Resulta, pues, verificado por razón y experiencia que interrogarse sobre si algo es real, y en caso afirmativo, examinar en qué consiste su realidad, no es ejercicio superfluo ni ociosidad de ingenio, sino necesidad primaria de todo saber que aspire a firmeza. Porque todos los saberes, sean de índole especulativa, como la geometría o la teología revelada, o de carácter práctico, como la política o la religión vivida, descansan —al menos en sus primeros momentos— sobre ciertos supuestos no demostrados, asumidos más por la fe que por la ciencia.
Unos creen en la extensión infinita del espacio, tal como lo configuran sus modelos; otros, en la existencia de Dios, conforme al testimonio de su tradición; otros dan por real el tiempo como entidad objetiva; y todos, sin excepción, presuponen que hay cosas y que las conocen con suficiencia. Mas esa suficiencia no es fruto del examen, sino del asentimiento natural. Todos creen. Pocos saben. Esta es la distinción primera entre la masa de los que repiten y la minoría de los que piensan.
Los primeros se contentan con aceptar una existencia y una esencia dadas, sin mayor examen; creen que aquello de lo que tratan es, y que saben lo que es. Los segundos, no satisfechos con la apariencia de certeza, interrogan la base misma de aquello que se tiene por evidente. Ven grietas en los cimientos; descubren dudas en lo que parecía claro; y no temen señalar lo que otros callan. Son estos los verdaderos filósofos, no porque posean más respuestas, sino porque hacen mejores preguntas.
De aquí proviene el carácter crítico y, a menudo, negativo que se ha atribuido a la filosofía desde antiguo. Pues si el arte del arquitecto consiste en levantar edificaciones firmes, el del filósofo es poner a prueba sus fundamentos. Y no hay mejor prueba de resistencia que el intento de demolición. Si el edificio aguanta, es firme. Si se derrumba, nunca lo fue.
Cuestionar lo que se cree no equivale a negar por sistema, sino a probar con método. Es el momento negativo del conocimiento, que tiene su modelo más ilustre en la ironía socrática. Sócrates, como es notorio, fue el primero que, con arte sistemático, enseñó a los hombres que no sabían lo que creían saber. Y lo hizo sin desdeñar ni burlarse, sino con humilde agudeza, para provocar en el interlocutor una reflexión más rigurosa.
Sirva como ejemplo su diálogo con Adimanto, en el libro VI de La República, donde refuta la identificación vulgar del bien con el placer:
—S.: ¿Y los que definen el bien como el placer? ¿Acaso no incurren en un extravío no menor que el de los otros? ¿No se ven también éstos obligados a convenir en que existen placeres malos?
—A.: En efecto.
—S.: Les acontece, pues, creo yo, el convenir en que las mismas cosas son buenas y malas. ¿No es eso?
—A.: ¿Qué otra cosa va a ser?
Así pone en evidencia Sócrates que esa definición incurre en contradicción. Si algo puede ser a la vez bueno y malo, entonces no puede definirse exclusivamente como bueno. La creencia se tambalea y da paso a la necesidad de una idea más firme, más universal, más adecuada a la cosa misma.
Porque conocer el bien —o el tiempo, el espacio, Dios, el alma, o cualquier otro ente— requiere formarse una idea de su naturaleza. Y tal idea no puede ser particular, sino universal. Si se pretende decir lo que es algo, se ha de decir de modo que valga para todo aquello que es de igual especie. La naturaleza de las cosas no se descubre en la opinión, sino en el concepto, y no en cualquier concepto, sino en aquel que alcanza la esencia.
Esta necesidad de universalidad impone al entendimiento el uso de conceptos que trascienden lo sensible, aunque nazcan de la experiencia. La razón no se contenta con saber que algo es, sino que busca saber qué es. Y ese quid est no puede ser otro que la esencia común que hace a cada ente ser lo que es.