Evolucionismo

Se dice que Darwin rogaba al cielo que le protegiera de las disparatadas ideas de Lamarck y su tendencia al progreso. Es seguro que el cielo atendió su súplica al principio de su estudio de las especies vivas, pues su teoría de la selección natural es ajena a la idea del mejoramiento de los seres vivos y deja el transcurso de éstos al azar. Pero, sea porque Darwin no perseveró en sus oraciones, sea porque sus seguidores no pidieron lo mismo que él, lo cierto es que el evolucionismo se entendió casi de inmediato como una tendencia a lo mejor.

Así lo entendió Carlos Marx, que estaba más cerca de Lamarck que de Darwin, lo que le hizo un digno antecesor de los biólogos lysenkianos de la Unión Soviética. Saludó el darwinismo como la explicación definitiva de la marcha de las especies vivas y creyó poderlo integrar en su propia explicación de la marcha de la historia humana, con lo que ésta se convertía en una continuación de la naturaleza. Engels se aplicó a la tarea en su Dialéctica de la naturaleza, una obra en que las ideas de Hegel, Darwin, Marx y otras del momento formaron un extraño conjunto digno de Babel. Otros vendrían más tarde a continuar la senda iniciada por ellos: Lenin tratando de aprovechar las indagaciones de Pavlov para la doctrina bolchevique, Stalin haciendo lo propio con las de Michurin, Oparin esforzándose en ver cómo nace la vida de la materia inerte, etc.

La reinterpretación marxista de la selección natural, una lectura hecha en los términos del romanticismo historicista del siglo XIX, era la negativa que el cielo devolvía a las oraciones de Darwin. Tal vez él se percató del asunto, pues cuando Marx le pidió que prologara su obra, El capital, él se negó con cortesía inglesa. De paso evitaba la obligación de leerlo, lo que no era poco.

Marx fue solo el principio. Otros muchos científicos naturales y sociales, filósofos y diletantes de muy variada índole, todos ellos adversarios de la religión cristiana, vieron en el evolucionismo la derrota científica de la teología. Les resultó muy fácil sustituir la idea del Creador que origina el mundo por un primer ancestro común a todos los seres vivos. Remontándose más atrás, había que pensar que todo partía de la materia inerte. Un protozoo habría podido ser la primera piedra del edificio de la vida y un átomo comprimido la de toda la materia. Así se reemplazaba la Primera Causa por una causa primera.

Así pensaron más o menos individuos como Ernst Haeckel, un divulgador de las ideas de Darwin que tuvo éxito al introducir en el acervo común de nuestro tiempo vocablos como “ontogenia”, “filogenia”, “ecología”, etc., pero careció de él en sus doctrinas, pues ni una sola de ellas ha recibido validación científica.

Una vez admitida la marcha hacia lo mejor a partir de un único antepasado, a muchos les pareció evidente que existen especies y razas que se han quedado atrasadas y deben ser protegidas. Es obvio que solo puede ver un trozo de madera sobre otro el que los ha transformado previamente en peldaños de una escalera y ha puesto ésta en vertical. Si los hubiera dejado como estaban los habría visto todos en el mismo nivel. Una vez fabricada la escalera mental que disponía todos los seres vivos en estratos superiores e inferiores, era posible ver a otras poblaciones humanas más abajo y estimular el paternalismo protector que sirvió de coartada al imperialismo depredador del siglo XIX.

Otros, como Sir Francis Galton, discurrieron de otro modo. Debe ser posible, pensaron, conseguir una raza de hombres superiores que está tan por encima de los europeos actuales como éstos de las razas negras de África. Para ello solo sería necesario aplicar una selección racial bien planificada que incluyera la extensión sistemática de la eugenesia. Y, ya puestos, también de la eutanasia. ¿Por qué no?

La idea pasó a los estados Unidos de América y en alguna de sus universidades, tras aplicar los cálculos pertinentes, se concluyó que hay unos diez millones de humanos deformes a los que habría que liquidar para que el resto se mantuviera sano y fuerte. La idea no se aplicó en América, pero sí en Alemania, donde, tras el exterminio de unos doscientos mil alemanes con enfermedades mentales y otras deficiencias, la industria de destrucción de seres humanos quedó lista para ser aplicada a judíos, gitanos y otros seres vistos como atrasados en el camino del mejoramiento de la especie.

Las explicaciones evolucionistas servían a esas alturas para entender todo. Se habían convertido en una cosmovisión, una teoría social, política, moral, etc. Conformaban una ciencia total. Hasta la producción de ideas y formas estéticas, la literatura, el arte, la religión, el derecho y la filosofía se entendían en términos de adaptación al medio. Había que pensar, por ejemplo, que El origen de la especies, de Darwin, era un libro generado en un proceso adaptativo de las razas sajonas y no en la mente de su autor. El punto de vista de la selección natural impide pensar en algo que no sean las condiciones ambientales. Éstas sustituyen la mente y la conciencia del hombre como el primer ancestro o la materia inerte habían sustituido al Creador.

Parece que algunos de estos desbordamientos de su teoría disgustaron a Darwin, pero lo cierto es que su posición fue ambigua en más de una ocasión. Hay quien dice que su esposa, una ferviente unitarista, le previno y defendió de algunos excesos. Sea como fuere, hay al menos uno que pudo ver con claridad: que la ciencia dice cómo son las cosas, no cómo deben ser.

Es indudable que si se deja morir a un niño que nace con una enfermedad hereditaria se contribuye a la erradicación de esa enfermedad, pues el niño no podrá transmitirla a otros. Pero no por eso deja de ser una acción criminal. El paso que va de una verdad asentada en la ciencia a un principio moral que se extrae de ella está en el origen de algunas de las mayores masacres que unos humanos han infligido a otros.

Otros saltos y otros desbordamientos ha tenido la teoría evolucionista. En otra ocasión habrá que volver a ellos.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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