes y actitudes lujuriosas, lo que da para pensar que en el presente continúan sus adeptos en la misma o parecida línea de laicismo. Aquellos causaron graves disturbios en León, que quedaron recogidos en los escritos de Mariana, Flórez y otros. El texto de Mariana, citado por Don Marcelino Menéndez y Pelayo, dice así:

«Después de la muerte del reverendo D. Rodrigo, obispo de León, no se conformaron los votos del clero en la elección del sucesor. Ocasión que tomaron los herejes, enemigos de la verdad y que gustan de semejantes discordias, para entrar en aquella ciudad, que se hallaba sin pastor, y acometer a las ovejas de Cristo. Para salir con esto, se armaron, como suelen, de invenciones. Publicaron que en cierto lugar muy sucio y que servía de muladar se hacían milagros y señales. Estaban allí sepultados dos hombres facinerosos: uno, hereje; otro, que por la muerte que dio alevosamente a su tío le mandaron enterrar vivo. Manaba también en aquel lugar una fuente, que los herejes ensuciaron con sangre, a propósito que las gentes tuviesen aquella conversión por milagro. Cundió la fama, como suele, por ligeras ocasiones. Acudían gentes de muchas partes. Tenían algunos sobornados de secreto con dinero que les daban para que se fingiesen ciegos, cojos, endemoniados y trabajados de diversas enfermedades, y que bebida aquella agua publicasen que quedaban sanos. De estos principios pasó el embuste a que desenterraran los huesos de aquel hereje que se llamaba Arnaldo y hacía dieciséis años que le enterraron en aquel lugar; decían y publicaban que eran de un santísimo mártir. Muchos de los clérigos simples, con color de devoción, ayudaban en esto a la gente seglar. Llegó la invención a levantar sobre la fuente una muy fuerte casa y querer colocar los huesos del traidor homiciano en lugar alto para que el pueblo le acatase con voz de que fue un abad en su tiempo muy santo. No es menester más sino que los herejes, después que pusieron las cosas en estos términos, entre los suyos declaraban la invención, y por ella burlaban de la Iglesia, como si los demás milagros que en ella se hacen por virtud de los cuerpos santos fuesen semejantes a estas invenciones; y aun no faltaba quien en esto diese crédito a sus palabras y se apartase de la verdadera creencia. Finalmente, el embuste vino a noticia de los frailes de la santa predicación, que son los dominicos, los cuales en sus sermones procuraban desengañar al pueblo. Acudieron a lo mismo los frailes menores y los clérigos, que no se dejaron engañar ni enredar en aquella sucia adoración. Pero los ánimos del pueblo tanto más se encendían para llevar adelante aquel culto del demonio, hasta llamar herejes a los frailes Predicadores y Menores porque los contradecían y les iban a la mano. Gozábanse los enemigos de la verdad y triunfaban. Decían públicamente que los milagros que en aquel lodo se hacían eran más ciertos que todos los que en lo restante de la Iglesia hacen los cuerpos santos que veneran los cristianos. Los obispos comarcanos publicaban cartas de descomunión contra los que acudían a aquella veneración maldita. No aprovechaba su diligencia por estar apoderado el demonio de los corazones de muchos y tener aprisionados los hijos de la inobediencia. Un diácono que aborrecía mucho la herejía, en Roma, do estaba, supo lo que pasaba en León, de que tuvo gran sentimiento, y se resolvió con presteza de dar la vuelta a su tierra para hacer rostro a aquella maldad tan grave. Llegado a León, se informó más enteramente del caso y, como fuera de sí, comenzó en público y en secreto a afear negocio tan malo. Reprehendía a sus ciudadanos. Cargábalos de ser fautores de herejes. No se podía ir a la mano, dado que sus amigos le avisaban se templase, por parecerle que aquella ciudad se apartaba de la ley de Dios. Entró en el Ayuntamiento; díjoles que aquel caso tenía afrentada toda España; que de donde salían en otro tiempo leyes justas por ser cabeza del reino, allí se forjaban herejías y maldades nunca oídas. Avisóles que no les daría Dios agua ni les acudiría con los frutos de la tierra hasta tanto que echasen por el suelo aquella iglesia y aquellos huesos que honraban los arrojasen. Era así que desde el tiempo que se dio principio a aquel embuste y veneración, por espacio de diez meses nunca llovió y todos los campos estaban secos. Preguntó el juez al dicho diácono en presencia de todos: «Derribada la iglesia, ¿aseguráisnos que lloverá y nos dará Dios agua?» El diácono, lleno de fe: «Dadme (dijo) licencia para abatir por tierra aquella casa, que yo prometo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, so pena de la vida y perdimiento de bienes, que dentro de ocho días acudirá nuestro Señor con el agua necesaria y abundante.» Dieron los que presentes estaban crédito a sus palabras. Acudió con gente que le dieron y ayuda de muchos ciudadanos, allanó prestamente la iglesia y echó por los muladares aquellos huesos. Acaeció con grande maravilla de todos que, al tiempo que derribaban la iglesia, entre la madera se oyó un sonido como de trompeta para muestra de que el demonio desamparaba aquel lugar. El día siguiente se quemó una gran parte de la ciudad, a causa de que el fuego, por el gran viento que hacía, no se pudo atajar que no se extendiese mucho. Alteróse el pueblo, acudieron a buscar el diácono para matarle, decían que, en lugar del agua, fue causa de aquel fuego tan grande. Acudían los herejes, que se burlaban de los clérigos y decían que el diácono merecía la muerte y que no se cumpliría lo que prometió. Mas el Señor todopoderoso se apiadó de su pueblo. Ca a los ocho días señalados envió agua muy abundante, de tal suerte que los frutos se remediaron y la cosecha de aquel año fue aventajada. Animado con esto el diácono, pasó adelante en perseguir a los herejes, hasta que les hizo desembarazar la ciudad». (Menéndez y Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, tomo I, Editorial católica, Madrid, 1978, páginas 406-408)

A todo lo cual puso freno el brazo de Fernando III, rey de Castilla. No contento con que sus ministros los castigaran, dice Juan de Mariana, él mismo arrimaba la leña y con su misma mano les prendía fuego. En las leyes que dio a Córdoba, Sevilla y Carmona les impuso pena de muerte y confiscación de bienes. En Castilla no hubo Inquisición. Más les habría valido a los herejes que la hubiera. Muchos no habrían sido ahorcados y cocidos en calderas, como dice P. Flórez que se hizo en bastantes ocasiones.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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