El día del orgullo

Del orgullo gay, quiere decirse. Yo, que, además de urdir la faena a toro pasado en lugar de hacerlo a porta gayola, tiendo a enredarme en las palabras, a hurgar en su pasado y procurar hallar en ellas alguna senda que me lleve al sentido de las cosas, tengo ante mí ahora tres o cuatro que me producen cierta confusión. No sé por qué ha de ser “gay”, ni “orgullo”, ni por qué ha de haber un día al año para celebrarlo, a imitación del santoral.

La primera es “gay”, aplicada al amor entre hombre y hombre, que para este caso no parece prevalecer la ideología de género. ¿Por qué “gay”, vieja palabra venerable que en español se usa para la poesía? “¿Qué cosa es poesía (que en nuestra vulgar ‘gaya scientia’ llamamos”)? Se pregunta el Marqués de Santillana. Antonio Machado, en Baeza tras la muerte de Leonor, dice también: “Heme aquí ya, profesor de lenguas vivas (ayer maestro de gay-saber, aprendiz de ruiseñor)”. Por aprendiz de ruiseñor se tenía Machado cuando lloraba a su amada.

Acaso este uso antiguo facilitó el título del libro de Nietzsche en español: La gaya ciencia, rememorando quizá a Don Iñigo López de Mendoza.

El principal pecado nefando tuvo en español y otros idiomas nombres rotundos ahora vistos como denigrantes. Se observa en Quevedo y su poema A un bujarrón, del que un cierto pudor puesto al día para no herir el común sentir (Wikipedia y ChatGpt también sienten ese pudor) me obliga a citar los versos más inofensivos y menos bruscos: “No en tormentos eternos/condenaron su alma a los infiernos / más los infiernos fueron condenados / a que tengan su alma y sus pecados”. Léalo entero quien a ello se anime: aquí lo tiene a su disposición.

Acordes con los tiempos fueron esos juicios, pues en los españoles de entonces causaban gran escándalo dos maldades practicadas por los indios, incluso por los que lucharon a su lado contra Moctezuma: la antropofagia y la sodomía. No se diga que era cosa de aquella España de la Contrarreforma, pues en ese mismo tiempo la sodomía se castigaba en Francia con amputación de testículos la primera vez que se castigaba el delito, del miembro viril la segunda y con castigo de hoguera la tercera. En Estados Unidos se mantuvo la pena de muerte para quienes en ella incurrieran hasta el año 1779, sustituyéndola por la de castración a propuesta de Thomas Jefferson para el Estado de Virginia. Y en Inglaterra se abolió la pena capital para ellos en 1861. Ahora se llama gay a lo que con tanta saña se nombró y se persiguió, pero no me acabo de hacerme a la idea de lo oportuno del nombre. ¿Acaso es triste cualquier otra clase de unión?

La palabra “homosexual”, no menos ambigua que la anterior, no arregla gran cosa, porque no designa coyunda entre hombres, sino entre los de igual sexo y se aplica lo mismo al que sucede entre hombre y hombre que entre mujer y mujer, mas no entre hombre y mujer mutada en hombre, ni entre mujer y hombre mutado en mujer; luego parece necesario conservar el sexo biológico.

Las que se inclinan por el amor lésbico creen haber encontrado una especie de refugio nominativo en Safo, de Lesbos, la isla en que aquella poetisa fundó una Casa de las Musas para enseñar a las jóvenes las bellas artes, no para adiestrarlas en actividad sexual alguna. Se especula que acaso trataría ella de reproducir el amor entre hombres, de nombre pederastia, que se daba ante todo en la institución militar, una clase de amor en que no había dos amantes, sino un amante y un amado. “Si ese amor entre nosotros fuera más fuerte, nuestro ejército sería invencible”, dijo Anito en el Banquete, y Aristóteles pensó que Dios mueve al mundo como el amado al amante sin hacer nada, sin saber siquiera si este existe o no. El amor lesbiano del presente es un pálido reflejo del de Safo. Pero acéptese también, en bien de la simplicidad. Llámese con ese nombre al amor sexual entre mujeres, que la realidad no ha de cambiar porque se cambie la palabra.

Otra palabra que me confunde es “orgullo”. Lo apropiado debería ser estar alegre, satisfecho, sentirse optimista, etc., por la inclinación sexual que uno tiene, y no orgulloso, lo cual denota altivez, arrogancia o soberbia.  El orgullo no fue bien considerado ni por la fe politeísta de los griegos ni por la cristiana. En los dos casos fue demasía, hybris, querer sobrepasar lo que uno es, su propia naturaleza. El paganismo y el cristianismo coinciden en esto, como en tantas cosas. Debes ser tú mismo, no más ni menos de lo que es tu naturaleza; eso dicen los dos. El mandato más natural y profundo es: sé tú mismo.

¿Qué culpa tendrán las palabras, si ella solamente obedecen a quien manda?

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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