Tecnología del intelecto

Así se ha llamado con razón a la escritura, uno de los tres o cuatro inventos más grandes de la humanidad. En ella confluyen lo material y lo mental y se hacen indistintos. Tanto es así que ahora no es posible distinguir los mejores adelantos en ciencia y filosofía si no están grabados, negro sobre blanco, en un papel… Pero el papel es el penúltimo soporte de cuantos han existido.

Primero fueron las largas tiras de pergamino, procedente de la piel del cabrito o la ternera. No menos de diez animales había que sacrificar para la edición de un solo ejemplar de La República. De ese material se hicieron los rollos, o volúmenes -de volvo, envolver-, que llenaron los estantes de la Biblioteca de Alejandría. Luego fueron los códices, hojas rectangulares de la misma piel cosidas por uno de sus lados, que fueron inventados por los cristianos de Egipto con el fin de disponer en un solo cuerpo de varios libros de las Sagradas Escrituras. Más tarde, en el siglo VIII, en el transcurso de una batalla librada en Samarcanda, los árabes consiguieron capturar a dos chinos fabricantes de papel, un invento que había permanecido secreto durante cerca de 700 años.

Mucho más tarde todavía, durante el siglo XII, se fundó en la España musulmana la primera industria del papel, y de aquí pasó después al resto de Europa. Había nacido el libro que conocemos ahora. Vino luego la imprenta de tipos móviles de Gutenberg, de Maguncia, o de Johann Fust, también de Maguncia, o de Coster de Haarlem, de Holanda…, que extendió la posibilidad de leer libros mucho más allá de lo que Platón habría podido imaginar: más de 40.000 ediciones se hicieron entre 1450 y 1500. Entonces aparecieron también algunos de los tipos que ahora se usan: en lugar del tipo gótico que había tratado de imponer la imprenta centroeuropea de Gutenberg, los humanistas del Renacimiento prefirieron reproducir el tipo romano de la antigüedad clásica, que era casi igual que la cursiva carolingia del siglo IX, en cuyo formato se habían transmitido muchas obras clásicas. Y, como imitación del tipo romano, se propuso en Italia, en la imprenta Aldina, de Venecia, en 1495, el tipo itálico…

La tipografía fue una industria estable durante más de 300 años. Creció en cantidad -el doble, el triple, el quíntuplo… de libros que en el Renacimiento- pero descendió en calidad. El número creciente de ediciones demandadas por las poblaciones europeas y americanas no bastaba para que el platillo de la oferta ascendiera gran cosa en la balanza. Lo prueba el hecho de que en el siglo XVIII la mayoría de los que se dedicaban a aprender el oficio, en el que había que gastar más de cinco años, iban directos al desempleo. Muchos entraban de aprendices a la edad de nueve años y llegaban a oficiales después de haber bregado duramente en las tareas de la edición impresa, pero no pasaban después de ser meros peones mal pagados. La rentabilidad no era suficientemente alta… Baste saber, como prueba de esto, que había que fundir a mano las letras, a una velocidad media de dos páginas por jornada si el fundidor era verdaderamente experto.

En la primera mitad del siglo XIX apareció la máquina de fundir tipos, que alcanzó a producir 60.000 letras por hora, luego la de composición, después la linotipia -«línea de tipos», un desprecio por la etimología.-, la monotipia, la máquina de escribir -una de las primeras, la Remington, fue creada por una firma que producía armas de fuego, máquinas de coser y aperos de labranza-, la prensa tipográfica, y, en otras ramas de la invención, la producción mecanizada de papel a partir de la madera -y no de los trapos, de la paja de algodón o lino, del esparto de España…- la fotografía y el cine, y, ya en pleno siglo XX, la informática, las redes militares de comunicación, los ordenadores personales … Y ahora Internet, estas aguas de unos y ceros que consta de unos cuantos terabites de extensión, en cuya navegación es posible trascender instantáneamente las fronteras y que son el último uno de los efectos de la confluencia de aquellas otras tecnologías.

Todo ello sin olvidar que este desarrollo fue acompañado de otras secuelas repetidamente mencionadas en las historias del ramo, como las luchas contra la introducción de nuevas máquinas, que ocasionaban mayor paro, la exigencia de más periódicos y libros por parte de una población creciente que accedía por fin al conocimiento, reservado para un escaso número de aristócratas poseedores de esclavos en el siglo V a. d. C. y para un número proporcionalmente mayor de burgueses ilustrados en el XVIII, el arrasamiento de bosques para convertirlos en papel impreso, el muy verosímil control que es posible ejercer sobre quienes accedemos a la red…

Por este sendero ha ido creciendo la inteligencia humana. Sin las peripecias que lo han abierto a lo largo de tantos siglos ahora no sobrepasaría el nivel de la prehistoria.

Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Filosofías de (genitivas), Técnica. Guarda el enlace permanente.