Pensamientos a principio de curso

Opino que la función del profesor, en un curso de historia de la filosofía explicado a alumnos jóvenes, es ambigua y aun contradictoria. Aparentemente no tiene más remedio que difuminarse, esconderse tras los filósofos cuyos sistemas explica, para que sólo ellos aparezcan. En ello consiste su supuesta sinceridad, pues, al actuar así obligatoriamente, parece que sólo deja traslucir, no sus preferencias,  sino lo que otros han pensado. Pero cualquier alumno llega a sospechar a lo largo del curso que su profesor bien puede estar transmitiendo conflictos, alegrías y sufrimientos propios cuando explica filosofía. Intuyo que un alumno tal está en lo cierto. Estoy además convencido de que, aparte de inevitable, es conveniente que sea así: no podemos saltar por encima de nuestra propia sombra ni podemos prescindir de nosotros mismos. Que la persona del profesor se mezcle en sus propias explicaciones es deseable, porque en caso contrario el mejor profesor sería una máquina, y porque ése es el único modo de mostrar fehacientemente que la filosofía es una parte de lo vivido. El grado de éxito estribará en la pericia que se posea para particularizar o generalizar lo que tantas veces son preocupaciones y experiencias personales.

Ni escepticismo ni doctrinarismo

La propia historia de la filosofía cae en una ambigüedad semejante. En ella hay también hiatus entre lo que aparece y lo que verdaderamente es. La apariencia, la sucesión de los autores que se van exponiendo, es por sí misma variada, incoherente y contradictoria. ¿Acaso no es debido a ello el que algunos alumnos, a quienes el comienzo de curso ha parecido quizá demasiado prometedor, empiecen a desesperar poco a poco del contenido de la asignatura y acaben por hastiarse de ello? En el nivel intelectual en que ellos se mueven con sus mentes todavía poco avezadas al vértigo, unos, que piensan estar convencidos de algunas verdades, confiesan que acaban por dudar de ellas, en tanto que otro empiezan por aferrarse a las primeras doctrinas explicadas -¡las de los filósofos griegos!-, pues les parecen razonables, para ir comprobando cómo son desmentidas en las lecciones siguientes y otros en fin prefieren continuar con sus prejuicios -en el sentido literal: opiniones previas a toda razón- y se niegan a prestar oídos a cualquier cosa que los pueda desmentir. En resumen, parece que solamente embuimos en nuestros alumnos, aunque de un modo no buscado, escepticismo -que no es a priori indeseable,  pero, más que filosofía en sentido estricto, las doctrinas escépticas son    los cauces fuera de lo cuales no puede moverse la filosofía- y  doctrinarismo1 . Dejo de lado, como es obvio, a los indiferentes  aquellos a quienes sólo interesa, si acaso, aprobar la asignatura, y aun  ello a disgusto y como forzados. Como es indiscutible que están en su  derecho y como de lo que en clase oigan no harán más uso que el  estrictamente académico, opino que es conveniente sugerirles que  aprovechen para ejercitar su intelecto, olviden pronto lo que por  imposición hayan debido leer u oír y que procuren no hacer ruido.

Aquellos alumnos que vengan con el sano, o funesto, interés de aprender algo, y aquellos a quienes se les despierte, no habrán ganado poco. Si adquieren el hábito de meditar -sobre cualquier tema quizá, por nimio que sea, a cualquier hora y de cualquier manera- tal vez no consigan otra que el vicio de atormentarse con los pensamientos. Para ellos, como para otros de cuya vida personal no puede desaparecer tal manía, el pensamiento empezará a ser inevitable, aunque no colabore a hacerlos más felices. Serán más humanos, si es cierto, como dice Rousseau, que el hombre que medita es un animal depravado.

El pasado en nosotros

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que el pensamiento, aunque todavía no nos haya trocado en seres felices y justos, es inevitable, como muestra la vida de los autores cuyas preocupaciones se han convertido en historia de la filosofía. De ellos se ha de aprender el arte de pensar. Aunque en su mayoría desaparecieron hace siglos y con ellos se esfumaron también las costumbres, instituciones sistemas políticos y creencias del pasado 2 , lo que sus mentes idearon para entender su entorno sigue siendo hoy el armazón de nuestras propias mentes. El pasado no es cosa pasada, pues nosotros mismos somos pasado. Nuestras ideas y sentimientos más entrañables no son nuestros, sino heredados. Si muchas veces creemos ser su origen es porque de ellos, pensamientos y emociones, hemos llegado a hacer vida y personalidad. En este sentido, si nuestro intelecto y nuestra emotividad -también ésta última, pues los sentimientos, no procediendo directamente de lo natural, sino del filtro que en un momento histórico concreto proporcionan las relaciones entre naturaleza y cultura, nunca son causas sino siempre efectos- proceden del pasado, éste es más real que el futuro, que en realidad no existe y al que no obstante sacrificamos parte de nuestras energías y deseos de vivir más íntimos.

