El ídolo oscuro: el antisemitismo como religión encubierta

En su obra Verkappte Religionen, Religiones encubiertas, Christian Bry ofrece una lectura tan inquietante como aguda de los grandes fanatismos modernos. Su tesis es sencilla y terrible; el siglo XX, al creer haber desterrado a Dios, sólo cambió de altar, y los ídolos que después adoró, ídolos como la raza, la nación, el progreso o la revolución (otros han añadido la democracia), no fueron otra cosa que religiones enmascaradas, cultos seculares que mantuvieron, bajo formas nuevas, los mismos mecanismos sagrados del sacrificio, la pureza y la redención.
Entre esas “religiones sustitutas”, el antisemitismo ocupa un lugar central; es, según Bry, el ejemplo más perfecto de una fe negativa, una fe sin gracia, en la que el hombre proyecta su necesidad de sentido hacia el odio.

El antisemitismo, dice, no es sólo una ideología ni una pasión étnica; es una estructura religiosa invertida. Su dogma básico no consiste en creer en un Dios, sino en creer que el mal tiene un rostro. En esa sustitución metafísica, el judío pasa a ocupar el papel del diablo bíblico, que era principio personal del desorden y encarnación visible de la culpa invisible. De este modo, la masa logra conservar el sentimiento religioso, la lucha entre el bien y el mal, la promesa de un juicio y una purificación, pero vaciado de trascendencia y dirigido hacia la destrucción del prójimo.

Bry examina con erudición los mitos subterráneos que alimentan esta fe. El antisemitismo no se sostiene por argumentos, sino por símbolos tales como la idea de “pueblo elegido” corrompida en “pueblo maldito”, la figura del “asesino de Dios” convertida en arquetipo de la negación absoluta, el dinero, el veneno, la conspiración, como sacramentos de un culto a la impureza. El odio al judío se convierte en rito, en exorcismo colectivo que purifica al creyente moderno de su propia impotencia espiritual.

El autor muestra cómo las ideologías totalitarias del siglo XX se sirvieron de este arcaísmo religioso. En la Alemania nazi, el antisemitismo fue liturgia de Estado, procesión y sacrificio en nombre de una pureza imaginaria. Bry observa que el discurso hitleriano no se dirige a la razón sino al alma supersticiosa cuando promete una redención histórica, una “tierra prometida” racial. De ahí que el antisemitismo no muera con las guerras, pues sus raíces no son políticas sino teológicas. El hombre que ha perdido a Dios necesita un sustituto, y lo encuentra en el enemigo absoluto.

Hay, en esta lectura, un eco de los profetas bíblicos. Bry parece decirnos que el antisemitismo es el pecado de idolatría reaparecido con otro rostro, el error de adorar la nada, de dar culto al odio como si fuera un principio de salvación. El antisemitismo, religión encubierta, posee su dogma (la pureza de la sangre), su liturgia (la exclusión y la violencia), su credo (“ellos nos dominan”), su Apocalipsis (la “limpieza” final), y hasta su paraíso, la comunidad sin mezcla, sin diferencia y sin alma. En todos los casos, lo que se destruye no es sólo al otro, sino la posibilidad misma del amor.

Bry no se detiene en la denuncia moral; busca la raíz psicológica y metafísica del fenómeno. El hombre moderno, liberado de Dios, pero no de la necesidad de creer, vuelve su fe hacia el mundo visible. Pero como ninguna criatura puede soportar el vacío, inventa un diablo a su medida. De ahí que el antisemitismo sea una teología del miedo, una tentativa de explicar la desgracia universal señalando un culpable tangible. “Allí donde el sentido se pierde”, escribe Bry, “surge el enemigo”.

Frente a esta idolatría del mal, el autor propone recuperar la dimensión verdadera de la fe, aquella que reconoce la fragilidad humana como lugar de encuentro con lo divino, no como motivo de condena. La única purificación posible, afirma, es la del corazón, no la de la sangre. Y el único sacrificio que redime no es el de los otros, sino el de uno mismo.

Esta idea final, de resplandor evangélico, confiere al ensayo un tono moral y religioso a la vez. En su crítica del antisemitismo, Bry no escribe sólo contra el nazismo, sino contra toda forma de pensamiento que sacraliza el odio o hace del enemigo su principio de cohesión. En sus páginas, la humanidad aparece como un espejo quebrado; cada fragmento refleja una parte de Dios, y destruir uno solo de ellos es romper el rostro entero.

Así entendido, el antisemitismo no es un residuo del pasado, sino una tentación permanente. En toda sociedad cansada de libertad reaparece la nostalgia de la pureza, en toda crisis el deseo de un culpable. Bry ve en ello la persistencia del instinto religioso en su forma degradada; el alma humana, cuando reniega de la trascendencia, se arrodilla ante sus propias sombras.

La lección de Verkappte Religionen no es sólo histórica, sino espiritual. Nos recuerda que el mal más profundo no consiste en odiar, sino en creer que el odio nos salva. Y que el único remedio contra las religiones encubiertas no es otra religión, sino una conciencia vigilante, humilde, capaz de reconocer en el otro, en todo otro, una chispa de la misma luz que nos alumbra.

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