David Hume

Se expone a continuación una síntesis de la filosofía de este gran filósofo, que supo llevar los principios empiristas a su culminación. Se trata de un capítulo del libro Historia de la filosofía. Bachillerato.


a) Asociación de ideas

David Hume (1711-1776) respalda el principio empirista según el cual todos los contenidos de la conciencia proceden de la experiencia sensible. Su ontología, la más simple que presentó el empirismo inglés, admite un solo tipo de entidad, las percepciones, que divide en impresiones, o datos inmediatos de la experiencia externa o interna, caracterizadas por su fuerza y viveza, y las ideas, o imágenes difuminadas de las impresiones, representaciones menos fuertes y vivas que proceden de ellas. La diferencia entre ambas es la que hay entre sentir un dolor y recordarlo.

Todas nuestras ideas proceden de nuestras impresiones. Quien pretenda otra cosa, dice desafiante Hume, tiene un único y sencillo método de refutación: mostrar una sola que no derive de dicha fuente. Sobre ese único material trabaja la mente, enriqueciéndolo y aumentándolo merced a la asociación de ideas. En la fantasía pueden fabricarse reinos maravillosos que nadie ha visto, pero, si se examinan con detenimiento, se hallará que están compuestos de elementos simples procedentes de la impresión, elementos que no se unen entre sí por la acción voluntaria del sujeto, sino por la fuerza suave pero irresistible de la asociación de ideas, que, como la ley de atracción de los cuerpos rige todos los fenómenos exteriores, así también rige ella todos los interiores. De esta ley interna conocemos únicamente sus efectos, pero, sin que nos percatemos de ello, se impone a la imaginación, la afecta, la determina, la ordena, la hace aparecer como memoria, sueño, entendimiento o fantasía, la hace ser sistema, naturaleza, regularidad, objeto de ciencia.

Esta ley tiene tres formas:

  1. Semejanza: paso de una idea a otra por el parecido entre ambas: un cuadro nos lleva a la persona representada en él; bajo esta forma la ley es decisiva para comparar ideas en cuanto a sus relaciones formales; así en la matemática
  2. Contigüidad: recorrido de tiempos y lugares contiguos a un objeto cualquiera: el amante despechado recuerda a la amada al visitar el paraje en que la conoció; bajo esta forma es decisiva en el campo de las ciencias de hecho.
  3. Causalidad: contigüidad y sucesión regulares de dos sucesos en el espacio y el tiempo. Más abajo se verá el análisis detenido que Hume dedica a esta forma de la asociación y las consecuencias que se siguen de él.

Esta ley interna da razón, según Hume, de la constancia y uniformidad que se había atribuido a la naturaleza, según los realistas, Locke, etc., o a Dios, según Berkeley. Véanse ahora los efectos de su aplicación a la filosofía.

b) Verdades de razón y cuestiones de hecho

Platón oponía los pensadores menores, que se distinguen por adivinar lo que va a pasar de acuerdo con lo que había pasado, a los filósofos, que saben lo que las cosas deben ser de acuerdo con su conocimiento racional de las formas. Hume estima que el género de adivinación que Platón despreciaba es el único conocimiento del que disponemos, porque la razón, un instinto maravilloso y oscuro que nos hace seguir los encadenamientos de las ideas, dice, procede de experiencias pasadas y nadie podrá nunca explicar por qué las experiencias pasadas tienen que ser por fuerza semejantes a las futuras. De nuestra seguridad en el orden y regularidad de la naturaleza sólo tenemos la prueba de nuestros hábitos y costumbres, basados en la asociación de ideas.

No obstante, Hume reconoce que el saber matemático no puede ser considerado como un mero asunto de asociación y hábito. Por esto establece que hay dos clases de conocimiento:

  1. Relaciones de ideas: toda afirmación que sea intuitiva o demostrativamente cierta, como las de las matemáticas. Proposiciones como «el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados» o «tres veces cinco es igual a la mitad de treinta» son proposiciones cuya verdad puede descubrirse por la mera operación del pensamiento, aunque no existan en parte alguna del universo triángulos ni números, porque su negación incurre en contradicción (v. Tratado…, págs. 47 y 48).
  2. Cuestiones de hecho: toda afirmación cuyo contrario sea posible por no implicar una contradicción. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que su negación. En vano se intentaría demostrar que es falsa. (v. ibid.).