Nuestra vida es tiempo y el tiempo todo lo arrolla incesantemente, complicándose y retorciéndose sin orden aparente. La vida es un barullo casi impenetrable. ¿Cómo pensarla? Las ideas que sobre ella se han producido, a veces sólo un pálido reflejo suyo, se han entremezclado, enrarecido y complicado de un modo casi tan inextrincable como la misma vida que pretendían penetrar; han sido ideas con que los hombres procuraban enfrentarse a la muerte, a Dios, la justicia… y que a la postre han acabado por formar un cuerpo extraño superpuesto a la acción y la vida. ¿De qué hablan? Hay quien opina, casi increíblemente, que se hablan entre sí, y utilizando a los hombres para expresarse. Otros, por el contrario, piensan que son simples sombras de una realidad más auténtica.

Es una banalidad insistir en que la vida no es clara, como nosotros tampoco somos claros ni límpidos. Llenos de impresiones contrarias y sentimientos opuestos, nadie de entre nosotros está tan exclusivamente entregado a la afectividad que alguna vez no goce resolviendo un problema lógico, y nadie hay tan intachablemente lógico que alguna vez no se haya estremecido con el roce de una caricia. Nadie es sencillo, y si alguien lo es, está cerrando los ojos a la tragedia de la vida. Es un puritano. “Quien por una inclinación nunca padeció dolor, tampoco gozó de alegría a causa de una inclinación”3, y una vida así, aunque se posea una perfecta sabiduría, no merece ser vivida.

Un filósofo llamado Luzbel

La sabiduría es una inclinación, no una realidad. Según una interpretación que un buen amigo me refirió recientemente sobre el mito de Luzbel, éste habría empezado a habitar el infierno cuando descubrió que el cielo estaba vacío. Mal filósofo sería entonces el diablo, pues tuvo demasiada prisa y por culpa de ella desesperó demasiado pronto. Pienso que una empresa similar, pero más paciente, es la que conviene a la investigación filosófica, al menos la que me propongo sugerir en este artículo, porque opino que no es difícil hacer que el sistema de ideas que ha dado en llamarse historia de la filosofía hable de los propios hombres. Con vistas a ese fin, que acaso en un exceso de soberbia convierta este empeño en similar al que proponía el oráculo de Delfos

-con lo que se le habría conseguido un preclaro precedente-, es bueno utilizar el espejo externo de quienes en el pasado elaboraron nuestra arquitectura mental, pues sobre nosotros habrán de recaer los pensamientos que paulatinamente vayamos analizando durante el año. Pero como el ser sobre el que se ha de discurrir no es ente seguro ni fiable, no ha de buscarse con demasiada premura el supuesto cielo de la verdad. Sospecho que ese paraíso no existe, carece de interés. Puede que sea preferible seguir siendo Luzbel antes de descubrir una entidad tal vez vacía, aun intuyendo previamente que el vacío es quizá el único fin inevitable hacia el que vamos deslizando nuestra vida u nuestro pensamiento. La nada, la muerte y el vacío son demasiado puros como para merecer nuestra atención. Spinoza ya decía que los hombres libres no piensan en la muerte. Mejor será, pues, pensar en la vida, la nuestra, aunque no sea más que unas horas en todo un año, para procurar aprender algo sobre nosotros mismos ahora que parecemos saber tanto sobre todo lo demás, aunque podamos advertir oscuramente que el final de todo, cuando ya nada seamos, nos aguarde la única y verdadera certidumbre de que nada somos. Pero, si la historia de la filosofía presenta un aspecto tan incoherente y contradictorio, ¿cómo podrá servir a este propósito? Unos sistemas mentales nacen de otro para destruirlos. Pretenden decir la verdad, y la verdad que cada uno predica es contraria o distinta de casi todas las demás. La presentación habitual de la historia de la filosofía sólo muestra opiniones, nunca verdades, de modo que los profesores, aceptando implícitamente la antigua distinción entre apariencia y realidad, no condenamos a la fatuidad de lo aparente si sólo mostramos lo opinable, y los alumnos solamente perciben erudición, cuardo no embaucamiento, en las explicaciones que oyen. Por este motivo, no creo conveniente insistir en ese aspecto abrumador de la historia de la filosofía, aunque más que por amor a la verdad se haga por una especie de compasión o humildad, para lo cual personalmente hago uso de la opción expuesta en líneas siguientes, que se me antoja determinante de la misma filosofía.

