Sobre la liturgia secreta de los números
Hay religiones sin dioses y sin altares, sin himnos ni revelaciones, sin mártires reconocidos ni teologías sistemáticas. Son, sin embargo, más persistentes que muchas fes verdaderas, porque no se reconocen como tales ni se ven amenazadas por la crítica frontal. Son religiones encubiertas, cuya fuerza no reside en el dogma, sino en el rito disfrazado, en el misterio sin nombre, en la pertenencia velada. Y como toda religión encubierta, sólo puede ser desenmascarada por una verdadera religión, nunca por la lógica.
La lógica convence, pero no convierte. Para desarraigar una religión, aunque sea falsa, no basta con desenmascarar su error. Es preciso tocar el alma, ofrecerle otro misterio más digno de adoración. Porque el hombre no puede vivir sin secretos, sin signos, sin símbolos. Toda juventud inventa su jerga, todo club su léxico, todo amor sus claves. Aun cuando no sean necesarios, los secretos se cultivan como dulces y se guardan como tesoros. Lo importante no es lo que significan, sino que no todos lo entienden. Es esa frontera invisible la que confiere identidad, pertenencia, superioridad. Hay en ello una liturgia sin altar, una misa sin hostia.
Los oficios, los saberes, los juegos y hasta las pasiones más simples tienden a encerrarse en vocabularios propios. No siempre por utilidad: a veces por el puro goce de excluir. La jerga del cazador, del tipógrafo, del ajedrecista, del carpintero… no tiene otro mérito que el de parecer sagrada a los profanos. Como un libro sellado con siete sellos. Así se gesta el ritual de una religión sin trascendencia, pero con toda la gravedad de una misa.
Y acaso en ningún ámbito se haya mostrado con tanta nitidez como en la especulación numérica. Los números, más que signos, son espejos. En ellos puede verse reflejado todo lo que el alma desea encontrar: orden o caos, destino o azar, armonía o amenaza. El verdadero matemático —el que traduce el mundo a cifras para comprenderlo sin disolverlo— trabaja con números mudos, sin nombre, sin culto. Pero el místico de los números no se conforma con símbolos. Busca significados. Aspira a revelaciones. Y termina, inevitablemente, por nombrarlos.
Los números se vuelven así sacramentos: el tres, trinidad y ternura; el cinco, la mano y el combate; el siete, plenitud y descanso. ¿Qué no puede significar el número tres? Desde el triángulo platónico hasta los tres actos del amor, pasando por las edades del hombre, todo puede ser interpretado a través del tres. El tres puede significar el universo entero. Cuando el símbolo se absolutiza y se exige como verdad, nace una religión encubierta.
Este culto aritmético no es moderno. Ya en la Cábala, en la arquitectura de las pirámides, en las proporciones de Vitruvio o en las armonías de Pitágoras, los números, más que cantidades, eran puertas al misterio. Lo peculiar de nuestro tiempo es que la mistagogia numérica se reviste de ciencia, pretende exactitud, y se aplica a todo: desde la psicología hasta la política. Los números no ya como claves del mundo, sino como normas de vida. Dogmas disfrazados de cálculos.
Un ejemplo singular lo ofreció Wilhelm Fließ, que quiso fundar una biología exacta sobre el curso numérico de la existencia humana. Según él, la vida del hombre se regula en ciclos de 23 días, y la de la mujer en 28. Días críticos, ritmos cruzados, influencias ocultas. Nada, ni siquiera las empresas más graves, debería emprenderse si se está en el día equivocado del ciclo. Uno escucha, al principio, con interés. Es natural desear que la vida tenga medida. Pero pronto, entre sumas interminables, productos arbitrarios y diferencias caprichosas, la expectación se disuelve. Si todo puede interpretarse como 23×28 menos 5 más 11, lo exacto se ha evaporado y lo biológico se ha transfigurado en superstición.
Ni mitos, ni leyendas, ni cuentos de viejas apoyan esta doctrina. Ninguna tradición humana habla del ciclo de 23 días del varón. Y, sin embargo, se construyen con él gráficos, tablas, advertencias. Se le presta la solemnidad de una verdad revelada, aunque sea sólo por unos pocos. La religión encubierta no necesita multitud; le basta con una iniciación.
Así se perpetúa la mistagogia de los números. Cambia de rostro, pero no de esencia. Es, en su fondo, una religión del sentido absoluto: todo debe significar algo, y todo puede encontrarse en los números. Y como los números lo soportan todo, también soportan ser dioses. Se les rinde culto sin saberlo, se les teme como a potencias, se les adora como a enigmas. ¿Y quién se atreverá a despojarlos de ese poder?
Sólo quien haya conocido el Misterio verdadero. Aquel que no se encierra en cifras ni se descompone en series, sino que atraviesa el alma entera con su fulgor silencioso. Sólo una religión auténtica puede redimirnos de las religiones encubiertas. Porque lo encubierto no se disuelve con argumentos, sino con luz.
Nota final: Este texto incorpora libremente ideas procedentes del pensamiento de Carl Christian Bry sobre las Verkappte Religionen (religiones encubiertas), y algunos pasajes traducidos y adaptados de sus reflexiones sobre la mistagogia aritmética y los símbolos numéricos en la cultura moderna.