No hay más conocimiento que el formal demostrativo de las matemáticas y el positivo de las ciencias empíricas. Las palabras finales de la Investigación sobre el entendimiento humano son terminantes:

Si [al recorrer los libros de una biblioteca] cae en nuestras manos, por ejemplo, algún volumen de teología, o de metafísica escolástica, preguntémonos: ¿contiene algún razonamiento abstracto relativo a una cantidad o a un número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental sobre cuestiones de hecho y de existencia? No. Entonces, arrojémoslo a las llamas, porque sólo puede contener sofismas y supercherías (pág. 192)

Esta teoría se parece a los principios admitidos por los miembros del Círculo de Viena hacia 1930. Según esos principios, las ciencias naturales se basan en afirmaciones que no tienen sentido más que si se refieren a una experiencia posible, y las ciencias matemáticas están basadas en definiciones. Las primeras proporcionan una verdad empírica, y las segundas, una verdad lógica; fuera de ellas no hay otra verdad, y la metafísica debe ser rechazada como algo que no tiene cabida en ninguna parte.

c) Análisis de la idea de causa

Locke había advertido ya que la relación causal es una relación entre ideas y no entre objetos, pero no había extraído ninguna consecuencia ulterior, limitándose a aducir que el orden natural se fundamenta en Dios, que lo ha previsto de manera que los objetos lo reproduzcan en nuestra mente. Como Descartes antes que él, aceptó el influjo de la divinidad y la oscura acción de la causalidad sin detenerse a analizar ambos principios.

Hume fue más consecuente y, tras comprobar que todos nuestros conocimientos, a excepción de las matemáticas, reposan sobre la validez que concedemos al principio de causalidad, decidió que era sumamente importante desentrañar el carácter de necesidad que se le atribuye para conocer cuál es el fundamento de las ciencias empíricas.

Argumentó, en primer lugar, que no es una relación de ideas, un principio racional que hubiera que aceptar por fuerza, porque es posible concebir que un objeto no existe en un momento dado y sí en el siguiente, sin tener que aceptar que otro lo ha causado. Luego la idea de comienzo en la existencia y la de causa pueden separarse sin cometer contradicción y no es posible, en consecuencia, demostrar racionalmente que, dada la primera, la segunda se ha de seguir necesariamente (v. Treatise, I, 183).

A continuación probó que tampoco es una cuestión de hecho, un principio basado en la experiencia. Quien imagine a Adán recién creado por Dios, dotado de una capacidad intelectual superior a la del común de los hombres, pero desprovisto de experiencia, admitirá que de la simple visión del agua no podrá inferir que puede ahogarle ni de la del fuego que puede quemarle. Para saberlo tendrá que recurrir a la experiencia, pero en ella no hallará una relación necesaria entre hechos. Observará que la hierba seca arde después de aplicarle la llama, que arde la que entra en contacto con la llama y que lo mismo sucederá tantas veces como lo haga en circunstancias similares. Nada más que esto observará. Todas sus experiencias se reducirán, pues, a sucesión temporal, contigüidad en tiempo y espacio y repetición constante de dos hechos.

¿No existe entonces conexión necesaria alguna entre la llama y la hierba ardiendo? ¿De dónde extraemos si no la seguridad que sentimos cuando nuestra mente da ese pequeño paso que consiste en saltar desde un hecho presente, la llama, a otro próximo en el futuro, la hierba ardiendo? ¿Por qué estamos convencidos, en fin, de que el futuro es igual que el pasado? Según Hume, la razón no nos sirve de ayuda en este caso, porque la suposición de que el futuro es conforme al pasado, apoyada en la confianza de que la naturaleza sigue siempre un curso regular, es indemostrable. En efecto, es posible pensar que el sol saldrá mañana, pero también que no saldrá, y en ninguno de los dos casos se comete contradicción. Luego puede pensarse que no saldrá, porque lo que no es contradictorio es posible, aunque nunca suceda de hecho. No existe, en conclusión, conexión necesaria entre lo que llamamos causa y lo que llamamos efecto.

Si razonamos causalmente en todas las cuestiones de hecho no es por la necesidad de las cosas, sino porque la memoria guarda la sucesión de dos hechos pasados, los sentidos nos presentan uno de ellos y la imaginación nos ofrece el otro con la misma fuerza y vivacidad que si estuviera presente. La causalidad no es más que esa conexión entre los sentidos, la memoria y la imaginación, un mecanismo mental por cuya acción existe para nosotros orden y regularidad en la vida y en todo conocimiento que no sea relación de ideas (v. Rábade, Hume…, pág. 228)

La causalidad es una costumbre de la que no nos es dado prescindir. Gracias a ella encuentra fundamento y aceptación en nuestro interior la noción misma de realidad, la cual es obra de la creencia. Si solamente influyeran en nosotros las impresiones y las ideas nuestra vida sería imposible. Afortunadamente contamos con ese mecanismo que levanta ante nosotros un sistema ordenado de ideas e impresiones que no confundimos con las fantasías de la imaginación, un sistema al que damos el nombre de realidad.

La causalidad, entendida como una costumbre, conduce en línea recta al escepticismo, a la renuncia al ideal griego platónico-aristotélico de la universalidad y necesidad de la epistéme cuando se trata de ciencias reales (matters of fact), debido a que la universalidad y la necesidad sólo caben en las ciencias formales o relaciones de ideas. Hume considera, sin embargo, que el resultado de su análisis de la causalidad no es el fin de la ciencia, ni siquiera el fin de la creencia en la ciencia. Por suerte, dice, cosas tan importantes como creer y no creer no han sido dejadas por la naturaleza en manos de los filósofos. Es decir, todo sigue igual en cierto modo: la imaginación continúa con sus ficciones, los hombres siguen creyendo y, en definitiva, el entendimiento funciona así, necesariamente. Pero ¿cómo conformarse con el hecho de que la necesidad no resida ya en principios evidentes, sino en la naturaleza humana?

