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Instrucciones para subir una escalera
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
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Tecnología del intelecto
Así se ha llamado con razón a la escritura, uno de los tres o cuatro inventos más grandes de la humanidad. En ella confluyen lo material y lo mental y se hacen indistintos. Tanto es así que ahora no es posible distinguir los mejores adelantos en ciencia y filosofía si no están grabados, negro sobre blanco, en un papel… Pero el papel es el penúltimo soporte de cuantos han existido.
Primero fueron las largas tiras de pergamino, procedente de la piel del cabrito o la ternera. No menos de diez animales había que sacrificar para la edición de un solo ejemplar de La República. De ese material se hicieron los rollos, o volúmenes -de volvo, envolver-, que llenaron los estantes de la Biblioteca de Alejandría. Luego fueron los códices, hojas rectangulares de la misma piel cosidas por uno de sus lados, que fueron inventados por los cristianos de Egipto con el fin de disponer en un solo cuerpo de varios libros de las Sagradas Escrituras. Más tarde, en el siglo VIII, en el transcurso de una batalla librada en Samarcanda, los árabes consiguieron capturar a dos chinos fabricantes de papel, un invento que había permanecido secreto durante cerca de 700 años.
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La escritura
Aunque el mito de Platón abomina de la escritura, como he contado en el artículo de ayer, su autor dedicó largas jornadas de su vida al prolijo deber del escritor. La verdad no improbable de sus palabras no le impidió ser el primer filósofo en lengua escrita de la Historia. Hubo ciertamente otros, como Anaximandro o Parménides, que también escribieron, pero, aparte de que sus obras apenas existen para nosotros, o no existen en el mismo grado que las de Platón, de ninguno de ellos puede decirse que descubriera y explorara como él el territorio propio de la filosofía, las Ideas. Le precedieron en el tiempo, pero no en la Historia, que, como es sabido, es siempre una invención más o menos acertada y congruente, una reconstrucción del pasado al hilo del criterio presente. Cada nuevo movimiento la reconstruye de nuevo y aunque al hombre no le es dado crear deliberadamente las consecuencias de su acción, sí puede crear sus antecedentes en su memoria.
Quiere esto decir que el historiador no penetra en una época, como si ésta fuera algo existente de antemano que sólo esperara ser examinado, sino que más bien la reconstruye. La mirada hacia atrás es de quien mira, no de quien es mirado. Y en esa mirada nuestra Platón ocupa ahora la primera posición justamente porque escribió. Aunque el arte de la escritura no fue una condición suficiente, sí fue una condición necesaria, para ocupar ese puesto. Si hubiera sido de otro modo, si Platón no hubiera escrito sus diálogos, el recuerdo de su nombre apenas destacaría sobre el de aquellos otros a quienes atribuimos en el presente unas cuantas tesis más o menos imprecisas y escasamente desarrolladas, como Sócrates, Anaxágoras, Demócrito…
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Dos mitos
La tecnología no es solo acción. Es también pensamiento, pensamiento extendido por todas las vetas de los grupos humanos. La tecnología se introduce en la práctica de las sociedades, pero forma parte a la vez de la serie de figuraciones con que los hombres interpretan, justifican, rechazan, aceptan, viven… el mundo y a sí mismos. No es infrecuente que las figuraciones tecnológicas, que desde el Neolítico han contado siempre con un lugar prominente en el vasto universo de los símbolos, representen en él el mal que ha de venir, la infracción del orden natural, un desorden que no puede quedar impune. Así lo atestiguan algunas noticias sobre los pueblos primitivos, que cuentan el temor suscitado en el aborigen de la Edad de la Piedra por el dominio del fuego (V. Heusch, Pourquoi l’épouser? et autres essais, Gallimard, Paris, 1971). Y lo atestiguan también algunos mitos importantes, como el de Prometeo, expresión simbólica de una usurpación del poder de los dioses y del castigo implacable de la Moira, que acecha en lo oscuro. Éste es el mejor mito neolítico que ha llegado hasta nosotros, un prototipo de alusión a la ruptura de un orden anterior a la iniciación del camino de la Historia. Por la fuerza de los símbolos que encarna y por representar en un relato insuperable el ambiguo sentimiento de temor y admiración por la tecnología que nos embarga, es también un mito de nuestro tiempo. El Neolítico en nosotros.
No es el único mito viejo y nuevo. La presentación de sentimientos y temores que se halla en él es más minuciosa en otro mito que también se ha encargado Platón de conservar para nosotros. Se trata de un pasaje no carente de ironía y paradoja de un filósofo racionalista hacedor de mitos. Según «una tradición que viene de los antiguos», dice en el Fedro (274 b – 277 c), Theuth presentó un día al dios Ammón sus siete inventos: «el número, el cálculo, la geometría, la astronomía, los juegos de damas y dados y las letras». Los juegos de damas y dados no merecen juicio alguno por parte de Platón, pero de los cuatro primeros descubrimientos sabemos por otros escritos que acaso habrían bastado para que considerase a su autor uno de los dioses más grandes del panteón egipcio, superior con mucho a Prometeo en el olímpico, porque éste se limitó a enseñar a los hombres el arte del herrero, un trabajo propio de artesanos e indigno de ser comparado al estudio de los números o de los movimientos de los astros en el cielo.
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