Mística y utopía

San Bernardo de Claraval (1091 – 1153), llamado doctor melifluus por su elocuencia, que predicó la segunda cruzada, fue el máximo exponente del misticismo de la abadía de San Víctor, movimiento cuyo iniciador fue Guillermo de Champeaux. Se opuso fervientemente a Abelardo.

San Bernardo utilizó la mística como un arma contra la herejía, en la cual le pareció que desemboca todo movimiento filosófico. De ahí que negara el valor de la razón y del hombre mismo, que solamente puede alzarse sobre sí en la mística y la ascesis que la precede. Inspirado en De amicitia, de Cicerón, y en el Cantar de los Cantares, pensó que la mística es el abandono total del alma en la voluntad de Dios después de haberse liberado de los vínculos corporales. El alma que llega al éxtasis, el supremo estado del proceso ascético, se disuelve en Dios como una gota de agua en el vino.

No todos los místicos de San Víctor desdeñaron como él las ciencias profanas. Hubo otros, como Hugo y Ricardo de San Víctor, que vivieron el misticismo como el peldaño más alto de las ciencias profanas y sagradas, pero no negaron el valor de éstas.

La batalla que se estaba librando entre el ala religiosa y la filosófica del Medievo no llegó a tener un claro vencedor, pues la filosofía aún tendría su momento de esplendor un siglo después de San Bernardo y la religión no tuvo que retroceder. La suerte fue muy otra en una batalla igual que se estaba librando casi al mismo tiempo en el mundo musulmán español, donde terminó con la victoria de los alfaquíes y con la quema de todos los libros de Averroes por el califa Almansur, después de lo cual ya no hubo más filosofía árabe en España.

Por su peculiar conexión con el misticismo y la resonancia social que alcanzaron merecen mención especial los movimientos utópicos y revolucionarios que se fraguaron en este siglo, movimientos que seguían los pasos de los que habían tenido lugar en los inicios del cristianismo y cristalizaron en gran medida en las cruzadas. En el siglo XII volvió a florecer el sueño de la profecía escatológica de los primeros tiempos, el sueño de una Segunda Venida que instauraría sobre la tierra, no sobre el cielo, un reino de justicia. El sueño se multiplicaría más tarde en una numerosa cohorte de movimientos mesiánicos que llega hasta nuestros días.

La estructura conceptual de esos movimientos se remonta a la teoría de Orígenes sobre las tres maneras de leer los textos sagrados: la carnal, la anímica y la espiritual. La primera entiende literalmente el texto, la segunda lo interpreta alegóricamente y sólo la tercera desvela el mensaje eterno oculto en el fárrago de las letras. Los místicos de la abadía de San Víctor habían recogido y transformado la tríada de Orígenes en los tres escalones que conducen al alma a la visión beatífica de Dios: la cogitatio o comprensión de las cosas corporales, la meditatio o reflexión sobre la propia alma y la contemplatio o elevación hasta la divinidad.

La aplicación de estos tres momentos de la ascensión mística a la historia de la humanidad por Joaquín de Fiore (1145-1202) recogió el sustrato profundo de los movimientos sociales anteriores y legó a los posteriores la trama básica de sus ideas, el esquema inmutable sobre el cual engarzar la subversión. El transcurso de las sociedades resultaba dividido en tres etapas o ascensos, cada uno de los cuales dependía de una de las Personas de la Trinidad:

«Libro de las Figuras» del Abad Joaquin de Fiore con el «Árbol de la Humanidad: De Adán a la Segunda Venida de Jesús Cristo».

El primer estadio vivió de conocimiento. El segundo se desarrolló bajo el poder de la sabiduría. El tercero se difundirá en la plenitud de la inteligencia. En el primero reinó la servidumbre. En el segundo, la sumisión filial. En el tercero comenzará la libertad. El primero transcurrió en los azotes. El segundo, en la acción. El tercero transcurrirá en la contemplación. El primero vivió en el temor. El segundo, en la fe. El tercero vivirá en la verdad.

Y más adelante:

Puesto que el Espíritu es también verdadero Dios, como el Padre y el Hijo, debe realizar también alguna obra a su imagen y semejanza, lo mismo que lo han hecho el Padre y el Hijo[1].

El dogma trinitario, unido a los tres momentos místicos, se plasma en la historia. La luz que ilumina a la humanidad emana tres fulgores, cada uno más brillante que el anterior. El postrero es el del Tercer Reino, el último de esta tierra, que precede a la vida eterna en el cielo, y será el reino de la igualdad y la libertad.

La división tripartita de la historia no murió nunca. Se la vuelve a encontrar dotada de nuevo vigor en la Ilustración alemana, nada menos que en Lessing:

No hay duda que algún día llegará el momento del nuevo evangelio eterno que se nos promete en los libros fundamentales del Nuevo Testamento. Quizá los fanatismos conocidos en los siglos XII y XIV eran un destello de este nuevo evangelio eterno y sólo se equivocaban en anunciar que la irrupción de la nueva época estaba tan cerca. Quizá su idea de las tres edades del mundo no era ninguna ocurrencia banal y está claro que no erraban cuando afirmaban que el Nuevo Testamento se anticuaría tal como le había ocurrido al Viejo Testamento… Lo que ocurría es que querían ir demasiado aprisa y que en un momento querían hacer hombres dignos de esta época a sus propios contemporáneos que todavía no habían dejado completamente la niñez ni habían recibido ninguna preparación ni ninguna ilustración[2].

Según Bloch, esta teología de la historia, corrompida y pervertida, fue también la del nazismo. Incluso el término “Tercer Reino”, cambiado en Tercer Reich, fue sacado de las cenizas antiguas y, remozado por Moeller van den Bruck, y quedó listo para su uso por el Partido Nacional Socialista Alemán.

El marxismo, que también adopta la tripartición de la historia, sería, también según Bloch, netamente distinto de todos los movimientos teológicos anteriores, como el hombre ilustrado de Lessing es distinto del niño medieval que concibió la idea: la utopía milenarista de los primeros tiempos del cristianismo y de los tiempos medios y modernos se habría trocado finalmente en ciencia por obra del socialismo científico, es decir, del marxismo. La ciencia difumina otra vez la tiniebla del mito.

Pero esta interpretación no es aceptable sin más, como muestra el desarrollo del marxismo.


[1] Cit. en Fraile, p. 520

[2] Cit. en Bloch, p. 113

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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