Debe admitirse, con todo, que la crítica de la causalidad tiene una gran importancia práctica, pues en adelante no es posible justificar el dogmatismo ni hay ya razones para subordinar la vida a verdades que se ha visto que son ficciones. El hombre, dice Hume, creerá espontánea y naturalmente más en estos o aquellos principios, en estas o aquellas ideas, según la fuerza con la que le afecten, según su utilidad para la vida, según el placer que le proporcionen. Es mayor la legitimación de una idea que produce felicidad que la de otra verdadera.

d) Las tres sustancias

Otra categoría rechazada por Hume es la de substancia. El ataque no va dirigido ahora solamente contra la sustancia material, sino contra cada una de las tres que venían siendo estudiadas por la filosofía a partir de Descartes: el mundo externo, el alma y Dios.

Acerca de la primera empieza diciendo que cada una de las percepciones diferentes es una entidad distinta y no puede, por consiguiente, ser idéntica a un objeto cualquiera que tuviera una existencia exterior. Estamos naturalmente dispuestos a colmar los intervalos entre cada percepción con imágenes, de suerte que se mantengan la continuidad y la unidad, pero esto no es sino una ficción que nos forjamos para eludir la contradicción entre la imaginación, que nos dice que nuestras percepciones semejantes tienen una existencia que no es aniquilada cuando no se perciben, y la reflexión, que nos dice que nuestras percepciones semejantes son diferentes entre sí y tienen una existencia discontinua. Puesto que los elementos del mundo son percepciones y puesto que las percepciones no existen más que en el momento en que son percibidas, es absurdo suponer que los objetos continúen existiendo cuando no son percibidos.

Una cosa es la existencia empírica, aquella de la que nos informa la experiencia sólo durante el tiempo al que alcanza el acto de conocimiento, y otra la existencia de los objetos en el sentido que la opinión común da a esa expresión, como realidad independiente y continuada fuera del acto de percepción. Tratamos de garantizar la existencia del objeto en este segundo sentido sobre la base de una relación causa-efecto que hacemos trascender la existencia empírica, lo cual carece de toda justificación.

Según la disertación de Hume, la filosofía, por un lado, muestra que la existencia de los cuerpos es una hipótesis admitida gratuitamente: ¿cómo sentirnos obligados a aceptar que existen si para ello es preciso o bien que la razón nos dé una prueba, lo cual es imposible, porque puede pensarse sin contradicción su inexistencia y, en consecuencia, su existencia es indemostrable, o bien que los sentidos nos presenten simultáneamente los objetos y sus impresiones, lo cual es también imposible?

La naturaleza humana, por el otro, no admite que se elimine la creencia en la existencia del mundo externo. Esta oposición se debe a que la naturaleza humana y la razón filosófica son dos cosas separadas, distintas y, en muchos casos, contrarias, dice Hume. Por suerte para nosotros, somos hombres antes que filósofos, agrega.

Sobre la segunda sustancia de nuestra lista, el yo, su Tratado de la naturaleza humana, I, 4, expone que muchos se figuran ser conscientes de su propio yo, experimentarlo y sentir que permanece en la existencia, sin advertir que la experiencia misma que debería abogar en su favor sirve más bien para desmentirlo. ¿De qué impresión podría proceder la idea del yo? Tendría que ser de una que permaneciera invariablemente idéntica durante toda la vida, pues así se supone que es el yo, pero no hay una sola que cumpla el requisito:

cuando penetro más íntimamente en lo que llamo mi propia persona, tropiezo siempre con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, pena o placer. Jamás puedo sorprenderme a mí mismo en algún momento sin percepción alguna y jamás puedo observar más que percepciones (ibid.)

Sería absurdo encontrar el yo sin ninguna percepción. Por otro lado, cuando se suprimen todas, como en un sueño profundo, no se es consciente de nada y no existe diferencia entre ese estado y estar muerto.

Hume compara el espíritu a un teatro «donde muchas percepciones hacen sucesivamente su aparición, pasan, vuelven a pasar, corren y se mezclan en una variedad infinita de posturas y de situaciones». Pero prosigue precisando que es un teatro cuyo emplazamiento ignoramos y que no sabemos nada de los materiales de que está hecho. Exactamente como las cosas materiales, el yo adquiere su unidad gracias a ciertas similitudes y continuidades, y también a las operaciones de la memoria. Si alguien cree tener un yo, añade Hume en el mejor estilo del humorismo británico y del talante liberal:

todo lo que puedo conceder es que puede estar tan en su derecho como yo y que somos esencialmente diferentes a ese respecto […]. Pero, dejando a un lado a algunos metafísicos de esa clase puedo aventurarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un haz o colección de percepciones diferentes […] en perpetuo flujo y movimiento (ibid.)