La sabiduría es esquiva

Ignoro si el pensamiento es útil o perjudicial. Opino que ésta es una cuestión improcedente, a pesar de la frecuencia con que se presenta. Cuestiones como ésa, al igual que aquella hermosa fórmula que dice que la vida enseña a pensar, pero que el pensamiento no enseña a vivir, se han de desdeñar desde un principio, pues relegan al pensamiento a la más pura inacción y son si no falsas, sí antifilosóficas. Acepto por el contrario como más razonable que los hombres, si nos diferenciamos de los animales en que pensamos o hablamos -que la diferencia sea cualitativa o cuantitativa es ahora irrelevante- es ante todo porque utilizamos pensamiento y lenguaje para organizar, dirigir… o justificar nuestras acciones. Luego idea y acción pueden no ser más que dos aspectos de una misma cosa. Los hombres actúan de acuerdo con los fines o justificaciones que su pensamiento les propone. Y el pensamiento propone fines o justificaciones de acuerdo con lo que considera que es verdadero. Esto último es cierto especialmente con respecto a los seres humanos que se esfuerzan en no ser contradictorios, de los que cabría decir, sin miedo a errar, que su actitud ante la vida es filosófica.

En efecto, a poco que se medite, me parece ineludible chocar alguna vez con la evidencia de que nuestras acciones, por un lado. Y nuestras ideas y palabras, frecuentemente nacidas de nuestros criterios estéticos y morales, por el otro, guardan entre sí tan escasa correspondencia y se contrarían en tantas ocasiones, que uno no tiene más remedio que pararse a pensar alguna vez se es deseable que todo siga tal como está o que se procure ver la manera de encauzarlo debidamente ¿Qué se ha de hacer? ¿Seguir las inclinaciones y deseos de cada omentoc procurar sobrevivir, sin parar mientes en otra cosa, en medio de embrosso de la vida, o acaso será mejor optar por alguna solución capaz de regular su flujo?

La segunda alternativa es la filosófica. El que por ella se decide acepta implícitamente que hay alguna organización de la realidad que, expresada en un sistema de ideas adecuado, se convertiría en explicación de nuestra persona al mismo tiempo que en nuestra norma. Otra cosa es que se posea de hecho un pensamiento claro de ese saber. Ello ni siquiera es importante, ni modifica en nada los términos en que se expresa la alternativa, pues no es el filósofo un hombre que por ella siente inclinación. Por lo que no se puede prometer, en un curso de filosofía explicado a jóvenes que por primera vez habrán de atisbar algo de su contenido, más de lo que después se va a cumplir. Ello excede los límites de lo que está permitido al filósofo.

La ciudad justa

Con todo, debe ser posible hallar un camino que conduzca a la verdad del hombre. De ella sabemos por lo pronto que su realización haría desaparecer toda violencia e injusticia del ser humano, y que, en consecuencia, no se da en ninguna de las formas actuales de existencia. ¿Podría aceptarse que la democracia americana actual, el comunismo ruso vigente o la explotación del tercer mundo son reinos verdaderamente humanos, en los que haya desaparecido toda contradicción e injusticia?

Estas últimas palabras no deben confundirse con una invitación al idealismo, por cuanto parecen situar la verdad más allá de lo empírico. Se trata de un planteamiento inicial que puede o no desembocar en ese tipo de idealismo, pues, por mostrar otro camino igualmente coherente con ese planteamiento, podría también entenderse que la verdad está apuntando en ciertos rasgos de la experiencia, en tanto que otros rasgos se sitúan en contradicción con ella. Una postura extrema, ciertamente imposible de mantener, pues contraría el principio mismo del que entiendo que parte la filosofía, consistiría en pensar que la experiencia toda es la única verdad y que vivimos un mundo humano realmente. Si el hombre no es por naturaleza libre, sino esclavo, si no es pacífico, sino violento, entonces este planeta, que se dice amenazado por la destrucción y el hambre, es el reino que nos corresponde y no podemos aspirar a más. Si el hombre es violento, rapaz y destructor, entonces nuestra existencia lleva la marca que le pertenece y de nada vale inquietarse ni rebelarse, pues sería injusto aparte de inútil.