En cuanto a Dios, la tercera sustancia puesta en solfa, es obvio que no ha sido jamás objeto de impresión alguna. De hecho, nunca podremos conocer por impresión algo que, de ser, sería necesario. Tampoco es posible convertirlo en objeto de una demostración racional, porque una tal demostración solamente es posible cuando su negación es contradictoria. Pero todo lo que podemos pensar que existe podemos también pensar que no existe, sin que en ninguno de los dos casos se halle contradicción alguna. Luego no hay ningún ser cuya inexistencia implique contradicción y, en consecuencia, no hay ninguno cuya existencia sea demostrable. Los argumentos a posteriori, apoyados en la experiencia, son más convincentes, pero no bastan para demostrar que Dios es uno, bueno, providente, perfecto, etc.

La teoría del conocimiento de Hume se llama fenomenismo porque reduce la realidad a fenómenos, suprime la sustancia y en su lugar pone la apariencia sensible. El fenomenismo es en conjunto, como puede comprobarse, una demoledora crítica de la metafísica y la ciencia, y una vía abierta al escepticismo. A éste, declara Hume, nos conduciría la filosofía si no lo impidiera la naturaleza.

e) Filosofía moral

La primera cuestión a dilucidar en moral es la existencia de la libertad, pues si ésta no existe ningún hecho puede calificarse como bueno o malo, debido a que no imputamos la culpabilidad o la inocencia a quien actúa involuntariamente. El pensamiento de Hume sobre ella no rehuye las consideraciones que se hacen sobre el mundo físico, toda vez que mantiene que, lo mismo que en éste hay leyes que rigen la aparición de los fenómenos, así también en el mundo humano las conductas están sometidas a leyes que las hacen previsibles. Lo cual, lejos de ser un inconveniente, favorece en sumo grado la vida social. Sabemos, dice Hume, que una bolsa de dinero abandonada en la calle tardará menos de una hora en desaparecer. Esperamos asimismo con toda confianza que nuestro vecino seguirá comportándose como una persona de bien y no como un loco iluminado. Si la conducta humana no fuera previsible tal vez abandonaríamos el dinero en la calle y no nos fiaríamos del vecino. Pero entonces nuestra propia conducta sería un caos. En conclusión, si los hombres no fueran previsible no entenderíamos la vida ni podríamos mantenernos en ella.

Esta forma de ver la libertad no es, a juicio de su autor, un ataque al libre albedrío, antes al contrario es una confirmación del mismo, sólo que de manera poco usual para muchos. No puede admitirse que una persona que sigue su voluntad, aunque ésta esté causada, no es libre. Por otro lado, siempre que se sigue un deseo, éste tiene un motivo, y éste otro, etc. Sería incomprensible que una acción fuera voluntaria y la voluntad careciera de causa para inclinarse hacia un lado u otro.

Causación no es coacción, por lo que nada impide que una voluntad causada sea una voluntad libre. Debe admitirse, pues, que existe la libertad y, en consecuencia, que los actos pueden ser calificados como buenos o malos. Falta saber cuándo puede hacerse esto último, es decir, qué condiciones debe cumplir una acción para ser juzgada moralmente.

Unos creen que lo moral está en la razón y otros que en los sentidos, pero se equivocan todos. Los primeros porque la acción pertenece a la cadena causal de los hechos y la razón no está antes ni después de los mismos para impedirla, modificarla o continuarla. Además un acto o una decisión no puede recibir su calificación moral a partir de la razón porque ésta puede conocer lo natural, lo que las cosas son, no lo que deben ser. Atribuir a la razón la capacidad de establecer y juzgar el deber ser porque conoce el ser es incurrir en la falacia naturalista, que confunde lo bueno con lo natural.

Los que creen que lo moral reside en los sentidos tampoco están en lo cierto porque entonces habría que aceptar que las conductas animales también son morales, pues son las mismas en muchos casos que las que consideramos como morales en los hombres. Habría que aceptar, por ejemplo, que, dado que el hecho es el mismo, el incesto cometido por un perro es tan reprobable como el de un hombre, lo cual es ciertamente disparatado, pues equivale a pensar que los animales tienen deberes morales.

No son la razón ni los sentidos el fundamento de la moral, dice Hume, sino la pasión, el sentimiento. Cuando alguien sabe de un asesinato siente en su pecho un sentimiento de repulsa. Ahí está lo moral. El sentimiento es la fuerza que nos determina a obrar y dota de valor moral a una decisión. Los juicios morales expresan sentimientos naturales y desinteresados de aprobación o desaprobación que nos producen determinadas conductas. Los sentimientos son el origen de las virtudes y los vicios, pues nos indican qué clase de cualidades suscitan la estima propia y la de los demás.

Un problema subsiste, sin embargo: si el sentimiento es el que decide, ¿cómo es posible que los humanos se pongan de acuerdo en los juicios morales? La respuesta de Hume es que el sentimiento descansa en la naturaleza humana y, puesto que ésta es común a todo hombre, las decisiones morales ejercidas por el sentimiento serán universales, sin necesidad de reflexión teórica a priori.


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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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David Hume

I. Asociación de ideas

Allan Ramsay, Retrato de David Hume

David Hume (1711-1776) respalda el principio empirista según el cual todos los contenidos de la conciencia proceden de la experiencia sensible. Su ontología, la más simple que presentó el empirismo inglés, admite un solo tipo de entidad, las percepciones, que divide en impresiones, o datos inmediatos de la experiencia externa o interna, caracterizadas por su fuerza y viveza, y las ideas, o imágenes difuminadas de las impresiones, representaciones menos fuertes y vivas que proceden de ellas. La diferencia entre ambas es la que hay entre sentir un dolor y recordarlo.

Todas nuestras ideas proceden de nuestras impresiones. Quien pretenda otra cosa, dice desafiante Hume, tiene un único y sencillo método de refutación: mostrar una sola que no derive de dicha fuente. Sobre ese único material trabaja la mente, enriqueciéndolo y aumentándolo merced a la asociación de ideas. En la fantasía pueden fabricarse reinos maravillosos que nadie ha visto, pero, si se examinan con detenimiento, se hallará que están compuestos de elementos simples procedentes de la impresión, elementos que no se unen entre sí por la acción voluntaria del sujeto, sino por la fuerza suave pero irresistible de la asociación de ideas, que, como la ley de atracción de los cuerpos rige todos los fenómenos exteriores, así también rige ella todos los interiores. De esta ley interna conocemos únicamente sus efectos, pero, sin que nos percatemos de ello, se impone a la imaginación, la afecta, la determina, la ordena, la hace aparecer como memoria, sueño, entendimiento o fantasía, la hace ser sistema, naturaleza, regularidad, objeto de ciencia.

Esta ley tiene tres formas:

  1. Semejanza: paso de una idea a otra por el parecido entre ambas: un cuadro nos lleva a la persona representada en él; bajo esta forma la ley es decisiva para comparar ideas en cuanto a sus relaciones formales; así en la matemática
  2. Contigüidad: recorrido de tiempos y lugares contiguos a un objeto cualquiera: el amante despechado recuerda a la amada al visitar el paraje en que la conoció; bajo esta forma es decisiva en el campo de las ciencias de hecho.
  3. Causalidad: contigüidad y sucesión regulares de dos sucesos en el espacio y el tiempo. Más abajo se verá el análisis detenido que Hume dedica a esta forma de la asociación y las consecuencias que se siguen de él.

Esta ley interna da razón, según Hume, de la constancia y uniformidad que se había atribuido a la naturaleza, según los realistas, Locke, etc., o a Dios, según Berkeley. Véanse ahora los efectos de su aplicación a la filosofía.

II. Verdades de razón y cuestiones de hecho

Platón oponía los pensadores menores, que se distinguen por adivinar lo que va a pasar de acuerdo con lo que había pasado, a los filósofos, que saben lo que las cosas deben ser de acuerdo con su conocimiento racional de las formas. Hume estima que el género de adivinación que Platón despreciaba es el único conocimiento del que disponemos, porque la razón, un instinto maravilloso y oscuro que nos hace seguir los encadenamientos de las ideas, dice, procede de experiencias pasadas y nadie podrá nunca explicar por qué las experiencias pasadas tienen que ser por fuerza semejantes a las futuras. De nuestra seguridad en el orden y regularidad de la naturaleza sólo tenemos la prueba de nuestros hábitos y costumbres, basados en la asociación de ideas.

No obstante, Hume reconoce que el saber matemático no puede ser considerado como un mero asunto de asociación y hábito. Por esto establece que hay dos clases de conocimiento:

  1. Relaciones de ideas: toda afirmación que sea intuitiva o demostrativamente cierta, como las de las matemáticas. Proposiciones como «el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados» o «tres veces cinco es igual a la mitad de treinta» son proposiciones cuya verdad puede descubrirse por la mera operación del pensamiento, aunque no existan en parte alguna del universo triángulos ni números, porque su negación incurre en contradicción (v. Tratado…, págs. 47 y 48).
  2. Cuestiones de hecho: toda afirmación cuyo contrario sea posible por no implicar una contradicción. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que su negación. En vano se intentaría demostrar que es falsa. (v. ibid.).

No hay más conocimiento que el formal demostrativo de las matemáticas y el positivo de las ciencias empíricas. Las palabras finales de la Investigación sobre el entendimiento humano son terminantes:

Si [al recorrer los libros de una biblioteca] cae en nuestras manos, por ejemplo, algún volumen de teología, o de metafísica escolástica, preguntémonos: ¿contiene algún razonamiento abstracto relativo a una cantidad o a un número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental sobre cuestiones de hecho y de existencia? No. Entonces, arrojémoslo a las llamas, porque sólo puede contener sofismas y supercherías (pág. 192)

Esta teoría se parece a los principios admitidos por los miembros del Círculo de Viena hacia 1930. Según esos principios, las ciencias naturales se basan en afirmaciones que no tienen sentido más que si se refieren a una experiencia posible, y las ciencias matemáticas están basadas en definiciones. Las primeras proporcionan una verdad empírica, y las segundas, una verdad lógica; fuera de ellas no hay otra verdad, y la metafísica debe ser rechazada como algo que no tiene cabida en ninguna parte.