Pero éste no es sino el discurso de la resignación y la quietud. Si existe un afán de justicia y éste no es descabellado, se impone volver a la antigua dualidad entre lo real y lo aparente, a aceptar que no todo lo que existe es real y que, por tanto, la verdad humano sobrepasa las realizaciones empíricas de los hombres. En ese caso retorna la necesidad de investigar lo que somos, el lugar que nos corresponde entre el resto de los seres… Así también se volvería a comprender que la filosofía es posible y necesaria cuando se percibe que la vida que están viviendo las personas está corrupta. De ahí la actividad de un pensamiento que trata de describir cómo debería ser la vida para que fuera realmente humano, tratando de adquirir el saber de lo humano. Es una ciencia pura, buscada para, por contraste con ella, hacer patente la injusticia del presente y también para orientar la acción hacia la transformación de dicho presente. He aquí cómo la filosofía engarza pensamiento y acción, poniendo al primero como base inquebrantable de la segunda. Ante esto, véase si no es secundario el que la ciudad justa sea o no realizable. Lo importante es que, si ella se torna imposible o desaparece de nuestro horizonte mental, nada de nosotros mismos y de nuestra vida puede ser entendido, pues ella da la medida de lo real.

Una utopía realista

Esto es lo que opino que debe entenderse fundamentalmente por filosofía. Este criterio es aplicable tanto a Platón y a los filósofos cristianos como a Hegel y a Marx, pese a la disparidad en el contenido de sus pensamientos. Ellos coincidieron, a pesar del diferente valor dado a cada uno de los términos, en proponer el mismo fin al deseo de saber y a la acción política.

Más arriba hablé del futuro y su no existencia, refiriéndome a que el pasado es más real que él, pues estructura nuestra propia personalidad. Esta cuestión cobra ahora una nueva luz, porque, después de lo dicho, si la opción filosófica es justificada, el empeño por el futuro no es inútil y él mismo no es fantasma irreal. También él queda justificado como lugar de realización de la utopía negada en el presente. En caso contrario, más vale legitimar la vida actual y dejar las quimeras sobre la justicia y la utopía, pues quien se preocupa por lo que no es corre el peligro cierto de perder lo que es.

He aquí que volvemos de nuevo al dilema propuesto como principio de la filosofía: ¿ qué se ha de elegir, la razón o la sinrazón, el caos o el orden…? Pero la intención de estas palabras no era presentar una opción como la única necesaria -lo cual es imposible, pues razonar cuál de las dos alternativas es válida es ya situarse dentro del orden impuesto por el lenguaje, por el pensamiento, dentro de la filosofía-, sino algo menos ambicioso y más académico: mostrar un posible enfoque coherente de un curso de historia de la filosofía. Este vendría a ser, según todo lo dicho, un esfuerzo por hacer ver que cada sistema filosófico es una ciencia sobre la experiencia del momento, una utopía seguramente extraída de ahí, y unas normas prácticas cuya función no sería otra que salvar el abismo entre lo que es y lo que debería ser, o bien, en otras palabras, una descripción del deber ser, de la naturaleza real del hombre y el universo, una crítica de la experiencia del presente y una doctrina política.

En lo que a mí respecta, como profesor que soy de esta asignatura, tendré que proceder más como traidor a la filosofía que como verdadero filósofo: aun vislumbrando que lo que he escrito tiene visos de verosimilitud, no explicaré- aunque quisiera, no podría- verdades, pues de ellas me hallo desnudo, al menos oficialmente, sino solamente haré lo posible por conseguir un aceptable recuento de la apariencia que se ajuste lo más posible a esos criterios. Más que filosófica creo que ésta es una intención de tipo histórico o antropológico. Y, por último, acerca de lo que los alumnos aprendan u olviden, acerca de la decisión que deberían o no tomar, ¿qué podría yo hacer? Ya he advertido que razonar sobre una u otra opción es elegir ya una de ellas. Sólo a ellos toca decidir. Sin razonar.

Publicado en la NUEVA REVISTA DE ENSEÑANZAS MEDIAS, 1984, nº5, páginas 75-79


1 No pongo en duda que éstos son dos polos, nunca demasiado reales, entre los que oscilan todos nuestros pensamientos y que, por tanto, no es una novedad aplicar ese esquema a los alumnos. Lo que quiero decir es que ellos, que por ser todavía jóvenes se inclinan a pensar todo en términos de sí y no, encuentran base a esa tendencia en las explicaciones de COU.
2Pienso que esta afirmación no es en modo alguno exagerada: aunque la democracia de la ciudades antiguas se pudiera concebir como origen lejano de la actual, no se puede aceptar que sea la misma, y lo mismo cabría decir sobre el cristianismo de los primeros tiempos o el medieval con respecto al de nuestro tiempo. Pero no es éste el momento de tratar el tema. El mundo clásico, el cristiano medieval y el moderno son universos distintos. Sin embargo seguimos utilizando un tipo de pensamiento que, habiendo nacido en esos universos ya pasados, parece haberlos trascendido.
3 STRASSBURG, G. Tristán e Isolda. Madrid. Editora Nacional 1982. p. 43.


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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