III. Análisis de la idea de causa

Locke había advertido ya que la relación causal es una relación entre ideas y no entre objetos, pero no había extraído ninguna consecuencia ulterior, limitándose a aducir que el orden natural se fundamenta en Dios, que lo ha previsto de manera que los objetos lo reproduzcan en nuestra mente. Como Descartes antes que él, aceptó el influjo de la divinidad y la oscura acción de la causalidad sin detenerse a analizar ambos principios.

Hume fue más consecuente y, tras comprobar que todos nuestros conocimientos, a excepción de las matemáticas, reposan sobre la validez que concedemos al principio de causalidad, decidió que era sumamente importante desentrañar el carácter de necesidad que se le atribuye para conocer cuál es el fundamento de las ciencias empíricas.

Argumentó, en primer lugar, que no es una relación de ideas, un principio racional que hubiera que aceptar por fuerza, porque es posible concebir que un objeto no existe en un momento dado y sí en el siguiente, sin tener que aceptar que otro lo ha causado. Luego la idea de comienzo en la existencia y la de causa pueden separarse sin cometer contradicción y no es posible, en consecuencia, demostrar racionalmente que, dada la primera, la segunda se ha de seguir necesariamente (v. Treatise, I, 183).

A continuación probó que tampoco es una cuestión de hecho, un principio basado en la experiencia. Quien imagine a Adán recién creado por Dios, dotado de una capacidad intelectual superior a la del común de los hombres, pero desprovisto de experiencia, admitirá que de la simple visión del agua no podrá inferir que puede ahogarle ni de la del fuego que puede quemarle. Para saberlo tendrá que recurrir a la experiencia, pero en ella no hallará una relación necesaria entre hechos. Observará que la hierba seca arde después de aplicarle la llama, que arde la que entra en contacto con la llama y que lo mismo sucederá tantas veces como lo haga en circunstancias similares. Nada más que esto observará. Todas sus experiencias se reducirán, pues, a sucesión temporal, contigüidad en tiempo y espacio y repetición constante de dos hechos.

¿No existe entonces conexión necesaria alguna entre la llama y la hierba ardiendo? ¿De dónde extraemos si no la seguridad que sentimos cuando nuestra mente da ese pequeño paso que consiste en saltar desde un hecho presente, la llama, a otro próximo en el futuro, la hierba ardiendo? ¿Por qué estamos convencidos, en fin, de que el futuro es igual que el pasado? Según Hume, la razón no nos sirve de ayuda en este caso, porque la suposición de que el futuro es conforme al pasado, apoyada en la confianza de que la naturaleza sigue siempre un curso regular, es indemostrable. En efecto, es posible pensar que el sol saldrá mañana, pero también que no saldrá, y en ninguno de los dos casos se comete contradicción. Luego puede pensarse que no saldrá, porque lo que no es contradictorio es posible, aunque nunca suceda de hecho. No existe, en conclusión, conexión necesaria entre lo que llamamos causa y lo que llamamos efecto.

Si razonamos causalmente en todas las cuestiones de hecho no es por la necesidad de las cosas, sino porque la memoria guarda la sucesión de dos hechos pasados, los sentidos nos presentan uno de ellos y la imaginación nos ofrece el otro con la misma fuerza y vivacidad que si estuviera presente. La causalidad no es más que esa conexión entre los sentidos, la memoria y la imaginación, un mecanismo mental por cuya acción existe para nosotros orden y regularidad en la vida y en todo conocimiento que no sea relación de ideas (v. Rábade, Hume…, pág. 228)

La causalidad es una costumbre de la que no nos es dado prescindir. Gracias a ella encuentra fundamento y aceptación en nuestro interior la noción misma de realidad, la cual es obra de la creencia. Si solamente influyeran en nosotros las impresiones y las ideas nuestra vida sería imposible. Afortunadamente contamos con ese mecanismo que levanta ante nosotros un sistema ordenado de ideas e impresiones que no confundimos con las fantasías de la imaginación, un sistema al que damos el nombre de realidad.

La causalidad, entendida como una costumbre, conduce en línea recta al escepticismo, a la renuncia al ideal griego platónico-aristotélico de la universalidad y necesidad de la epistéme cuando se trata de ciencias reales (matters of fact), debido a que la universalidad y la necesidad sólo caben en las ciencias formales o relaciones de ideas. Hume considera, sin embargo, que el resultado de su análisis de la causalidad no es el fin de la ciencia, ni siquiera el fin de la creencia en la ciencia. Por suerte, dice, cosas tan importantes como creer y no creer no han sido dejadas por la naturaleza en manos de los filósofos. Es decir, todo sigue igual en cierto modo: la imaginación continúa con sus ficciones, los hombres siguen creyendo y, en definitiva, el entendimiento funciona así, necesariamente. Pero ¿cómo conformarse con el hecho de que la necesidad no resida ya en principios evidentes, sino en la naturaleza humana?

Debe admitirse, con todo, que la crítica de la causalidad tiene una gran importancia práctica, pues en adelante no es posible justificar el dogmatismo ni hay ya razones para subordinar la vida a verdades que se ha visto que son ficciones. El hombre, dice Hume, creerá espontánea y naturalmente más en estos o aquellos principios, en estas o aquellas ideas, según la fuerza con la que le afecten, según su utilidad para la vida, según el placer que le proporcionen. Es mayor la legitimación de una idea que produce felicidad que la de otra verdadera.

IV. Las tres sustancias

Otra categoría rechazada por Hume es la de substancia. El ataque no va dirigido ahora solamente contra la sustancia material, sino contra cada una de las tres que venían siendo estudiadas por la filosofía a partir de Descartes: el mundo externo, el alma y Dios.

Acerca de la primera empieza diciendo que cada una de las percepciones diferentes es una entidad distinta y no puede, por consiguiente, ser idéntica a un objeto cualquiera que tuviera una existencia exterior. Estamos naturalmente dispuestos a colmar los intervalos entre cada percepción con imágenes, de suerte que se mantengan la continuidad y la unidad, pero esto no es sino una ficción que nos forjamos para eludir la contradicción entre la imaginación, que nos dice que nuestras percepciones semejantes tienen una existencia que no es aniquilada cuando no se perciben, y la reflexión, que nos dice que nuestras percepciones semejantes son diferentes entre sí y tienen una existencia discontinua. Puesto que los elementos del mundo son percepciones y puesto que las percepciones no existen más que en el momento en que son percibidas, es absurdo suponer que los objetos continúen existiendo cuando no son percibidos.

Una cosa es la existencia empírica, aquella de la que nos informa la experiencia sólo durante el tiempo al que alcanza el acto de conocimiento, y otra la existencia de los objetos en el sentido que la opinión común da a esa expresión, como realidad independiente y continuada fuera del acto de percepción. Tratamos de garantizar la existencia del objeto en este segundo sentido sobre la base de una relación causa-efecto que hacemos trascender la existencia empírica, lo cual carece de toda justificación.

Según la disertación de Hume, la filosofía, por un lado, muestra que la existencia de los cuerpos es una hipótesis admitida gratuitamente: ¿cómo sentirnos obligados a aceptar que existen si para ello es preciso o bien que la razón nos dé una prueba, lo cual es imposible, porque puede pensarse sin contradicción su inexistencia y, en consecuencia, su existencia es indemostrable, o bien que los sentidos nos presenten simultáneamente los objetos y sus impresiones, lo cual es también imposible?

La naturaleza humana, por el otro, no admite que se elimine la creencia en la existencia del mundo externo. Esta oposición se debe a que la naturaleza humana y la razón filosófica son dos cosas separadas, distintas y, en muchos casos, contrarias, dice Hume. Por suerte para nosotros, somos hombres antes que filósofos, agrega.

Sobre la segunda sustancia de nuestra lista, el yo, su Tratado de la naturaleza humana, I, 4, expone que muchos se figuran ser conscientes de su propio yo, experimentarlo y sentir que permanece en la existencia, sin advertir que la experiencia misma que debería abogar en su favor sirve más bien para desmentirlo. ¿De qué impresión podría proceder la idea del yo? Tendría que ser de una que permaneciera invariablemente idéntica durante toda la vida, pues así se supone que es el yo, pero no hay una sola que cumpla el requisito:

cuando penetro más íntimamente en lo que llamo mi propia persona, tropiezo siempre con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, pena o placer. Jamás puedo sorprenderme a mí mismo en algún momento sin percepción alguna y jamás puedo observar más que percepciones (ibid.)

Sería absurdo encontrar el yo sin ninguna percepción. Por otro lado, cuando se suprimen todas, como en un sueño profundo, no se es consciente de nada y no existe diferencia entre ese estado y estar muerto.

Hume compara el espíritu a un teatro «donde muchas percepciones hacen sucesivamente su aparición, pasan, vuelven a pasar, corren y se mezclan en una variedad infinita de posturas y de situaciones». Pero prosigue precisando que es un teatro cuyo emplazamiento ignoramos y que no sabemos nada de los materiales de que está hecho. Exactamente como las cosas materiales, el yo adquiere su unidad gracias a ciertas similitudes y continuidades, y también a las operaciones de la memoria. Si alguien cree tener un yo, añade Hume en el mejor estilo del humorismo británico y del talante liberal:

todo lo que puedo conceder es que puede estar tan en su derecho como yo y que somos esencialmente diferentes a ese respecto […]. Pero, dejando a un lado a algunos metafísicos de esa clase puedo aventurarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un haz o colección de percepciones diferentes […] en perpetuo flujo y movimiento (ibid.)

En cuanto a Dios, la tercera sustancia puesta en solfa, es obvio que no ha sido jamás objeto de impresión alguna. De hecho, nunca podremos conocer por impresión algo que, de ser, sería necesario. Tampoco es posible convertirlo en objeto de una demostración racional, porque una tal demostración solamente es posible cuando su negación es contradictoria. Pero todo lo que podemos pensar que existe podemos también pensar que no existe, sin que en ninguno de los dos casos se halle contradicción alguna. Luego no hay ningún ser cuya inexistencia implique contradicción y, en consecuencia, no hay ninguno cuya existencia sea demostrable. Los argumentos a posteriori, apoyados en la experiencia, son más convincentes, pero no bastan para demostrar que Dios es uno, bueno, providente, perfecto, etc.

La teoría del conocimiento de Hume se llama fenomenismo porque reduce la realidad a fenómenos, suprime la sustancia y en su lugar pone la apariencia sensible. El fenomenismo es en conjunto, como puede comprobarse, una demoledora crítica de la metafísica y la ciencia, y una vía abierta al escepticismo. A éste, declara Hume, nos conduciría la filosofía si no lo impidiera la naturaleza.

V. Filosofía moral

La primera cuestión a dilucidar en moral es la existencia de la libertad, pues si ésta no existe ningún hecho puede calificarse como bueno o malo, debido a que no imputamos la culpabilidad o la inocencia a quien actúa involuntariamente. El pensamiento de Hume sobre ella no rehuye las consideraciones que se hacen sobre el mundo físico, toda vez que mantiene que, lo mismo que en éste hay leyes que rigen la aparición de los fenómenos, así también en el mundo humano las conductas están sometidas a leyes que las hacen previsibles. Lo cual, lejos de ser un inconveniente, favorece en sumo grado la vida social. Sabemos, dice Hume, que una bolsa de dinero abandonada en la calle tardará menos de una hora en desaparecer. Esperamos asimismo con toda confianza que nuestro vecino seguirá comportándose como una persona de bien y no como un loco iluminado. Si la conducta humana no fuera previsible tal vez abandonaríamos el dinero en la calle y no nos fiaríamos del vecino. Pero entonces nuestra propia conducta sería un caos. En conclusión, si los hombres no fueran previsible no entenderíamos la vida ni podríamos mantenernos en ella.

Esta forma de ver la libertad no es, a juicio de su autor, un ataque al libre albedrío, antes al contrario es una confirmación del mismo, sólo que de manera poco usual para muchos. No puede admitirse que una persona que sigue su voluntad, aunque ésta esté causada, no es libre. Por otro lado, siempre que se sigue un deseo, éste tiene un motivo, y éste otro, etc. Sería incomprensible que una acción fuera voluntaria y la voluntad careciera de causa para inclinarse hacia un lado u otro.

Causación no es coacción, por lo que nada impide que una voluntad causada sea una voluntad libre. Debe admitirse, pues, que existe la libertad y, en consecuencia, que los actos pueden ser calificados como buenos o malos. Falta saber cuándo puede hacerse esto último, es decir, qué condiciones debe cumplir una acción para ser juzgada moralmente.

Unos creen que lo moral está en la razón y otros que en los sentidos, pero se equivocan todos. Los primeros porque la acción pertenece a la cadena causal de los hechos y la razón no está antes ni después de los mismos para impedirla, modificarla o continuarla. Además un acto o una decisión no puede recibir su calificación moral a partir de la razón porque ésta puede conocer lo natural, lo que las cosas son, no lo que deben ser. Atribuir a la razón la capacidad de establecer y juzgar el deber ser porque conoce el ser es incurrir en la falacia naturalista, que confunde lo bueno con lo natural.

Los que creen que lo moral reside en los sentidos tampoco están en lo cierto porque entonces habría que aceptar que las conductas animales también son morales, pues son las mismas en muchos casos que las que consideramos como morales en los hombres. Habría que aceptar, por ejemplo, que, dado que el hecho es el mismo, el incesto cometido por un perro es tan reprobable como el de un hombre, lo cual es ciertamente disparatado, pues equivale a pensar que los animales tienen deberes morales.

No son la razón ni los sentidos el fundamento de la moral, dice Hume, sino la pasión, el sentimiento. Cuando alguien sabe de un asesinato siente en su pecho un sentimiento de repulsa. Ahí está lo moral. El sentimiento es la fuerza que nos determina a obrar y dota de valor moral a una decisión. Los juicios morales expresan sentimientos naturales y desinteresados de aprobación o desaprobación que nos producen determinadas conductas. Los sentimientos son el origen de las virtudes y los vicios, pues nos indican qué clase de cualidades suscitan la estima propia y la de los demás.

Un problema subsiste, sin embargo: si el sentimiento es el que decide, ¿cómo es posible que los humanos se pongan de acuerdo en los juicios morales? La respuesta de Hume es que el sentimiento descansa en la naturaleza humana y, puesto que ésta es común a todo hombre, las decisiones morales ejercidas por el sentimiento serán universales, sin necesidad de reflexión teórica a priori.

V. Fernández Rueda, E., Historia de la filosofía


 

 

 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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